Renzi pasó varios días en el archivo municipal revisando documentos y periódicos viejos. Todas las tardes entraba en la sala, fresca y tranquila, mientras el pueblo entero dormía la siesta. Croce le había dado algunos datos como si quisiera encomendarle un trabajo que él ya no podía hacer. La historia de los Belladona se fue desplegando desde el origen mismo del lugar y lo que más impresionó a Renzi fueron las notas sobre la inauguración de la fábrica, en octubre de 1961.
Fue la directora del archivo quien lo ayudó a encontrar lo que buscaba y lo atendió no bien supo que había sido el comisario quien lo había recomendado. Croce, según ella, cada tanto se retiraba al manicomio y pasaba un tiempo descansando ahí, como si estuviera en un hotel en las montañas. La mujer se llamaba Rosa Echeverry y ocupaba un escritorio en el centro del salón siempre vacío; fue ella quien lo guió por los estantes, las cajas y los viejos catálogos. Era rubia y alta, usaba un vestido largo y se apoyaba con alegre displicencia en un bastón. Había sido muy bella y se movía con la confianza que la belleza le había otorgado y por eso causaba una impresión de sorpresa verla renguear, parecía que su simpatía y su alegría no coincidían con la dureza de su cadera atormentada por el dolor. En el pueblo se decía que usaba morfina, unas ampollas de vidrio verde, que se hacía enviar desde La Plata y que retiraba todos los meses, con una receta del doctor Fuentes, en la farmacia de los Mantovani, y que ella misma se aplicaba luego de abrirlas con una sierrita y hacer hervir las agujas en la caja de metal donde guardaba la jeringa.
Vivía en los altos de la casa, en un amplio desván al que se accedía por una escalera interior. Cuando Renzi recurrió a ella, su única distracción parecía ser completar los crucigramas de antiguos números de la revista Vea y Lea y vigilar el canario que había colgado en la ventana trasera y que salía de la jaula y picoteaba el lomo de los documentos encuadernados.
—No hay mucho que hacer aquí, los lectores se han ido muriendo —le dijo—. Pero este lugar tiene la ventaja de ser más tranquilo que el cementerio, aunque el trabajo es el mismo.
Rosa había estudiado Historia en Buenos Aires y había empezado a dar clases en un colegio de Pompeya, pero se casó con un rematador de hacienda y volvió con él al pueblo; al poco tiempo el marido murió en un accidente y ella terminó sepultada en el archivo, donde nadie venía nunca a buscar ningún dato.
—Todos creen que recuerdan lo que pasó —dijo—; nadie necesita averiguar nada en estos lugares. Tenemos una buena biblioteca también —dijo después—, pero, como le digo, al final yo soy la única que lee. No sigo un orden alfabético, no me confunda con el Autodidacta de Sartre —alardeó—, pero tengo cierto sistema. —Leía muchas biografías y libros de memorias.
Le fue contando esa historia de a poco, pero Renzi tuvo enseguida la impresión de que se había establecido entre ellos cierta complicidad, cierta simpatía instantánea que a veces se da entre personas que acaban de conocerse, y que Rosa lo ayudaría a descubrir lo que estaba buscando. Decían que ella era o había sido amante de Croce y que a veces pasaban juntos algunos fines de semana. Lo invitó a recorrer el lugar y lo tomó del brazo mientras cruzaban la galería entoldada que daba al patio.
—Usted, querido, seguro va a escribir un libro con este pueblo. Una novela, una crónica, algo que pueda vender con facilidad para comprarle ropa a sus hijos o pagarse unas vacaciones con su mujer, y cuando lo haga se acordará de mí… Hubo una guerra familiar aquí… —dijo. Lo más interesante, según Rosa, era que cada una de esas luchas se había encarnado en individuos, en personas concretas, en hombres y mujeres con rostro y nombre que no sabían que estaban peleando en esa guerra y se imaginaban que sólo eran disputas familiares o peleas entre vecinos. La historia política argentina se movía a ras de tierra, mientras los acontecimientos pasaban por arriba como una bandada de golondrinas que emigran en invierno, y los habitantes del pueblo representaban y repetían sin saberlo viejas historias. Ahora estaba ese litigio por la empresa de Luca y la muerte de Tony parecía conectada con la fábrica abandonada. Hablaba con un tono alto y sereno, como si estuviera dando clase en un colegio, con la suficiente ironía para hacer notar que no creía demasiado en lo que estaba diciendo pero quería darle sentido a su trabajo de archivista del pueblo.
Guardaba diarios, revistas, panfletos, documentos y muchas cartas familiares que le habían ido donando a lo largo del tiempo. Tengo, le dijo, por ejemplo, un archivo con los anónimos del pueblo. Son el género principal, los anales de la maledicencia de la pampa argentina. Empezaron el mismo día de la fundación de este lugar y se podría hacer una historia del pueblo a partir de esos anónimos. Todo el tiempo llegan mensajes nuevos contando intrigas y revelando secretos, escritos de los modos más diversos, con palabras recortadas de los diarios y pegadas en hojas de cuaderno, o escritos con letra temblorosa seguramente con la mano cambiada para disimular lo que no vale la pena ocultar, o con viejas máquinas Underwood o Remington que se saltan una letra, o en cartas impresas como panfletos en alguna pequeña imprenta de la provincia. Una sección especial del archivo tenía esos documentos clasificados en cajas marrones, alineadas en unos estantes cerrados. Le mostró el primero que había aparecido un domingo de 1916 pegado en la puerta de la iglesia y que fue leído en voz alta como si fuera un bando.
Vecinos, los legisladores provinciales no defienden el campo; tenemos que ir a buscarlos a las casas y pedirles cuentas. Más fácil es engañar a una multitud que a un hombre solo. Un argentino
Según ella, Croce había retomado la tradición de los anónimos para hacer saber que estaba disconforme con el giro de los acontecimientos y con los manejos turbios del fiscal Cueto. Como hacía siempre cuando estaba en minoría absoluta, se había replegado al hospicio del pueblo para enviar tranquilo desde allí sus mensajes anónimos con sus elaboradas hipótesis sobre los hechos.
Rosa había puesto varias veces avisos en los diarios del partido pidiendo que le donaran colecciones familiares de fotos, y también gestionó los documentos de los archivos de los ferrocarriles ingleses, las sesiones de la Sociedad Rural y las actas del Automóvil Club con el registro de construcción de los caminos y las rutas provinciales.
—A nadie le interesaban esas ruinas, sólo a mí —le dijo mientras le mostraba una serie de cajas muy bien ordenadas y clasificadas con los negativos y las fotos reveladas y los vidrios de las viejas Kodak—, pero siempre esperé que alguien viniera a desenterrar estos restos para darle sentido a mi trabajo.
Varias fotografías, agrupadas en una serie, mostraban distintas imágenes de la zona. Los albañiles con los pañuelos blancos de cuatro nudos en la cabeza construyendo una gran casona que iba a ser el casco antiguo de la estancia La Celeste; una foto del bar El Moderno, donde funcionaba un cine (y con una lupa Renzi pudo ver el cartel con el anuncio de la película Nightfall —Al caer la noche— de Jacques Tourneur); una instantánea de la temporada de cosecha, con una fila de peones en pata, subiendo, con las bolsas al hombro, por una planchada a los vagones de carga; varias fotos primitivas de la estación del tren con los silos, los «chimangos», las norias, en plena actividad y al fondo una trilladora tirada por caballos; una imagen del almacén de los Madariaga cuando no era más que una posta de carretas.
—Si usted mira las fotos va a ver que el pueblo no ha cambiado. Sólo se ha ido arruinando, pero en sí mismo sigue igual. Lo que pasó es que la ruta hizo que la riqueza se desplazara hacia el oeste. La fábrica, por ejemplo, está lejos de aquí, pero todo el pueblo vivía de la fábrica cuando las cosechas empezaron a perder el rinde. Y por eso la planta está en disputa, porque ese terreno en la loma y cerca de la ruta vale un Perú.
Renzi se pasó varias horas mirando esos materiales y pudo ver cómo se había desarrollado la fortuna de los Belladona. En el centro de la historia moderna del pueblo estaba la empresa que había construido Luca Belladona, con la ayuda de Lucio, el mayor de los hermanos, bajo la mirada a la vez condescendiente y escéptica del padre. Una construcción increíble, a diez kilómetros del pueblo, entre los cerros, con una arquitectura racionalista, que impresionaba aislada en medio del campo, como una fortaleza en el desierto.
—La diseñó el mismo Luca —dijo ella— y ahí se vio, o se tuvo que haber visto, que estaba en otra realidad. Gastó una fortuna pero fue una construcción extraordinaria, tan moderna que muchos años después, en medio de la decadencia y la parálisis, todavía no han logrado que pierda su fuerza. Hizo los planos, trabajó meses haciendo de nuevo parte de las ventanas y de los portones porque las bisagras no daban el ángulo. Fue la fábrica de autos más moderna de la Argentina en esos años, mucho más actualizada que las plantas de la FIAT en Córdoba, que estaba a la vanguardia de industria.
Tenían las fotos de los distintos momentos de la construcción y Renzi fue observando el proceso como quien mira la edificación de una ciudad imaginaria. Primero se veía la extensión vacía de la llanura, luego los grandes pozos, luego los cimientos, la base de concreto y de hierro, las grandes estructuras de madera, las galerías de vidrio que recorrían el subsuelo, la estructura abstracta de las vigas y las paredes, que vistas desde arriba parecían un tablero de ajedrez, y por fin el edificio amurallado, con las altas puertas corredizas y las interminables verjas de hierro.
Entre los documentos y las notas de los diarios, Renzi encontró un largo testimonio de Lucio Belladona el día de la inauguración de la planta. Habían empezado de la nada, recorriendo el campo para reparar las máquinas agrícolas durante la cosecha[23] —las primeras trilladoras mecánicas, las primeras cosechadoras a vapor—, y al final instalaron un taller en los fondos de la casa y empezaron a preparar autos de carrera, a trabajar las cupecitas livianas y resistentes que competían en las rutas abiertas y los caminos de tierra de todo el país. Era la época de esplendor de las carreras de Turismo Carretera, autos comunes, de serie, tocados por los mecánicos, con los motores de fábrica —los primeros V8, los Cadillac de 6 cilindros, las Betis— al límite de su potencia, con el tanque «esfera» de nafta que buscaba siempre el centro del auto, los guardabarros como alas, el chasis reforzado y la carrocería aerodinámica. Pronto se hicieron famosos en todo el país, y se veía a los Belladona en los diarios y en El Gráfico, con Marcos Ciani o con los hermanos Emiliozzi, siempre cerca de los autos más rápidos. Avanzaron en la línea de la mecánica nacional (copiar-adaptar-injertar-inventar) y fueron grandes innovadores. A mediados de los años sesenta firmaron el primer contrato con la Kaiser de Córdoba para hacer prototipos de coches experimentales[24].
Renzi seguía esa historia, veía los recortes de diarios, las fotos, la sonrisa de los hermanos trabajando sobre el capó abierto de los autos. En 1965 viajaron a Norteamérica y en Cincinatti compraron una plegadora y una guillotina y los complicó una devaluación, de un día a otro el dólar pasó a valer el doble.
Desde ese momento las informaciones periodísticas y los archivos judiciales retrataban a Luca como un hombre violento, pero la violencia había estado en las circunstancias de su vida más que en su carácter. Era el único hombre que conocían en el pueblo y en el partido y en la provincia —según aclaró Rosa con cierta ironía— que se había aferrado a una ilusión, o mejor a una idea fija, y el empecinamiento lo había llevado a la catástrofe. Desconfiaban de él y consideraban que esa decisión de no vender era una actitud que explicaba todas las desgracias que le habían sucedido en la vida y explicaba también que hubiera terminado aislado y solo, como un fantasma, en la fábrica vacía, sin salir nunca y sin ver casi a nadie. Tenía una confianza ilimitada en su proyecto y cuando fracasó, o fue traicionado, se sintió vacío, como si se hubiera quedado sin alma.
Pero no fue un proceso, ni algo que hubiera sucedido de a poco, sino un acto de iluminación negativa, un instante que cambió todo. Una noche Luca llegó de improviso a las oficinas del centro y se encontró con su hermano negociando con unos inversores que iban a participar en la dirección de la fábrica. Habían preparado el contrato para constituir una sociedad anónima por acciones[25], todo a espaldas de Luca, porque querían quedarse con la empresa. Hubo conflictos, enfrentamiento y luchas. Los obreros ocuparon la planta exigiendo mantener la fuente de trabajo, pero el Estado intervino en el conflicto y decretó la clausura. Fue entonces cuando Luca decidió hipotecar la planta para afrontar las deudas, dispuesto a no transigir y a seguir adelante con sus proyectos. Y desde entonces vive ahí, sin ver a nadie, peleado a muerte con su padre y con los principales del pueblo.
—Luca no quiere reconocer las cosas como son, yo lo entiendo —dijo Rosa—, pero en un momento determinado eso fue un problema para todos porque el pueblo quedó dividido y los que se aliaron con Luca se tuvieron que exiliar, digamos así, y él quedó solo, convencido de que su padre lo había querido hundir.
»Resistió y mantuvo el control de la fábrica, que ya casi había dejado de producir. Se quedó ahí en la planta medio vacía, trabajando con sus máquinas y tratando a toda costa de salvar la propiedad, que vale millones. Quieren expropiar la fábrica, lotear el predio, hay mucha plata en juego y tienen un proyecto aprobado que ya salió en los diarios[26]. Hay litigios múltiples pero Luca resiste, y a mi modo de ver —dijo Rosa— la muerte de Durán está ligada a este asunto. ¿Para qué vino con esa plata? Algunos dicen que vino a traer esos dólares para salvar la planta y otros dicen que vino para coimear funcionarios y usar esa plata para comprar la fábrica y echar a Luca. Eso dicen.
Ayudado por Rosa, anotando los datos en su libreta negra, Renzi siguió la pista del carry trade en los activos de las financieras y en los balances oficiales de las mesas de dinero. Los bonos circulaban de un lugar a otro y se negociaban en la bolsa de Wall Street. Llegaron así hasta un grupo de inversión[27] de Olavarría, uno de cuyos capitalistas principales era el doctor Felipe Alzaga, un estanciero de la zona. Por lo visto ellos habían comprado los bonos de renegociación de la hipoteca de la fábrica y tenían en su poder la decisión. No había nada ilegal, incluso Renzi pudo anotar los datos y la numeración del registro del fondo inversor en la sucursal del Banco Provincia: Alas 1212.
Rosa le mostró otras cifras y otros datos y lo hizo entrar en los secretos del conflicto. Pero Renzi tenía la sensación de que no eran los papeles o el relato de Rosa lo que le permitía entender lo que había pasado, sino el solo hecho de estar en el pueblo. Los lugares seguían ahí, nada había cambiado, estaba como en un escenario, como si fuera una escenografía, incluso la disposición misma del pueblo parecía repetir la historia. «Aquí donde estamos ahora empezó todo», le había dicho ella haciendo un gesto que parecía incluir todo el pasado.
El edificio del archivo había sido la vieja casa del coronel Belladona cuando fundó el pueblo y construyó la estación. Los ingleses lo habían puesto ahí porque era un hombre de confianza en la zona, había venido de Italia de chico y también él tenía una historia trágica. «Como todo el mundo si uno lo mira de cerca», le dijo ella. Y le decían el Coronel porque había ido voluntario a la Gran Guerra y peleó en el ejército italiano y fue condecorado y ascendido.
Los documentos de la biblioteca eran muy completos, parecía un archivo de la historia de la fábrica desde los planos iniciales hasta el pedido de quiebra. El que se ocupó personalmente de eso fue Luca, que siempre estaba mandando circulares y documentos para que fueran conservados como si imaginara lo que iba a pasar.
—A mí me tiene confianza —dijo Rosa después— porque soy de la familia y sólo a la familia le tiene confianza a pesar de la catástrofe. Mi madre es hermana de Regina O’Connor, la madre de los varones, o sea que somos primos hermanos.
Según ella, algo estaba por pasar y el pasado era como una premonición. Nada se iba a repetir, pero lo que estaba por pasar —lo que Rosa imaginaba que iba a pasar— se anunciaba en el aire. Había un clima de inminencia, como una tormenta que se ve venir en el horizonte.
Y de pronto le pidió disculpas, se fue hacia un costado donde estaba la jaula con el canario y en el borde de la escalera, después de calentar en un mechero de bencina la tapa de la caja de metal de las jeringas para hacer hervir las agujas y de cortar el cuello de la ampollita con una sierra, se levantó el vestido y se dio una inyección en el muslo mirando a Renzi de frente con una sonrisa plácida.
—Mi madre a veces se olvida los libros que ha leído en los sillones del jardín. No sale casi nunca al aire libre, y cuado sale usa anteojos oscuros porque no le gusta la luz del sol, pero a veces se sienta a leer entre las plantas, en primavera, y suele murmurar mientras lee, nunca pude saber si repite lo que está leyendo o si —como yo misma suelo hacer a veces— habla sola en voz baja porque los pensamientos le suben como quien dice a los labios y entonces habla sola, vaya a saber, o quizá tararea alguna canción, porque siempre le ha gustado cantar y yo de chica he amado la voz de mi madre que me llegaba a veces desde el fondo de la casa cuando ella cantaba tangos, no hay nada más bello y más emocionante que una mujer —como mi madre— joven y bella cantando sola un tango. O tal vez reza, tal vez dice alguna plegaria o pide ayuda, mientras lee, porque lo cierto es que sus labios se mueven cuando está leyendo y no se mueven cuando deja de leer —contaba Sofía—. A veces se queda dormida y el libro se le cae en la falda y al despertar parece asustada y vuelve rápidamente a «su guarida», como llama mi madre al lugar donde vive, y se deja el libro olvidado y ya no se anima a salir a buscarlo.
—¿Y qué lee? —preguntó Emilio.
—Novelas —dijo Sofía—. Llegan en grandes paquetes una vez por mes las entregas para mi madre, las encarga por teléfono y siempre lee todo lo que ha escrito un novelista que le interesa. Todo Giorgio Bassani, todo Jane Austen, todo Henry James, todo Edith Wharton, todo Jean Giono, todo Carson McCullers, todo Ivy Compton-Burnett, todo David Goodis, todo Aldous Huxley, todo Alberto Moravia, todo Thomas Mann, todo Galdós. Nunca lee novelistas argentinos porque dice que esas historias ya las conoce.