Desde lejos la construcción —rectangular y oscura— parece una fortaleza. El Industrial —como todos lo llaman aquí— ha reforzado en los últimos meses la estructura original con planchas de acero y tabiques de madera y con dos torretas de vigilancia construidas en los ángulos suroeste y sureste en los lindes extremos de la fábrica que dan a la llanura que se extiende por miles de kilómetros hacia la Patagonia y el fin del continente. Las banderolas y los techos de vidrio y todas las ventanas están rotos y no se los repone porque sus enemigos los vuelven a romper; lo mismo sucede con las luces exteriores, los focos altos y los faroles de la calle, que han sido destrozados a pedradas, salvo algunas lámparas altas que seguían prendidas esa tarde, suaves luces amarillas en la claridad del atardecer; las paredes y los muros exteriores estaban cubiertos de carteles y pintadas políticas que parecían repetir en todas sus variantes la misma consigna —Perón vuelve—, escrita en distintas formas por distintos grupos que se atribuyen —y celebran— ese retorno inminente —o esa ilusión—, repetida con dibujos y grandes letras entre los carteles arrancados y de nuevo pegados con la cara —siempre como de vuelta de todo y sonriente— del general Perón. Bandadas de palomas que entran y salen por los huecos de los muros y los vidrios rotos vuelan en círculo entre las paredes mientras abajo varios perros callejeros ladran y se pelean o están tirados a la sombra de los árboles en las veredas rotas. Para no ver ese paisaje ni la decrepitud del mundo exterior, hace meses que Luca no sale a la calle, indiferente a las zonas exteriores de la fábrica de las que le llegan, sin embargo, ecos y amenazas, voces y risas y el ruido de los autos que aceleran al cruzar por la ruta que bordea la alambrada sobre la zona de carga y el playón del estacionamiento.
Luego de hacer sonar varias veces la puerta de hierro cerrada con cadena y candado, de asomarse por la ventana y de golpear las manos, los recibió el mismo Luca Belladona, alto y atento, extrañamente abrigado para la época, con una tricota negra de cuello alto y un pantalón de franela gris, con una gruesa campera de cuero y botines Patria, y los hizo pasar de inmediato a las oficinas principales, al final de una galería cubierta, con los cristales rotos y sucios, sin entrar en la planta, que, les dijo, visitarían más adelante. Había —igual que en el frente exterior— frases y palabras escritas a lo largo de las paredes interiores donde Luca anotaba, según explicó, lo que no podía olvidar.
En el patio interior se veía una superficie verde que cubría todo el piso hasta donde daba la vista, una pampa uniforme de yerba porque Luca vaciaba el mate por la ventana que daba al patio interior, al costado de su escritorio, o, a veces, cuando recorría el pasillo de un lado a otro, usaba el pozo de aire, que comunicaba el patio con los depósitos y las galerías, para cambiar la yerba, golpeando luego el mate vacío contra la pared, mientras esperaba que se calentara el agua, y tenía entonces un parque natural con palomas y gorriones que revoloteaban sobre el manto verde.
Su dormitorio estaba al fondo, sobre el ala oeste, cerca de una de las antiguas salas de reunión del directorio, en una pieza chica que había sido en el pasado el cuarto de los archivadores, con un catre, una mesa y varios armarios con papeles y cajas de remedios. De ese modo no tenía que moverse demasiado mientras realizaba sus cálculos y sus experimentos, sencillamente se quedaba en esa ala de la fábrica y paseaba por el pasillo hasta la puerta de entrada y volvía por el costado para bajar por la escalera que daba a sus oficinas. A veces, les dijo de pronto, al realizar sus paseos matutinos por la galerías tenía que escribir en las paredes los sueños que acababa de recordar al levantarse de la cama porque los sueños se diluyen y se olvidan en cuanto hemos suspirado y es necesario anotarlos donde sea. La muerte de su hermano Lucio y la fuga de su madre eran los temas centrales que aparecían —a veces sucesiva y a veces alternadamente— en la mayoría de sus sueños. «Son una serie», dijo. «La serie A», y les mostró un cuadro sinóptico y algunos diagramas. Cuando los sueños derivaban hacia otros ejes los anotaba en otra sección, con otra clave. «Ésta es la serie B», dijo, pero agregó que, en general, en estos días estaba soñando con su madre en Dublín y con su hermano muerto.
Había frases escritas con lápiz de tinta en la pared, palabras subrayadas o envueltas en círculos y flechas que relacionaban «una familia de palabras» con otra familia de palabras.
A la serie A la llamaba El proceso de individuación y a la serie B El enemigo inesperado.
—Nuestra madre no podía soportar que sus hijos tuvieran más de tres años, cuando llegaban a esa edad los abandonaba. —Cuando su madre se enteró de la muerte de Lucio había estado a punto de viajar pero fue disuadida—. Estaba desesperada y eso nos sorprendió porque había abandonado a nuestro hermano cuando tenía tres años y luego nos abandonó también a nosotros al cumplir tres años. ¿No es increíble, no es extraordinario? —dijo, y el cuzco lo miraba de costado y agitaba la cola con cansado entusiasmo.
Era extraordinario, y cuando su madre los abandonó su padre había salido a la calle, vestido con un sobretodo, con un martillo en la mano, y había empezado a romper el auto de su madre, es decir que la amaba, mientras los del pueblo, en las veredas, lo miraban, en la calle principal, trepado al capó del auto, pegándole martillazos como un delirante, quería tirarle ácido, quemarle la cara, pero no llegó a tanto. Su mujer se había ido con un hombre al que su padre consideraba superior a él, y además no quería tener problemas con la ley porque todos sabían en lo que andaba su padre, principalmente su mujer, que para no ser su cómplice y para no verse obligada a denunciarlo lo había abandonado.
—Embarazada de mí —dijo usando otra vez la primera persona del singular—. Cuando nací, ese hombre del que no recuerdo nada, ni la cara, sólo las voces que llegaban desde el escenario, porque era director de teatro, ese hombre me crió durante tres años como si fuera mi padre, pero ella después lo dejó también y se fue a Rosario y después a Irlanda y he debido volver a la casa familiar porque era así y era legal, ya que llevo el apellido de quien dice ser mi padre.
Después les dijo que había estado esa semana dedicado a la busca de un secretario, no un abogado ni un técnico en mecanografía, un secretario, es decir, alguien que escribiera lo que él pensaba y necesitaba dictar. Los miró sonriendo y ahí Renzi pudo volver a comprobar que Luca —como los staretz y los campesinos rusos— hablaba en plural cuando se refería a sus proyectos y realizaciones y en singular cuando se trataba de su propia vida. Por otro lado dijo que había («habíamos») aceptado presentarse en los tribunales y solicitar que le fuera entregado el dinero que su padre le había enviado como pago de la herencia de su madre. Tenía todos los documentos y los certificados necesarios para iniciar una demanda.
—Necesitábamos contratar a alguien capaz de escribir al dictado y pasar a máquina las pruebas que llevaremos a los tribunales para reclamar el dinero que nos pertenece. No queremos abogados, nosotros mismos presentaremos la demanda amparados en la ley de defensa de los patrimonios familiares recibidos por herencia.
De inmediato se refirió al fiscal Cueto, que había sido, según dijo, en el pasado el abogado de confianza de la empresa, para luego traicionarlos y llevarlos a la quiebra. Ahora quería confiscar los terrenos de la fábrica desde su cargo político, al que había ascendido llevado por su ambición y amparado por los poderes de turno. Tenían el plan de quedarse con la planta para instalar ahí lo que llamaban un centro experimental de exposiciones agrícolas en connivencia con la Sociedad Rural de la zona, pero antes iban a tener que litigar en los tribunales del partido, de la provincia y de la nación e incluso en los tribunales internacionales, porque estaba («nosotros estamos», dijo) dispuesto a hacer lo que fuera necesario para mantener en funcionamiento la fábrica, que era una isla en medio de ese mar de campesinos y estancieros que sólo estaban interesados en engordar vacas y enriquecerse con la ganancia que la tierra le daba a cualquier inútil que tirara una semilla al voleo.
Estaba además muy entusiasmado con la posibilidad de salir, por una vez, de su ámbito, para emprender un viaje al pueblo y defenderse ante la ley. Se paseaba por la sala, en un estado de gran agitación, imaginando todos los pasos de su defensa y estaba seguro de que la ayuda de un secretario agilizaría la preparación de los papeles y los documentos.
Había puesto dos avisos en la X10 Radio Rural dos días continuos solicitando un secretario privado y se habían presentado varios paisanos con el sombrero en la mano, tranquilos, chuecos, hombres de a caballo, con la cara tostada y la frente blanca marcada por la línea donde la cubría el ala del sombrero. Eran arrieros, troperos, domadores, todos sin trabajo por el proceso de concentración de las grandes estancias que liquidaba a los chacareros, a los arrendatarios y a los trabajadores temporarios que siguen la ruta de las cosechas, hombres de honor, según decían, que habían entendido la palabra secretario como la profesión de alguien capaz de guardar un secreto, y todos se presentaron para jurar «si hace falta» que ellos eran una tumba, porque desde luego, dijo Luca, «conocían nuestra historia y nuestras desdichas» y se arriesgaban a venir hasta las casas porque estaban dispuestos a no decir ni una palabra que no les fuera autorizada a decir y además, desde luego, podían hacer también su trabajo y miraban al costado de los muros a ver dónde estaba el corral de los animales o el terreno que debían cultivar.
Dos de ellos se habían presentado como tigreros, es decir, cazadores de pumas, primero un hombre alto con cicatrices en la cara y en las manos y después otro bajito y gordo, de mirada clara, muy marcado por la viruela, la piel como cuero seco y encima manco. Los dos dijeron ser hombres capaces de campear y de matar un puma sin armas de fuego, con un poncho y el cuchillo —incluso el manco, al que llamaban el Zurdo porque había perdido el brazo izquierdo—, si es que quedan pumas a los que se pueda matar con las manos, como habían hecho desde siempre estos cazadores que salían al amanecer a campear en los pajonales a los tigres cebados que atacaban a los terneros. Andaban por las estancias y por las chacras ofreciendo sus servicios, y habían terminado buscando trabajo en la fábrica, desconfiados y recelosos igual que un puma que se hubiera perdido en la noche y apareciera al amanecer por la calle central del pueblo, arisco y receloso, pisando el empedrado.
Pero no era eso, no, no buscaba un cazador de pumas, ni un capataz, ni un hachero, nada de lo que se necesita en una estancia, sino un secretario técnico que conociera los secretos de la palabra escrita y que le permitiera afrontar los avatares de la lucha en la que se había visto implicado en la larga guerra que llevaba librando contra las fuerzas atrabiliarias de la región.
—Porque en nuestro caso —decía Luca— se trata de una verdadera campaña militar en la que hemos obtenido victorias y derrotas; Napoleón ha sido siempre nuestra referencia central, básicamente por su capacidad para reaccionar ante la adversidad, hemos estudiado sus campañas en Rusia y hemos visto ahí más genio militar que en sus victorias. Hay más genio militar en Waterloo que en Austerlitz, porque en Waterloo el ejército no quiso retroceder, no quiso retroceder —repitió—, abrió el frente de batalla hacia la izquierda y sus tropas de refresco llegaron diez minutos tarde y esa maniobra, fracasada por causas naturales (grandes lluvias), fue su mayor acto de genio, todas las academias militares estudiaban esa derrota, que vale más que todas las victorias.
Se detuvo a preguntar por qué creían ellos que los locos del mundo entero se creían Napoleón Bonaparte. Por qué creían que cuando hay que dibujar un loco se lo dibuja con la mano en el pecho y el bicornio y ya sabe todo el mundo que se trata de un loco. ¿Alguien había pensado en eso?, preguntó. Soy Napoleón, el locus classicus del loco clásico. ¿Por qué?
—La dejamos picando —dijo con una mirada pícara antes de hacerlos cruzar el pasillo y pasar a las oficinas para retomar el tema del secretario que había dejado, según les dijo, «pendiente».
Las oficinas estaban amuebladas a todo lujo aunque muy deterioradas, con una película de polvo gris sobre la superficie de los sillones de cuero y las largas mesas de caoba y manchas de humedad en las alfombras y en las paredes, aparte de las ventanas rotas y las cagadas de palomas que sembraban de manchas blancas todo el piso ya que los pájaros —no sólo las palomas, también gorriones y horneros y chingolos e incluso un carancho— volaban por los techos, se sostenían de los hierros cruzados en lo alto de la fábrica y entraban y salían del edificio y hacían a veces sus nidos en distintos lugares de la construcción sin ser vistos —al parecer— por el Industrial, o al menos sin ser considerados de interés o de importancia como para interrumpir sus actos o sus dichos.
De modo que había tenido que poner otro aviso, esta vez en la radio de la Iglesia, la radio de la parroquia en realidad, la X8 Radio Pío XII, y se habían presentado varios sacristanes y miembros de la Acción Católica y varios seminaristas que necesitaban pasar un tiempo en la vida civil y que mostraban cierta indecisión particular que Luca captó de inmediato, como si fueran niños alegres, dispuestos a colaborar, caritativos, pero remisos a instalarse en la fábrica con la dedicación exclusiva que el Industrial les exigía. Hasta que al fin, cuando ya desesperaba de tener éxito después de entrevistar a varios postulantes, vio aparecer a un joven pálido que inmediatamente le confesó que había interrumpido su sacerdocio antes de ordenarse porque dudada de su fe y quería pasar un tiempo en la escena secular —así dijo—, como le había aconsejado su confesor, el padre Luis, y ahí estaba, vestido de negro con su cuello blanco circular («clerigman»), para demostrar que llevaba aún, le había dicho, «la señal de Dios». El señor Schultz.
—Por eso lo contratamos, porque entendimos que Schultz era, o sería, el hombre indicado para nuestro trabajo jurídico. ¿O no se funda la justicia en la creencia y en el verbo, igual que la religión? Hay una ficción judicial como hay una historia sagrada y en los dos casos creemos sólo en lo que está bien contado.
Luca les dijo que el joven secretario estaba ahora en su oficina ordenando la correspondencia y el archivo y copiando a máquina los dictados nocturnos pero que podríamos conocerlo pronto.
Lo había contratado a tiempo completo —casa y comida, sin sueldo, pero con una alta asignación cuando cobraran el dinero por el que iban a litigar con el canalla de Cueto en los tribunales— y le había asignado el segundo cuarto de los archivadores al costado de la sala de reuniones. Para tenerlo a tiro de ballesta. Necesitaba un secretario de extrema confianza, un creyente, una especie de converso, es decir, necesitaba un fanático, un ayudante destinado a servir a la causa, y había mantenido con el candidato —finalmente elegido— una larga conversación sobre la Iglesia católica, como institución teológico-política y como misión espiritual.
En estos tiempos de desencanto y de escepticismo, con un Dios ausente —le había dicho el seminarista—, la verdad estaba en los doce apóstoles que lo habían visto joven y sano y en pleno uso de sus facultades. Había que creer en el Nuevo Testamento porque era la única prueba de la visión de Dios encarnado. Habían sido en un principio doce, los apóstoles, había dicho el seminarista, y un traidor, acotamos nosotros, les dijo Luca, y el seminarista se había sonrojado porque era tan joven que esa palabra tenía para él pecaminosas connotaciones sexuales. La idea de un pequeño círculo, de una secta alucinada y fiel pero con un traidor infiltrado en su seno, un delator que no es ajeno a la secta sino que forma parte esencial de su estructura, ésa es la forma verdadera de organización de toda sociedad íntima. Hay que actuar sabiendo que se tiene un traidor infiltrado en las filas.
—Que fue lo que nosotros no hicimos cuando organizamos el directorio (doce miembros) que pasó a dirigir nuestra fábrica. Habíamos dejado de ser una empresa familiar para convertirnos en una sociedad anónima con un directorio y ése fue el primer error. Al dejar de funcionar en la red de la familia, mi hermano y mi padre comenzaron a vacilar y perdieron la confianza, y ante las sucesivas crisis económicas y los embates de los acreedores se dejaron ganar por los cantos de sirena del Buitre Cueto, con su sonrisita perpetua y su ojo de vidrio; porque los cantos de sirena son siempre anuncios de que hay riesgos que deben evitarse, los cantos de sirena son siempre precauciones que invitan a no actuar, por eso Ulises se tapó con cera los oídos para no escuchar los cantos maternos que nos previenen sobre los riesgos y los peligros de la vida y nos inmovilizan y anulan. Nadie haría nada si tuviera que cuidarse de todos los riesgos no previstos de sus acciones. Por eso Napoleón es el ídolo de todos los locos y de todos los fracasados, porque tomaba riesgos, como un jugador que se juega todo a una carta y pierde pero vuelve a entrar en la partida siguiente con el mismo coraje y el mismo ímpetu. No hay contingencia ni azar, hay riesgos y hay conspiraciones. La suerte es manejada desde las sombras: antes atribuíamos las desgracias a la ira de los dioses, luego a la fatalidad del destino, pero ahora sabemos que en realidad se trata de conspiraciones y manejos ocultos.
»Hay un traidor entre nosotros —les dijo, sonriendo, el Industrial—, ésa debe ser la consigna básica de todas las organizaciones. —Y con un gesto señaló hacia la calle, hacia las paredes y las pintadas de los muros exteriores de la fábrica—. Y eso fue lo que nos sucedió a nosotros —dijo Luca—, porque en el interior de nuestra empresa familiar había un traidor que aprovechó el bien de familia para pegar el vizcachazo —dijo, usando como era habitual en él metáforas campestres que delataban su origen o al menos su lugar de nacimiento.
Luca contó que, según el seminarista, había dos tendencias contradictorias en la enseñanza de Cristo, que chocaban y se enfrentaban entre sí, por un lado los analfabetos y los tristes del mundo, pescadores, artesanos, prostitutas, campesinos pobres que recibían del Señor largas parábolas clarísimas, relatos y no conceptos, anécdotas y no ideas abstractas. En esa enseñanza se argumenta con narraciones, con ejemplos prácticos de la vida común, y de ese modo se oponen a las generalizaciones intelectuales y las abstracciones de los letrados y los filisteos, eternos lectores de textos sagrados, descifradores del Libro, los sacerdotes y rabinos y los hombres ilustrados a los que el Cristo —¿era analfabeto?, ¿qué fue lo que escribió una vez en la arena?, ¿un trazo indescifrable o una sola palabra? ¿Y si tenía el saber absoluto de Dios y conocía todas las bibliotecas y todos los escritos y su memoria era infinita?— despreciaba y no les anunciaba un buen fin, mientras que a los pobres de espíritu, a los desgraciados de la tierra, a los humillados y a los ofendidos les estaba destinado el reino de los cielos.
La otra enseñanza era inversa, sólo un pequeño grupo de iniciados, una extrema minoría, puede guiarnos a las altas verdades ocultas. Pero ese círculo iniciático de conspiradores —que comparten el gran secreto— actúa con la convicción de que hay un traidor entre ellos y por lo tanto dice lo que dice y hace lo que hace sabiendo que va a ser traicionado. Lo que dice puede ser descifrado de múltiples formas, e incluso el traidor desconfía del sentido expreso y no sabe bien qué decir o qué delatar. Así se puede entender que de pronto ese joven predicador palestino —un poco trasnochado, medio raro, que ha abandonado a su familia y habla solo y predica en el desierto, curador, adivino y manosanta—, que en su oposición al ejército romano de ocupación anunciaba un reino futuro, proclama que él es el Cristo y el Hijo de Dios (Tú lo has dicho, había dicho). Esa versión teológico-política de la comunidad excéntrica, decía el seminarista, según Luca, era clásica en una secta secreta que sabe que hay un traidor en sus filas y recurre a las instancias ocultas para protegerse. Por otro lado, posiblemente eran una secta de comedores de hongos. Por eso se retira Cristo al desierto y recibe a Satanás. Esas sectas palestinas —por ejemplo los esenios— comían hongos alucinógenos que son la base de todas las religiones antiguas, andaban por el desierto alucinados, hablando con Dios y escuchando a los ángeles y la hostia consagrada no era más que una imagen de esa comunión mística que ataba entre sí a los iniciados del pequeño grupo, había añadido el seminarista en un aparte, contaba Luca. Comed, ésta es mi carne.
El secretario Schultz se mostraba inclinado a depositar su confianza en la segunda enseñanza, la tradición de las «minorías convencidas», un núcleo de activistas decididos y formados, capaces de resistir la persecución y unidos entre sí por una sustancia prohibida —imaginaria o no— hecha de alusiones secretas, de palabras herméticas, opuesta al populismo campesino que habla en criollo con las sentencias conservadoras de la llamada sabiduría popular. Todos toman droga en estos pueblos de campo, aquí en la pampa de la provincia de Buenos Aires o en los campos de pastoreo y labranza de Palestina. Es imposible sobrevivir de otro modo en esta intemperie, dijo el seminarista, según Luca, y añadió que lo sabía porque eran verdades aprendidas en la confesión, a la larga todos confesaban que en el campo no se podía vivir sin consumir alguna poción mágica: hongos, alcanfor destilado, rapé, cannabis, cocaína, mate curado con ginebra, yagué, jarabe con codeína, seconal, opio, té de ortigas, láudano, éter, heroína, picadura de tabaco negro con ruda, lo que se pudiera conseguir en las provincias. ¿O cómo se explica la poesía gaucheca, La Refalosa, los diálogos de Chano y Contreras, Anastasio el Pollo? Todos esos gauchos volados, hablando en verso rimado por la pampa… En su ley está el de arriba si hace lo que le aproveche. / Siempre es dañosa la sombra del árbol que tiene leche. Para eso están los farmacéuticos de pueblo con sus recetas y sus preparados. ¿O no eran los boticarios las figuras clave de la vida rural? Una suerte de consultores generales de todas las dolencias, siempre dispuestos, a la noche por los zaguanes, a traficar con la leche de los árboles y los productos prohibidos.
Se había entendido inmediatamente con el seminarista porque Luca pensaba en la reconversión de la fábrica como si fuera una Iglesia en ruinas que necesita ser fundada nuevamente. De hecho, la fábrica había nacido a partir de un pequeño grupo (mi hermano Lucio, mi abuelo Bruno y nosotros) y siempre en esos pequeños grupos hay uno que se da vuelta, que vende el alma al diablo, y eso fue lo que le había sucedido a su hermano mayor, el hijo Mayor, el Oso, Lucio, su medio hermano para decir la verdad.
—Vendió su alma al diablo mi hermano, influido por mi padre, pactó, vendió sus acciones a los inversionistas y nosotros perdimos el control de la empresa. Lo hizo de buena fe, que es como se justifican todos los delitos.
Sólo después de esa traición, y de la noche en que Luca salió muy perturbado y tuvo que refugiarse varios días aislado en el rancho de los Estévez, en medio del campo, recién ahí había podido dejar de pensar en el sentido tradicional y dedicarse a construir lo que ahora llamaba los objetos de su imaginación.
Lo acusaban de ser irreal[29], de no tener los pies en la tierra. Pero había estado pensando, lo imaginario no era lo irreal. Lo imaginario era lo posible, lo que todavía no es, y en esa proyección al futuro estaba, al mismo tiempo, lo que existe y lo que no existe. Esos dos polos se intercambian continuamente. Y lo imaginario es ese intercambio. Había estado pensando.
Desde la ventana, en esa pieza del segundo piso, se veía el jardín y la glorieta donde vivía la madre. En alguno de los cuartos de la planta bajo estaría el viejo Belladona con la enfermera que lo cuidaba. Renzi se dio vuelta en la cama hacia Sofía, que estaba sentada, desnuda, fumando, apoyada en el respaldo.
—¿Y tu hermana?
—Debe estar con el Buitre.
—¿El Buitre?
—Está saliendo con Cueto otra vez.
—Pero ese tipo está en todos lados.
—Se siente inquieta cuando está con él, inquieta, irritada… Pero va cada vez que él la llama.
Cueto era altivo, según Sofía, superadaptado, calculador, pero daba la impresión de estar vacío; un pedazo de hielo cubierto de una coraza de adaptación y de éxito social. Estaba siempre tratando de adular a Ada mientras ella nunca le ocultaba su desprecio; lo humillaba en público, se reía de él y nadie comprendía por qué no dejaba de verlo y seguía apegada a ese hombre como si no quisiera renunciar a él.
—Cueto es el más hipócrita de los hipócritas, charlatán nato, un oportunista. Uggh, puah.
Sofía estaba celosa. Era curioso, era extraño.
—Ah… y eso te molesta.
—¿Tenés hermana, vos…? —preguntó ella, y parecía irritada—, ¿alguna vez tuviste una hermana?
Renzi la miró divertido. Ya se lo había preguntado. Valoraba la recompensa de tener un hermano insoportable porque lo había limpiado de cualquier lastre familiar y se asombraba al ver que Sofía estaba anidada en su árbol genealógico como una siempreviva griega.
—Tengo un hermano pero vive en Canadá —dijo Renzi.
Se sentó en la cama junto a ella y empezó a acariciarle el cuello y la nuca, con un gesto que se le había vuelto una costumbre en su vida con Julia, y fue como si ahora también Sofía se calmara, con esa caricia que no era para ella, porque apoyó la cabeza en el pecho de Emilio y empezó a murmurar.
—No te oigo.
—Era una nena cuando se metió con Cueto… La dejó marcada. Está fijada a él. Fijada —repitió como si la palabra fuera una fórmula química—. Ojalá hubiera sido yo y no ella quien dejó primero de ser virgen.
—¿Cómo? —dijo Renzi.
—La sedujo… pero no dejé que se casara, la llevé de viaje.
—Y volvieron con Tony.
—Ahá —dijo ella.
Se había levantado, envuelta en la sábana, y picaba la piedra de cocaína con una gillete sobre el mármol de la mesa de luz.