12

El manicomio estaba lejos del pueblo y ocupaba una construcción circular que en su origen había sido un convento. Se veía aislado, al final del camino que llevaba a las barrancas, cerca de la laguna y de los campos sembrados del oeste. Un muro de piedra con vidrios rotos en la parte superior y una alta puerta de hierro con lanzas se alzaban sobre la loma, como un espejismo en el desierto. Había que subir la cuesta y cruzar un parque; a medida que avanzaba por el camino de pedregullo, Renzi veía los árboles con los troncos blanqueados con cal, cada vez más ralos y más altos. Por fin se detuvo frente a un portón y luego de un rato apareció un enfermero, que lo hizo entrar. La sala de mujeres estaba al fondo y sólo tres internos ocupaban el pabellón de varones.

Croce estaba sentado en una cama de hierro atornillada al piso, apoyado en el colchón enrollado y vestido con un guardapolvo gris que lo envejecía. En la cabeza llevaba un gorro de lana y tenía los ojos enrojecidos, como si no hubiera dormido. Al fondo, apoyados en la pared, los otros dos pacientes se miraban, parado uno frente al otro, y parecían jugar a un juego mudo, haciendo señas con los dedos y las manos.

Croce tardó en saludar y al principio Renzi pensó que no lo había conocido.

—Te manda Saldías —le dijo. Parecía una pregunta pero era una afirmación.

—No, para nada. No le he visto —dijo Renzi—. Y usted cómo anda, comisario…

—Embromado. —Lo miró como si no lo recordara—. Voy a descansar unos días acá y después veremos… De vez en cuando hay que estar en un loquero, o hay que estar preso, para entender cómo son las cosas en este país. Preso ya estuve hace años, prefiero descansar aquí. —Sonrió con un brillo en los ojos—. Sospechoso de demencia…

Renzi le había traído dos cajas de Avanti, una lata de duraznos al natural y un pollo asado que había hecho preparar en el almacén de los Madariaga. Croce guardó todo en un cajón de manzanas parado contra la pared que usaba como armario. Renzi vio que tenía una brocha, jabón y una maquinita de afeitar que estaba abierta y sin cuchillas.

—Escuchame, pibe —dijo Croce—. No hagas caso a lo que te digan de mí en el pueblo… Me parece que los escucho a esos idiotas. —Se tocó la frente con un dedo y después sonrió con una sonrisa que le iluminaba la cara—. ¿Viste mis cartitas? Escribí otras dos. —Buscó en la parte de adentro del colchón y sacó dos sobres cerrados—. Mandalas por correo.

—Pero no tienen dirección.

—No importa, metelas en el buzón de la plaza. Los estoy jodiendo a esos mierda… Y el Judas de Saldías, qué me decís, pensar que yo lo estimaba, si seré gil. Me acusó de extraer conclusiones poco científicas. Y yo le digo: «Qué querés decir con eso.» Y él me contesta: «Que no es una deducción, sino una intuición.» —Sonrió con malicia—. Si serán nabos… Pero no pienso quejarme, acá el que se queja no sale más. —Bajó la voz—. Desarmé una operación de lavandería encaminada a trasladar fondos clandestinos a canales abiertos y quedarse con todo. Por eso mataron a Durán, para desviar los dólares o encanutarlos. Más viejo que Matusalén. Pero la plata estaba sin marcar y yo la declaré… no me lo van a perdonar… Si encontrás cien mil dólares en negro y no te los llevás, sos un tipo peligroso, en el que nadie puede confiar… Lo mismo le pasó al Chino Arce, tomó su parte y dejó el resto en la bolsa entre las valijas perdidas… y cuando vio la maroma que le venía, se tuvo que matar, el pobre, porque se había mezclado con gente muy pesada… ahora están esperando que yo haga lo mismo, pero se van a joder… En vez de escribir cartas póstumas, escribo cartas postreras… —Sonrió—. Todas van dirigidas al juez. No hay nada peor que ser juez… mucho mejor ser vigilante, aunque de eso también estoy arrepentido… Yo limpié la provincia de los caudillos políticos y me quedé más solo que Robinsón… —dijo acentuando el final del nombre como si buscara la rima de un verso—. Una vez en Azul mandé preso a un tano porque había matado a la mujer y resultó que era inocente y la mujer había sido asesinada por un borracho que pasó por ahí. Estuvo seis meses en el penal, el hombre… Nunca lo pude olvidar. Cuando salió, andaba medio boleado, y no se repuso más. Otra vez maté a un chorrito en Las Lomas, se había encerrado en un rancho con un rehén, un chacarero que lloraba como un chico, me cubrí con un colchón y arremetí, lo dejé seco de un tiro, pobre pibe, pero el italiano salió ileso, se había hecho encima, así son las cosas… Se vive en medio del olor a bosta. Mi padre era comisario y se volvió loco, y a mi hermano lo fusilaron en el 56 y yo soy un ex comisario y estoy aquí… Una vez estaba tan desesperado que me metí en la iglesia, había ido a Rauch a llevar a un cuatrero, el tipo me pedía que lo largara, que tenía dos hijos chicos, para qué te voy a contar, lo dejé en la prisión y me quedé dando vueltas porque no podía sacarme de la cabeza al gaucho ese que llevaba una foto de sus hijitos queridos, como decía. Entonces crucé la calle y me metí en la iglesia… y ahí fue donde hice una promesa que espero poder cumplir. —Se quedó pensando—. No sé por qué me acuerdo de estas cosas, las ideas se me clavan en la cabeza, como ganchos, y no me dejan pensar bien. —Se quedó callado y luego su expresión pareció cambiar—. Me vine aquí —dijo con un brillo de malicia en la mirada— porque quiero que Cueto piense que estoy fuera de juego… Me tenés que ayudar. —Bajó la voz y le dio algunas indicaciones. Renzi anotó dos o tres datos. Como él no conocía nada de nada, podía ser que descubriera algo, ésa era la hipótesis de Croce. Antes había que saber lo que iba a pasar, ahora es mejor ir a ciegas y ver qué sale, le dijo. Después se distrajo mirando a los otros internos.

Se habían detenido frente a la cama del comisario, en la mitad del pasillo, y hacían el signo de pedir cigarrillos. Se llevaban dos dedos a la boca y hacían que fumaban, mirando a Renzi.

—Aquí —dijo Croce— una pitada de cigarrillo vale un peso a la mañana y cinco pesos a la noche… El precio sube cada hora que se pasa sin fumar. Nos van a convidar, deciles que no, gracias, y dales un cigarrillo. —Se fueron acercando a la cama de Croce, sin dejar de fumar en el aire.

Renzi les dio un cigarrillo y entonces los dos se pusieron a fumar por turno en el pasillo. El más gordo había partido al medio un billete de un peso y le dio al otro la mitad del billete a cambio de una pitada. Cada vez que fumaban le daban al otro la mitad del billete y cuando exhalaban el humo se guardaban la mitad en el bolsillo. Pagaban con el medio billete, aspiraban, exhalaban, recibían la mitad del billete, el otro fumaba, soltaba el humo, pasaban la mitad del billete, el otro fumaba, el circuito era cada vez más rápido a medida que el cigarrillo se consumía. La colilla los obligaba a ir rápido para no quemarse y al final la tiraron al piso cuando sólo era una brasa y la miraron consumirse. El que terminó primero le exigió al otro la mitad correspondiente del billete y se pelearon a los gritos hasta que un enfermero apareció en la puerta y los amenazó con llevarlos a la ducha. Entonces se sentaron uno en cada cama, de espaldas, mirando la pared. Croce saludó a Renzi con alegría, como si lo viera por primera vez.

—Leíste mis cartas. —Se rió—. Me las dictan. —Hizo un gesto hacia el techo con un dedo—. Oigo voces —repitió en voz muy baja—. Los poetas hablan de eso, una música que te entra por la oreja y te dice lo que tenés que decir. ¿Trajiste lápiz y papel?

—Traje —dijo Renzi.

—Te voy a dictar. Vení, vamos a caminar.

—Si camino no puedo escribir.

—Te parás, escribís y después seguimos caminando.

Se paseaban por el pabellón, de una pared a la otra. Señores, dictó Croce, regreso para informarles que la especulación inmobiliaria…, pero se detuvo porque uno de los internos, el flaco, con la cara picada de viruela, se levantó y se acercó y empezó a caminar junto con ellos, adaptando su paso al ritmo de Croce. El otro también se acercó y los siguió al compás, como en un desfile.

—Ojo con éste, que es cana —dijo el flaco.

—Cree que es cana —dijo el gordo—, cree que es un comisario de policía.

—Si éste es comisario, yo soy Gardel.

—El jockey asesino tendría que haberse colgado de un bonsái.

—Exacto. Colgado como un muñequito de torta.

Croce se detuvo cerca de una ventana enrejada y tomó a Renzi del brazo. Los otros dos pacientes se detuvieron cerca de ellos, sin dejar de hablar.

—La naturaleza nos ha olvidado —dijo el gordo.

—Ya no hay naturaleza —dijo el flaco.

—¿No hay naturaleza?… No exageres. Respiramos, se nos cae el pelo, perdemos nuestra lozanía.

—Nuestros dientes.

—¿Y si nos ahorcáramos?

—Pero ¿cómo nos ahorcaríamos? Nos sacaron los cordones, se llevan las sábanas.

—Podemos pedirle el cinturón a este joven.

—Los cinturones son demasiado cortos.

—Me lo pongo en el pescuezo y vos me tirás de las piernas.

—¿Y de mí quién tira?

—Cierto, cuestión de lógica.

—Don —dijo el flaco, mirando a Renzi—. Le compro un cigarrillo.

—Te lo doy.

—No, se lo compro —dijo el flaco, y le dio medio billete de un peso.

Enseguida el gordo le dio a Renzi la otra mitad del billete a cambio de otro cigarrillo. Entonces los dos se pararon en un costado y empezaron una operación que parecían haber repetido muchas veces. Fumaban por turno el cigarrillo, cruzando los brazos para pasar la mano a la boca del otro, y cuando el flaco empezaba a exhalar el humo, el gordo esperaba hasta que terminara y entonces fumaba y lanzaba el humo haciendo volutas, de modo que los dos fumaban sin parar, en una cadena continua. Mano, boca, humo, boca, humo, mano, boca. Estaban parados en línea y levantaban el brazo hasta la boca del compañero, que fumaba mirando al frente; la operación se repitió hasta el final. Entonces volvieron con las colillas y se las vendieron a Renzi, que les devolvió a cada uno la mitad de su billete. Con unos pobres restos de harina que conservaban en una caja de galletitas hicieron engrudo y pegaron el billete hasta lograr armar de nuevo el peso entero. Entonces se acostaron cada uno en su camastro, inmóviles, boca arriba, con los brazos en el pecho y los ojos abiertos.

Croce empezó a hablar en voz baja con Renzi.

—Son hermanos, dicen que son hermanos —dijo, señalando a los internos—, vivo con ellos acá. Saben quién soy. Afuera me hubieran matado como lo mataron a Tony. Estoy esperando que me trasladen al Melchor Romero. Mi padre murió allí, iba a visitarlo y me hablaba de una radio que le habían conectado en la cabeza, en la mollera, decía, me parece que ahora estoy oyendo esa música.

Renzi esperó hasta que Croce volviera a sentarse, de cara a la ventana.

—Escuchame bien, Cueto quería desviar esa plata, el Viejo estuvo bien en eso… Pero Luca no quiso saber nada, no quiere ni ver al padre, una noche casi lo mata, lo culpa de la quiebra de la fábrica, el Viejo vendió las acciones y cuando Luca se enteró, salió con un revólver… Lo culpa de la ruina… —De pronto se quedó callado—. Mejor andate ahora, que estoy cansado. Ayudame con esto. —Estiraron el colchón y Croce se acostó—. Se está bien aquí, nadie te jode…

El flaco se acercó.

—Oiga, diga, ¿me cambia el billete por uno nuevo? —dijo, y le extendió a Renzi el billete pegado con engrudo. Renzi le dio un peso y se guardó el billete que estaba pegado con media cara del general Mitre (¿o era Belgrano?) del revés. El tipo miró el billete nuevo con satisfacción.

—Le compro un cigarrillo —dijo.

Renzi tenía el paquete casi vacío, sólo con tres cigarrillos. El gordo se acercó. Cada uno agarró un cigarrillo y el tercero lo partieron con mucho cuidado. Después se dividieron el billete y empezaron a fumar y cambiar de mano la mitad del billete. Primero el billete, después fumaban, después el billete, después fumaban. Todo lo hacían muy ordenadamente, sin alterarse, siguiendo un orden perfecto. Croce, tendido en la cama, se había dormido.

Renzi salió al parque, ya había empezado a anochecer, tenía que apurarse si quería alcanzar el último colectivo que lo llevara al pueblo. Croce parecía haberle encomendado una misión, como si siempre necesitara a alguien para poder pensar claramente. Alguien neutro que se ocupara de ir a la realidad, de juntar datos y pistas, para que luego él pudiera sacar las conclusiones. Podría venir a verlo todas las tardes y discutir con él lo que había descubierto en el pueblo mientras Croce, sin salir de ahí, extraía sus conclusiones. Renzi había leído tantas novelas policiales que conocía muy bien el mecanismo. El investigador siempre tiene a alguien con quien discutir sus teorías. Ahora que ya no estaba Saldías, Croce había entrado en crisis porque cuando estaba solo sus ideas lo perdían. Estaba siempre reconstruyendo una historia que no era la de él. No tiene vida privada y cuando tiene vida privada, pierde la cabeza. Se le va la cabeza, se oyó decir Renzi mientras subía al ómnibus que lo llevaba de vuelta al pueblo.

Las casas de las afueras eran iguales a las casas de los barrios bajos de cualquier ciudad. Letreros escritos a mano, edificaciones a medio terminar, chicos jugando a la pelota, música tropical sonando en las ventanas, autos viejísimos andando a paso de hombre, paisanos a caballo galopando en la banquina junto al camino empedrado, carros de botellero empujados por una mujer.

Cuando el colectivo entró en el pueblo, el paisaje cambió y se convirtió en una maqueta de la vida suburbana, una serie de casas con jardín al frente, ventanas con rejas, árboles en las veredas, callejones de tierra apisonada y por fin al entrar en la calle larga, primero empedrada y luego asfaltada, aparecieron las casas de dos pisos, los zaguanes de puerta alta, las antenas de televisión en los techos y en las terrazas. El centro del pueblo era también igual al de otros pueblos, con la plaza central, la iglesia y la municipalidad, la calle peatonal con las tiendas y las casas de música y los bazares. Y esa monotonía, esa repetición interminable, era lo que seguramente les gustaba a los que no vivían ahí.

Se imaginó que también él podía retirarse a vivir en el campo y dedicarse a escribir. Pasear por el pueblo, ir al almacén de los Madariaga, esperar los diarios que llegaban en el tren de la tarde, dejar atrás su vida inútil, convertirse en otro. Estaba a la espera, tenía la sensación de que algo iba a cambiar. Quizá era su propia impresión, su ilusoria voluntad de no volver a la rutina de su vida en Buenos Aires, a la novela que redactaba desde hacía años sin resultados, a su trabajo idiota de hacer reseñas bibliográficas en El Mundo y salir cada tanto a la realidad a perpetrar crónicas especiales sobre crímenes o pestes.

La noche había caído sobre la casa y ellos seguían en los sillones, en la galería, con las luces apagadas, salvo un velador atrás en la sala, mirando el jardín tranquilo y las luces del otro lado de la casa. Al rato, Sofía se levantó y puso un disco de los Moby Grape y se empezó a mover bailando en su lugar mientras sonaba «Changes».

—Me gusta Traffic, me gusta Cream, me gusta Love —dijo, y se volvió a sentar—. Me gustan los nombres de esas bandas y me gusta la música que hacen.

—A mí me gusta Moby Dick.

—Sí, me imagino… A vos te sacan los libros y quedás en bolas. Mi madre es igual, sólo está tranquila si está leyendo… Cuando deja de leer, se pone neurasténica.

—Loca cuando no lee y no loca cuando lee…

—¿La ves ahí…?, ¿ves la luz prendida…?

Había un pabellón del otro lado del jardín, con dos grandes ventanales iluminados en los que se veía una mujer con el pelo blanco atado, leyendo y fumando en un sillón de cuero. Parecía estar en otro mundo. De pronto se quitó los anteojos, levantó la mano derecha y buscó atrás, a tientas, en un estante de la biblioteca que no se alcanzaba a ver, un libro azul, y luego de ponerse la página contra la cara, volvió a calzarse las gafas redondas, se arrellanó en el alto sillón y siguió leyendo.

—Lee todo el tiempo —dijo Renzi.

—Ella es la lectora —dijo Sofía.