Encontraron a Durán muerto en el piso de su cuarto en el hotel, con una cuchillada en el pecho. Lo descubrió la chica de la limpieza porque se oía sonar el teléfono del otro lado de la puerta cerrada, sin que nadie lo atendiera, y ella pensó que la pieza estaba vacía. Eran las dos de la tarde.
Croce estaba tomando un vermut con Saldías en el bar del hotel, así que no tuvo que moverse para empezar a investigar.
—Nadie debe salir de aquí —dijo Croce—. Vamos a tomarles declaración y después se pueden ir.
Los huéspedes ocasionales, los pasajeros y los pensionistas hablaban en voz baja, sentados en los sillones de cuero del salón o parados en grupos de tres o cuatro contra la pared. Saldías se había instalado ante una mesa en la oficina del gerente y los iba llamando por turno. Hizo una lista, anotó los datos personales, las direcciones, les preguntó en qué sitio preciso del hotel habían estado a las dos de la tarde; luego les informó que quedaban a disposición de la policía y podían ser convocados como testigos. Al final separó a los que habían estado cerca del lugar del hecho o tenían información directa y les pidió que esperaran en el comedor. El resto podía seguir con sus actividades hasta que pudieran necesitarlos.
—Hay cuatro que estaban en el momento del crimen cerca del cuarto de Durán y dicen haber visto a un sospechoso. Habrá que interrogarlos.
—Empezamos con ellos…
Saldías se dio cuenta de que Croce no quería subir a ver el cadáver. No le gustaba el aspecto de los muertos, esa extraña expresión de sorpresa y de horror. Había visto muchos, demasiados, en todas las posiciones y con las formas más raras de morir pero siempre con cara de espanto. Su ilusión era resolver el crimen sin tener que revisar el cuerpo del delito. Cadáveres sobran, hay muertos por todos lados, decía.
—Hay que subir —dijo Saldías, y repitió un argumento que Croce siempre usaba en esos casos—: Mejor ver todo antes de escuchar a los testigos.
—Cierto —dijo Croce.
La pieza era la mejor del hotel porque daba a la esquina y estaba aislada al fondo del pasillo. El cuerpo de Durán, vestido con un pantalón negro y camiseta blanca, estaba tendido en el piso sobre un charco de sangre. Parecía a punto de sonreír y tenía los ojos abiertos con una mirada a la vez helada y aterradora.
Croce y Saldías se pararon frente al cadáver con esa extraña complicidad que se establece entre dos hombres que miran juntos a un muerto.
—No hay que tocarlo —dijo Croce—. Pobre Cristo…
Le dio la espalda al cadáver y se puso a observar con cuidado el piso y los muebles. En la pieza, todo estaba en orden, a primera vista. El comisario se acercó a la ventana que daba a la plaza para ver qué se veía desde la calle y también qué se veía desde ahí si uno miraba hacia afuera. El asesino seguramente se había detenido al menos un instante para mirar por la ventana y ver si alguien podía observar lo que pasaba en el cuarto. O quizá había un cómplice abajo que le hizo una seña.
—Lo mataron cuando abrió la puerta.
—Lo empujaron —dijo Croce—, y ahí nomás lo madrugaron. Primero reconoció al que entraba y luego se sorprendió. —Se acercó al cadáver—. La puñalada fue muy profunda, muy exacta, como quien mata un ternero. Cuchillada criolla. De abajo hacia arriba, con el filo hacia adentro, entre las dos costillas. Cayó seco —dijo como si estuviera contando una película que hubiera visto esa tarde—. No hubo ruido. Sólo un quejido. Estoy seguro de que el asesino lo sostuvo para que no cayera de golpe. Poca sangre. Lo levantás al otro, como un saco de huesos, y cuando lo dejás en el suelo ya está muerto. Retacón el asesino —concluyó Croce. Por la herida, se veía que era un facón cualquiera, de los que usan los paisanos para comer asado. Un cuchillo arbolito como había miles en la provincia.
—Seguro tiraron el arma en la laguna. —El comisario hablaba, medio extraviado—. Hay muchos cuchillos en el fondo del río. De chico me zambullía y siempre encontraba alguno…
—¿Cuchillos?
—Cuchillos y muertos. Un cementerio. Suicidas, borrachos, indios, mujeres. Cadáveres y cadáveres bajo la laguna. Vi un viejo, un día, el pelo largo y blanco, le había seguido creciendo y parecía un tul en el agua transparente. —Se detuvo—. En el agua el cuerpo no se corrompe, la ropa sí, por eso los muertos flotan desnudos entre los yuyos. He visto muertos pálidos, de pie, con los ojos abiertos, como grandes peces blancos en un acuario.
¿Lo había visto o lo había soñado? Tenía de golpe esas visiones, Croce, y Saldías se daba cuenta de que el comisario ya estaba en otro lugar, durante un instante nomás, hablando con alguien que no estaba ahí, escuchando voces, masticando con furia el toscanito apagado.
—No muy lejos, allá, en la pesadilla del futuro, salen del agua —dijo enigmático, y sonrió, como si despertara.
Se miraron. Saldías lo estimaba y entendía que de pronto se perdiera en sus pensamientos. Era un momento, pero siempre volvía, como si tuviera narcolepsia psíquica. El cadáver de Durán, cada vez más blanco y más rígido, era como una estatua de yeso.
—Tape al finado —dijo Croce.
Saldías lo tapó con una sábana.
—Podían haberlo tirado en el campo para que se lo coman los caranchos, pero querían que yo lo viera. Lo dejaron a propósito. ¿Y por qué? —Miró otra vez el cuarto, como si lo viera por primera vez.
No había ningún otro signo de violencia salvo un cajón mal cerrado, del que sobresalía una corbata. Tal vez lo habían cerrado de golpe y al darse vuelta el asesino no vio la corbata. El comisario hizo el gesto de cerrar el cajón abierto con el cuerpo. Después se sentó en la cama y se dejó ir con la mirada perdida en la claraboya que daba al cielo.
Saldías hizo el inventario de lo que encontraron. Cinco mil dólares en una cartera, varios miles de pesos argentinos amontonados sobre la cómoda, junto a un reloj y un llavero, un atado de cigarrillos Kent, un encendedor Ronson, un paquete de Velo Rosado, un pasaporte norteamericano a nombre de Anthony Durán, nacido el 5 de febrero de 1940, en San Juan. Había un recorte de un periódico de Nueva York con los resultados de las grandes ligas, una carta en español escrita por una mujer[9], una foto con la imagen del líder nacionalista Albizu Campos hablando en un acto, con la bandera de Puerto Rico flameando atrás; la foto de un soldado con gafas redondas vestido con el uniforme de los Marines; había un libro de versos de Pales Matos, un long-play de salsa de Ismael Rivera dedicado a Mi amigo Tony D., había muchas camisas, muchos pares de zapatos, varios trajes, ninguna agenda, le iba diciendo Saldías al comisario.
—Lo que deja un muerto no es nada —dijo Croce.
Ése es el misterio de los crímenes, la sorpresa del que muere sin estar preparado. ¿Qué ha dejado sin hacer? ¿A quién ha visto por última vez? Siempre había que empezar la investigación por la víctima, era el primer rastro, la luz oscura.
En el baño no había nada especial, un frasco de Actemin, un frasco de Valium, una caja de Tylenol. En el canasto de mimbre de la ropa sucia encontraron una novela de Ben Benson, The Ninth Hour, un mapa del Automóvil Club con las rutas de la provincia de Buenos Aires, un corpiño de mujer, una bolsita de nylon con monedas norteamericanas.
Volvieron a la pieza; antes de que el cadáver fuera fotografiado y llevado a la morgue para la autopsia tenían que preparar un informe escrito. Tarea bastante ingrata que el comisario delegaba en su asistente.
Croce se paseaba de un lado a otro, observando a saltos, sin detenerse en ningún lugar, murmurando, como si pensara en voz alta, en una especie de susurro continuo. Está raro el aire, dijo. Coloreado, una especie de arco iris contra la luz del sol, un aire azul. ¿Qué era?
—¿Ves eso? —dijo con los ojos quietos en la claridad de la pieza.
Le mostró los rastros de un polvillo casi invisible que parecía flotar en el aire. Saldías tenía la impresión de que Croce veía las cosas a una velocidad inusual, como si estuviera medio segundo (media milésima de segundo) adelantado a los demás. Siguió la pista del polvito celeste —una bruma tenue movida por el sol, que Croce observaba como si fuera un rastro en la tierra— hasta llegar al fondo del cuarto. En la pared había un cuadrado de tela negra con arabescos amarillos, una especie de batik o tapiz pampa, todo muy pobre, no era un adorno, claro, tapaba algo. El viento de la ventana movía los bordes del tapiz.
Croce despegó el tejido con un cortapluma que tenía en el llavero y vio que ocultaba una ventana guillotina. La abrió fácilmente. Daba a una especie de pozo. Había una soga. Una roldana.
—El montacargas de servicio.
Saldías lo miró sin entender.
—Antes te servían de comer en la pieza, si querías. Llamabas y te la hacían subir por aquí.
Se asomaron por el hueco; entre las sogas, llegaba el rumor de las voces y el ruido del viento.
—¿Adónde da?
—A la cocina, y al sótano.
Movieron la soga por la roldana y levantaron la caja del pequeño montacargas hasta el borde.
—Muy chico —dijo Saldías—. Nadie va a entrar.
—No creas —dijo Croce—. A ver. —Y se volvió a asomar. Abajo se veía una luz tenue entre las telarañas y un piso de baldosas ajedrezadas al fondo.
—Vamos —dijo Croce—. Vení.
Bajaron por el ascensor hasta el subsuelo y luego por una escalera hasta un pasillo azul que llevaba a los sótanos. Ahí estaban las viejas cocinas ya clausuradas y la caldera. En un costado se abría una puerta que daba a una especie de desván con paredes de azulejos y una vieja heladera vacía. Al final del pasillo, en un recodo, atrás de una reja, estaba la centralita del teléfono. Del otro lado, una puerta de hierro medio abierta conectaba con el depósito de objetos perdidos y muebles viejos. El cuarto era amplio y alto, con un piso de baldosas negras y blancas; en la pared de atrás, una ventana, cerrada con una persiana de dos hojas, daba al montacargas que subía entre cables a los pisos superiores.
En el depósito, amontonados sin orden, estaban los restos del pasado de la vida en el hotel. Baúles, canastas de mimbre, valijas, recados, lienzos enrollados, marcos vacíos, relojes de pared, un almanaque de 1962 de la fábrica de los Belladona, un pizarrón, un jaulón para pájaros, máscaras de esgrima, una bicicleta sin la rueda delantera, lámparas, faroles, urnas electorales, una estatua de la Virgen María sin cabeza, un Cristo que seguía con la mirada, colchones arrollados, una máquina de cardar lana.
No había nada que llamara la atención. Salvo un billete de cincuenta dólares tirado en el piso en un costado.
Raro. Un billete nuevo. Croce lo guardó en un sobre transparente con las otras evidencias. Miró la fecha de emisión. Billete. Serie 1970.
—¿Y de quién es?
—De cualquiera —dijo Croce. Miró el billete de un lado y del otro como si buscara identificar al que se le había caído. ¿Sin querer? Pagaron algo y se les cayó. Quizá. Vio en el billete la cara del general Grant: the butcher, el borracho, un héroe, un criminal, inventó la táctica de la tierra arrasada, iba con el ejército del Norte y quemaba las ciudades, los sembrados, sólo entraba en batalla cuando tenía una superioridad de cinco a uno, después fusilaba a todos los prisioneros—. Ulysses Grant, el carnicero: mirá dónde terminó, en un billete tirado en el piso de un hotelito de morondanga. —Se quedó pensando con el sobre transparente en la mano. Se lo mostró a Saldías como si fuera un mapa—. ¿Ves? Ahora entiendo, m’hijo… Mejor dicho, me parece que ya sé lo que pasa. Vinieron a robarlo, bajaron por el montacargas, se dividieron la plata. ¿O la guardaron? Se les cayó el billete en el apuro.
—¿Bajaron? —dijo Saldías.
—O subieron —dijo Croce.
Croce volvió a asomarse al hueco del montacargas.
—A lo mejor sólo mandaron la plata y alguien la esperaba abajo.
Salieron por el pasillo azul; al costado, detrás de una mampara de vidrio y una reja, en el entrepiso, en una especie de celda, estaba la centralita telefónica.
Entrevistaron a la telefonista del hotel, la señorita Coca. Flaquita, pecosa, sabía todo de todos Coca Castro, era la persona mejor enterada de la región, la invitaban todo el tiempo a las casas para que contara lo que sabía. Se hacía rogar. Pero al final siempre iba con sus noticias y sus novedades. ¡Por eso se había quedado soltera! Sabía tanto que ningún hombre se le animaba. Una mujer que sabe asusta a los hombres, según decía Croce. Salía con los comisionistas y los viajantes y era muy amiga de las chicas jóvenes del pueblo.
Le preguntaron si había visto algo, si había visto entrar o salir a alguien. Pero no había visto a nadie ese día. Después buscaron datos sobre Durán.
—La treinta y tres es una de las tres piezas del hotel que tiene teléfono —aclaró la telefonista—. La pidió especialmente el señor Durán.
—¿Con quién hablaba?
—Pocas llamadas. Varias en inglés. Siempre desde Trenton, en Nueva Jersey, Estados Unidos. Pero yo no escucho las conversaciones de los huéspedes.
—Pero hoy cuando no contestaba, ¿quién llamó?, hacia las dos de la tarde. ¿Quién era?
—Una llamada local. De la fábrica.
—¿Era Luca Belladona?
—No sé, no aclaró. Pero era un hombre. Pidió con Durán, pero no sabía el número de habitación. Cuando no contestaron, me pidió que insistiera. Se quedó esperando, pero nadie lo atendió.
—¿Había llamado alguna vez antes?
—Durán lo había llamado un par de veces.
—¿Un par?
—Tengo el registro. Puede verlo.
La telefonista estaba nerviosa, todos en un caso de asesinato creen que les van a complicar la vida. Durán era un encanto, dos veces la había invitado a salir. Croce de inmediato pensó que Durán quería datos, por eso la invitó; la chica podía darle información. Ella se había negado por respeto a la familia Belladona.
—¿Te preguntó algo específico?
La chica pareció enroscarse, enrollarse, como un espíritu en la lámpara de Aladino del que sólo se veía una boca roja.
—Quería saber con quién hablaba Luca. Eso me preguntó. Pero yo no sabía nada.
—¿Llamó a la casa de las hermanas Belladona?
—Varias veces —dijo Coca—. Hablaba sobre todo con Ada.
—Vamos a llamarlas, quiero que vengan a reconocer el cadáver.
La telefonista marcó el número de la casa de los Belladona. Tenía la expresión satisfecha de alguien que es protagonista de una situación excepcional.
—Hola, sí, aquí Hotel Plaza —dijo—. Una comunicación para las señoritas Belladona.
Las hermanas llegaron al fin de la tarde, furtivas, como si en esa circunstancia hubieran decidido romper el tabú o la superstición que había impedido durante años que se las pudiera ver juntas en el pueblo. Las hermanas parecían una réplica, tan iguales que la simetría resultaba siniestra. Y Croce tenía con ellas una familiaridad que no dependía del simple trato en el pueblo.
—¿Quién les avisó?
—El fiscal Cueto me llamó por teléfono —dijo Ada.
Subieron a reconocer el cadáver. Tapado con la sábana blanca, en el piso, parecía un mueble. Saldías levantó la sábana, su cara tenía ahora una rictus irónico y estaba ya muy pálido y rígido. Ninguna de las dos dijo nada. No hacía falta decir nada: tenían que hacer el reconocimiento. Era él. Todo el mundo sabía que era él. Sofía le cerró los ojos y se alejó hacia la ventana. Ada parecía haber llorado o quizá era el polvo del pueblo sobre los ojos ardidos; miró distraída los objetos de la pieza, los cajones abiertos. Movía la pierna, nerviosa, en un gesto que no quería decir nada, como un resorte que se moviera en el aire. El comisario miró ese gesto, y sin querer pensó en Regina Belladona, la madre de Luca, el mismo movimiento de la pierna, como si el cuerpo —un punto del cuerpo— fuera el que acumula toda la desesperación. La grieta en una copa de cristal. Le llegaban de golpe esas frases extrañas, como si alguien se las dictara. Incluso la sensación de que le estaban dictando era —para él— una evidencia absoluta. Se distrajo y cuando volvió a la realidad escuchó hablar a Ada que parecía estar contestando una pregunta del escribiente. Algo referido a la llamada a la fábrica. No sabía que hubiera hablado con su hermano. Ninguna de las dos tenía noticias. Croce no les creyó, pero no insistió porque prefería dejar que sus intuiciones se revelaran cuando no hiciera falta comprobarlas. Sólo quiso saber algunos detalles sobre la visita de Tony a la casa.
—Fue a hablar con tu padre.
—Vino a casa porque mi padre quiso conocerlo.
—Se dijo algo sobre la herencia.
—Pueblo de mierda —dijo Ada con una sonrisa delicada—. Si todos saben que podemos repartir la herencia cuando queramos porque mi madre está impedida.
—Legalmente —dijo Sofía.
—En los últimos tiempos se lo veía mucho con Yoshio, saben los rumores que corren.
—No nos ocupamos de lo que hacen las personas cuando no están con nosotros.
—Y no nos importan los rumores —dijo Ada.
—Ni los chismes.
Como en un flash, Croce recordó una siesta de verano: las dos hermanas jugando con unos gatos recién nacidos. Tendrían cinco o seis años, las nenas. Los habían puesto en fila, los gatos se arrastraban por las baldosas entibiadas por el sol de la siesta, las nenas los acariciaban primero y después se los pasaban una a la otra, colgados de la cola. Un juego rápido, que se iba acelerando, a pesar del maullido lastimero de los gatos. Desde luego, desde el principio había descartado a las hermanas. Lo hubieran matado ellas directamente, no hubieran delegado en otro una cuestión tan personal. Los crímenes cometidos por mujeres, pensó Croce, son siempre personales, no le confían a nadie el trabajo. Saldías continuaba preguntando y tomando notas. Un llamado telefónico desde la fábrica. Para confirmar que estaba ahí. A la misma hora. Demasiada coincidencia.
—Ya conoce a mi hermano, comisario, es imposible que haya sido él quien llamó —dijo Sofía.
Ada dijo que no tenía noticias de su hermano, hacía tiempo que no veía a Luca. Estaban distanciados. Todo el mundo había dejado de verlo, había agregado después, vivía encerrado en la fábrica con sus inventos y sus sueños.
—¿Qué va a pasar? —pregunto Sofía.
—Nada —dijo Croce—. Lo vamos a mandar a la morgue.
Era extraño estar hablando en ese cuarto, con el muerto en el piso, con Saldías tomando notas y el comisario con aire cansado mirándolas con benevolencia.
—¿Podemos irnos? —preguntó Sofía.
—¿O somos sospechosas? —dijo Ada.
—Todos somos sospechosos —dijo Croce—. Mejor salgan por atrás y hagan el favor de no comentar lo que han visto aquí ni lo que hemos hablado.
—Desde luego —dijo Ada.
Cuando el comisario se ofreció a acompañarlas, se negaron, se iban solas, podía llamarlas a cualquier hora, si las necesitaba.
Croce se había sentado en la cama, parecía agobiado o distraído. Quiso ver las notas que había tomado Saldías y las estudió con calma.
—Bueno —dijo después—. Veamos qué dicen estos pajarracos.
Un estanciero de Sauce Viejo declaró que había escuchado un ruido de cadenas que venían del otro lado de la pared que daba a la pieza de Durán. Luego escuchó nítida una voz que decía en un susurro nervioso:
—Te lo compro y me pagás como puedas.
Las palabras se le quedaron grabadas porque le pareció que eran una amenaza o una burla. No podía identificar al que había hablado pero tenía una voz chillona, como fingida o de mujer.
—¿Fingida o de mujer?
—Como de mujer.
Uno de los viajantes, un tal Méndez, dijo que había visto a Yoshio rondar por el pasillo del hotel y agacharse a mirar por la cerradura de la puerta del cuarto de Durán.
—Raro —dijo Croce—. ¿Agachado?
—Contra la puerta.
—¿A mirar o a escuchar?
—Parecía espiar.
Un comisionista dijo que había visto a Yoshio entrar en el baño del pasillo a lavarse las manos. Iba vestido de negro con un pañuelo amarillo en el cuello y llevaba las mangas de la mano derecha levantadas hasta cerca del codo.
—¿Y usted qué hacía?
—Mis necesidades —dijo el comisionista—. Estaba de espaldas pero lo vi por el espejo.
Otro de los huéspedes, un rematador de Pergamino que paraba habitualmente en el hotel, dijo que hacia las dos de la tarde había visto a Yoshio salir del baño del piso tres y bajar agitado por la escalera sin esperar el ascensor. Una de las mucamas de limpieza dijo que a esa hora lo había visto salir del cuarto y cruzar el pasillo. Prono, el encargado de seguridad del hotel, un tipo alto y gordo que había sido boxeador profesional y que ahora se había refugiado en el pueblo buscando paz, acusó enseguida a Dazai.
—Fue el Japo —dijo con la voz nasal de un actor de película argentina de pistoleros—. Una pelea de maricas.
Los demás parecían coincidir con él y todos se habían apurado a testimoniar; al comisario le pareció rara tanta unanimidad. Algunos testigos incluso se habían creado problemas con su testimonio. Podían ser investigados, sus palabras debían ser corroboradas. El estanciero de Sauce Viejo, por ejemplo, un hombre de cara congestionada, tenía una amante en el pueblo, la viuda del viejo Corona, y su mujer —la del estanciero— estaba enferma en el hospital de Tapalqué. La mucama que dijo haber visto a Yoshio salir apurado de la pieza de Durán no pudo explicar qué hacía en el pasillo a esa hora cuando ya debía estar de franco.
Yoshio se había encerrado con llave en su cuarto, aterrado, según decían, y desesperado por la muerte de su amigo, y no respondía a los llamados.
—Déjenlo en paz hasta que lo necesite —dijo Croce—. No se va a escapar.
Sofía parecía furiosa y miró a Renzi con una sonrisa rara. Dijo que Tony estaba loco por Ada, quizá no enamorado, sólo caliente con ella, pero había venido al pueblo también por otros motivos. Las historias que se habían contado sobre el trío, sobre los juegos que habían hecho o habían imaginado, no tenían nada que ver con el crimen, eran fantasmas, fantasías de las que ella podía hablar con Emilio en otro lugar, si se daba el caso, porque no tenía nada que esconder, no iba a dejar que una gavilla de viejas resentidas le dijeran cómo tenía que vivir o con quién —«o con quiénes», dijo después— tenían que irse al catre ella y su hermana. Tampoco se iban a dejar atropellar por los chupacirios de un pueblo de provincia que salen de la iglesia para ir al prostíbulo de la Bizca —o viceversa.
La gente de campo vivía en dos realidades, con dos morales, en dos mundos, por un lado se vestían con ropa inglesa y andaban por el campo en la pick-up saludando a la peonada como si fueran señores feudales, y por otro lado se mezclaban en todos los chanchullos sucios y hacían negociados con los rematadores de ganado y con los exportadores de la Capital. Por eso cuando llegó Tony supieron que había otra partida en juego además de una historia sentimental. ¿Para qué iba a venir hasta aquí un norteamericano si no era para traer plata y hacer negocios?
—Y tenían razón —dijo Sofía, prendiendo un cigarrillo y fumando en silencio durante un rato, la brasa del cigarrillo brillando en la penumbra del atardecer—. Tony tenía un encargo y por eso nos fue a buscar y después anduvimos con él por los casinos de la costa, parando en hoteles de lujo o en piojosos moteles de la ruta, divirtiéndonos y viviendo la vida mientras se terminaba de arreglar el asunto que le habían encomendado.
—¿Un encargo? —dijo Renzi—. ¿Qué asunto? ¿Ya lo sabía cuando las buscó?
—Sí, sí —dijo ella—. En diciembre.
—En diciembre, no puede ser… ¿Cómo en diciembre? Si tu hermano…
—Habrá sido en enero, no importa eso, no importa, qué importa. Era un caballero, no hablaba de más y nunca nos mintió… sólo se negaba a comentar ciertos detalles… —dijo Sofía, y retomó su letanía, como si estuviera cantando, de chica, en el coro de la iglesia… Y Renzi tuvo un flash con esa imagen, la nenita pelirroja, en la iglesia, cantando en el coro, vestida de blanco…—. Para colmo, Tony era mulato, y eso que nos calentaba a mi hermana y a mí asustaba a los chacareros de la zona, ¿o no lo empezaron a llamar el Zambo, como mi padre le había vaticinado?
La muerte de Tony no se puede entender sin el costado oscuro de la historia familiar, sobre todo la historia de Luca, el hijo de otra madre, su medio hermano, estaba diciendo ella, y Renzi la detenía, «esperá, esperá…» y Sofía se irritaba y seguía adelante o volvía atrás para empezar la historia por otro lado.
—Cuando la fábrica se vino abajo, mi hermano no quiso transar. Ni siquiera habría que decir «no quiso», más bien no pudo, ni siquiera imaginó la posibilidad de abandonar o rendirse. ¿Te das cuenta? Imaginate un matemático que descubre que dos más dos son cinco y para que no crean que se ha vuelto loco tiene que adaptar, a su fórmula, todo el sistema matemático donde, por supuesto, dos más dos no son cinco, ni tres, y lo consigue. —Se sirvió otro vaso de vino y le puso hielo y se quedó quieta un momento, y después miró a Renzi, que parecía un gato, en el sillón—. Parecés un gato —dijo ella—, tirado en ese sillón, y te digo más —dijo después—, no fue así, no es tan abstracto, imaginate un campeón de natación que se ahoga. O mejor, pensá en un gran maratonista que va primero y que cuando está a quinientos metros de la meta le da un ataque, un calambre que lo paraliza, pero avanza igual porque no piensa, de ningún modo, abandonar, hasta que al fin, cuando pisa la raya, ya es de noche y no queda nadie en el estadio.
—Pero ¿qué estadio? —dice Renzi—. ¿Qué gato? No hagas más comparaciones, contá directo.
—No te apures, esperá, hay tiempo ¿no? —dijo, y se quedó un momento inmóvil, mirando la luz en la ventana del fondo, del otro lado del patio, entre los árboles—. Se dio cuenta —dijo después, como si volviera a escuchar en el aire una melodía— de que todos en el pueblo se habían confabulado para sacarlo del medio. Dos más dos, cinco, pensaba, pero nadie lo sabe. Y tenía razón.
—¿En qué tenía razón?
—Sí —dijo ella—. La herencia de su madre, ¿te das cuenta? —dijo, y lo miró—. Todo lo que tenemos lo heredamos, ésa es la maldición.
Está delirada, pensó Renzi, ella es la que está borracha, de qué habla.
—Nos pasamos la vida peleando por la herencia, primero mi abuelo, después mi padre y ahora nosotras. Recuerdo siempre los velorios, los parientes disputando en la funeraria del pueblo, las voces ahogadas, furiosas, que vienen del fondo, mientras se llora al muerto. Pasó con mi abuelo y con mi hermano Lucio, y va a pasar con mi padre y también con nosotras. El único que se mantuvo ajeno y no aceptó ningún legado y se hizo solo fue mi hermano Luca… Porque no hay nada que heredar, salvo la muerte y la tierra. Porque la tierra no debe cambiar de mano, la tierra es lo único que vale, dice siempre mi padre, y cuando mi hermano se negó a aceptar lo que era de él, empezaron los conflictos que llevaron a la muerte de Tony.