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La tarde del domingo era fresca y se veía a los paisanos que iban llegando de las chacras y las estancias de todo el partido y se instalaban en los bordes, contra el alambrado que dividía la pista de las casas. Habían tendido unas tablas sobre unos caballetes y vendían empanadas y servían ginebra y vino de uva chinche que se sube a la cabeza sólo con verlo. Ya habían prendido el fuego para el asado y se veía la fila de costillares clavados en la cruz y las achuras extendidas sobre una lona en el pasto. Había clima de fiesta y un rumor nervioso, electrizado, clásico en los preparativos de una carrera muy esperada. No se veían mujeres por ningún lado, sólo varones de todas las edades, chicos y viejos y hombres maduros y jóvenes, vestidos de domingo; con camisa bordada y chaleco de fantasía los peones; con campera de gamuza y pañuelo al cuello los estancieros; con jeans y pulóveres atados a la cintura los jóvenes del pueblo. Era una pequeña multitud que se movía en oleadas e iba de un lado al otro y enseguida empezaron a levantar las apuestas, los billetes en la mano, doblados entre los dedos o guardados en la vincha del sombrero.

Muchos forasteros habían llegado para ver la carrera y se juntaron al fondo de la pista, en la raya de llegada, cerca de la barranca. Se notaba que no eran de la zona por el modo de moverse, sigilosos, con el aire inquieto del que corre en cancha ajena. Por los altavoces de la empresa de anuncios del pueblo —Avisos, remates y ferias. La voz de todos— se pasaban música y noticias y se pidió un aplauso para el comisario Croce, que iba a ser el juez de raya de la carrera.

El comisario apareció vestido de traje y corbata, con sombrero de ala fina, acompañado por el escribiente Saldías, que lo seguía como una sombra. Sonaron unos aplausos dispersos.

—¡Viva el caballo del comisario! —gritó un borracho.

—No te hagas el vivo, Cholo, o te meto en el calabozo por desacato —le contestó el comisario, y el borracho tiró el sombrero al aire y volvió a gritar:

—¡Que viva la policía!

Y todos se largaron a reír y el clima se distendió. Muy formales, Croce y el escribiente midieron la distancia de la cancha a grandes pasos y luego colocaron dos cancheros al costado con un trapo rojo en la mano para que hicieran señas cuando todo estuviera listo.

Entonces, en una pausa de la música, se oyó un auto que venía a toda máquina por atrás del monte y se vio llegar a Durán, manejando el cupé descapotado del viejo Belladona, con las hermanas sentadas con él en el estrecho asiento de adelante, pelirrojas y bellas y con cara de haber dormido poco. Mientras Durán estacionaba el auto y ayudaba a bajar a las muchachas, el comisario se detuvo y se dio vuelta para verlos y después le comentó algo en voz baja a Saldías, que movió la cabeza con resignación. Era raro ver juntas a las hermanas, salvo en situaciones extraordinarias, y era extraordinario verlas porque eran las únicas mujeres en el lugar (salvo las doñas que vendían las empanadas).

Durán y las mellizas se ubicaron cerca de la largada, sentadas las chicas cada una en una sillita plegable de lona con él atrás, de pie, saludando a los conocidos y haciendo bromas sobre los forasteros que se habían arrinconado en la otra punta de la pista. Tony llevaba una camisa sport a cuadros gris, pantalones blancos de raya impecable, zapatos de gamuza de dos tonos. El pelo negro y tupido, peinado hacia atrás, brillaba con alguna crema o aceite especial que le daba forma. Las hermanas estaban muy sonrientes, las dos vestidas igual, con solera floreada y una cinta blanca en el pelo. Claro que si no hubieran sido las descendientes del dueño del pueblo, no habrían podido moverse con tanta calma entre los varones que daban vueltas y las miraban de soslayo, con una mezcla de respeto y de codicia. Durán los saludaba sonriendo y los paisanos se daban vuelta y se alejaban con aire distraído. Para mejor, enseguida las dos hermanas empezaron a apostar, sacando el dinero de una carterita de cuero, diminuta, que las dos llevaban colgada en el pecho. Sofía jugó mucha plata a las patas del caballo del pueblo y Ada hizo una parva con billetes de quinientos y de mil y la jugó toda al lujanero. Siempre era así, una contra la otra, como dos gatos metidos en una bolsa que luchan para quedar libres y escapar.

—Bueno, está bien —dijo Sofía, y subió la parada—. La que gana invita a cenar en el Náutico y la que pierda paga.

Durán se empezó a reír y les hizo una broma y se vio que se inclinaba entre las dos y le acomodaba el pelo a una de ellas, con un gesto cariñoso, un mechón rebelde atrás de la oreja.

Entonces todo se detuvo durante un instante interminable, el comisario inmóvil en medio de la cancha, los forasteros como dormidos, los peones mirando con atención exagerada la pista de arena, los estancieros con cara de disgusto o de sorpresa, quietos, rodeados por los capataces y los puesteros, los altoparlantes callados, el asador con una cuchilla en la mano mirando el fuego que ardía sobre las chapas, el loco Calesita dando vueltas cada vez más despacio hasta que se quedó quieto él también, moviéndose apenas en un balanceo circular que quería figurar la agitación de los toldos del tiovivo sacudidos por la brisa. (Y tiovivo era una palabra que Tony le había enseñado cuando se detenía a conversar con el loco del pueblo cada vez que lo encontraba dando vueltas por la plaza.) Fue un momento muy extraordinario, las dos hermanas y Tony Durán eran los únicos que parecían seguir con vida, hablaban en voz baja y se reían y él siguió acariciando el pelo a una de ellas, mientras la otra le tiraba de la manga del saco para que se inclinara a escuchar lo que tenía que decirle al oído. Pero si todo se había detenido era porque habían aparecido, del otro lado de la arboleda, el estanciero de Luján, el inglés Cooke, alto y pesado como un roble, y a su lado, bamboleándose al andar, con petulancia estudiada, la fusta bajo la axila, el jockey, chiquito, medio amarillo verdoso de tanto tomar mate, que miraba a todos los paisanos con desprecio porque había corrido en el hipódromo de La Plata y en San Isidro y era un profesional del turf. Había llegado la noticia de que le habían quitado la licencia porque pechó a un rival al salir de una curva en plena carrera y el caballo del otro rodó, matando feo al jinete, que quedó aplastado bajo el cuerpo del animal. Parece que estuvo preso, pero lo soltaron porque dijo que el caballo se había asustado al escuchar el silbato de un tren que en ese momento entraba en la estación de La Plata que está atrás del hipódromo. Dicen que era cruel y pendenciero, que estaba lleno de tretas y mañas, que debía dos muertes, que era un tipo altivo, chiquito y malo como un ají. Lo llamaban el Chino, porque había nacido en el departamento de Maldonado y era oriental, pero no parecía uruguayo, tan gallito y arrogante.

Al tordillo del tuerto Ledesma lo montaba el Monito Aguirre, un aprendiz que no tendría más de quince años y que parecía haber nacido arriba de un caballo. Boina negra, pañuelo al cuello, alpargatas, bombacha bataraza, rebenque de cabo grueso, el Monito, y enfrente, diminuto, el jockey vestido con chaquetilla de colores y breeches, la mano izquierda enguantada, los ojos despreciativos, dos rendijas malvadas en una máscara amarilla de yeso. Se miraron sin saludarse, el Chino con la fusta bajo la axila y la mano con el guante negro, parecida a una garra, y el Monito pateando piedras, como si quisiera limpiar el suelo, maniático, empecinado, porque ése era su modo de concentrarse antes de una carrera.

Cuando todo estuvo listo, se dispusieron a montar y el Monito se sacó las alpargatas y estribó descalzo, con el dedo gordo metido en la soga de la horquilla, a lo indio, mientras el Chino usaba estribo corto, bien arriba, a la inglesa, medio parado en el caballo, las dos riendas en la mano enguantada y la derecha acariciando la cabeza del animal mientras le hablaba al oído en una lengua lejana y gutural. Después los subieron, uno por vez, en una balanza de pesar maíz que estaba a ras del piso, y al Monito tuvieron que agregarle peso adicional porque, flaco como era, le sacaba como dos kilos al oriental.

Decidieron que la tenida iba a ser con partida en marcha, distancia de tres cuadras, trescientos metros escasos, desde la sombra que tiraban las casuarinas hasta el terraplén que daba sobre la barranca, cerca de la laguna. En la raya uno de los cancheros había tendido un hilo sisal pintado de amarillo que brillaba al sol como si fuera de oro. El comisario se instaló en la largada y les hizo un gesto con el sombrero para que se alistaran. Paró la música, se hizo otra vez el silencio, sólo se oía el murmullo de los que todavía tomaban las apuestas en voz baja.

Los parejeros largaron juntos al trote atrás de la arboleda y hubo una partida falsa y dos aprontes hechos para poner en línea otra vez a los caballos, que al final se vinieron desde el fondo en un galope liviano, sin sacarse ventaja, tomando cada vez más velocidad, prodigiosamente montados, hocico con hocico, y cuando estaban corriendo en la misma línea, el comisario golpeó las manos con fuerza y les gritó que la partida era buena y el tordillo pareció que saltaba hacia delante y enseguida le sacó una cabeza de ventaja al Chino, que cabalgaba tirado sobre las orejas del animal, sin tocarlo, con la fusta siempre en la axila, mientras el Monito venía a rebencazo limpio, meta y meta, los dos como una luz de ligeros.

Los gritos de aliento y los insultos hacían un coro que envolvía la pista y el Monito siguió siempre adelante hasta los doscientos metros, donde el Chino empezó a castigar al alazán y a acortar distancia y se vinieron cabeza a cabeza, y al cortar la cinta había un hocico de ventaja para el tordillo del Payo.

El Chino saltó del caballo, enfurecido, diciendo que lo habían perjudicado en la largada.

—La partida fue buena —dijo el comisario con voz tranquila—. Ganó el Mono, en la raya.

Se armó una revuelta y en medio de la confusión el Chino empezó a discutir con el Payo Ledesma. Primero lo insultó y después quiso pegarle, pero Ledesma, que era flaco y alto, le puso la mano en la cabeza y lo mantuvo a distancia mientras el Chino, furioso, largaba patadas y golpes sin poder tocarlo. Por fin el comisario intervino y pegó un grito y el Chino se calmó. Después se sacudió la ropa y miró a Croce.

—¿Cierto que el caballo es suyo? —dijo—. Nadie le gana aquí al caballo del comisario.

—Qué caballo del comisario ni qué niño muerto —dijo Croce—. Ustedes cuando pierden dicen que estaba arreglado y cuando ganan se olvidan de todo.

Todo el mundo estaba exaltado y discutiendo y las apuestas todavía no se habían pagado. Las hermanas se habían parado en las sillitas de lona para ver lo que pasaba y se sostenían del hombro de Durán, que estaba entre las dos y sonreía. El estanciero de Luján parecía muy tranquilo y tenía al caballo de la brida.

—Calma, Chino —le dijo al jockey, y luego se volvió hacia Ledesma—. La largada no fue clara. Mi caballo tenía el paso cambiado y usted —miró a Croce, que había prendido el toscano y fumaba furioso— vio eso, pero la dio por buena igual.

—¿Y por qué no avisó antes y dijo mala? —preguntó Ledesma.

—Porque soy un caballero. Si me la dan por perdida, allá ustedes, voy a pagar las apuestas, pero mi caballo sigue invicto.

—Yo no estoy de acuerdo —dijo el jockey—. Un caballo tiene honor y no acepta nunca una derrota injusta.

—Pero este muñequito está loco —dijo Ada con asombro y con admiración—. Es un empecinado.

Como si las hubiera escuchado a pesar de estar al fondo del campo, el Chino miró a las mellizas con descaro, primero a una y después a la otra, de arriba abajo, y se movió para quedar de frente a ellas, insolente y pretencioso. Ada levantó el pulgar y el índice, y formando la letra c le mostró una pequeña diferencia y le sonrió.

—A este gallito le falta cantar —dijo.

—Nunca estuve con un jockey —dijo Sofía.

El jockey las miró a las dos y les hizo una inclinación y después se alejó, con un bamboleo suave, como si tuviera una pierna más corta que la otra, la fusta en la axila, el cuerpito armonioso y envarado, y se acercó a la bomba que estaba al lado de la casa y se mojó la cabeza. Mientras bombeaba el agua miró al Monito, que se había sentado bajo un árbol.

—Me madrugaste —le dijo.

—Hablás de más —dijo el Monito, y los dos se encararon pero sin pasar a mayores, porque el Chino empezó a caminar de espaldas y se acercó al alazán y empezó a hablarle y a acariciarlo, como si buscara calmarlo cuando en realidad era él quien estaba nervioso.

—Voy a darla por buena entonces —dijo el estanciero de Luján—, pero yo no perdí. Que se paguen las apuestas, nomás. —Miró a Ledesma—. La corremos de nuevo cuando usted quiera, busque una cancha neutral. Hay carreras en Cañuelas, el mes que viene, si gusta.

—Se agradece —dijo Ledesma.

Pero no aceptó el desafío y nunca la volvieron a correr; dicen que las hermanas quisieron convencer al viejo Belladona de que comprara el caballo de Luján con el jockey incluido, porque querían hacer de nuevo la carrera, y que el viejo se negó, pero ésas son simples versiones y conjeturas.

Y entonces llegó marzo y las hermanas dejaron de ir a nadar a la pileta del Náutico y ahora Durán las esperaba en el bar del hotel o las dejaba en la salida del pueblo y después bordeaba la laguna y hacía una parada en el almacén de Madariaga para tomarse una ginebra. En ese tiempo ya se había desentendido de los caballos, como si hubiera sufrido una decepción o ya no necesitara el pretexto. Se hacía ver casi todas las noches en el bar del hotel, mantenía ese tono de confianza inmediata, de simpatía natural, pero, de a poco, se fue aislando. Ahí empezaron a cambiar las versiones sobre los motivos de su llegada al pueblo, dijeron que había visto o lo habían visto, que él había dicho o que alguien había dicho y bajaban la voz. Se lo veía errático, distraído y parecía sentirse más cómodo cuando estaba en compañía de Yoshio, que era a la vez su ayudante personal, su cicerone y su guía. El japonés lo conducía en una dirección inesperada que a nadie le gustaba del todo. Se bañaban desnudos en la laguna a la hora de la siesta. Y varias veces vieron a Yoshio que lo esperaba en la orilla con una toalla y le frotaba el cuerpo con energía antes de servirle la merienda en un mantel tendido bajo los sauces.

A veces salían a la madrugada y se iban a pescar a la laguna. Alquilaban un bote y veían salir el sol mientras tiraban la línea. Tony había nacido en una isla del Caribe y las lagunas que se encadenaban en el sur de la provincia, con sus cauces tranquilos y sus islotes donde pastaban las vacas, le daban risa. Pero le gustaba el paisaje vacío de la llanura que se veía desde el bote, más allá de la corriente mansa del agua que se desplazaba entre los juncos. Campos tendidos, pastos quemados por el sol y a veces algún ojo de agua entre las arboledas y los caminos.

Para ese entonces la leyenda hacía rato que había cambiado, él ya no era un donjuán, ya no era un cazador de fortunas que había venido atrás de unas herederas sudamericanas, era un viajante de nuevo tipo, un aventurero que traficaba plata sucia, un contrabandista neutro que pasaba dólares por las aduanas ayudado por su pasaporte norteamericano y su elegancia. Tenía doble personalidad, dos caras, doble fondo. Y no parecía posible estabilizar las versiones porque su posible vida secreta era siempre nueva y sorprendente. Un forastero seductor, extrovertido, que decía todo, y también un hombre misterioso, con su lado oscuro, que había sido capturado por los Belladona y en ese torbellino se había perdido.

Todo el pueblo colaboraba en ajustar y mejorar las versiones. Habían cambiado los motivos y el punto de vista, pero no el personaje; tampoco habían cambiado los acontecimientos, sólo el modo de mirarlos. No había hechos nuevos, sólo otras interpretaciones.

—Pero no fue por eso que lo mataron —dijo Madariaga, y volvió a observar por el espejo al comisario, que seguía paseando nervioso, con el rebenque en la mano, de un lado a otro del salón.

La última luz de la tarde de marzo entraba cortada por las rejas de la ventana y afuera el campo tendido se disolvía, como si fuera de agua, en el atardecer.

Desde el fin de la tarde hasta la medianoche estuvieron conversando, sentados en los sillones de mimbre de la galería que daba al jardín del fondo, y cada tanto Sofía Belladona se levantaba y entraba en la casa para renovar el hielo o traer otra botella de vino blanco, sin dejar de hablar desde la cocina, o al cruzar la puerta de vidrio, o cuando se apoyaba en el enrejado de la galería antes de volver a sentarse mostrando sus muslos tostados por el sol, sus pies calzados con sandalias blancas que dejaban ver las uñas pintadas de rojo —las piernas largas, los tobillos finos, los rodillas perfectas— a las que Emilio Renzi miraba encandilado, mientras seguía la voz grave e irónica de la muchacha que iba y venía en la tarde —igual que una música— hasta que él la interrumpía con sus comentarios o la detenía para anotar algunas palabras o alguna frase en su libreta negra, como alguien que en medio de la noche se despierta y prende la luz para registrar en cualquier papel un detalle del sueño que acaba de tener con la esperanza de recordarlo entero al día siguiente.

Muchas veces Sofía había comprobado que la historia de su familia era un patrimonio de todos en la zona —un cuento de misterio que el pueblo entero conocía y volvía a contar pero nunca lograba descifrar completamente— y no se preocupaba por las versiones y las alteraciones porque esas versiones formaban parte del mito que ella y su hermana, las Antígonas —¿o las Ifigenias?— de esa leyenda, no necesitaban aclarar —«rebajarse a aclarar», como decía—, pero ahora, en medio de la confusión, luego del crimen, era preciso, tal vez, intentar reconstruir —«o entender»— lo que había sucedido. Las historias familiares son parecidas, había dicho ella, los personajes se reproducen y se superponen —siempre hay un tío que es un tarambana, una enamorada que se queda soltera, hay siempre un loco, un ex alcohólico, un primo al que le gusta vestirse de mujer en las fiestas, un fracasado, un ganador, un suicida—, pero en este caso lo que complicaba las cosas era que la historia de la familia se superponía con la historia del pueblo.

—Lo fundó mi abuelo —dijo con desprecio—. No había nada aquí cuando él llegó, sólo la tierra pelada, los ingleses levantaron la estación de ferrocarril y lo pusieron a cargo.

Su abuelo había nacido en Italia y había estudiado ingeniería y era técnico en ferrocarriles, y cuando llegó a la Argentina lo trajeron al desierto y lo dejaron al frente de un ramal, una parada —un cruce de vías en realidad— en medio del campo.

—Y ahora a veces pienso —dijo después— que si mi abuelo se hubiera quedado en Turín, Tony no habría muerto. Incluso si nosotros no lo hubiéramos cruzado en Atlantic City o si él hubiera seguido viviendo con sus abuelos en Río Piedras, no lo habrían matado. ¿Cómo se llama eso?

—Se llama la vida —dijo Renzi.

—¡Plash![8] —dijo ella—. No seas cursi… ¿qué te pasa? Lo eligieron a él, lo mataron a él, el día justo, a la hora justa, no tenían muchas chances, ¿te das cuenta? No hay tantas oportunidades de matar a un hombre como ése.