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Ese día, en la claridad quieta del verano, vieron bajar a un forastero del tren expreso que seguía viaje al norte. Muy alto, de piel oscura, vestido como un dandy, con dos valijas grandes que dejó en el andén —y un bolso marrón, de cuero fino, que no quiso soltar de ningún modo cuando se acercaron los changadores—, sonrió, cegado por el sol, y saludó con una inclinación ceremoniosa, como si ése fuera el saludo habitual por aquí, y los chacareros y peones que conversaban bajo la sombra de las casuarinas le contestaron con un murmullo sorprendido y Tony —con su voz dulce y su lenguaje musical— miró al jefe de estación y le preguntó dónde había un buen hotel.

—Me puede caballero usted indicar un buen hotel por aquí.

—Ahí enfrente está el Plaza —le dijo el jefe, y le mostró el edificio blanco del otro lado de la calle.

Se anotó en el hotel como Anthony Durán, mostró el pasaporte norteamericano, los cheques de viajero y pagó un mes adelantado. Dijo que venía por negocios, quería hacer unas inversiones, estaba interesado en los caballos argentinos. Todos en el pueblo trataron de inferir qué tipo de negocio era el que había venido a hacer con caballos y pensaron que quizá iba a invertir en los haras de la zona. Dijo algo un poco evasivo sobre un jugador de polo de Miami que quería comprarle petisos de polo a los Heguy, y también habló de un criador de caballos de carrera en Mississippi que andaba buscando padrillos argentinos. Un tal Moore, que practicaba salto, había estado por aquí, según dijo, y se había convencido de la calidad de los caballos criados en las pampas. Ése fue el motivo que dio al llegar y unos días después empezó a visitar algunos corrales y a ver yeguas y potrillos en los potreros y en los campos.

Pareció nomás que había venido a comprar caballos y todos en el lugar —los rematadores de ganado, los consignatarios, los criadores y los estancieros— se interesaron pensando que podían sacar ventaja y los rumores se movían de un lado a otro como una manga de langostas.

—Tardamos —dijo Madariaga— en confirmar su historia con las hermanas Belladona.

Durán se había instalado en el hotel, en una pieza del tercer piso, la que daba a la plaza, y había pedido que le pusieran una radio (no un televisor, una radio) y preguntó si por la zona podía conseguir ron y frijoles, pero se acostumbró enseguida a la comida criolla que servían en el restaurante y a la ginebra Llave que le subían al cuarto a las cinco de la tarde.

Hablaba un español arcaico, lleno de modismos inesperados (chévere, cuál es la vaina, estoy en la brega) y de frases o palabras deslumbrantes en inglés o en español antiguo (obstinacy, winner, embeleco). A veces no se entendían las palabras o la construcción de las frases, pero su lenguaje era cálido y sereno. Y además pagaba copas a quien quisiera escucharlo. Ése fue su momento de mayor prestigio. Y así empezó a circular, a darse a conocer, a frecuentar los ambientes más variados y a hacerse amigo de los muchachos del pueblo fuera cual fuera su condición.

Estaba lleno de historias y de anécdotas sobre aquel raro mundo exterior que los de la zona sólo habían visto en el cine o en la tele. Venía de Nueva York, de una ciudad donde todas las ridículas jerarquías de un pueblo de la provincia de Buenos Aires no existían o no eran tan visibles. Parecía siempre contento y todos los que hablaban con él o se lo cruzaban por la calle se sentían importantes por el modo que tenía de escucharlos y de darles la razón. Así que a la semana de estar en el pueblo ya había establecido una corriente de calidez y simpatía y llegó a ser popular y conocido aun entre los hombres que nunca lo habían visto[3].

Porque se dedicó a convencer a los hombres, las mujeres siempre estuvieron de su lado y hablaban de él en los baños de damas de la confitería y en los salones del Club Social y en las interminables conversaciones telefónicas en los atardeceres de verano, y ellas fueron, desde luego, las que empezaron a decir que en realidad había venido por las hermanas Belladona.

Hasta que al fin, una tarde, lo vieron entrar, divertido y charlando, con una de las dos hermanas, con Ada, dicen, en el bar del Plaza. Se sentaron a una mesa en un rincón alejado y se pasaron la tarde hablando y riendo en voz baja. Fue una explosión, un alarde de alegría y de malicia. Esa noche mismo empezaron los comentarios en voz baja y las versiones subidas de tono.

Dijeron también que los habían visto entrar al fin de la noche en la posada de la ruta que iba a Rauch e incluso que lo recibían en una casita que las chicas tenían lejos del pueblo, en las inmediaciones de la fábrica cerrada que se alzaba como un monumento abandonado a unos diez kilómetros del pueblo.

Pero fueron habladurías, decires provincianos, versiones que sólo lograron hacer crecer su prestigio (y también el de las chicas).

Desde luego, como siempre, las hermanas Belladona habían sido las adelantadas, las precursoras de todo lo interesante que pasaba en el pueblo: habían sido las primeras en usar minifaldas, las primeras en no ponerse soutien, las primeras en fumar marihuana y tomar píldoras anticonceptivas. Como si las hermanas hubieran pensado que Durán era el hombre indicado para completar su educación. Una historia de iniciación, entonces, como en las novelas donde jóvenes arribistas conquistan a las duquesas frígidas. Ellas no eran frígidas ni eran duquesas pero él sí era un joven arribista, un Julien Sorel del Caribe, como dijo, erudito, Nelson Bravo, el redactor de Sociales del diario local.

Lo cierto es que fue en esa época cuando los hombres pasaron de observarlo con simpatía distante a tratarlo con ciega admiración y envidia bien intencionada.

—Venía con una de las hermanas muy tranquilo a tomarse una copita aquí porque al principio no lo dejaron (dicen) entrar en el Club Social. Los copetudos son de lo peor, quieren todo a escondidas. La gente sencilla, en cambio, es más liberal —dijo Madariaga, usando la palabra en su viejo sentido—. Si hacen algo, lo hacen a la luz del día. ¿O no convivió don Cosme con su hermana Margarita más de un año? ¿O no vivieron los dos hermanos Jáuregui con una mujer que habían sacado de un prostíbulo de Lobos? ¿O el viejo Andrade no se enredó con una criatura de quince años que estaba pupila en un convento de las monjas carmelitas?

—Seguro —dijo un paisano.

—Claro que si Durán hubiera sido un yanqui rubio, todo habría sido distinto —dijo Madariaga.

—Seguro —dijo el paisano.

—A Seguro lo llevaron preso —dijo Bravo, sentado al fondo, cerca de la ventana, mientras disolvía una cucharada de bicarbonato en un vaso de soda porque sufría acidez y estaba siempre amargado.

A Durán le gustaba la vida de hotel y se acostumbró a vivir de noche. Se paseaba por los pasillos vacíos mientras todos dormían; a veces conversaba con el conserje del turno de noche, que andaba a toda hora tanteando puertas y dormitaba en los sillones de cuero de la sala grande. Conversar es un decir, porque el conserje era un japonés que sonreía y decía que sí a todo, como si no entendiera el idioma. Era chiquito y pálido, engominado, vestido de traje y pajarita, muy servicial. Venía del campo, donde sus parientes tenían un vivero, y se llamaba Yoshio Dazai[4], pero todos en el hotel le decían el Japo. Parece que Yoshio fue para Durán la fuente principal de información. Fue él quien le contó la historia del pueblo y la verdadera historia de la fábrica abandonada de los Belladona. Muchos se preguntaban cómo había terminado el japonés viviendo de noche como un gato, alumbrando el tablero de las llaves con una linternita, mientras la familia cultivaba flores en una quinta de las afueras. Era amable y delicado, muy formal y muy amanerado. Silencioso, de mansos ojos rasgados, todos pensaban que el japonés se empolvaba el cutis y que tenía la debilidad de ponerse un poco de colorete, apenas un velo, en las mejillas, y que se sentía muy orgulloso de su pelo renegrido y lacio, que él mismo llamaba Ala de cuervo. Yoshio se aficionó o quedó tan deslumbrado por Durán que lo seguía a todos lados y parecía su mucamo personal.

A veces a la madrugada los dos bajaban a la calle, cruzaban entre los árboles y atravesaban el pueblo caminando por el medio de la calle hasta la estación; se sentaban en un banco, en el andén desierto, y miraban pasar el rápido de la madrugada. El tren no paraba nunca, pasaba como una luz por el pueblo y seguía para el sur hacia la Patagonia. Yoshio y Durán veían la cara de los pasajeros, recostados contra el vidrio iluminado de las ventanillas, como muertos en el cristal de la morgue.

Y fue Yoshio quien, un mediodía de principios de febrero, le entregó el sobre de las hermanas Belladona con la invitación a visitar la casa familiar. Le habían dibujado un plano en una hoja de cuaderno y con un círculo rojo le marcaron la ubicación de la mansión en la loma. Parece que lo invitaban a conocer al padre.

La casona de la familia estaba sobre la barranca, en la parte vieja del pueblo, en lo alto de las lomas desde las que se ven los montes, la laguna y la llanura gris e interminable. Durán se vistió con un traje blanco de lino y zapatos combinados, y a media tarde cruzó el pueblo y subió por el camino del alto hacia la casa.

Y lo hicieron entrar por la puerta de servicio.

Fue un error de la mucama, lo vio mulato y pensó que era un peón disfrazado…

Pasó por la cocina y luego de cruzar el cuarto de planchar y las piezas de los sirvientes llegó al salón que daba al parque donde lo esperaba el viejo Belladona, flaco y oscuro como un mono embalsamado, las piernas chuecas, los ojos achinados. Muy bien educado, Durán hizo las inclinaciones de rigor y se acercó a saludar al Viejo, con las formas de respeto que se usan habitualmente en el Caribe español. Pero eso no funciona en la provincia de Buenos Aires, porque aquí son los sirvientes quienes tratan de ese modo a los señores, ellos (decía Croce) son los únicos que mantienen las maneras aristocráticas de la colonia española que ya se han perdido en todos lados. Y eran los señores quienes le enseñaban a los criados los modales que ellos habían abandonado, como si hubieran depositado en esos hombres oscuros las maneras que ya no necesitaban.

Así que Durán actuó, sin darse cuenta, como un capataz de estancia, como un arrendatario o un puestero que se acerca, solemne y lento, a saludar al patrón.

Tony no entendía las relaciones y las jerarquías del pueblo. No entendía que había zonas —los senderos embaldosados en medio de la plaza, la vereda de la sombra en el bulevar, los bancos de adelante en la iglesia— a las que sólo iban los miembros de las viejas familias, que había lugares —el Club Social, los palcos del teatro, el restaurante del Jockey Club— a los que no se podía acceder aunque se tuviera plata.

¿Pero no tenía razón de desconfiar el viejo Belladona?, se preguntaban todos retóricamente. De desconfiar y de hacerle ver de entrada a ese forastero arrogante cuáles eran las reglas de su clase y de su casa. Seguramente el Viejo se había preguntado —y todos se hacían esa pregunta— cómo era posible que un mulato que decía venir de Nueva York apareciera en un lugar donde los últimos negros habían desaparecido cincuenta años antes o se habían disuelto hasta borrarse y formar parte del paisaje, y no explicara nunca claramente para qué había venido e insinuara que venía a cumplir una suerte de misión secreta. Algo se dijeron esa tarde, el Viejo y Tony, se supo después; parece que venía con un mensaje o un encargo, pero todo bajo cuerda.

El Viejo vivía en un amplio salón que parecía una cancha de paleta. Habían volteado las paredes para hacerle lugar, así que el Ingeniero podía moverse de un lado a otro, entre sus mesas y sus escritorios, hablando solo y espiando por la ventana el movimiento muerto de la calle del otro lado del parque.

—Lo van a llamar el Zambo a usted por aquí —le dijo el Viejo, y sonrió cáustico—. Había muchos negros en el Río de la Plata en la época de la colonia, formaron un batallón de pardos y morenos, muy decididos, pero los mataron a todos en las guerras de la independencia. Hubo incluso algunos gauchos negros, sirviendo en la frontera, pero al final todos se fueron a vivir con los indios. Hace unos años quedaban todavía negros en los montes, pero se fueron muriendo y ya no hay más. Me han dicho que hay muchos modos de diferenciar el color de la piel en el Caribe, pero aquí a los mulatos los llamamos zambos[5]. Me entiende, joven.

El viejo Belladona tenía setenta años, pero parecía tan remoto que podía decirle joven a todos los hombres del pueblo: había sobrevivido a las catástrofes, reinaba sobre los muertos, disolvía lo que tocaba, alejó de su lado a los varones de la familia y se quedó con sus hijas mientras los hijos se exiliaron diez kilómetros al sur, en la fábrica que levantaron en el camino a Rauch. Inmediatamente el Viejo le habló de la herencia, había dividido sus posesiones y había cedido la propiedad antes de morir y ése había sido un error y desde entonces sólo había habido guerras.

—Me quedé sin nada —dijo— y ellos empezaron a pelearse y casi se matan.

Las hijas, dijo, estaban aparte de ese conflicto pero sus hijos lo habían enfrentado como si se disputaran un reino. (No vuelvo más —había jurado Luca—. No piso más esta casa.)

—Algo cambió en esa época después de la visita y la charla —dijo Madariaga, sin dirigirse a nadie en particular y sin aclarar cuál había sido ese cambio.

Fue en esos días cuando empezaron a decir que era un valijero[6] que había traído plata —que no era de él— para comprar bajo cuerda la cosecha y no pagar los impuestos. Se decía que ése era el negocio que tenía con el viejo Belladona y que las hermanas habían sido sólo un pretexto.

Muy posible, era habitual, aunque los que traían y llevaban la plata en negro solían ser invisibles. Tipos con cara de bancarios que viajaban con una fortuna ajena en dólares para evitar la DGI. Se contaban muchas historias sobre las evasiones y el tráfico de divisas. Dónde las escondían, cómo las llevaban, a quiénes tenían que adornar, pero no es ésa la cuestión, no importa dónde llevan la plata, porque no se los puede descubrir si alguien no los denuncia. Y quién va a denunciarlos si todos están en el negocio: los chacareros, los estancieros, los rematadores, los que negocian la cosecha gruesa, los que aguantan el precio en los silos.

Madariaga volvió a mirar por el espejo al comisario, que se paseaba nervioso, con el rebenque en la mano, de un lado a otro del salón, hasta que se sentó ante una de las mesas y Saldías, su ayudante, pidió una jarra de vino y algo para comer mientras Croce seguía monologando como era su costumbre cuando buscaba resolver un crimen.

—Venía con plata —dijo Croce— y por eso lo mataron. Lo entusiasmaron con las cuadreras y el caballo de Luján.

—No hizo falta entusiasmarlo, ya venía entusiasmado de antes —se reía Madariaga.

Algunos dicen que le prepararon especialmente una cuadrera y quedó obsesionado. Mejor sería decir que esa carrera, que se venía preparando desde hacía meses, se aceleró para que Tony pudiera verla y hubo quienes vieron en eso la mano del destino.

Rápidamente Tony comprobó que había varias clases de caballos muy buenos en la provincia, básicamente eran de tres categorías: los petisos de polo, muy extraordinarios, que se crían sobre todo por la zona de Venado Tuerto; los purasangre criollos en los haras de la costa, y los parejeros de las cuadreras, que son muy rápidos, con gran pique, de aliento corto, muy nerviosos, acostumbrados a correr a dúo. No hay caballos iguales ni carreras como ésas en ningún otro lado del mundo.

Durán empezó entonces a conocer la historia de las cuadreras de la zona[7]. Enseguida se dio cuenta de que ahí se jugaba más plata que en el Derby de Kentucky. Los estancieros apuestan fuerte, los peones se juegan el sueldo. Las carreras se preparan con tiempo, la gente junta su plata para la ocasión. Hay caballos que tienen mucho prestigio, se sabe que han ganado tantas carreras en tales lugares y entonces se hace el desafío.

El caballo del pueblo era un tordillo del Payo Ledesma, muy buen caballo, que estaba retirado, como un boxeador que deja los guantes sin haber perdido. Hacía tiempo que lo venía desafiando un estanciero de Luján, que tenía un alazán invicto. Parece que al principio Ledesma no quería entrar pero al final se entusiasmó, copó la parada, como quien dice, y aceptó el desafío. Y ahí fue cuando alguno metió la mano para enganchar a Tony. El otro caballo, el de Luján, se llamaba Tácito y tenía una historia bastante rara. En realidad era un purasangre que se había lesionado y no podía correr más de trescientos metros. Había empezado en el hipódromo de La Plata y luego ganó la Polla de Potrillos y un sábado lluvioso, en la quinta carrera de San Isidro, tuvo un accidente. En una rodada se rompió la mano izquierda y quedó sentido. Era hijo de un hijo de Embrujo y lo pusieron en venta para cría, pero el jockey del caballo —y el cuidador— se hicieron cargo y lo cuidaron hasta que de a poco volvió a correr, sentido y todo. Parece que convencieron al estanciero de Luján para que lo comprara y en las cuadreras ganaba siempre. Ésa era la historia que se contaba y la verdad que el caballo era imponente, un colorado patas blancas, arisco y malo, que sólo se entendía con el jockey, que le hablaba como si fuera una persona.

Lo habían traído en un camión abierto y cuando lo soltaron en el potrero los paisanos lo miraban desde una distancia respetuosa. Un caballo de gran alzada, con la manta en el lomo y una sola pata vendada, brioso, arisco, que movía los ojos agrandados por el espanto o la rabia como un verdadero purasangre.

—Sí —dijo Madariaga—. El tordillo de Ledesma contra el invicto de Luján. Ahí pasó algo.