8

Bravo y Renzi salieron del diario y caminaron un rato por las calles vacías. La noche estaba tormentosa y un viento tibio venía de la llanura. Con repugnancia, Renzi se dio cuenta de que había pisado un cascarudo que hizo un ruido seco al quebrarse bajo sus zapatos. Nubes de mosquitos y de polillas revoloteaban en los faroles de la esquina. Al rato un perro vagabundo, medio torcido, cruzó frente a ellos con la cola entre las patas, y empezó a seguirlos.

—Éste es el perro del comisario, lo deja suelto y el cuzco anda como un fantasma por el pueblo toda lo noche.

El perro los siguió un rato, pero al final se tiró a dormir en un umbral y ellos siguieron hasta el final de la calle. El viento agitaba las ramas de los árboles y levantaba el polvo de la calle.

—Aquí estamos, Emilio —dijo Bravo—. Éste es el Club.

Habían llegado frente a una casa de altos, de estilo francés, muy sobria, con una placa de bronce que anunciaba, a quien se acercara a mirar las letras con una lupa, que ése era el Club Social fundado en 1910.

—Acá no cualquiera puede entrar —dijo Bravo—, pero vos venís conmigo y sos mi invitado.

En toda sociedad cerrada hay un exterior y un interior, explicaba Bravo mientras subían las altas escaleras de mármol que copiaban otras altas escaleras de mármol de algunos otros edificios iguales en ciudades olvidadas.

—Mi trabajo como cronista social consiste en poner la marca alta y mantener separados a los que están de un lado y a los que están del otro. Mis lectores no pueden entrar y por eso leen el diario. Cómo se pasa de un lado, o, mejor, cómo se salta de un lado a otro, es lo que todos quieren aprender. El finado Durán, un mulato, un negro en realidad, porque acá en la provincia no hay mulatos, o sos negro o sos blanco. Bueno, él, negro y todo, al final pudo entrar.

Para ese entonces ellos también habían entrado en el salón. Bravo había ido saludando a los conocidos mientras cruzaban la barra del bar y se instalaban en una mesa a un costado, cerca de los ventanales que daban al jardín.

—Todos dicen ahora que Tony traía un montón de plata. Pero nadie pudo explicar para qué la había traído ni qué estaba esperando. Los norteamericanos pueden entrar la plata que quieran en este país sin declararla ni nada. Lo arreglaron los militares en la época del general Onganía —le dijo como si fuera una confesión personal—. Capital líquido, inversiones extranjeras, lo consideran legal. ¿En El Mundo, quién hace Economía?

—Ameztoy —dijo Renzi—. Según él, Perón está vendido a las empresas europeas.

Bravo lo miró asombrado.

—¿Europeas? —comentó—, pero eso es del tiempo de ñaupa. —Como todos en la provincia, se dio cuenta Renzi luego de sus conversaciones y entrevistas de ese día, usaba deliberadamente palabras arcaicas y fuera de uso para ser más auténticamente gente de campo—. Esa libertad de tráfico de divisas la pusieron los norteamericanos como condición de las inversiones y ahora sirve para traficar en negro con las cosechas.

—Y eso era lo que hacía Durán —dijo Renzi—. Traficar con plata.

—No sé, eso dicen. No me vayas a citar a mí como fuente, Emilio, yo soy la conciencia social del pueblo. Lo que yo digo es lo que todos piensan pero nadie declara. —Hizo una pausa—. Sólo el esnobismo permite sobrevivir en estos lugares. —Y explicó las razones por las que había sido aceptado en ese ambiente selecto.

Bravo parecía un viejo de treinta años; no es que hubiera envejecido, la vejez era parte de su vida, tenía la cara cruzada de cicatrices porque se había cortado el rostro en un accidente de auto. Había sido un excelente jugador juvenil de tenis, pero su carrera se había interrumpido luego de ganar un torneo juniors en el Law Tenis de Viña del Mar y no se había repuesto nunca de las expectativas frustradas. Tenía tanto talento natural para jugar al tenis que lo llamaban el Manco —como a Gardel lo llaman el Mudo— y, como todo hombre de talento natural, cuando perdió ese don —o ya no pudo emplearlo— quedó convertido en una especie de filósofo espontáneo que miraba el mundo con el escepticismo y la lucidez de Diógenes en el tacho de basura. No había hecho nada con el don que había recibido, salvo ganarle la final de ese torneo juvenil en Chile a Alexis Olmedo, el tenista peruano que años después iba a ganar en Wimbledon. Bravo tuvo que retirarse del circuito antes de entrar en él, por una extraña lesión en la mano derecha que le impidió jugar; así empezó su decadencia y su vejez. Volvió al pueblo y su padre, rematador de hacienda, le consiguió un puesto en el diario como cronista de Sociales porque todavía tenía el aura de haber jugado al tenis en los courts en una época en la que el deporte blanco era sólo practicado por las clases altas.

—Nadie puede imaginar —le dijo luego a Renzi cuando ya habían tomado varias copas y estaban en la etapa de las confesiones sinceras— lo que es tener talento para hacer algo y no poder hacerlo. O al menos imaginar que uno tiene talento para hacer algo y sin embargo no puede hacerlo.

—Ya sé —dijo Renzi—. Si se trata de eso, la mitad de mis amigos (y yo mismo) padecemos ese mal.

—No puedo jugar al tenis —se quejó Bravo.

—En general mis amigos tienen tanto talento que ni siquiera les hace falta hacer nada.

—Entiendo —dijo Bravo—. Mirá cómo serán de esnobs acá que a mí me consideran uno de ellos porque entrené con Rod Laver. —Se quedó quieto esperando la sonrisa de Renzi. Deliraba un poco, gracias al whisky gratis que le servían en el Club—. A veces, cuando preciso plata —dijo de pronto—, me voy a jugar a la paleta contra los paisanos que no me conocen y siempre les gano. No hay nada más diferente a una cancha de tenis que un frontón de paleta vasca, pero la clave sigue siendo ver la pelota y la vista no la he perdido y puedo jugar de zurda, con la mano atada. En Cañuelas le gané a Utge —dijo como si le hubiera ganado un concurso de poesía a William Shakespeare.

Después de una pausa le fue contando a Renzi, como si necesitara seguir con las confidencias, que a veces le parecía que sentía el sonido limpio de la pelota al rozar el fleje, pero hacía tanto tiempo de su experiencia en las canchas que tardaba en identificar el sonido que todavía lo emocionaba.

Renzi volvió a pensar que el tipo desvariaba un poco, pero estaba acostumbrado, porque era habitual el desvío hacia el delirio en los periodistas cuando hablaban para no decir nada. Confidencias personales y noticias falsas, ése era el género.

—No sabés los negocios que están haciendo los militares antes de irse… —dijo de pronto Bravo—, van a vender hasta los tanques de guerra. Acá están seguros de que Perón vuelve y que los soldados se van a los cuarteles. Y están haciendo todos los arreglos que pueden antes de que se dé vuelta la tortilla. Hablando de eso, ¿qué querés comer? Aquí hacen una tortilla a la española que no la vas a encontrar en Buenos Aires.

Bravo pidió más whisky, pero como Renzi tenía hambre aceptó la propuesta y pidió una tortilla de papas y una botella de vino.

—¿Qué vino prefiere el señor? —le dijo un mozo con cara de pájaro que lo miraba con una rara mezcla de distancia y desprecio.

—Tráigame una botella de Sauvignon Blanc —dijo Renzi—. Y un balde de hielo.

—Por supuesto, señor —dijo el mozo con los modales de un idiota que se creía hijo del conde Orloff.

Bravo prendió un cigarrillo y Renzi vio que le temblaba la mano derecha. La tenía un poco deformada, con una fea protuberancia en la muñeca. Le pareció que usaba la mano derecha como si se obligara a hacerlo, como si todavía estuviera en terapia de recuperación. Renzi imaginó las máquinas eléctricas con tientos y grampas metálicas donde se pone la mano para que se estiren los nervios y las articulaciones.

—¿Te imaginás lo que es hacer Sociales en un pueblo como éste? Te pasan las noticias por teléfono antes de que las cosas sucedan, si no les prometés que las vas a escribir, no hacen nada. Primero se aseguran la noticia y después vienen los hechos —le dijo Bravo—. En este club se arregla todo. Aquella del fondo, en la mesa redonda, es una de las hermanas Belladona.

Renzi vio a una muchacha pelirroja, alta y arrogante, que se inclinaba con gesto distraído a hablar con uno de esos hombres de cabeza muy chica, que tienen siempre algo siniestro, como si el cuerpo terminara en una cara de víbora. Era el fiscal. Renzi lo había visto en la televisión. La muchacha hablaba recostada contra el respaldo de la silla y tenía la palma de la mano izquierda apoyada entre los pechos como si quisiera abrigarse. Está sin corpiño, pensó Renzi, las mejores tetitas del campo argentino. La vio negar sin sonreír y anotar algo en un papel y después despedirse con un beso rápido y alejarse hacia las escaleras que llevaban a la planta baja con un paso seguro y seductor.

—Pasó hace tiempo —dijo Bravo, y empezó a contar—. Cueto tuvo una de las primeras Harley Davidson que entraron en la Argentina y cuando llegó con esa máquina al pueblo, Ada Belladona sólo quería que la llevara a pasear en moto. Salió con ella a dar una vuelta por la plaza y enseguida tuvieron un accidente. Ada se quebró una pierna y Cueto salió ileso. Siempre decía que para manejar una moto lo fundamental era saber caer. Tenía esa teoría. Los atletas, decía, deben primero aprender a caer. Le preguntó antes de subir y ella le dijo que sabía caer, pero la moto rozó uno de los canteros de la plaza y se arrastró como cincuenta metros sobre la pierna de la chica. Por casualidad no quedó inválida, la enyesaron desde la cadera hasta la punta de los dedos. Un trabajo de artistas, creo que encontraron a un escultor, Aldo Bianchi o uno de ésos, decía ella, y mostraba el yeso que terminaba en una especie de aleta. Tenía la forma estilizada de la cola de una sirena y se apoyaba ahí. Era increíble, tan delirante como Cueto, la chica, la enloquecía bailar, y una noche de verano fueron a Mar del Plata, a Gambrinus. ¿Qué te ha pasado, estás bien?, le preguntaban. Ella decía que se había aplastado la pierna andando a caballo. Se levantaba una y otra vez para bailar. Clavaba en el suelo la pierna blanca y nítida, con esa forma de cola de pescado, y el resto del cuerpo giraba alrededor del yeso, como si fuera el capitán Ahab[16].

Le gustó cómo contaba esa historia, era evidente que la había contado tantas veces que la había ido puliendo hasta dejarla lisa como un canto rodado. Claro que siempre se podía mejorar una historia, pensó Renzi distraído, mientras Bravo había pasado a otra cosa y retomaba las conjeturas sobre Durán. Pensaba que Tony se había acercado a las hermanas Belladona sólo para tener acceso al Club Social. Con ellas podía entrar, solo no lo hubieran dejado.

—Hubiese querido advertirle a Tony de que no viniera por acá —dijo Bravo. Usa el pluscuamperfecto del subjuntivo, pensó Renzi, tan cansado que se le aparecían ese tipo de ideas típicas de la época en que estaba en la Facultad y se ponía a analizar las formas gramaticales y la conjugación de los verbos. A veces no entendía lo que le estaban diciendo porque se distraía analizando la estructura sintáctica como si fuera un filólogo enardecido por los usos tergiversados del lenguaje. Ahora le sucedía cada vez menos, pero cuando estaba con una mujer, y le gustaba el modo que tenía de hablar, se la llevaba a la cama por el entusiasmo que le provocaba verla usar el pretérito perfecto del indicativo, como si la presencia del pasado en el presente justificara cualquier pasión. En este caso, se trataba sólo del cansancio y de la extrañeza que le producía estar en ese pueblo perdido, y cuando volvió a escuchar el ruido del bar se dio cuenta de que Bravo le estaba contando la historia de la familia Belladona, una historia que se parecía a cualquier historia de una familia argentina del campo, pero más intensa y más cruel.

—Estoy harto de esta basura —dijo de pronto Bravo, ya totalmente borracho—. Me quiero ir a la Capital… ¿Habrá laburo en El Mundo?

—No te lo recomiendo.

—Me voy a ir, seguro, no aguanto más acá. Y no tengo mucho tiempo.

—¿Por?

—Quiero estar en Buenos Aires cuando vuelva Perón…

—¿No me digas? —dijo Renzi, despierto de pronto.

—Claro… Va a ser un día histórico.

—No te hagas tantas ilusiones… —dijo Renzi, y pensó que Bravo quería ser como Fabrizio en La cartuja de Parma, que al enterarse del regreso de Napoleón se fue a París para ser protagonista de un hecho histórico y recibir al general. Y anduvo todo el día rodeado de jóvenes de una dulzura seductora, muy entusiastas, que a los pocos días, contaba Stendhal, le robaron toda la plata.

En ese momento vieron a Cueto que se les acercaba por el pasillo, con una sonrisita sobradora.

—¿Qué dicen las conciencias alquiladas de la patria…?

—Siéntese, doctor.

Cueto tenía el físico seco y fibroso, vagamente repulsivo, de los hombres mayores que hacen mucho deporte y se mantienen en una especie de patética juventud perpetua.

—Un minuto nomás —dijo Cueto.

—¿Conocés a Renzi?

—¿Escribís en La Opinión, vos?

—No… —dijo Renzi.

—Ah, entonces sos un fracasado… —Sonrió con aire cómplice y levantó la botella de vino del balde y se sirvió en una copa de agua que vació en el hielo. Después le ofreció a Renzi.

—No, mejor no sigo tomando.

—Nunca dejés de tomar cuando todavía seas capaz de pensar que es mejor que no bebas, como decía mi tía Amanda. —Paladeó el vino—. De primerísima —dijo—. El alcohol es uno de los pocos placeres simples que quedan en nuestra vida moderna. —Miraba todo el tiempo alrededor como buscando a algún conocido. Tenía algo extraño en el ojo izquierdo, una mirada azul y fija, que inquietó a Renzi—. Ayer salió una noticia increíble, claro que ustedes los periodistas nunca leen los diarios.

Dos guerrilleras habían matado a un conscripto[17] en una base aérea de Morón. Bajaron de un Peugeot, se acercaron sonriendo a la garita de guardia, llevaban una pistola calibre 45 escondida en la revista Siete Días, y cuando el colimba se resistió a entregarle su arma, lo mataron a tiros.

—Se resistió, mirá si se va a resistir, les habrá dicho: Chicas, ¿qué les pasa?, no me saquen el fusil que me mandan en cana… Se llamaba Luis Ángel Medina. Por ahí era correntino, andá a saber, un negrito, peleaban por él, ellas, por los negros del mundo, pero van y lo matan. —Volvió a servirse vino—. Están cocinadas, las dos, van a andar siempre juntas, a partir de ahora, ¿no? —dijo Cueto—. Escondidas, metidas en un embute, tomando mate, las troskas, en una quinta de Temperley…

—Bueno —dijo Renzi, tan furioso que empezó a hablar en un tono demasiado alto—, la desigualdad entre los hombres y las mujeres se termina cuando una mujer empuña un arma. —Y siguió, tratando de ser lo más pedante posible en medio de las brumas del alcohol—. El término nobilis o nobilitas en las sociedades tradicionales definía a la persona libre, ¿no? Y esa definición significa la capacidad de llevar armas. ¿Qué pasa si son las mujeres las que llevan las armas?

—Todos soldados —dijo Bravo—. Mirá qué bien. Soldados de Perón…

—No, ¡del Ejército Revolucionario del Pueblo! —dijo Cueto—. Ésos son los peores, primero matan al voleo y después se mandan un comunicado hablando de los pobres del mundo.

—La ética es como el amor —dijo Renzi—. Se vive en presente, las consecuencias no importan. Si uno piensa en el pasado es porque ya perdió la pasión…

—Tenés que escribir estas grandes verdades nocturnas.

—Claro —dijo Renzi—. El sacrificio más grande es acatar la segunda ética[18].

—¿Segunda ética? Demasiado para mí… Disculpen, señores periodistas, pero se me hace tarde… —dijo Cueto, y empezó a levantarse.

—Haría falta un asesino serial femenino —siguió Renzi—. No hay mujeres que maten hombres en serie, sin motivo, porque sí. Tendrían que aparecer.

—Por ahora, las mujeres sólo matan un marido por vez… —dijo Cueto, mirando la sala.

Ya se había desentendido de ellos, harto de esa sarta de abstracciones ridículas. Ellos dos seguían ahí, pero Cueto ya no estaba.

—Me voy, che —dijo entonces Renzi—, viajé de noche, estoy fundido.

Bravo lo acompañó unas cuadras por el pueblo en sombras y se detuvo en el borde de la plaza.

—Se estaba haciendo ver con Ada Belladona. No entiendo —dijo Renzi.

—La pretende, como se dice por acá… Fue el abogado de la fábrica, el abogado de la familia Belladona, en realidad… Cuando se armó el lío entre los hermanos se abrió y ahora es fiscal… va a llegar lejos.

—Mira de un modo raro.

—Tiene un ojo de vidrio, lo perdió jugando al polo… —Bravo subió al auto y se asomó por la ventanilla—. ¿Querías hacerlo picar? Mirá que es un tipo peligroso.

—Me vengo pasando tipos peligrosos por las pelotas desde que tengo memoria.

Bravo tocó la bocina en signo de saludo o de desaprobación, y arrancó hacia la ruta. Vivía en las afuera, en un barrio residencial, en lo alto de los cerros.

Renzi siguió solo, disfrutando el fresco de la noche. El camión de la municipalidad regaba la calle vacía, asentando el polvo. Había olor a tierra mojada, todo estaba tranquilo y en silencio. Muchas veces al viajar en un ómnibus de larga distancia había querido bajarse en un pueblo cualquiera en medio de la ruta y quedarse ahí. Ahora estaba en uno de esos pueblos y tenía una sensación extraña, como si hubiera dejado en suspenso su vida.

Pero su vida no estaba en suspenso. Cuando llegó al cuarto y empezó a desnudarse, sonó el teléfono. Era una llamada de Julia desde Buenos Aires.

—Terminala, Emilio —le dijo cuando él levantó el tubo—, todos me buscan a mí para preguntar por vos. ¿Dónde te metiste? Tuve que llamar al diario para localizarte y mirá la hora que es. Te llegó a casa una carta de tu hermano.

Mientras le explicaba que estaba trabajando en un pueblo piojoso de la provincia de Buenos Aires y que no podía pasar a buscar la carta, se dio cuenta de que Julia no le creía y lo dejaba colgado en medio de la charla y le cortaba la comunicación. Seguro pensaba que le estaba mintiendo, que se había escapado con alguna loca y se había metido en un hotel.

Varios amigos le habían dicho que ella decía que él se estaba hundiendo. Después de la muerte de su padre, sobre la que no quería abrir juicio, había decidido separarse de Julia pero no había cambiado la dirección y lo seguían buscando en la casa de su ex mujer. Le hubiera gustado ser como Swann, que al final descubre que se ha consumido por una mujer que no valía la pena. Pero seguía tan unido a Julia que seis meses después de haberla dejado le alcanzaba con escuchar su voz para sentirse perdido. Quería muchísimo más a Julia que a su padre, pero la comparación era ridícula. Por el momento estaba tratando de no establecer relaciones entre acontecimientos diferentes. Si conseguía mantener aisladas todas las cosas, estaba salvado.

Miró la plaza por la ventana. En la calle vio al perro que caminaba ladeado, dando pequeños saltos; se paró bajo la luz del farol de la esquina. Según Bravo, ése era el perro del comisario. Lo vio levantar la pata para mear y luego sacudirse la pelambre amarilla como si estuviera empapado. Renzi bajó la cortina y se acostó a dormir y soñó que asistía al entierro de Tony Durán en un cementerio de Newark. En realidad era el cementerio de Adrogué, pero estaba en Nueva Jersey y había viejas lápidas y tumbas cerca de la vereda del otro lado de una reja de hierro. Un grupo de mujeres y de mulatos lo despedían con solemnidad. Renzi se acercó a la fosa abierta en la tierra y vio bajar el cajón de plomo sellado que brillaba al sol. Tomó un terrón de tierra y lo arrojó a la tumba abierta.

—Pobre hijo de puta —dijo Renzi en el sueño.

Cuando se despertó no recordó el sueño pero recordaba que había soñado.