Bajaron por la escalera interior que llevaba a la planta y empezaron a recorrer la fábrica, sorprendidos por la elegancia y la amplitud de la construcción[35]. El taller ocupaba casi dos cuadras y parecía un lugar abandonado precipitadamente ante la inminencia de un cataclismo. Una parálisis general había afectado a esa mole de acero del mismo modo que una apoplejía cerebral deja seco —pero con vida— a un hombre que ha bebido y fornicado y gozado de la vida hasta el instante fatal en que —de un segundo al otro— un ataque lo deja quieto para siempre.
Líneas de montaje inmóviles, una sección de tapicería con los cueros ya teñidos y los asientos en el piso; llantas, ruedas, gomas amontonadas; el galpón de chapa y pintura con lonas cubriendo las ventanas y la puerta; herramientas y piezas mecánicas, ruedas, poleas, pequeños instrumentos de precisión tirados en el piso; llantas con rayos de madera Stepney, neumáticos Hutchinson, un claxon marca Stentor, una ingeniosa turbina para inflar los neumáticos accionada por los gases del caño de escape; un cigüeñal con su extraño nombre de pájaro, un gran banco de trabajo con morsas de ajuste, aparatos ópticos y calibres de precisión. La sensación de abandono súbito y de desánimo era un aire helado que bajaba de las paredes. La máquina guillotina Steel y la plegadora de balanceo automático Campbell, compradas en Cincinatti, estaban en perfecto estado. Dos autos a medio armar habían quedado suspendidos sobre los fosos de engrase en el centro de la planta. Todo parecía estar a la espera, como si un sismo —o la lava gris e imperceptible de un volcán en erupción— hubiera dejado inmóvil un día cualquiera de la fábrica, en el momento de su congelación. Año 1971: 12 de abril. Los almanaques con chicas desnudas de unas gomerías de Avellaneda, la vieja radio con caja de madera enchufada a la pared, los diarios que cubrían los vidrios, todo remitía al momento en el que el tiempo se había detenido. En un pizarrón colgado de un alambre se leía el llamado a asamblea de la comisión interna de la fábrica. No tenía fecha pero era de los tiempos del conflicto. Compañeros, asamblea general mañana para discutir la situación de la empresa, las nuevas condiciones y el plan de lucha[36]. El reloj eléctrico de la pared del fondo se había parado a las 10.40 (¿de la noche o de la mañana?).
Y entonces empezaron a distinguir los signos de la actividad de Luca. Objetos esféricos y curvos como animales de un extraño bestiario mecánico, acomodados en el piso. Un aparato con ruedas y engranajes y poleas, que parecía recién terminado, brillaba con su pintura roja y blanca. En una chapita de bronce se podía leer: Las ruedas de Sansón y Dalila. En un tablero de dibujo se veían diagramas y planos de una construcción monumental, fragmentada en pequeñas maquetas circulares. Un taller donde habían trabajado en el pasado cien obreros era ocupado ahora por un solo hombre.
—Hemos resistido —dijo, y luego usó la segunda persona del singular—. Nadie te ayuda —dijo—. Todo te lo hacen difícil. Cobran los impuestos antes de que hayas hecho el trabajo. Pero vengan por aquí.
Quería mostrarles la obra a la que había dedicado todos sus esfuerzos. Les señaló un sendero entre las bielas, las baterías y las llantas que se apilaban a un costado, y luego de cruzar un callejón entre grandes containers vieron la enorme estructura de acero que se levantaba en un patio del fondo. Era una construcción cónica, de seis metros de alto, de acero acanalado, sostenida sobre cuatro patas hidráulicas y pintada con pintura antióxido de un color ladrillo oscuro. Parecía un aparato estratosférico, una pirámide prehistórica o quizá un prototipo de la máquina del tiempo. Luca llamaba a ese objeto cónico e inquietante el mirador.
Sólo se podía entrar por abajo, deslizándose entre las patas tubulares hasta que adentro —al incorporarse— uno se encontraba en una carpa metálica triangular, alta y serena. En las zonas interiores había escaleras, montacargas de vidrio, plataformas tubulares y pequeñas ventanas enrejadas. La construcción terminaba en un ojo de vidrio de dos metros de diámetro, rodeado de pasillos de metal, al que se ascendía por una escalera de caracol que desembocaba en una sala de control con grandes ventanales y sillones giratorios. Desde ahí, en lo alto, la vista era magnífica y circular. Por un lado se podía ver, según Luca, la esfera celeste, pero adaptando una serie de espejos colocados sobre placas cuadradas y movidos por brazos mecánicos se podía vigilar también el desierto. A lo lejos se veía el destello de las grandes lagunas del sur de la provincia y los campos inundados, una superficie clara en la vastedad amarilla de la llanura; más cerca se veían los terrenos sembrados, los animales dispersos por la llanura, los caminos que cruzaban entre los montes, al costado de las estancias, y, por fin, tirados sobre la izquierda, como un banco encallado, se alcanzaban a ver los techos de las casas altas del pueblo, la calle principal, la plaza y las vías del ferrocarril.
Frente a los sillones había un tablero con instrumental eléctrico que permitía hacer girar los espejos y también provocar una leve oscilación en la pirámide. Sobre tres grampas sostenidas sobre las paredes de acero había colocado tres televisores Zenith conectados entre sí por una compleja red de cables y de antenas móviles. Las pantallas, al encenderse, conectaban con canales simultáneos y permitían seguir al mismo tiempo imágenes distintas.
—Hemos pensado llamarla Nautilus a esta máquina, que es la réplica de una nave espacial, no es un submarino, es una máquina aérea que sólo produce movimientos en la perspectiva y en la visión de lo que se ve venir. Éste es el anuncio de la nueva época: vehículos quietos que traerán el mundo hacia nosotros en lugar de tener que viajar nosotros hacia el mundo.
Había tardado casi un año en construir la pirámide, los instrumentales y las guías. Había aprovechado la tecnología del taller para el plegado de las grandes planchas de metal y el encofrado sin soldadura había sido un trabajo de relojería.
—Todavía no está terminada. No está terminada y no creo que podamos terminarla antes del invierno.
La posibilidad de que la fábrica fuera confiscada el mes próximo, cuando venciera la hipoteca que debía levantar, lo tenía obsesionado. Había recibido la invitación del tribunal para una audiencia de conciliación, pero la había postergado porque pensaba que todavía no estaba preparado.
—Recibimos el telegrama hace una semana. Nos invitaban a parlamentar, no usaban esa expresión pero ése es el sentido. Quieren sentarse a negociar con nosotros y a discutir el destino de los fondos incautados. Estamos dispuestos. Veremos qué nos proponen. Por el momento hemos postergado nuestra aceptación. No le escribimos directamente al juez sino a su secretario y le mandamos a decir que nuestra empresa necesitaba tiempo y que pedíamos una prórroga. Nos responden con telegramas o cablegramas pero nosotros sólo les enviamos cartas. —Se detuvo—. Nuestro padre intercedió. Mi padre intercedió pero yo no le he pedido nada.
—¿Sabés lo que es esto? —preguntó Renzi, y le mostró el papel con la clave Alas 1212.
—Parece una dirección.
—Una financiera…
—En el entierro de mi hermano Lucio, mi padre, aunque no se hablaron, decidió que le iba a hacer llegar la plata a Luca.
—Y la trajo Tony.
—Eran fondos familiares, dólares que el viejo tenía afuera, no podía o no quería hacerla entrar legalmente.
—Vendió el alma al diablo…
Sofía se empezó a reír, de costado en la cama, apoyada en el codo, con una mano en la cara.
—¡Achalay! Pero vos vivís en el pasado… —Lo acarició con su pie desnudo—. Ojalá pudiera hacer ese pacto yo, pichón… sabés cómo agarro viaje, pero lo que me ofrecen, nunca me convence…
—Mi padre me ha ayudado con ese dinero, sin que yo se lo pidiera, porque me vio en el cementerio cuando enterraron a Lucio, pero no le he pedido nada. Antes muerto. Me adelantó la herencia, pero no quiero saber nada con él. —Se empezó a pasear por el taller como si estuviera solo—. No, a mi padre no puedo pedirle nada, nunca. —No podía pedirle ayuda a quien era el responsable de toda su desgracia… Por eso había vacilado, pero había intereses superiores. Detuvo su marcha—. Mientras pueda mantener la fábrica en movimiento mi padre tendrá su razón y yo la mía, mi padre tendrá su realidad y yo la mía, cada uno por su lado. Vamos a triunfar. Ese dinero es legal, fue traído subrepticiamente pero eso es secundario, puedo pagar los impuestos punitorios a la DGI al blanquear el capital pero tengo la constancia de mi padre y de mis hermanas y de mi madre en Dublín, si hace falta, de que pertenece a la familia, son bienes gananciales y con ellos voy a levantar la hipoteca. Estoy a un paso de encontrar el procedimiento lumínico, mi observatorio necesita apenas un pequeño retoque y no puedo parar. —Prendió un cigarrillo y fumó ensimismado—. No confío en mi padre, algo se trae bajo el poncho, estoy seguro de que el fiscal trabaja para él y por eso, si no me engaño, debo ser claro. No entiendo sus razones, las de mi padre, y él no entiende la humillación insondable a la que me somete al tener que aceptar ese dinero para salvar el taller, que es mi vida entera[37]. Este lugar está hecho con la materia de los sueños. Con la materia de los sueños. Y debo ser fiel a ese mandato. Estoy seguro de que mi padre no ha sido responsable de la muerte de ese muchacho, Tony Durán. Por eso he aceptado de él lo que me corresponde de mi madre.
Ésta iba a ser la base de su presentación en el juicio. Si la fábrica era su gran obra y si ya estaba hecha y había probado su eficacia, ¿por qué liquidarla, por qué hacerla depender de los créditos? Pensaba que esos argumentos convencerían al tribunal.
En el juicio se jugaba la vida. Luca tenía una causa, un sentido y una razón para vivir y no le importaba otra cosa que esa ilusión. Esa idea fija lo sostenía con vida y no necesitaba nada más, sólo tener un poco de yerba para tomar mate con galleta y poder acariciar de vez en cuando al perro de Croce. Se había quedado pensativo y luego dijo:
—Tenemos que dejarlos. Estamos ocupados ahora, nuestro secretario los va a acompañar. —Y, casi sin saludar, se encaminó hacia la escalera y subió a los pisos superiores.
El secretario, un joven de mirada extraña, los acompañó hasta la puerta de salida, y mientras los guiaba les dijo que estaba preocupado por el juicio, en verdad era una audiencia de conciliación. Había llegado la propuesta del fiscal Cueto, mejor dicho, Cueto les había anunciado que tenía una propuesta sobre el dinero que su padre les había enviado por medio de Durán.
—Luca no quiso abrir el sobre con esa propuesta del tribunal. Dice que prefiere llevar sus propios argumentos sin conocer previamente los argumentos de su rival.
Parecía alarmado o quizá era su manera de ser, un poco extraña, con ese aire desvariado que tienen los tímidos. Los siguió por el pasillo y los despidió en la puerta, y al cruzar la calle Renzi vio la mole oscura de la fábrica y una única luz que iluminaba el ventanal de los cuartos superiores. Luca los miraba detrás del vidrio y sonreía, pálido como un espectro que, desde el piso alto, los acompañara en medio de la noche.
Se habían oído ruidos abajo, en la entrada, y Sofía se detuvo, ansiosa, atenta.
—Ahí llega —dijo—. Es ella, es Ada.
Se escuchó la puerta y luego unos pasos y un suave silbido, alguien había entrado silbando una melodía y luego ya no se oyó nada, salvo una persiana que se cerraba en un cuarto al fondo del pasillo.
Sofía miró entonces a Emilio y se le acercó.
—Querés… la llamo…
—No seas turra… —dijo Renzi, y la abrazó. Tenía una temperatura increíble en el cuerpo, una piel suave y cálida, con pecas bellísimas que se perdían entre los rojos vellos del pubis como un archipiélago dorado[38].
—Era un chiste, gil —dijo ella, y lo besó. Terminó de vestirse—. Ya vengo, voy a ver cómo está Ada.
—Llamame un taxi.
—¿Sí?… —dijo Sofía.