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La noticia de que Croce había encontrado al asesino de Durán en un rancho por Tapalqué sorprendió a todos. Parecía otro de sus actos de prestidigitación que cimentaban su fama.

—Vieron a un tipo chiquito, medio amarillo, entrar y salir de la pieza, y pensaron que era Dazai —explicó Croce. Reconstruyó el crimen en una pizarra con mapas y diagramas. Éste era el pasillo, aquí estaba el baño, lo vieron salir por acá. Hizo una cruz en la pizarra—. El que lo mató se llamaba Anselmo Arce, nació en el departamento de Maldonado, fue aprendiz en el hipódromo de Maroñas y terminó de jockey en La Plata, excelente jinete, muy considerado. Corrió en Palermo y en San Isidro y después se metió en líos y terminó en las cuadreras de la provincia. Tengo aquí la carta en la que confiesa el hecho. Se ha suicidado. No lo mataron, presumo, se ha suicidado —concluyó Croce—. Descubrimos que habían usado el viejo montacargas del hotel para bajar la plata. Encontramos un billete en el piso. Fue un crimen por encargo y la investigación sigue abierta. Lo que importa siempre es lo que sigue al crimen. Las consecuencias son más importantes que las causas. —Parecía saber más de lo que declaraba.

El asesinato por contrato era la mayor innovación en la historia del crimen, según Croce. El criminal no conoce a la víctima, no hay contacto, no hay lazos, ninguna relación, las pistas se borran. Éste era el caso. La motivación estaba siendo estudiada. La clave, había concluido, es localizar al instigador. Por fin distribuyó una copia de la carta del jockey, escrita a mano con una letra aplicada y muy clara. Era una hoja de cuaderno, en realidad una vieja página de esos grandes libros de cuentas de las estancias donde estaba escrito, arriba, con letra redonda inglesa, el Debe y el Haber. Buen lugar para escribir una carta de suicidio, pensó Renzi, que al darla vuelta vio algunas notas escritas con otra letra: tientos 1,2, galleta 210, yerba 3 kg, cabestro; no había cifras después de esa palabra, abajo había una suma. Le llamó la atención que hubieran fotocopiado también la parte de atrás de la hoja. Todo parece encontrar sentido cuando uno intenta descifrar un crimen, y la investigación se detiene en los detalles irrelevantes que no parecen tener función. La bolsa en el depósito, el billete en el piso, un jockey que mata por un caballo. Siento haberme desgraciado por un hombre al que no conozco. Y aprovecho la oportunidad para advertir que debo otras dos muertes, un policía en Tacuarembó, República Oriental del Uruguay, y un resero en Tostado, provincia de Santa Fe. Todo varón tiene sus desdichas y a mí no me han faltado las propias. Mi última voluntad es que mi caballo quede de mi amigo, don Hilario Huergo. Espero en la otra vida mejor ventura y me encomiendo al Supremo. Adiós, Patria Mía, Adiós mis Amigos. Soy Anselmo Arce, pero me dicen el Chino.

—Los paisanos son todos psicóticos, andan por ahí a caballo por el campo, perdidos en sus propios pensamientos, y matan al que se les cruza —se reía el encargado de la sección Rural del diario La Prensa—. Una vez un gaucho se enamoró de una vaca, con eso les digo todo… La seguía a todos lados, un correntino.

—Hubieran visto el rancho donde murió —dijo Renzi—. Y el velorio sin nadie, con el caballo en el potrero.

—Ah, te llevó con él —dijo Bravo—. Vas a terminar escribiendo Los casos del comisario Croce, vos.

—No estaría mal —dijo Renzi.

Al día siguiente Cueto pidió una orden del juez para requisar las pruebas. Croce dijo que el caso estaba cerrado y que las pruebas restantes no debían ser entregadas a la justicia hasta no resolver el motivo del crimen. Había que abrir otro proceso para descubrir al instigador. El asesino había sido descubierto pero no el causante. De inmediato, Cueto decretó lo que llamaba una medida cautelar y exigió que el dinero fuera depositado en los tribunales.

—¿Qué dinero? —dijo Croce.

Y ése fue un chiste que corrió por el pueblo durante días y que todos repetían como respuesta a cualquier pregunta.

¿Qué dinero?

De ese modo Croce resistió la intimación de que entregara la plata y se negó amparándose en el secreto de la investigación. Su idea era esperar a que se presentara el dueño de los dólares. O que apareciera alguien a reclamarlos.

Tenía razón, pero no lo dejaron actuar porque quisieron tapar el asunto y cerrar la causa. Tal vez Yoshio había dejado la bolsa con los dólares en el depósito del hotel, argumentaba Cueto, porque pensaba pasar a buscarla cuando todo se calmara. Si el asesino se había apropiado de los dólares el caso estaba cerrado, si se probaba que el dinero había tenido otro destino, el asunto seguía en marcha.

En ese momento Cueto convenció a Saldías de que declarara contra Croce. Lo intimidó, le hizo promesas, lo sobornó, nunca se supo. Pero Saldías dio testimonio y dijo que Croce tenía el dinero escondido en un placard y que desde hacía algunas semanas veía actitudes extrañas en el comisario.

Saldías lo había traicionado, ésa era la verdad. Croce lo quería como a un hijo (claro que Croce quería a todos como a un hijo porque no sabía muy bien qué clase de sentimiento era ése). Todos recordaron que había habido algunas tensiones y habían tenido diferencias sobre los procedimientos. Saldías formaba parte de la nueva generación de criminalística, y si bien admiraba a Croce, sus métodos de investigación no le parecían apropiados ni «científicos» y por eso había aceptado dar testimonio sobre la conducta antirreglamentaria y las medidas estrafalarias de Croce. No hay criterio apropiado en la investigación, dijo Saldías, que seguramente buscaba ascender y para eso necesitaba que Croce pasara a retiro. Y eso fue lo que sucedió. Cueto habló de la vieja policía rural, de la nueva repartición que obedecía al poder judicial, y todos en el pueblo comprendieron, con cierta pesadumbre, que el asunto venía mal para Croce. Hubo una orden del jefe de policía de la provincia y Croce fue pasado a retiro. De inmediato Saldías fue nombrado comisario inspector. El dinero que había traído Durán se requisó y fue enviado a los tribunales de La Plata.

Después de que Croce pasó a retiro su conducta se volvió aún más extraña. Se encerró en su casa y dejó de hacer lo que siempre había hecho. Las rondas a la mañana que terminaban en el almacén de los Madariaga, las recorridas por el pueblo, su presencia en la comisaría. Por suerte, la casa donde había vivido siempre estaba en regla y no lo podían desalojar hasta que no le cerraran el expediente. Lo veían moverse de noche por el jardín y nadie sabía lo que hacía, se paseaba con el cuzco, que lloraba y ladraba, en la noche, como pidiendo ayuda.

Madariaga se acercó una tarde a saludarlo pero Croce no lo quiso recibir. Salió vestido con un sobretodo y una bufanda y le hizo el gesto de saludo con la mano y otros gestos que Madariaga apenas pudo entender pero que parecían decirle, por señas, que estaba bien y que lo dejaran de joder. Había cerrado el portón con candado y era imposible entrar en la casa.

En esos días Croce empezó a escribir cartas anónimas. Las escribía a mano con la letra apenas cambiada como seguramente había visto hacer alguna vez a algún chantajista del pueblo. Y las dejaba furtivamente en los bancos de la plaza, sostenidas con un cascote para que no se las llevara el viento. Tenía los datos, conocía los hechos. Las cartas giraban sobre los hermanos Belladona y la fábrica. Los anónimos eran un clásico en el pueblo, así que rápidamente todos conocieron el contenido y especularon sobre su origen. Quieren que Luca sea expulsado del edificio de la fábrica para vender la planta y armar un centro comercial en esa zona, decían en resumen, con distintas variantes, las cartas. Entonces volvieron a aparecer las versiones sobre Luca, que había llamado a Tony, que Croce lo había ido a ver, que debía mucha plata, y esas versiones corrían como el agua que se escurre bajo las puertas en una inundación. Varias veces el pueblo había quedado bajo el agua cuando se desbordó la laguna y esta vez los anónimos y los chismes hicieron el mismo efecto. Pasaron varios días sin que nadie dijera nada, pero una tarde, cuando Croce apareció en la calle y empezó a repartir las cartas a la salida de la iglesia, lo internaron en el manicomio. Estos pueblos pueden no tener escuela, pero siempre tienen un manicomio, decía Croce.

Renzi escuchaba los comentarios sobre la situación mientras cenaba en el restaurante del hotel. Todos hablaban del caso y tejían hipótesis diversas y reconstruían los sucesos a su manera. El local era amplio, con manteles en las mesas, lámparas de pie y un estilo tradicional y tranquilo. Renzi había publicado varias notas sosteniendo la posición de Croce sobre el caso y el viraje de los hechos había confirmado sus sospechas. No se imaginaba cómo iban a seguir las cosas, posiblemente iba a tener que volver a Buenos Aires porque en el diario le decían que el asunto había perdido interés. Renzi pensaba en esa posibilidad mientras comía un pastel de papas y se iba liquidando, lentamente, una botella de vino El Vasquito. En ese momento vio a Cueto que entraba en el local y luego de saludar a varios parroquianos y recibir lo que parecían aplausos o felicitaciones se acercó a la mesa de Renzi. No se sentó, se paró al costado y le habló casi sin mirarlo, con su aire condescendiente y sobrador.

—Todavía está por acá, Renzi. —Lo trataba de usted para hacerle saber que venía a hablar en serio—. El asunto está resuelto, no hace falta seguir dándole vueltas. Mejor se va, amigo, ya no tiene nada que hacer acá. —Lo amenazaba como si le estuviera haciendo un favor—. No me gusta lo que escribe —le dijo, sonriendo.

—A mí tampoco —dijo Renzi.

—No te metas donde no te llaman. —Hablaba ahora con el tono descuidado y frío de los matones de las películas. El cine, según Renzi, le había enseñado a todos los provincianos a parecer mundanos y canallas—. Mejor te vas…

—Había pensado volverme, la verdad, pero ahora me voy a quedar unos días más —dijo Renzi.

—No te hagas el gracioso… Sabemos bien quién sos vos.

—Voy a citar esta conversación.

—Como te parezca —le sonrió Cueto—. Sabrás lo que hacés…

Se alejó hacia la entrada y se detuvo en otra mesa a saludar y después se fue del restaurante.

Renzi estaba sorprendido, Cueto se había tomado el trabajo de venir a intimidarlo, muy raro. Fue al mostrador y pidió el teléfono.

—Es como un ovni —le explicó a Benavídez, el secretario de redacción—, hay una valija con plata y una historia rarísima. Me voy a quedar.

—… No te puedo autorizar, Emilio.

—No me jodas, Benavídez, tengo la primicia.

—¿Qué primicia?

—Me están apretando acá.

—¿Y con eso?

—Croce está en el manicomio, mañana lo voy a visitar…

Le salía confusa la descripción, por eso le pidió que le diera con su amigo Junior, que estaba a cargo de las investigaciones especiales en el diario, y después de algunas bromas y largas explicaciones lo convenció para quedarse unos días más. Y la decisión dio resultado porque de golpe la historia había cambiado y también su situación.

La luz de la celda se había apagado a medianoche, pero Yoshio no podía dormir. Permanecía inmóvil en el camastro tratando de recordar con precisión cada momento del último día que había estado en libertad. Lo reconstruía con cuidado, desde el mediodía del jueves cuando acompañó a Tony a la peluquería, hasta el instante fatal en el que sintió los golpes en la puerta cuando fueron a arrestarlo el viernes a la tarde. Veía a Tony sentado en el sillón niquelado, frente al espejo, cubierto con una tela blanca, mientras López le enjabonaba la cara. La radio estaba prendida, trasmitían «La oral deportiva», serían las dos de la tarde. Comprendió que reconstruir ese día en todos sus detalles iba a llevarle un día entero. O quizá más. Hace falta más tiempo para rememorar que para vivir, pensó. Por ejemplo, ese último día a las seis de la mañana estaba sentado en uno de los bancos de la estación, mientras Tony le mostraba un paso de baile que era muy popular en su país. El vacilón del cangrejo, se llamaba, y con gran agilidad Tony, con sus zapatos blancos, retrocedía sin perder el ritmo y empezaba a bailar hacia atrás, los talones unidos y las manos sobre las rodillas. Había sido un momento de gran felicidad. Tony moviéndose al compás de una música imaginaria, inclinado, con los codos hacia afuera como si remara, avanzando hacia atrás con elegancia. Estaban en la estación vacía, ya había amanecido; el cielo estaba azul, clarísimo, las vías brillaban bajo el sol y Tony sonreía un poco agitado luego del baile. Les gustaba ir a la estación porque estaba desierta la mayor parte del tiempo e imaginaban que siempre podían salir de viaje. Y entonces, desde lo alto, un pájaro cayó muerto en el piso. Con un seco y ahogado plop. De la nada. Del inmenso cielo vacío. Un día clarísimo, de una blancura tranquila. El pájaro debió haber sufrido en pleno vuelo un ataque al corazón y cayó muerto en el andén. Era un pájaro común. No era un picaflor, que a veces se detienen en el aire, milagrosamente, sobre un capullo, batiendo las alas con tal frenesí que mueren de pronto porque les falla el corazón. No era un picaflor, pero tampoco era uno de esos pichones desplumados que muy a menudo se encuentran tirados en el suelo y que a veces tardan en morir y abren el pequeño pico rojo, con el cogote desplumado, y los ojos enormes como si fueran diminutos fetos de diminutos niños argentinos que tienen sed. Era un chingolo, tal vez, o un cabecita negra, muerto ahí, con el cuerpo intacto. Lo más extraño fue que una bandada de pájaros empezó a girar y a gritar, y a volar cada vez más bajo sobre el cadáver. El mutuo terror de las aves frente a un muerto de su propia especie. Era una premonición, tal vez, su madre sabía adivinar el futuro en el vuelo de los pájaros migratorios, se movía como un gorrión asustado, los pequeños pies bajo el quimono azul. Salía al patio y observaba a las golondrinas que volaban formando un triángulo y luego anunciaba qué se podía esperar del invierno.

Yoshio no podía ordenar sus recuerdos según el orden de los acontecimientos. El ruido del agua en las cañerías, los quejidos ahogados de los presos en las celdas cercanas; tenía una conciencia casi física de la tumba donde estaba encerrado y del rumor agitado de los sueños y las pesadillas de los cientos de hombres que dormían bajo los muros; imaginaba el pasillo, las puertas enrejadas, los pabellones; desde el patio le llegaba el rasgueo de una guitarra y una voz que entonaba unos versos. En la escuela del sufrir he tomado mis lecciones / En la escuela del sufrir he tomado mis lecciones

Yoshio se sentía enfermo y le parecía oír voces y cantos porque había tenido que dejar de golpe el opio. Recordaba la pipa que se había preparado con calma y se había fumado tendido en el tatami aquella última mañana. Se había dormido con la dulzura quieta de la llama que ardía en el extremo de la pipa de bambú. Cuando se tiene la droga parece fácil poder dejarla, pero cuando se está enfermo por la carencia, con todo el cuerpo ardido, se puede hacer cualquier cosa para conseguirla. Si hubiera podido concentrar toda su vida en una sola decisión habría dicho que quería dejar la droga. No era un adicto, pero no podía dejarla. Temía que usaran la promesa de una dosis para obligarlo a firmar la confesión que el fiscal le había mostrado varias veces ya redactada, donde admitía que él había matado a Durán. En la prisión había conseguido pastillas de codeína y las tomaba cuando se sentía morir. Era algo parecido a un ardor pero la palabra no alcanzaba a definir esa dolencia. Lo obsesionaba imaginar que su padre pudiera pensar que su trabajo en el hotel era un oficio de mujeres y que él había traicionado las tradiciones de su estirpe. Su padre había muerto heroicamente y él en cambio estaba tirado en ese agujero, quejándose por no tener su droga. Si hubiera trabajado vestido de mujer, pensó de golpe, no lo habrían acusado y no estaría preso ahí. Se veía vestido con un quimono azul con flores rojas, la cara con polvos de arroz, las cejas depiladas, dando pequeños pasitos al deslizarse por los pasillos del hotel.

Le dolía más la muerte de Tony que su propio destino. A un vecino propietario, oía a lo lejos cantar al paisano, A un vecino propietario / un boyero le mataron / y aunque a mí me lo achacaron / salió cierto en el sumario. Todos eran inocentes en la cárcel y por eso Yoshio se negaba a hablar con los otros prisioneros. Había recibido la visita del abogado de oficio que le habían asignado para su defensa. Una tarde lo habían sacado de la celda y lo habían trasladado a la oficina del director de la penitenciaría. El abogado, un gordo con barba crecida y aspecto sucio, no se había sentado y parecía urgido por otros asuntos más importantes. Yoshio, con las esposas y el traje de preso, lo escuchaba abatido. «Mire, che, mejor arregla y acepta los hechos, así la condena será más leve. Ésa ha sido la propuesta que nos ha hecho el fiscal. Si usted firma, podrá salir libre en un par de años, de lo contrario lo van a acusar de premeditación y alevosía… y se va a chupar una perpetua. No hay mucho que hacer, todas las evidencias y los testigos lo condenan. No la va a pasar bien, querido, si no transa.» Se lo decía por su bien. Pero Yoshio se había negado. Entonces lo destinaron a un pabellón con presos a la espera de condena y por supuesto ahí nadie había hecho nada. Yoshio no les creía y ellos tampoco le creían a él. Y ahora estaba en el infierno, a la espera, oyendo la voz de alguien que parecía cantar en sueños. Ignora el preso a qué lado / se inclinará la balanza, / pero es tanta la tardanza / que yo les digo por mí: / el hombre que dentre aquí, / deje afuera la esperanza

Yoshio encendió un fósforo y con el fósforo encendió una vela apoyada en un jarro de lata. La luz se apagaba y volvía a arder. En la penumbra buscó un espejito de mano, de mujer, que le dejaban tener con el pretexto de que lo necesitaba para afeitarse, aunque no lo usaba porque era lampiño. Lo tenía para sus vicios secretos. Tendido en la cama, se miraba los labios en el espejo. Una boquita de mujer. Empezó a masturbarse, mirándose. Movía muy despacio la imagen y su cara se veía en fragmentos, la piel blanca, las cejas depiladas, se detenía en sus ojos helados. Casi no le hacía falta tocarse, sentía que otro miraba, entregado, servil…

—Hasta que terminamos el secundario casi ni los veíamos porque en ese entonces mis hermanos ya habían inaugurado la fábrica lejos del pueblo y nosotras nos fuimos a estudiar a La Plata. Eso fue en 1962. Mi abuelo usó parte de su fortuna para comprar los terrenos, cerca de la ruta provincial, una zona que no era nada y ahora vale un dineral. Mi abuelo murió sin ver la fábrica terminada y mi hermano la construyó como quien cumple la promesa hecha a un muerto.

Enseguida empezaron a hacer plata y a crecer y al final tenían cerca de cien obreros trabajando en la planta, pagaban los mejores sueldos de la provincia, Belladona Hermanos. Viajaron a Cincinatti a comprar unas maquinarias carísimas, lo último de lo último. Y ése fue el principio del fin, de golpe todo se empezó a venir abajo, el gobierno devaluó el peso, la política económica pegó un viraje. Los costos de los créditos en dólares se hicieron imposibles, entonces mi padre, para salvarlo, como decía, hizo trampa, le hizo trampa a su hijo, quiero decir, convenció a Lucio de que armara una sociedad anónima para rescatar la inversión y empezó a negociar las acciones preferenciales y mi hermano perdió el control de la empresa. Una noche Luca salió con un revólver a buscar a mi padre en su casa… para matarlo.

—Sí, ya sé, ya me contaron.

—Se encegueció —dijo Sofía—. Lo buscó para matarlo —repitió, y volvió a levantarse y a caminar nerviosa por la galería—. Aullaba como un lobo hambriento, pobrecito…[22] Hay algunos hombres —dijo después— que sobreviven a todas las catástrofes, a todos los tormentos, digamos, porque tienen una convicción absoluta y una simpatía que los hace admirables. Un resplandor en el fondo de los ojos que alumbra la luz de los demás, una capacidad de inspirar afecto, no, no, no es afecto, es comprensión, y Luca es así. Cualquiera que enfrente todo lo que mi hermano tuvo que enfrentar habría capitulado, pero él no. Imposible, él es un obsesionado, capaz de borrar el mundo y seguir adelante persiguiendo la luz de la perfección hasta que al final, claro, choca con la realidad. Porque es la realidad lo que te hace hocicar —dijo ella—. La realidad te espera y te manea. Luca se endeudó, hipotecó la planta, pero no dejó que le vendieran la fábrica. Levantó la quiebra, empezó a hacer lo que podía hacer…

—Se encerró en la fábrica.

—Se fue a vivir a la fábrica, era el esplendor de la ilusión, la esperanza de sobrevivir… y ya no salió más.