7

El comisario Croce manipula evidencias. Ése era el título catástrofe de El Pregón, al día siguiente. Y transcribía una información que no tendría que haberse hecho pública, referida a cuestiones de la investigación protegidas por el secreto del sumario. Fuentes acreditadas aseguran que el comisario Croce volvió al Hotel Plaza en horas de la noche, bajó al depósito de objetos perdidos, y salió de allí con unos bultos que pueden formar parte de la pesquisa. Cómo se había filtrado la noticia, por qué habían presentado los hechos de ese modo, eran cuestiones que ya no preocupaban a Croce. Declaraciones exclusivas del fiscal general Doctor Cueto, decía el diario. Una entrevista, fotos. El fiscal Cueto le estaba armando campañas de prensa desde el momento en que se hizo cargo de la fiscalía. Croce —según había escrito el escriba principal del diario, un tal Daniel Otamendi— era la bête noire de Cueto. Recién me entero de que tengo un rival tan interesado en mi persona, había comentado Croce.

No estaba interesado, sólo quería sacarlo del medio y sabía que la clave era recurrir al periodismo para desacreditarlo. Según el fiscal, Croce era un anacronismo. Cueto quería modernizar a la policía y trataba a Croce como si fuera un policía rural, un sargento a cargo de la partida. Tenía razón. El problema era que Croce resolvía todos los casos.

El comisario no se dejó intimidar por los titulares catastróficos del diario, pero estaba preocupado. La noticia del asesinato de un norteamericano en la provincia de Buenos Aires había tomado carácter nacional. Los periodistas se contagiaban y entonces, como una filtración de agua en el techo del rancho, empezaban a llover las novedades.

Esa misma mañana había llegado al pueblo, según decían, un periodista de Buenos Aires. Era el enviado especial del diario El Mundo, y bajó del ómnibus que venía de Mar del Plata con cara de dormido y fumando, vestido con una campera de cuero. Dio algunas vueltas y al final entró en el almacén de los Madariaga y pidió un café con leche con medialunas. Le impresionó el tazón blanco y redondo y la leche espumosa y las medialunas finitas, de grasa. Cuando alguien que no era de la zona llegaba al pueblo, se le hacía una suerte de vacío a su alrededor, como si todos lo estuvieran estudiando, así que desayunaba solo en un costado, cerca de la ventana enrejada que daba al patio. El joven parecía sorprendido y alarmado. Al menos daba esa sensación, porque se cambió dos veces de lugar y se lo vio conversar con uno de los parroquianos, que se inclinó y le hizo señas y le mostró el Hotel Plaza. Luego, desde la ventana del almacén se vio llegar el coche de la policía.

Croce y Saldías estacionaron el auto y bajaron a la calle, bordearon la plaza seguidos también ellos respetuosamente hasta la puerta de El Pregón por la misma pequeña corte de curiosos y de chicos que había llevado al forastero hasta el bar.

Todos esperaban un escándalo en el diario, pero el comisario entró tranquilo en la redacción, se sacó el sombrero, saludó a los empleados y se detuvo frente al escritorio de Thomas Alva Gregorius, el director miope que usaba una gorra tejida —las famosas gorras de lana Tomasito— porque se estaba quedando pelado y eso lo deprimía. Había nacido en Bulgaria, así que su castellano era muy imaginativo y escribía tan mal que sólo permanecía en el diario porque era el brazo derecho de Cueto, que lo manejaba como si fuera un muñeco.

El diario estaba en el primer piso del antiguo edificio de la Aduana Seca, una sala amplia, ocupada por la telefonista, la secretaria y dos redactores. Croce se acercó al escritorio de Gregorius.

—¿Quién le cuenta esos cuentos, a usted, che?

—Información confidencial, comisario. Lo vieron bajar al sótano y salir con unos bultos, es un hecho, y yo lo escribo —concluyó Gregorius.

—Necesito unas fotos del archivo del diario —dijo Croce.

Quería consultar los diarios de unas semanas atrás y Gregorius fue derecho a la mesa de la secretaria y lo autorizó. La secretaria miró al miope y éste la miró a ella desde sus anteojos de ocho dioptrías y le hizo un gesto de complicidad.

Croce se retiró hasta un mostrador en el fondo de la redacción y abrió los diarios hasta encontrar el que buscaba y observó con una lupa el detalle de una de las páginas. Era una foto de las cuadreras de Bolívar. Tal vez buscaba datos y confiaba en que una instantánea le permitiera ver lo que no había visto mientras estaba ahí. Nunca vemos lo que vemos, pensó. Después de un rato, se levantó y habló con Saldías.

—Fijate si conseguís el negativo de esta foto en el laboratorio. Hablá con Marquitos, él archiva todas las fotos que saca. Quiero el negativo para esta tarde. Hay que ampliarla. —Hizo un círculo con el dedo en una cara—. Doce por veinte.

En ese momento entró en el diario el periodista de Buenos Aires. Parecía medio dormido, pelo crespo, anteojos redondos. Desde las inundaciones grandes del 62 no había venido al pueblo ningún periodista de un diario de Buenos Aires. Se acercó al escritorio, habló con la secretaria y ésta lo mandó a la oficina del director. Gregorius lo esperaba en la puerta, con una sonrisa de simpatía.

—Ah, usted es el enviado de El Mundo —le dijo Gregorius, servicial—. Entonces usted es Renzi. Venga, pase. Siempre leo sus notas. Un honor…

Otro clásico chupamedias de pueblo, pensó Renzi.

—Sí, claro… qué tal, qué dice… Quería pedirle una máquina de escribir y la teletipo para mandar las notas, si se da el caso.

—Así que vino por la noticia.

—Estaba en Mar del Plata y me mandaron porque estaba cerca. Y en esta época del año está todo tan planchado. ¿Qué es lo que pasa?

—Mataron a un norteamericano. Fue un empleado del hotel. Está todo resuelto pero el comisario Croce es un empecinado y un loco y no se convence. Tenemos todo: el sospechoso, el móvil, los testigos, el muerto. Falta la confesión. El comisario ese de ahí —dijo Gregorius, y le hizo un gesto hacia la mesa donde Croce y Saldías miraban la foto del diario—. El comisario, digo, el otro es su ayudante, el principal Saldías.

Croce levantó la cara con la lupa en la mano y miró a Renzi. Una extraña llamarada de simpatía ardía en la cara flaca del comisario. Se miraron sin hablar y el comisario pareció atravesar a Renzi con la mirada, como si estuviera hecho de vidrio, para posarse, despectiva, en Gregorius.

—Che, Gregorio, necesito una ampliación de esta foto —dijo en voz alta—, se la dejo a Margarita.

A Renzi no le gustaba la policía, en eso era como todo el mundo, pero le gustó la cara y la forma de hablar, con la boca torcida, del comisario. Va derecho al grano, pensó, sin ir él mismo derecho al grano porque había usado una metáfora para decir que el comisario le había hablado al director del diario como si fuera un vecino un poco estúpido y la secretaria una amiga. Y es lo que eran, imaginó Renzi. Lo que son, sería mejor decir. Todos se conocen en estos pueblos… Cuando volvió a mirar, el comisario ya no estaba y la secretaria llevaba el diario abierto acompañada por Saldías.

—Entonces se puede instalar aquí, en mi escritorio, si va a escribir. Y la teletipo la tenemos al fondo, Dorita lo puede ayudar. Puede también usar el teléfono, si quiere, va a ser un gusto… —Hizo una pausa—. Si es posible, sólo le pido que nombre a nuestro pequeño periódico independiente El Pregón, estamos acá desde la época de la lucha contra el indio, lo fundó mi abuelo el diario, para mantener unidos a los productores agropecuarios. Le doy mi tarjeta.

—Sí, claro, gracias. Voy a mandar una nota esta noche para que llegue antes del cierre. Le uso el teléfono.

—Claro, claro —dijo Gregorius—. Metale tranquilo, nomás —dijo, y salió de la oficina.

Después de lidiar con la telefonista de larga distancia, Renzi se pudo comunicar al fin con la redacción en Buenos Aires.

—Qué hacés, Junior, soy Emilio, dame con Luna. Estoy aquí, un pueblo de mierda, ¿qué tal por ahí? ¿Alguna mina preguntó por mí? ¿Algún suicidio nuevo en la redacción?

—¿Recién llegaste?

—Te iba a llamar al bar, pero no sabés lo que es hablar por teléfono desde las provincias… Pero dame con Luna.

Después de una pausa y de una serie de crujidos y ruidos del viento contra el tejido de un gallinero, apareció la voz pesada del viejo Luna, el director del diario.

—Dale, pibe, mirá que estamos adelantados al resto. Salió algo en el Canal 7, pero podemos ganarle de mano a todo el mundo. La noticia no es el pueblo, la noticia es que mataron a un norteamericano.

—Puertorriqueño.

—Es la misma mierda. —Hizo una pausa y Renzi adivinó que estaba prendiendo un cigarrillo—. Parece que la embajada va a actuar, o el cónsul. Mirá si lo mató la guerrilla…

—No joda, don Luna.

—Fijate si podés inventar algo que sirva, está todo bajo el agua por aquí. Mandá una foto del muerto.

—Nadie sabe muy bien qué vino a hacer a este pueblo.

—Seguí esa pista —dijo Luna, pero como era su costumbre ya estaba en otra cosa, atendía diez asuntos al mismo tiempo y a todos les decía más o menos lo mismo—. Apurate, pibe, que se nos viene el cierre —gritó, y enseguida hubo un silencio raro, como un hueco, y Renzi se dio cuenta de que Luna había tapado la bocina del teléfono con el cuerpo y hablaba con alguien en la redacción. Por si lo estaba escuchando, se atajó.

—¿Y de dónde quiere que saque una foto? —Pero Luna ya le había colgado el teléfono.

En El Pregón todos estaban mirando un televisor instalado en una mesa rodante en un costado de la sala. El Canal 7 de la Capital había pedido conexión coaxial con el canal del pueblo y la información local iba a ser trasmitida a todo el país. En la pantalla cruzada de franjas grises que bajaban y subían circularmente se veía el frente del Hotel Plaza y al fiscal Cueto que entraba y salía, muy activo y sonriente. Explicaba y daba sus versiones. La cámara lo seguía hasta la esquina y desde ahí, luego de mirar a la pantalla de frente con una sonrisita de suficiencia, el fiscal había dado por cerrado el caso.

—Todo ha sido aclarado —dijo—. Pero hay una diferencia con la vieja policía encargada de la investigación. Se trata de una diferencia procesal que será resuelta en los tribunales. He pedido al juez de Olavarría que dicte la prisión preventiva del acusado y lo traslade al penal de Dolores.

El canal local retomó su programación y pasó a informar sobre los preparativos del partido de pato entre Civiles y Militares en la remonta de Pringles. Gregorius apagó el televisor y acompañó a Renzi hasta la puerta del diario.

El cronista del El Mundo se instaló en el Hotel Plaza, descansó un rato, y después se dedicó a recorrer el pueblo y a entrevistar a los vecinos. Nadie le contaba lo que todos sabían o lo que para todos era tan conocido que no necesitaba explicaciones. Lo miraban con sorna, como si fuera el único que no entendía lo que estaba pasando. Era una historia verdaderamente extraña, con aristas variadas y versiones múltiples. Igual que todas, pensó Renzi.

Al final de la tarde había recogido toda la información disponible y se preparó para escribir la crónica. Se instaló en su pieza del hotel y consultó sus notas, hizo una serie de diagramas y subrayó varias frases en su libreta negra. Después bajó al comedor y pidió una cerveza y un plato de papas fritas.

Eran más de las doce de la noche cuando volvió al local del diario del pueblo, golpeó con la mano abierta la persiana de hierro y se hizo abrir por don Moya, el sereno, que andaba siempre rengueando con un bamboleo medio ridículo porque lo tiró un caballo en el 52 y quedó chueco. Moya le fue prendiendo las luces de la redacción vacía y Renzi se sentó ante el escritorio de Gregorius y redactó la nota en una Remington que se saltaba la a.

La escribió de un saque, mirando los apuntes, tratando de que fuera lo que Luna llamaba una nota de color con gancho. Empezó con la descripción del pueblo porque se dio cuenta de que ése era el tema que iba a interesar en Buenos Aires, donde casi todos los lectores eran como él y pensaban que el campo era un lugar pacífico y aburrido, con paisanos con gorra de vasco, que sonríen como tarados y le dicen a todos que sí. Un mundo de gente campechana que se dedicaba a trabajar la tierra y eran leales a las tradiciones gauchas y a la amistad argentina. Ya se había dado cuenta de que todo eso era una farsa, en una tarde había escuchado mezquindades y violencias peores a las que podía imaginar. Circulaba la versión de que Durán era lo que llamaban un valijero, alguien que trae plata bajo cuerda para negociar las cosechas con empresas ficticias[15] y no pagar los impuestos. Todos le habían hablado del bolso con dólares que Croce había encontrado en el depósito de objetos perdidos del hotel y que seguramente era la pista para descifrar el crimen. Lo más interesante, desde luego, como pasa siempre en estos casos, era el muerto. Investigar a la víctima es la clave de toda investigación criminal, había escrito Renzi, y para eso tenían que interrogar a todos los que tenían trato o negocios con el finado. Renzi mantuvo el suspenso y centró el asunto en el extranjero que había llegado a ese lugar sin que nadie supiera del todo por qué. Aludió vagamente al romance con una de las hermanas de una de las familias principales del pueblo.

Las pesquisas empezaban por quienes podían tener motivo para matarlo. Y al rato se había dado cuenta de que todos en el pueblo tenían motivos y razones para matarlo. Las hermanas antes que nada, aunque según Renzi era raro pensar que ellas quisieran matarlo. Lo hubieran matado ellas mismas, según le declararon a este cronista varios vecinos del lugar. Y tienen razón porque acá, la verdad, dijo uno de los gerentes del hotel, las mujeres no encargan a nadie que les haga el trabajo, van y lo limpian. Al menos eso era lo que ha pasado siempre por aquí con los crímenes pasionales, le dijeron orgullosos, como quien defiende una gran tradición local.

Escribió que, según trascendidos, el principal sospechoso, un empleado del hotel de origen japonés, estaba detenido y que el comisario Croce había descubierto, en los sótanos del hotel, un bolso de cuero, color marrón, con casi cien mil dólares en billetes de cincuenta y de cien. Según parece, agregó Renzi, el sospechoso había bajado el bolsón con la plata desde la pieza en un montacargas usado en el pasado para subir la comida en los room service. Nada de esto había trascendido oficialmente, pero varias fuentes en el pueblo comentaban esos hechos. Hay que consignar, concluyó, que las versiones oficiales no aceptan ni rechazan esos dichos. El director del diario local (y aprovechó para citar a El Pregón) ha criticado el modo en que la investigación está siendo llevada adelante por las autoridades. Para quién era la plata y por qué no se la habían llevado del hotel y la habían dejado en un depósito de objetos perdidos eran las preguntas con las que se cerraba la nota.

Después corrigió las páginas con una birome roja que encontró en el escritorio y le dictó la nota por teléfono a la mecanógrafa del diario, repitiendo como un lorito todos los signos de puntuación, coma, punto, punto y seguido, dos puntos, punto y coma. La descripción del pueblo visto desde lo alto al llegar por la ruta abría la crónica, como si fuera la versión de un viajero que entraba en un territorio misterioso, y eso gustó porque le daba al pueblo una existencia concreta y por una vez el poblado dejaba de ser un apéndice de Rauch.

Al cruzar la sierra alta se ve abajo el pueblo en toda su extensión, desde la laguna que le da nombre hasta las residencias situadas sobre las lomas y las barrancas.

Fue una crónica breve, con el título de un spaghetti-western (que no era el que Renzi le había puesto a la nota), Asesinan a un yanqui en un pueblo del oeste, y que leyeron en el lugar al día siguiente, con los principales acontecimientos sintetizados en un orden ridículo (el hotel, el cadáver, la valija con la plata), como si después de una tarde de dar vueltas y hacer preguntas el periodista de Buenos Aires se hubiera dejado engañar por todos sus informantes.

Parecía nervioso o medio boleado, dijo Moya, y contó que después de escucharlo dictar la nota lo había acompañado hasta la puerta y vio que se iba al Club Social a tomar una copa, acompañado por Bravo, el cronista de Sociales, que apareció de golpe como si hubiera despertado al escuchar el ruido de la cortina metálica.

Sofía estuvo un rato silenciosa, mirando la luz de la tarde que decrecía en el jardín, y después retomó el ritmo un poco enloquecido de esa historia que había escuchado y repetido o imaginado muchas veces.

—Mi padre se hacía el aristócrata y por eso la buscó a mi madre, que es una Ibarguren… —dijo Sofía—. Mi padre se casó por amor con su primera mujer, Regina O’Connor, pero ella ya te dije que lo dejó y se fue con otro y mi padre nunca se recuperó, porque no podía concebir que lo abandonaran o que lo trataran con desprecio, y en el fondo siempre dudó que mi hermano fuera hijo suyo y lo trató como con la extrema deferencia con la que se trata a un bastardo, y, a diferencia de mi hermano Lucio, mi hermano Luca siempre fue hostil y esa hostilidad se convirtió en una especie de orgullo demoníaco, de convicción absoluta, porque cuando su madre lo abandonó y se fue del pueblo mi padre lo rescató y lo trajo de vuelta y desde entonces vivió con nosotros.

Renzi se levantó.

—Pero ¿de dónde lo rescató?

—Lo trajo a casa y lo crió sin que le importara de dónde venía.

—¿Y el director de teatro? ¿Era el padre, el posible padre? —dijo Renzi.

—No importa, porque su madre siempre dijo que Luca era hijo de mi padre, que se notaba a la legua. Por desgracia, decía Regina, es hijo de su padre, se ve enseguida que es un demente y un desesperado y si no fuera su hijo, decía su madre, no hubiera llegado a donde ha llegado, casi a matarse, a arruinarse la vida por una obsesión.

—Pero qué es, ¿un melodrama?

—Claro… ¿qué esperabas? Lo trajeron a casa y lo educaron como a todos nosotros pero nunca más vio a su madre… Ella al final se volvió a Dublín y vive ahí ahora y ya no quiere saber nada con nosotros, ni con este lugar, ni con sus hijos. La irlandesa. Mi padre tiene todavía su foto en el escritorio. Estaba fuera de lugar acá, esa mujer, como te imaginás, era demasiado arisca para convertirse en una madre argentina, andaba a caballo mejor que los gauchos pero odiaba el campo nuestro. «¿Qué shit se creen estos mierda?», decía… La culpa de todo es del campo, del tedio infinito del campo, todos dan vueltas como muertos-vivos por las calles vacías. La naturaleza sólo produce destrucción y caos, aísla a la gente, cada gaucho es un Robinson que cabalga por el campo como una sombra. Sólo pensamientos aislados, solitarios, livianos como alambre de enfardar, pesados como bolsas de maíz, nadie puede salir, todos atados al desierto, se largan a caballo a recorrer su propiedad, a ver si los postes del alambrado están sanos, si los animales siguen cerca de la aguada, si se viene la tormenta; al atardecer, cuando vuelven a las casas, están embrutecidos por el aburrimiento y el vacío. Mi hermano dice que todavía la escucha insultar en la noche y que a veces habla con ella y que siempre la está viendo. No podía seguir en este pueblo esa mujer. Cuando se fue embarazada, mi padre le hizo la vida imposible, no la dejaba ver a su otro hijo, decisión judicial, todos de acuerdo en castigarla. No la dejaba ver a Lucio, ella mandaba mensajes, ruegos, regalos, venía a la casa y mi padre la hacía echar por los peones y a veces le decía que lo esperara en la plaza y pasaba despacio en el auto y ella podía ver a su hijo que desde la ventanilla la miraba sin saludarla con ojos sorprendidos. —Hizo una pausa y fumó pensativa—. Ella embarazada de Luca (dos corazones en un mismo cuerpo, tuc tuc) y Lucio que la miraba por la ventanilla de atrás del auto, ¿podés creer? Al fin le dejó a los críos y se volvió a su país.

Me está haciendo el cuento, pensó Renzi, me está contando una fábula para engancharme.

—Cuando al fin ella se escapó para siempre de este damned country, como decía, se fue a vivir a Dublín, donde trabaja de maestra y de vez en cuando recibimos una carta siempre dirigida a sus hijos, escrita en un español cada vez más extraño sin que nunca nadie le haya contestado. Porque los dos hijos no le perdonaron que los hubiera abandonado y eso los unió a los dos hermanos en el mismo dolor. Ningún hijo puede perdonar a su madre que lo abandone. Los padres abandonan a los hijos sin problema, los dejan por ahí y no los vuelven a ver, pero las mujeres no pueden, está prohibido, por eso mi hermana y yo, si tenemos hijos, los vamos a abandonar. Nos van a saludar, paraditos en una plaza, los nenes, mientras nosotras pasamos en auto cada una con un amante distinto. ¿Qué tal?

Se detuvo, miró a Renzi con una sonrisa que le brillaba en los ojos y se sirvió más vino. Después volvió a la sala y tardó un rato largo y salió exaltada, los ojos brillosos, frotándose las encías con la lengua y haciendo equilibrio con dos platos con queso y aceitunas.

—En mi familia los hombres se vuelven locos cuando son padres. Mirá lo que le pasó a mi viejo: no pudo salir nunca de la duda. Sólo estaba seguro de la paternidad de mi hermano mayor y Lucio fue el único que cumplió con sus deseos salvo en su casamiento.

Recién en ese momento Renzi se dio cuenta de que ella iba adentro cada vez más seguido; entró en la sala y la vio inclinada sobre una mesa de vidrio.

—¿Qué tenés ahí? —dijo Renzi.

—Sal gruesa —le dijo ella, y le sonrió mientras se inclinaba con un billete de cien pesos enrollado en la nariz.

—Ah, mirá las chicas de pueblo. Dame una línea.