9

Cuando Croce hizo publicar en los diarios de la zona la foto borrosa de un desconocido con una orden de captura, nadie entendió muy bien qué estaba pasando. Incluso Saldías empezó a expresar tímidamente sus dudas. Había pasado de la admiración ciega a la inquietud y a la sospecha. Croce no le hizo caso y lo dejó inmediatamente de lado; desdeñoso, le pidió que se dedicara a redactar un nuevo informe con las nuevas hipótesis sobre el crimen.

Entonces el fiscal Cueto ocupó el centro de la escena y empezó a tomar decisiones con la intención de frenar el escándalo. Opinó que las hipótesis de Croce eran descabelladas y buscaban entorpecer la investigación.

—No sabemos qué significa ese presunto sospechoso que Croce anda buscando. Nadie lo conoce por acá, nunca tuvo relaciones con el muerto. Estamos viviendo tiempos caóticos, pero no vamos a permitir que un policía cualquiera ande haciendo lo que se le ocurra.

Enseguida ordenó a la policía provincial que trasladaran a Yoshio a la cárcel de Dolores, por seguridad, según dijo, mientras le abría el proceso. No se había encontrado el arma homicida, pero había testigos directos del hecho que situaron al acusado en el lugar y a la hora en que se cometió el crimen. Hizo todo lo que había que hacer para cerrar el caso y caratularlo como crimen sexual. En voz baja y a quien quisiera escucharlo, Cueto aseguraba que el comisario ya no era de confiar y había que sacarlo del medio. Mientras, Croce andaba como siempre por el pueblo y esperaba noticias. Nadie sabía bien qué estaba pensando, ni por qué se le había dado por decir que el culpable no era Dazai.

A la hora de la cena, una noche, Renzi se lo encontró en el almacén de los Madariaga. Sentado en un costado, cerca de la ventana, Croce comía un bife de cuadril con papas fritas. Mientras comía hacía dibujitos, con un lápiz, en el mantel de papel. De vez en cuando se quedaba con la mirada perdida en el aire y un vaso de vino en la mano.

En su trabajo ocasional como cronista de policiales Renzi había conocido a varios comisarios, la mayoría eran matones sin moral que sólo querían el cargo para voltearse a todas las mujeres (sobre todo a las putas) y entrar en todas las transas posibles, pero Croce parecía distinto. Tiene el aire tranquilo de un paisano en el que se puede confiar, pensó Renzi, que se acordó de pronto de la opinión de Luna, el director del diario, sobre los comisarios de policía.

«¿A quién no le gusta ser comisario?», le había dicho una noche el viejo Luna. «No seas ingenuo, nene. Ellos son los verdaderos tipos pesados. Tienen más de cuarenta años, ya han engordado, ya han visto todo, tienen varios muertos encima. Hombres muy vividos, con mucha autoridad, que pasan el tiempo entre malandras y punteros políticos, siempre de noche, en piringundines y bares, consiguiendo la droga que quieren y ganando plata fácil porque todos los adornan: los pasadores de juego, los comerciantes, los mafiosos, los vecinos. Ellos son nuestros nuevos héroes, querido. Van siempre calzados, entran y salen, arman bandas, tiran abajo todas las puertas. Son los especialistas del mal, los encargados de que los idiotas duerman tranquilos, le hacen el trabajo sucio a las bellas almas. Se mueven entre la ley y el crimen, vuelan a media altura. Mitad y mitad, si cambiaran la dosis no podrían sobrevivir. Son los guardianes de la seguridad y la sociedad les delega la función de ocuparse de lo que nadie quiere ver», le decía Luna. «Hacen política todo el tiempo, pero no se meten en política, cuando se meten en política es para tirar abajo a algún muñeco de nivel medio, intendentes, legisladores. No van más arriba. Como son héroes clandestinos, están siempre tentados de meterse ellos también pero jamás lo hacen porque si lo hacen están listos, se vuelven demasiado visibles», le dijo Luna aquella noche cenando en El Pulpito mientras lo instruía, una vez más, sobre la vida verdadera. «Hacen lo que tienen que hacer y persisten más allá de los cambios, son eternos, están desde siempre…», dudó un momento Luna, se acordó Renzi, «desde la época de Rosas que hay comisarios de policía que son famosos, a veces pierden, como todo el mundo, los matan, los pasan a retiro, los mandan presos, pero siempre hay otro que ocupa ese lugar. Son malevos, querido, pero en ellos la dimensión del mal es mínima comparada con quienes les dan las órdenes. Un policía habla directo, va de frente, pone la cara», había concluido Luna, «así que no te hagas el loco y escribí lo que ellos te digan…» Le voy a hacer caso, pensó Renzi, que se había acordado de los consejos del viejo Luna cuando vio que Croce lo llamaba con un gesto.

—¿Quiere comer algo? —le dijo Croce.

—Sí, claro —dijo Renzi—. Encantado.

Se acercó a la mesa, se sentó y pidió una tira de asado y una ensalada de lechuga y tomate, sin cebolla.

—Este almacén fue lo primero que se hizo en el pueblo. Venían los peones golondrina en tiempo de la cosecha a comer aquí. —Renzi se dio cuenta enseguida de que el comisario necesitaba compañía—. Cuando uno es comisario puede pensar que ha logrado reducir la escala de la muerte a una dimensión personal. Y cuando digo muerte hablo de los que han sido asesinados. Uno puede matar a alguien accidentalmente —dijo Croce—, pero no puede asesinarlo accidentalmente. Si ayer, por ejemplo, la señora X no hubiera vuelto caminando a su casa a la noche y no hubiera doblado esa esquina, ¿podría no haber sido asesinada? Podría haber muerto, sí, pero ¿asesinada? Si la muerte no fue intencional, no fue un asesinato. Por lo tanto hace falta una decisión y un motivo. No sólo una causa, un motivo. —Se detuvo—. Por eso el crimen puro es escaso. Si no tiene motivación es enigmático: tenemos el cadáver, tenemos a los sospechosos, pero no tenemos la causa. O la causa no se corresponde con la ejecución. Éste parece ser el caso. Tenemos el muerto y tenemos a un sospechoso. —Hizo una pausa—. Lo que llamamos motivación puede ser una significación inadvertida: no porque sea misteriosa sino porque la red de determinaciones es demasiado extensa. Hay que concentrar, sintetizar, descubrir un punto fijo. Hay que aislar un dato, crear un campo cerrado o de lo contrario nunca podremos interpretar el enigma.

En la mesa haciendo dibujitos el comisario reconstruyó los hechos para sí mismo, pero también para Renzi. Necesitaba siempre alguien con quien hablar para borrar su discursito privado, las palabras que le daban vueltas siempre en la cabeza como una música y entonces al hablar seleccionaba los pensamientos y no decía todo, tratando de que su interlocutor reflexionara con él y llegara, antes, a sus mismas conclusiones, porque entonces podía confiar en su razonamiento ya que otro también lo había pensado con él. En eso se parecía a todos los que son demasiado inteligentes —Auguste Dupin, Sherlock Holmes— y necesitan un ayudante para pensar con él y no caer en el delirio.

—Para Cueto el criminal es Yoshio y el motivo son los celos. Un crimen privado, nadie está implicado. Caso resuelto —dijo Renzi.

—Me parece que Cueto siempre está diciendo que las cosas que parecen diferentes en realidad son lo mismo, en tanto que a mí me interesa mostrar que las cosas que parecen lo mismo son en realidad diferentes. Les enseñaré a distinguir[19]. ¿Ve? —dijo—. Éste es un pato, pero si lo mira así, es un conejo. —Dibujó la silueta del pato-conejo—. Qué quiere decir ver algo tal cual es: no es fácil. —Miró el dibujo que había hecho en el mantel—. Un conejo y un pato.

Todo es según lo que sabemos antes de ver. —Renzi no entendía hacia dónde apuntaba el comisario—. Vemos las cosas según como las interpretamos. Lo llamamos previsión: saber de antemano, estar prevenidos[20]. Usted en el campo sigue el rastro de un ternero, ve las huellas en la tierra seca, sabe que el animal está cansado porque las marcas son livianas y se orienta porque los pájaros bajan a picotear en el rastro. No puede buscar huellas al voleo, el rastreador debe primero saber lo que persigue: hombre, perro, puma. Y después ver. Lo mismo yo. Hay que tener una base y luego hay que inferir y deducir. Entonces —concluyó— uno ve lo que sabe y no puede ver si no sabe… Descubrir es ver de otro modo lo que nadie ha percibido. Ése es el asunto. —Es raro, pensó Renzi, pero tiene razón—. En cambio si pienso que no es el criminal, entonces sus actos, su modo de actuar no tienen sentido… —Se quedó pensativo—. Comprender —dijo cuando salió de ahí— no es descubrir hechos, ni extraer inferencias lógicas, ni menos todavía construir teorías, es sólo adoptar el punto de vista adecuado para percibir la realidad. Un enfermo no ve el mismo mundo que un tipo sano, un triste —dijo Croce, y se perdió otra vez en sus pensamientos pero volvió enseguida— no ve el mismo mundo que un tipo feliz. Igual un policía no ve la misma realidad que un periodista, con perdón —dijo, y sonrió—. Ya sé que ustedes escriben con el firme propósito de informarse después. —Lo miró sonriendo pero Renzi, que estaba comiendo, no pudo contestarle, aunque estaba de acuerdo—. Esto es como jugar al ajedrez, hay que esperar la movida del otro. Cueto quiere cerrar el caso, todos en el pueblo quieren que el caso quede cerrado, y yo tengo que esperar que salte la evidencia. Ya la tengo, ya sé lo que pasó, ya vi, pero no puedo probarlo todavía. Mire. —Renzi se acercó y miró lo que estaba mirando Croce. Era la foto de un diario donde se veía un grupo de gente a caballo. Croce había rodeado con un círculo la figura de un jockey—. Usted sabe lo que es un símil.

Renzi lo miró.

—Todo consiste en diferenciar lo que es de lo que parece ser… —siguió Croce—. Fijarse en algo es quedarse quieto ahí. —Croce se detuvo como si esperara algo. Y en ese momento sonó el teléfono. Madariaga atendió y levantó la cara hacia Croce y movió la mano como una manivela.

—Una llamada de la comisaría de Tapalqué —dijo.

—Ahá —dijo Croce—. Bien. —Se levantó y se acercó al mostrador.

Renzi lo miró afirmar con la cabeza, serio, y luego mover la mano en el aire como si el otro lo pudiera ver.

—¿Y cuándo fue?… ¿Hay alguien con él? Voy para allá. Gracias, Leoni. —Se acercó al mostrador—. Anotame la comida en la cuenta, Vasco —dijo, y se movió hacia la salida. Se detuvo frente a la mesa donde Renzi seguía sentado.

—Hay novedades. Si quiere, venga conmigo.

—Perfecto —dijo Renzi—. Me lo llevo. —Y levantó el papel con el dibujo.

Habría de empezar a caer por fin la noche para que Sofía le terminara de aclarar —«es un decir»— la historia de su familia, entre las idas y venidas a la sala donde estaba el espejo con las líneas blancas que les daban a los dos unos largos minutos de exaltación y de lucidez, de felicidad instantánea y luego una suerte de oscura pesadumbre que ella había terminado por defender al decir que sólo en esos momentos de depresión —«en el bajón»— era posible ser sincero y decir la verdad, mientras se inclinaban sobre la mesa de vidrio con el billete enrollado para aspirar la blancura incierta de la sal de la vida.

—Mi padre —dijo Sofía— siempre pensó que sus hijos varones se iban a casar con muchachas del pueblo, de familia acomodada, de apellido, y mandó a mi hermano Lucio a estudiar ingeniería en La Plata, para que hiciera lo mismo que él había hecho. Lucio alquiló una pieza en una pensión de la Diagonal 80 regenteada por un estudiante crónico, un tal Guerra. Los viernes hacían venir a una chica a la pensión, llegaba con una motoneta. La chica de la Vespa, la llamaban, muy simpática, estudiante de Arquitectura, según decía, que se mantenía de ese modo, haciendo la vida, como quien dice. Bimba, se hacía llamar. Muy divertida, llegaba los viernes y se quedaba hasta el domingo y se acostaba con los seis estudiantes que ocupaban la casa, uno por vez, y a veces les hacía la comida o se sentaba con ellos a tomar mate y jugar a las barajas después de habérselos pasado a todos.

Una tarde Lucio se quemó las dos manos en una explosión en el laboratorio de la Facultad y estaba vendado como un boxeador y Bimba se ocupó de él, lo cuidó, y a la semana siguiente cuando volvió fue derecho a la pieza de mi hermano, le cambió las vendas, lo afeitó, lo bañó, le daba de comer en la boca, charlaban, se divertían juntos, y una tarde Lucio le pidió que se quedara con él, le ofrecía pagar lo que le pagaban todos para que por favor no fuera con los otros, pero Bimba se reía, lo acariciaba, le escuchaba las historias y los planes y después se iba a encamar con los muchachos a las otras piezas, mientras Lucio penaba, tirado en la cama, con las manos heridas y la cabeza cruzada por imágenes atroces. Salía al patio, escuchaba risas, voces felices. A Lucio le dicen el Oso porque es enorme y parece siempre triste o un poco boleado. Su problema fue desde chico la inocencia, era muy crédulo, muy confiado, demasiado bueno, y esa noche cuando Bimba estaba en la cama con Guerra —que empezaba la ronda—, mi hermano desde su pieza los escuchaba reírse y moverse en la cama, y le dio un ataque, se levantó, enfurecido, con las manos vendadas y tiró abajo la puerta, pateó el velador y Guerra se levantó y empezó a pegarle, a machacarlo, porque mi hermano, débil como estaba y con las manos inutilizadas, se fue al suelo enseguida y no se defendía mientras Guerra lo pisaba, lo insultaba, quería matarlo, Bimba desnuda se le tiró encima a Guerra, lo arañaba, le gritaba y tuvo que soltar a Lucio y al final llamaron a la policía. —Hizo una pausa—. Pero lo extraordinario —dijo después— es que mi hermano dejó la Facultad, dejó todo, se volvió al pueblo y se casó con Bimba. La trajo a casa y la impuso en la familia y tuvo hijos con ella y todos saben que la chica fue un yiro y sólo mi madre se negó a hablarle y siempre hizo de cuenta que era invisible, que no existía, pero a nadie le importaba porque Bimba es divina y divertida y nosotras la adoramos y fue la que nos enseñó a vivir, y fue ella la que en todos estos años de malaria se ocupó de cuidar a Lucio y de sostener la casa con los pocos ahorros que habían sobrado de la época de esplendor. Mi padre la quería también porque seguro que le hacía acordar a la irlandesa, pero estaba decepcionado, quería que sus hijos y los hijos de sus hijos fueran —como decía— hombres de campo, estancieros, gente de posición y de fortuna, con peso en la política local. Habría llegado a gobernador, mi padre, si hubiera querido, pero no le interesaba participar en política, sólo quería manejar la política y quizá imaginó para sus hijos varones un destino de patrones de estancia, de senadores o caudillos, pero sus hijos se fueron para otro lado y Luca, después que se enfrentaron por la fábrica, no quiso verlo nunca más ni pisar esta casa.

Los dos habían heredado de su abuelo Bruno la desconfianza del campo y el gusto por las máquinas y enseguida empezaron a trabajar en su empresa. Mi abuelo, —dijo Sofía— cuando se retiró del ferrocarril, fue representante de Massey Harris y ellos ampliaron el taller en los fondos de su casa —en la calle Mitra— y así empezó todo. Ya te habrán contado la leyenda de gallinero del vecino…

—Sí —dijo Renzi—, soldaban de noche con la autógena, y las gallinas del vecino miraban todo el tiempo la luz, deslumbradas, enloquecidas y borrachas, con los ojos como el dos de oros, saltaban cacareando, alucinadas por la blancura de la soldadora como si un sol eléctrico hubiera salido de noche…

—Drogadas —dijo ella—. Cloc-cloc. Las gallinas droguetas por el resplandor, y cuando levantaron una empalizada de chapa para aislar el brillo de la autógena las gallinas se desesperaban y se subían al alambre del gallinero para buscar esa blancura, tenían síndrome de abstinencia… Me acuerdo yo también de haber visto de chica esa luz nítida como un cristal. Íbamos siempre al taller. Vivíamos entre las máquinas, Ada y yo. Mis hermanos nos hicieron los juguetes más extraordinarios que ninguna chica tuvo nunca. Muñecas que andaban solas, que bailaban, muñecas que parecían vivas, con engranajes y alambres conectadas a un magnetófono, hablaban en lunfardo las muñecas, las hacían con pinta de bataclana para enfurecer a mi madre; una vez me hicieron una Mujer Maravilla que volaba, daba vueltas por todo el patio, como un pájaro, y yo la sostenía con un reel de pesca, la hacía girar en el aire, roja y blanca, con las estrellas y las barras, tan hermosa, no podía respirar de la emoción. Nosotras adorábamos a mis hermanos, estábamos siempre atrás de ellos, nos empezaron a llevar a los bailes (mi hermana con Lucio y yo con Luca), las dos con tacos y los labios pintados jugando a ser dos milonguitas de pueblo, con sus novios, íbamos a los bailes vecinos, a los clubes de los barrios, la pista habilitada en la cancha de paleta, con las lamparitas de colores y la orquesta que tocaba música tropical en la tarima hasta que mi madre intervino y se terminó la farra, al menos esa farra.