6

El comisario condujo el auto por el camino de afuera, paralelo a las vías del tren, y bordeó el pueblo hasta dejar atrás las calles y las casas y salir a la ruta. La noche era fresca, tranquila. Le gustaba manejar, podía dejarse ir, ver el campo al costado, las vacas pastando quietas, oír el rumor parejo del motor. Por el espejo veía la noche que se cerraba tras él, algunas luces en los ranchos lejanos. En el trayecto por la carretera vacía no había visto a nadie salvo un camión de hacienda que volvía de Venado Tuerto y que lo cruzó tocando bocina. Croce le hizo un guiño con las luces altas y pensó que seguramente el camionero lo había reconocido; por eso salió del asfalto y entró en un camino de tierra que desembocaba en la laguna. Cruzó despacio entre los sauces y estacionó cerca de la orilla; apagó el motor y dejó que las sombras y el rumor del agua lo tranquilizaran.

A lo lejos, en la línea del horizonte, como una sombra en la llanura, estaba el alto edificio de la fábrica con su faro intermitente que barría la noche; desde los techos una ráfaga de luz giraba alumbrando la pampa. Los cuatreros se guiaban por ese resplandor blanco cuando alzaban una tropilla antes del alba. Había habido quejas y demandas de los ganaderos de la zona. «No será por nosotros que los paisanos les roban los animales a estos mandrias», contestaba Luca Belladona, y el asunto no prosperaba.

Tal vez habían matado a Tony para cobrarse una deuda de juego. Pero nadie mataba por eso en esta región, de lo contrario la población del campo se habría extinguido hace años. A lo más que se había llegado era a incendiar los trigales, como hicieron los Dollans con el alemán Schultz, que había comprometido una cosecha al pase inglés y se negó a pagar y al final terminaron todos presos. Y no está bien visto que uno mate a alguien porque le debe plata. Esto no es Sicilia. ¿No era Sicilia? Se parecía a Sicilia porque todo se arreglaba en silencio, pueblos callados, caminos de tierra, capataces armados, gente peligrosa. Todo muy primitivo. La peonada por un lado, los patrones por el otro. ¿O no le había escuchado decir al presidente de la Sociedad Rural, anoche mismo, en el bar del hotel, que si venían otra vez las elecciones no habría problema? Subimos a los peones de las estancias a la camioneta y les decimos a quién tienen que votar. Siempre había sido así. ¿Y qué podía hacer un policía de pueblo? Croce se estaba quedando solo. Al comisario Laurenzi, su viejo amigo, lo habían pasado a retiro y vivía en el sur. Croce se acordaba de la última vez que habían estado juntos, en un bar, en La Plata. El país es grande, le había dicho Laurenzi. Usted ve campos cultivados, desiertos, ciudades, fábricas, pero el corazón secreto de la gente no lo comprende nunca. Y eso es asombroso porque somos policías. Nadie está en mejor posición para ver los extremos de la miseria y la locura. Se acordaba bien, la cara flaca, el pucho que le colgaba al costado de la boca, el bigote lacio. Al loco del comisario Treviranus lo habían trasladado de la Capital a Las Flores y al poco tiempo lo habían cesanteado como si él hubiera sido el culpable de la muerte de ese imbécil pesquisa amateur que se dedicó a buscar solo al asesino de Yarmolinski. Después estaba el comisario Leoni, tan amargado como todos, en la comisaría de Talpaqué. Croce lo había llamado por teléfono antes de salir porque le pareció que podía andar por ahí el asunto. Una corazonada nada más. Gente de la vieja época, todos peronistas que habían andado metidos en toda clase de líos, al pobre Leoni le habían fusilado un hijo. Somos pocos, se quedó pensando Croce, fumando frente a la laguna. El fiscal Cueto quiere meter a Yoshio en la cárcel y parar la investigación. Caso cerrado, todos quieren eso. Soy un dinosaurio, un sobreviviente, pensaba. Treviranus, Leoni, Laurenzi, Croce, a veces se juntaban en La Plata y se ponían a recordar los viejos tiempos. ¿Pero existían los viejos tiempos? De todos modos Croce no había perdido sus reflejos, ahora estaba seguro de que andaba en el buen camino. Iba a resolver otro caso al viejo estilo.

Fumaba a oscuras en el auto detenido, miraba la claridad que iluminaba a ratos el agua. La luz del faro parecía titilar, pero en realidad se movía en círculos; Croce vio de pronto una lechuza salir de su letargo y volar con un aleteo suave siguiendo esa blancura como si fuera el anuncio de la aurora. El búho de Minerva también se confunde y se pierde. No es que oyera voces, esas frases le llegaban como recuerdos. El ojo blanco de la noche. Una mente criminal superior. Sabía bien qué significaban pero no cómo le entraban en la cabeza. La cara marcada del general Grant era un mapa. Un trabajo verdaderamente científico. Grant, el carnicero, con el guante de cabritilla. Croce veía las olitas de la laguna disolverse entre los juncos de la orilla. En la quietud escuchó el croar de las ranas, el sonido metálico de los grillos; luego, en la cercanía, ladró un perro y luego otro y después otro; los ladridos se alejaron y se perdieron en los límites de la noche[14].

Estaba cansado pero su cansancio se le había convertido en una especie de lucidez insomne. Tenía que reconstruir una secuencia; pasar del orden cronológico de los hechos al orden lógico de los acontecimientos. Su memoria era un archivo y los recuerdos ardían como destellos en la noche cerrada. No podía olvidar nada que tuviera que ver con un caso hasta que lo resolvía. Luego todo se borraba pero, mientras, vivía obsesionado con los detalles que entraban y salían de su conciencia. Traía dos valijas. Llevaba un bolsón de cuero marrón en la mano. No había querido que nadie lo ayudara. Le mostraron el hotel enfrente. ¿Por qué estaba ese billete en el piso? ¿Por qué bajaron al sótano? Era lo que tenía. Y el hecho de que un hombre del tamaño de un gato hubiera entrado en el montacargas. Pensaba implacablemente, exasperándose, postergando siempre la deducción final. No hay que tratar de explicar lo que pasó, sólo hay que hacerlo comprensible. Primero tengo que entenderlo yo mismo.

El instinto —o, mejor, cierta percepción íntima que no llegaba a aflorar a la conciencia— le decía que estaba a punto de encontrar una salida. En todo caso decidió moverse; prendió el motor del auto y encendió los faros; unos sapos saltaron al agua y un bicho —¿un peludo, un cuis embarrado?— se quedó quieto en un claro, cerca de los sauces. Croce hizo retroceder el auto unos metros y luego tomó por una huella y salió a campo abierto. Bordeó la estancia de los Reynal y anduvo varias leguas al costado del alambrado, con los chimangos quietos sobre los postes y los animales pastando en la noche, hasta llegar al asfalto.

Se guiaba por la luz de la fábrica, ráfagas blancas en el cielo, y por la mole oscura del edificio en lo alto del cerro; el camino llevaba a la entrada de camiones y a los depósitos; los hermanos Belladona lo habían hecho asfaltar para agilizar el movimiento de los transportes que iban y venían desde la empresa a la ruta que llevaba a Córdoba y a la central de IKA-Renault. Pero la empresa se había venido abajo de la noche a la mañana, los hermanos habían arreglado la indemnización de los obreros de la planta después de turbulentas negociaciones con el sindicato de SMATA, y habían disminuido la producción casi a cero, acosados por las deudas, los pedidos de quiebra y las hipotecas. Hacía un año, después de la disolución de la sociedad y de la muerte de su hermano, que Luca se había encerrado en la fábrica, decidido a salir adelante, trabajando en sus inventos y en sus máquinas.

Croce desembocó en el parque industrial, una hilera de galpones y galerías sobre la playa de estacionamiento. La cerca de alambre tejido estaba caída en varios lugares y Croce cruzó con el auto por uno de los portones vencidos. El playón de cemento parecía abandonado; dos o tres faroles aislados iluminaban pobremente el lugar. Croce dejó el auto estacionado frente a unas vías, entre dos grúas; una pluma altísima se perfilaba en la penumbra como un animal prehistórico. Prefería entrar por los fondos, sabía que era difícil que le abrieran si iba por la puerta principal. Había luz en las ventanas de los pisos altos de la fábrica. Se acercó a una de las cortinas metálicas medio abiertas y la cruzó; salió a un pasillo que daba al taller central. Las grandes máquinas estaban quietas, varios autos a medio hacer seguían sobre los fosos en la línea de montaje; una alta pirámide de acero estriado, pintada de un rojo ladrillo, se alzaba en medio del galpón; al costado había un engranaje y una gran rueda dentada, con cadenas y poleas que llevaban pequeños vagones de carga al interior de la construcción de metal.

—Ave María Purísima —gritó Croce hacia los techos.

—Qué dice, comisario, ¿trae orden de allanamiento?

La voz alegre y tranquila venía desde lo alto. En la galería superior se asomó un hombre pesado, de casi dos metros, con la cara enrojecida y los ojos celestes; vestido con un delantal de cuero, una máscara de hierro con visera de cristal sobre el pecho y un soldador de acetileno en la mano. Parecía jovial y estaba contento de ver al comisario.

—Cómo andás, Gringo, pasaba… —dijo Croce—. Hace mucho que no venís a verme.

Luca bajó por un ascensor iluminado desde la planta alta y se acercó, limpiándose las manos y las muñecas con un trapo que olía a querosén. A Croce siempre lo emocionaba verlo porque lo recordaba antes de la tragedia que lo había transformado en un ermitaño.

—Nos acomodamos aquí —dijo Luca, y le mostró unos bancos y una mesa, al costado del taller, cerca de una hornalla de gas sobre una garrafa. Puso la pava a calentar y empezó a preparar unos mates…

—Como decía René Queneau, el amigo francés de la Peugeot, Ici, en la pampá, lorsqu’on boit de maté l’on devient… argentin.

—Me hace mal el mate —dijo Croce—, me jode el estómago…

—Que no se diga eso de un gaucho —se divertía Luca—. Tómese un cimarrón, comisario…

Croce sostuvo el mate y chupó tranquilo de la bombilla de lata. El agua amarga y caliente era una bendición.

—Los gauchos no comían asado… —dijo de pronto Croce—. Si no tenían dientes… Te los imaginás, siempre de a caballo, fumando tabaco negro, comiendo galleta, se quedaban enseguida sin dientes y ya no podían masticar la carne… Sólo comían lengua de vaca… y a veces ni eso.

—Vivían a mazamorra y a huevo de avestruz, los pobres paisanos…

—Muchos gauchos vegetarianos…

Daban vueltas, haciendo chistes, como siempre que se encontraban, hasta que de a poco la conversación se encauzó y Luca se fue poniendo serio. Tenía la absoluta convicción de que iba a tener éxito y empezó a hablar de sus proyectos, de las negociaciones con los inversionistas, de la resistencia de los rivales, que querían obligarlo a vender la planta. No explicaba quiénes eran los enemigos. Croce debía imaginarlos, le dijo, porque los conocía mejor que él mismo, eran los mismos malandras de siempre. Croce lo dejaba hablar porque lo conocía bien. Lo conozco como si fuera mi hijo. Sabía que estaba muy acorralado y que Luca peleaba solo y sin fuerza, necesitaba fondos, tenía contactos con el Brasil y con Chile, empresarios interesados en sus ideas quizá le adelantaran el dinero que necesitaba con urgencia extrema. Estaba acollarado por las deudas, sobre todo por el próximo vencimiento de la hipoteca. «Los bancos te sacan el paraguas cuando llueve», decía Luca. Nadie le había tirado una soga, no le habían dado una mano, ni en el pueblo, ni en el partido, ni en toda la provincia; querían ejecutar la hipoteca y rematarle la planta, ocupar el edificio, especular con la tierra. Eso querían. ¡Ah, viles! Tenía que pagar sus deudas con el dólar comprado en el mercado negro y vender lo que hacía con el dólar a precio oficial. Estaba solo en esta patriada y se le habían puesto enfrente los vecinos, los milicos y la runfla de canallas que lo rodeaban. Especuladores. Ellos le habían ganado la voluntad al finado, su hermano, eso era lo más triste, la espina que tenía clavada. Lucio era un ingenuo y había muerto por eso. De noche, a veces, en sueños, veía la destrucción llegar hasta los techos de las casas como en la inundación grande del 62. Él andaba a caballo, en pelo, en la creciente, enlazando lo que podía rescatar: muebles, animales, féretros, santos de las iglesias. Eso había visto, y luego había visto venir un auto por los campos y tuvo la certeza de que era su hermano que venía otra vez a estar con él y a ayudarlo. Lo había visto clarito, manejando a lo loco, igual que siempre, meta y ponga y a los tumbos por la tierra arada. Se quedó quieto un momento con una sonrisa tranquila en la cara franca y luego en voz baja dijo que estaba seguro de que los mismos que lo perseguían a él eran los que habían liquidado a Durán.

—Me gustaría aclarar un asunto —dijo Croce—. Ustedes lo llamaron al hotel. —No parecía una pregunta y el Gringo se puso serio.

—Le pedimos a Rocha que le hablara.

—Ahá.

—Nos estaba buscando, decían…

—Pero no hablaron con él…

Como una sombra, apareció Rocha en la puerta de la galería. Menudo y muy flaco, tímido, con las gafas negras de soldador sobre la frente, fumaba mirando el piso. Era el gran técnico, el ayudante principal y el hombre de confianza de Luca y el único que parecía entender sus proyectos.

—Nadie atendió el teléfono —dijo Rocha—. Hablé primero con la telefonista, me pasó con el interno pero en la pieza no me contestaron.

—¿Y a qué hora fue?

Rocha se quedó pensativo, con el cigarrillo en los labios.

—No sé decirle… la una y media, las dos.

—¿Más cerca de las dos o de la una y media?

—De la una y media, creo, ya habíamos comido y yo todavía no me había ido a dormir la siesta.

—Bien —dijo Croce, y miró a Luca—. ¿Y vos nunca lo viste?

—No.

—Tu hermana dice…

—¿Cuál de las dos? —Lo miró, sonreía. Le hizo un gesto con la mano como quien espanta un bicho y se levantó para calentar el agua del mate.

Luca parecía inquieto, como si empezara a sentir que el comisario le era hostil y sospechaba de él.

—Dicen que Durán estaba en tratos con tu padre.

—No sé nada —lo cortó Luca—. Mejor se lo preguntan al Viejo…

Siguieron la conversación un rato más, pero Luca se había cerrado y ya casi no hablaba. Después se disculpó porque tenía que seguir trabajando y le pidió a Rocha que acompañara al comisario. Se acomodó la máscara de hierro en la cara y se alejó caminando a grandes pasos por el pasillo encristalado hacia los sótanos y los talleres.

Croce sabía que ésos eran los costos de su profesión. No podía dejar de formular todas las preguntas que podían ayudarlo a resolver el caso pero nadie podía hablar con él sin sentir que estaba siendo acusado. ¿Y lo estaba acusando? Siguió a Rocha hasta el estacionamiento y subió al auto con la certeza de que Luca sabía algo que no le había dicho. Manejó despacio por el playón hacia los portones de salida, pero entonces, inesperadamente, los reflectores de la fábrica se movieron, blancos y brillantes, capturando a Croce y reteniéndolo en su fulgor. El comisario se detuvo y la luz se detuvo también, encandilándolo. Estuvo quieto en medio de la claridad un momento interminable hasta que los faros se apagaron y el auto de Croce se alejó despacio hacia el camino. En la oscuridad de la noche, con las luces altas alumbrando el campo, Croce se daba cuenta de la aterradora intensidad de la obsesión de Luca. Volvió a ver el gesto de la mano en el aire, como quien se saca un bicho de la cara, una alimaña que no se podía ver. Necesitaba plata, ¿cuánta plata? Llevaba un bolsón de cuero marrón en la mano.

Decidió entrar en el pueblo por la calle principal, pero, antes de llegar a la estación, se desvió hacia los corrales y estacionó el auto en el callejón que desembocaba en los fondos del hotel. Prendió un cigarro y fumó tratando de calmarse. La noche estaba tranquila, sólo se veían encendidos los faroles de la plaza e iluminadas algunas ventanas en la parte alta del hotel.

¿Estaría abierta la entrada de servicio? Veía la puerta estrecha, la reja y la escalera que daba al sótano por donde bajaban la mercadería. Eran casi las doce. Cuando bajó del auto lo reanimó el aire fresco de la noche. El callejón estaba oscuro. Prendió la linterna y fue siguiendo el rastro de la luz hasta llegar a la puerta. Usó la ganzúa que llevaba encima desde siempre y la cerradura se abrió con un chasquido.

Bajó por una escalera de hierro hasta el pasillo embaldosado y entró en la galería; cruzó frente a la centralita telefónica en sombras y encontró la puerta del depósito. Estaba abierta. Se detuvo ante a la mole desordenada de bultos y de objetos abandonados. ¿Dónde habrían escondido el bolso? Habrían entrado por la ventana guillotina y habrían mirado alrededor buscando dónde esconderlo. Croce imaginó que el asesino no conocía el lugar, que se movía rápido, que buscaba dónde dejar lo que llevaba. ¿Por qué?

El depósito era un subsuelo amplio de casi cincuenta metros de largo, con techos abovedados y piso de baldosas. Había sillas en un costado, cajas en otro, había camas, colchones, retratos. ¿Había un orden? Un orden secreto, casual. No debía ver sólo el contenido, sino la forma en que se organizaban los objetos. Había sillones, había lámparas, había valijas al fondo. ¿Dónde podía esconder el bolso alguien que acababa de subir en un montacargas apolillado? Al salir del pozo estaría medio encandilado, urgido por volver a subir —tirando de la roldana y de las sogas— al cuarto donde estaba el cadáver para salir por la puerta, como habían dicho los testigos. ¿Fue así? Seguía las imágenes que se le presentaban como un jugador que apuesta contra la banca y nunca sabe qué baraja viene pero apuesta como si lo supiera. Croce se sintió de pronto cansado y sin fuerzas. Una aguja en un pajar. Quizá la aguja ni siquiera estaba en el pajar. Y sin embargo tenía la extraña convicción de que iba a encontrar la huella. Tenía que pensar, seguir un orden, rastrear lo que buscaba en medio de la confusión de los objetos abandonados.