5

Yoshio estaba en el cubículo donde vivía, una suerte de desván que daba al patio interior del hotel, cerca del hueco de los ascensores. Pálido, los ojos llorosos, con un pañuelito bordado, de mujer, entre los dedos, menudo y flaco, parecido a un muñeco de porcelana. Cuando Croce y Saldías entraron se mantuvo en calma, como si la pena por la muerte de Durán fuera mayor que su desgracia personal. En una de las paredes de su cuarto había una foto de Tony medio desnudo en el balneario sobre la laguna. La había enmarcado y le había escrito una frase en japonés. Decía, le dijo a Croce, Somos como nuestros amigos nos ven. En otra pared había una foto del emperador Hirohito a caballo pasando revista a las tropas imperiales.

La idea de no caerle bien a alguien, de ser criticado o mal mirado, le resultaba insoportable. Ahí residía la cualidad de su trabajo. Los sirvientes sólo tienen, para sobrevivir, la aceptación de los demás. Yoshio estaba abrumado: iba a tener que irse del pueblo, no podía imaginar las consecuencias de lo que había pasado. ¿Qué quiere decir ser acusado de un crimen? ¿Cómo soportar que todos aseguren que uno es un criminal? Los testigos condenaban a Yoshio. Muchos de ellos eran sus amigos y actuaban de buena fe: lo habían visto, decían, a la hora del crimen, en el lugar del hecho. No había modo de justificarse, y justificarse era reconocerse culpable. Su dignidad había consistido en la discreción. Conocía el secreto de todos los pasajeros del hotel. Era el sereno nocturno. Pero esa discreción no servía para nada, porque no hay nada que salve a un sirviente de la sospecha cuando cae en desgracia. Debe ser invisible y la visibilidad es la mayor condena.

Yoshio hablaba castellano con lentitud y muchos giros populares porque su mundo era la radio. Exhibía con orgullo una radio portátil Spika, del tamaño de una mano, con una cubierta de cuero enrejado y un auricular que se podía colocar en la oreja para escuchar sin molestar a nadie. Era un nikkei: un argentino de origen japonés. Se sentía muy orgulloso, porque no quería que se pensara que sus compatriotas eran sólo floristas o tintoreros o dueños de bar con billares. La producción industrial japonesa estaba ganando terreno y sus máquinas pequeñas y perfectas (la cámara Yashica, el grabador Hitachi, las minimotos Yamaha estaban en la revista de la embajada que le enviaban al hotel y que mostraba con orgullo). Escuchaba siempre X8 Radio Sarandí, una emisora uruguaya donde pasaban todo el tiempo tangos de Gardel. Le gustaban los tangos como a todos los japoneses y a veces se lo escuchaba cantar Amores de estudiante mientras cruzaba los corredores vacíos del hotel imitando a Gardel pero con la l duplicada al cantar flores de un día son.

En el fondo del ropero encontraron dos bolitas de opio.

—No soy inocente —dijo— porque nadie es inocente. Tengo mis tropelías pero no las que se me atribuyen.

—Nadie te acusa… todavía —lo tuteó Croce, y Yoshio se dio cuenta de que desconfiaba, como todos, de él—. No te defiendas antes de tiempo. Decime qué hiciste hoy.

Se había levantado a las dos de la tarde, como siempre, había tomado el desayuno en su cuarto, como siempre, había hecho gimnasia, como siempre, había rezado.

—Como siempre —dijo Croce—. ¿Alguien te vio? ¿Alguien puede testificar por vos?

Nadie lo había visto, todos sabían que a esa hora él descansaba de su trabajo nocturno, pero nadie podía atestiguarlo; entonces Croce le preguntó cuándo había visto a Durán por última vez.

—Hoy no lo vide —se agauchó Yoshio al contestar—. En todo el santo día no lo había visto —rectificó—. Soy el sereno nocturno, soy sereno y vivo de noche y conozco los secretos de la vida de hotel y los que saben que sé me temen. Todos aquí saben que a la hora en la que mataron a Tony yo siempre duermo.

—¿Y qué temen, los que temen? —preguntó Croce.

—Los hijos pagan la culpa de los padres y la mía es tener ojos rasgados y piel amarilla —contestó—. Usted me va a condenar por eso, por ser el más extranjero de todos los extranjeros en este pueblo de extranjeros.

Croce le pegó un revés, imprevisto y muy violento, con la mano derecha, en la cara. Yoshio cerró los ojos y empezó a sangrar por la nariz, agraviado, sin quejarse.

—No te retobés. No me engañes —dijo Croce—. Anote que el sospechoso se golpeó con el batiente de la ventana.

Saldías, impresionado y nervioso, escribió unas líneas en su libreta. Yoshio, a punto de llorar, se secó la sangre con el pañuelito bordado.

—No he sido yo, comisario. No he sido ni nunca lo sería… —Yoshio estaba rígido, livido—. Yo… lo quería a él.

—No va a ser la primera vez que se mata por eso —dijo Croce.

—No, comisario. Muy amigo. Me distinguió con su confianza. Él era un caballero…

—Y por qué lo mataron entonces…

Croce se movía inquieto por el cuarto. Le dolía la mano. Había hecho lo que tenía que hacer, no estaba para tener lástima sino para interrogar a un criminal. A veces le daban accesos de furia que no podía controlar. La humildad de ese mucamo japonés lo exasperaba; después del cachetazo había reaccionado y ahora empezaba a dar su versión de los hechos.

Contó que Durán no estaba contento, el día antes había insinuado que pensaba irse, pero antes tenía asuntos que resolver. Estaba esperando algo. Yoshio no sabía qué era. Eso fue todo lo que declaró el japonés, que a su manera explicó lo que sabía, sin decir nada.

—Vas a necesitar un abogado, che —le dijo el comisario. Se quedó pensativo—. Mostrame las manos. —Yoshio lo miró sorprendido—. Ponelas así —dijo, y le puso las palmas hacia arriba—. Apretame el brazo. Fuerte. ¿Eso es fuerte para vos? —Yoshio lo miró confundido. El comisario le soltó las manos, que quedaron en el aire como flores muertas—. Vamos a trasladarlo a la comisaría —dijo Croce—. Va a haber lío, seguro, al sacarlo.

Y así fue, los vecinos se amontonaban en la entrada del hotel y en cuanto vieron a Yoshio empezaron a insultarlo y a gritarle «asesino» y a querer golpearlo.

El viejo Unzué le tiró una piedra que hirió a Yoshio en la frente y el loco Calesita empezó a dar vueltas y a gritar porquerías y la hermana de Souto se le vino encima y, apoyada en los brazos de Saldías, que intentaba cubrirlo, estiró la cara gris de odio y escupió al criminal en la cara.

—¡Asesino! —gritó la mujer con expresión impasible, como si recitara o estuviera dormida.

Croce y Saldías retrocedieron, resguardando a Yoshio, y entraron otra vez en el hotel y se refugiaron en la oficina del gerente.

En medio del lío apareció el fiscal Cueto, que calmó a los vecinos y dijo que iba a ocuparse de que se hiciera justicia. Era un hombre de unos cuarenta años, flaco y alto, aunque de lejos daba la sensación de ser contrahecho. Hubo un instante de calma y el fiscal entró en el hotel y fue a parlamentar con el comisario Croce.

—Qué dice la policía —dijo al entrar, y se acercó a Yoshio, que se puso de cara a la pared al verlo venir.

Tenía un modo sigiloso de moverse, a la vez violento y solapado, y denigraba por principio a todo el mundo. Sonrió con una mirada helada y juntó los dedos de la mano izquierda como si estuviera por preguntar algo.

—Y qué cuenta el manflorón del Ponja.

—No hay nada resuelto por ahora. Yoshio está detenido, vamos a trasladarlo a la comisaría con carácter de principal sospechoso. Eso no quiere decir que sea el culpable —explicó Croce.

Cueto lo miró con una falsa expresión de sorpresa y volvió a sonreír.

—Primero le da un poco de máquina y después hablamos… Una simple sugerencia procesal…

—Nuestra opinión está formada —dijo el comisario.

—La mía también, Croce. Y no le entiendo el plural.

—Estamos escribiendo el informe, mañana vamos a presentar los cargos y usted podrá proceder.

—¿Puede decirme —dijo Cueto hablándole a Saldías— por qué no investigaron a ese mulato no bien llegó, quién era, qué vino a hacer…? Ahora tenemos que aguantar este escándalo.

—No investigamos a la gente porque sí —contestó Croce.

—No hizo nada ilegal —se superpuso la voz de Saldías.

—Esto tenemos que averiguarlo. O sea que un tipo llega como un aparecido, se hospeda aquí y ustedes no saben nada. Muy raro.

Me está presionando, pensó Croce, porque sabe algo y quiere saber si también yo sé lo que él sabe y, mientras, quiere cerrar el caso con la conclusión de que fue un crimen sexual.

—Cualquier cosa que pase, Croce, quiero decirle, será responsabilidad suya —dijo Cueto, y salió a la calle a arengar a los que se amontonaban en la vereda.

Nunca lo llamaba comisario, como si no le reconociera el cargo. En realidad Cueto esperaba desde hacía meses la oportunidad de pasarlo a retiro pero no encontraba la forma. Quizá ahora las cosas cambiaran. Desde la calle llegaban gritos y voces airadas.

—Vamos a salir —dijo Croce—. Mirá si le voy a tener miedo a estos idiotas.

Salieron los tres y se detuvieron en la entrada del hotel.

—¡Asesino! ¡Japonés degenerado! ¡Justicia! —gritaban los paisanos amontonados en la puerta.

—Abran cancha y no hagan lío —dijo Croce, y bajó a la calle—. Al que se retobe, lo meto preso.

Los vecinos empezaron a retroceder a medida que ellos avanzaban. Yoshio se negó a taparse la cara. Caminaba, altivo y diminuto, muy pálido, mientras recibía los gritos y los insultos de los vecinos, que le habían abierto una especie de pasillo desde la puerta del hotel hasta el auto.

—Vecinos, estamos a punto de resolver el caso, pido paciencia —dijo el fiscal, que copó enseguida la parada.

—Nosotros nos ocupamos, jefe —dijo uno.

—¡Asesino! ¡Puto! —volvieron gritar.

Se empezaron a arrimar.

—Basta, che —dijo Croce, y sacó su arma—. Lo voy a llevar a la comisaría y se va a quedar ahí hasta que tenga un proceso.

—¡Todos corruptos! —gritó un borracho.

El director de El Pregón, el diario local, miope y siempre nervioso, se les acercó.

—Tenemos al culpable, comisario.

—No escriba lo que no sabe —dijo Croce.

—¿Usted me va a dictar lo que yo sé?

—Te voy a meter preso por violar el secreto del sumario.

—Violar ¿qué? No lo entiendo, comisario —dijo el miope—. Ésta es la tradicional tensión entre el periodismo y el poder —dijo hacia la multitud, para hacerse oír.

—La tradicional tradición de los periodistas pelotudos —dijo el comisario.

El director de El Pregón sonrió como si el insulto fuera un triunfo personal. La prensa no se iba a dejar intimidar.

Comisario fuera de las casillas, ése iba a ser el titular, seguro. ¿Qué querría decir «fuera de las casillas»? Croce se entretuvo un rato buscando una salida al asunto mientras Saldías aprovechó la confusión y subió al auto, y le hizo lugar atrás a Yoshio.

—Vamos, comisario —dijo.

Había un destacamento con un gendarme y a eso lo llamaban la comisaría, pero no era más que un rancho con una pieza al fondo para encerrar a los crotos que ponían en peligro los sembrados cuando prendían fuego para hacer mate al costado de los campos o carneaban ajeno en las estancias de la zona para hacerse un asadito.

Croce vivía en las piezas del fondo y esa noche —después de dejar a Yoshio encerrado en la celda de la comisaría con un gendarme en la puerta— salió al patio a tomar mate con Saldías, bajo la parra. La luz del candil iluminaba el patio de tierra y un costado de la casa.

La hipótesis de que un japonés silencioso y amable como una dama antigua hubiere matado a un puertorriqueño cazador de fortunas no entraba en la cabeza del comisario.

—Salvo que sea un crimen pasional.

—Pero en ese caso se hubiera quedado abrazado al cadáver.

Coincidieron en que si se hubiera dejado llevar por la furia o los celos no habría actuado como actuó. Habría salido del cuarto con el cuchillo en la mano o lo habrían encontrado sentado en el piso mirando al muerto con cara de espanto. Había visto muchos casos así. Emoción violenta no parecía.

—Demasiado sigiloso —dijo Croce—. Y demasiado visible.

—Faltó que se hiciera sacar una foto cuando lo mataba —acordó Saldías.

—Como si estuviera dormido o estuviera actuando.

La idea parecía golpear contra los tejidos exteriores del cerebro de Croce. Igual que un pájaro que intenta meterse en una jaula desde afuera. Se le escapaban a veces, aleteando, los pensamientos, y tenía que repetirlos en voz alta.

—Como si fuera un sonámbulo, un zombi —dijo.

Por una especie de instinto Croce comprendió que Yoshio había sido capturado en una trampa que no terminaba de entender. Habían caído sobre él una masa de hechos de los que no iba a poder liberarse jamás. No encontraron el arma, pero varios testigos directos lo habían visto entrar y salir de la pieza, caso cerrado.

La mente del comisario se había convertido en una gavilla de pensamientos locos que volaban demasiado rápido para que pudiera atraparlos. Como las alas de una paloma, aletearon fugaces por la jaula las incertidumbres de la culpa del japonés pero no el convencimiento de su inocencia.

—Por ejemplo ese billete. ¿Por qué estaba abajo?

—Se le cayó —le seguía el tren, Saldías.

—No creo. Lo dejaron a propósito.

Saldías lo miró sin entender pero, confiado en la capacidad de deducción de Croce, se quedó quieto, esperando.

Había más de cinco mil dólares en la pieza, pero nadie se los llevó. No fue un robo. Para que pensáramos que no había sido un robo. Croce empezó a pasearse mentalmente por el campo para poder aclararse las ideas. Los japoneses habían sido los monstruos en la Segunda Guerra pero luego habían sido un modelo de sirvientes serviciales y lacónicos. Había un prejuicio a su favor: los japoneses jamás cometen delitos; era entonces una excepción, un desvío. Se trataba de eso.

—Apenas el 0,1% de los crímenes en la Argentina son cometidos por japoneses —dijo al boleo Croce, y se quedó dormido. Soñó que andaba otra vez a caballo en pelo, como cuando era chico. Vio una liebre. ¿O era un pato en la laguna? En el aire, como un friso, vio una figura. Y luego en el horizonte vio un pato que se volvía un conejo. La imagen apareció clarísima en el sueño. Se despertó y siguió hablando como si retomara la conversación suspendida—. ¿Cuántos japoneses habrá en la provincia?

—En la provincia no sé, pero en la Argentina[10] —improvisó Saldías— sobre una población de 23 millones de habitantes hay unos 32.000 japoneses.

—Digamos que en la provincia hay 8.500, que en el partido hay 850. Pueden ser tintoreros, floristas, boxeadores de peso gallo, equilibristas. Habrá algún carterista de manos finitas, pero asesinos no hay…

—Son diminutos.

—Lo raro es que no escapó por la ventana guillotina. Lo vieron entrar y salir por la puerta del cuarto.

—Cierto —precisó, burocrático, Saldías—, no usó sus particularidades físicas para cometer el crimen.

Yoshio era bello, frágil, parecía hecho de porcelana. Y al lado de Durán, alto, mulato, eran una pareja realmente rara. ¿La belleza es un rasgo moral? Quizá, la gente bella tiene mejor carácter, es más sincera, todos confían en ellos, quieren tocarlos, verlos, incluso sienten el temblor de la perfección. Y además los dos eran demasiado distintos. Durán, con su acento del Caribe, que parecía estar siempre de fiesta. Y Yoshio lacónico, sigiloso, muy servicial. El mucamo perfecto.

—Viste las manitas de ese hombre. ¿Qué pulso ni qué corazón va a tener para clavar esa puñalada? Como si lo hubiera matado un robot.

—Un muñeco —dice Saldías.

—Un gaucho, hábil con el cuchillo.

Inmediatamente dedujo que el crimen había tenido un instigador. Es decir, descartada la hipótesis pasional, que hubiera resuelto el caso, tenía que haber otros implicados. Todos los crímenes son pasionales, dijo Croce, salvo los que se hacen por encargo. Hubo un llamado de la fábrica. Qué raro. Luca no habla nunca con nadie. Y menos por teléfono. No sale a la calle. Odia el campo, la quietud de la llanura, los gauchos dormidos, los patrones que viven sin hacer nada, mirando el horizonte bajo el alero de las casas, en la sombra de las galerías, tirándose a las chinitas en los galpones, entre las bolsas de maíz, jugando toda la noche al pase inglés. Los odia. Croce vio el alto edificio abandonado de la fábrica con su luz intermitente como si fuera una fortaleza vacía. La fortaleza vacía. No es que oyera voces, esas frases le llegaban como recuerdos. Lo conozco como si fuera mi hijo. Parecían frases escritas en la noche. Sabía bien qué querían decir pero no cómo entraban en su cabeza. La certidumbre no es un conocimiento, pensó, es la condición del conocimiento. La cara del general Grant parece un mapa. Un rastro en la tierra. Un trabajo verdaderamente científico. Grant, el carnicero, con el guante de cabritilla.

—Voy a dar una vuelta —dijo de pronto Croce, y Saldías lo miró un poco asustado—. Vos quedate y vigilá, no vaya a ser que esos mandrias hagan una barbaridad.

Luca había comprado un terreno que estaba afuera de los límites del pueblo, en el borde, en el desierto, un potrero, como decía su padre, y ahí empezó a levantar la fábrica, como si fuera una construcción soñada, es decir, imaginada en un sueño. La habían proyectado y discutido mientras trabajaban en el taller del fondo de la casa, que era del abuelo Bruno, y él los orientó, influido por sus lecturas europeas[11] y sus investigaciones en el diseño de la fábrica. Luca y Lucio usaban el taller como si fuera un laboratorio de entrenamiento técnico, ahí preparaban autos de carrera y ese hobby de los chicos ricos del pueblo fue su academia. Sofía parecía exaltada por su propia voz y por la cualidad de la leyenda.

—Mi padre tardó en darse cuenta… porque antes, cuando salían al campo con las máquinas agrícolas, estaba satisfecho, seguían la cosecha, pasaban largas temporadas en el campo, volvían renegridos, como indios, decía mi madre, felices de haber estado al aire libre durante meses, con las cosechadoras y las máquinas de enfardar, viviendo el choque de dos mundos antagónicos[12].

Su padre no se daba cuenta de que había llegado la peste, el fin de la arcadia, la pampa estaba cambiando para siempre, las maquinarias eran cada vez más complejas, los extranjeros compraban tierras, los estancieros mandaban sus ganancias a la isla de Manhattan («y a los paraísos financieros de la isla de Formosa»). El viejo quería que todo siguiera igual, el campo argentino, los gauchos de a caballo, aunque él también por supuesto había empezado a girar sus dividendos al exterior y a especular con sus inversiones, ninguno de los terratenientes era un caído del catre, tenían sus asesores, sus brokers, sus agentes de bolsa, iban a donde los llevaba el capital pero nunca dejaron de añorar la calma patricia, las tranquilas costumbres pastoriles, las relaciones paternales con la peonada.

—Mi padre siempre buscó que lo quisieran —dijo Sofía—, era despótico y arbitrario pero estaba orgulloso de sus hijos varones, ellos iban a perpetuar el apellido, como si el apellido tuviera algún sentido en sí mismo, pero así pensaba mi abuelo y después mi padre, querían que el apellido de la familia continuara, como si pertenecieran a la familia real inglesa, porque son así acá, se la creen, son todos gringos pata sucia, descendientes de los irlandeses y los vascos que vinieron a cavar zanjas, porque los paisanos ni en broma, sólo los extranjeros se arremangaban[13]. Había un inglés zanjiador —recitó ella como si cantara un bolero— que decía que era de Inca-la-perra. Ése debía ser un Harriot o un Heguy que andaba haciendo zanjas por el campo y ahora se hacen los aristócratas, juegan al polo en las estancias, con esos apellidos de campesinos irlandeses, de vascos rústicos. Aquí todos somos descendientes de gringos y más que nada en mi familia, pero piensan igual y quieren lo mismo. Mi abuelo el coronel, para empezar, alardeaba porque era del norte, de Piamonte, es de no creer, miraba con desprecio a los italianos del sur, que a su vez miraban con desprecio a los polacos y a los rusos.

El coronel había nacido en Pinerolo, cerca de Turín, en 1875, pero no sabía nada de sus padres ni de los padres de sus padres e incluso una versión decía que sus papeles eran falsos y que su verdadero nombre era Expósito y que Belladona era la palabra que había pronunciado el médico cuando su madre murió en un hospital de Turín teniéndolo en brazos. «¡Belladona, belladona!», había dicho el hombre como si fuera un réquiem. Y con ese nombre lo anotaron. El pequeño Belladona. Era hijo de sí mismo; el primer hombre sin padre, en la familia. Bruno lo llamaron porque era morocho, parecía africano. Nadie sabe cómo llegó, a los diez años, solo, con una valija, fue a parar a un internado para huérfanos de la Compañía de Jesús en Bernasconi, provincia de Buenos Aires. Inteligente, apasionado, se hizo seminarista y empezó a vivir como un asceta, dedicado al estudio y a la oración. Era capaz de ayunar y de permanecer en silencio días enteros, y a veces el sacristán lo sorprendía en la capilla rezando solo en la noche y se arrodillaba junto a él como si estuviera con un santo. Siempre fue un fanático, un poseído, un obstinado. Su descubrimiento de las ciencias naturales en las clases de física y de botánica y sus lecturas en la biblioteca del convento de las remotas obras prohibidas de la tradición darwiniana lo distrajeron de la teología y lo alejaron —provisoriamente— de Dios, según contaba él mismo.

Una tarde se presentó ante su confesor y expresó su deseo de abandonar el seminario para ingresar a la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales. ¿Podía un sacerdote ser ingeniero? Sólo de almas, le contestaron, y le negaron el permiso. Rechazó la prohibición y apeló a todas las instancias, pero luego de que el Jefe de la Compañía se negara a responder sus peticiones y a recibirlo, escribió cartas anónimas que dejaba en el reclinatorio frente al altar, hasta que al fin una tarde lluviosa de verano se fugó del convento donde había pasado la mitad de su vida. Tenía veinte años y con el poco dinero que había ahorrado alquiló una pieza en una pensión de la calle Medrano en Almagro. Su conocimiento del latín y de las lenguas europeas le permitió al principio sobrevivir como profesor secundario de idiomas en un colegio de varones de la calle Rivadavia.

Fue un alumno brillante de la carrera de Ingeniería, como si su verdadera formación hubiera sido la mecánica y las matemáticas y no el tomismo y la teología. Publicó una serie de notas sobre la influencia de las comunicaciones mecánicas en la civilización moderna y un estudio sobre el tendido de vías en la provincia de Buenos Aires, y antes de terminar la carrera fue contratado —en 1904— por los ingleses para dirigir las obras en los Ferrocarriles del Sur. Le encargaron la jefatura del ramal Rauch-Olavarría y la fundación del pueblo en el cruce de la vieja trocha angosta que venía del norte y la trocha inglesa que seguía hasta Zapala en el Patagonia.

—Mi hermano se crió con mi abuelo y aprendió todo de mi abuelo. Él también era huérfano o medio huérfano, porque su madre había abandonado, embarazada ya de Luca, a mi padre y también a su hijo mayor y se escapó con su amante. Las mujeres abandonan a sus hijos porque no soportan que se parezcan a sus padres —se reía Sofía—. ¿Quién quiere ser una madre cuando está caliente? —Fumaba y la brasa que ardía en la penumbra se parecía a su voz—. Mi padre vive aquí arriba y nos tiene con él y nosotros lo cuidamos porque sabemos que ha sido derrotado en toda la línea. Nunca se repuso de la decisión psicótica, según él, de esa mujer que lo abandonó cuando estaba embarazada y se fue con el director de una compañía de teatro que estaba desde hacía meses en el pueblo representando Hamlet (¿o sería Casa de muñecas?). A vivir con otro y a tener el hijo con otro. ¿De quién era ese hijo? Estaba obsesionado, mi padre, y se dedicó a hacerle la vida imposible a esa mujer. Una tarde salió a buscarla, ella se encerró en su auto y él empezó a golpear los vidrios y a insultarla a los gritos, en la plaza, con los vecinos regocijados y murmurando y haciendo gestos de aprobación. Entonces la irlandesa se fue del pueblo, abandonó a los dos hijos y borró sus huellas. Aquí las mujeres huyen, si pueden.

Luca fue criado como hijo legítimo y tratado igual que su hermano, pero nunca le perdonó, al que decía que era su padre, esa indulgencia.

—Mi hermano Luca siempre pensó que no era hijo de mi padre y se crió amparado por mi abuelo Bruno, lo seguía a todos lados, como un cachorro guacho… Pero no fue por eso que al final se enfrentó con mi padre, no fue por eso, y tampoco fue por eso que mataron a Tony.