Meir y Fluria
Una brillante rendija de luz reveló a un hombre alto, de cabello oscuro, con ojos hundidos que nos atisbaban desde un rostro muy pálido. Llevaba un manto de seda castaña y la acostumbrada etiqueta amarilla en el pecho. Sus pómulos salientes parecían haber sido bruñidos, tan tensa estaba la piel.
—Se han ido por el momento —dijo el sheriff en tono familiar—. Déjanos entrar. Y preparaos tú y tu mujer para venir conmigo.
El hombre desapareció, y el sheriff y yo nos deslizamos en el interior de la casa.
Seguí al sheriff por una escalera estrecha muy iluminada y alfombrada hasta una hermosa sala, donde una mujer esbelta y elegante estaba sentada junto a una gran chimenea.
Dos sirvientas aguardaban entre las sombras.
El suelo estaba cubierto por ricas alfombras turcas, y de todas las paredes colgaban tapices, aunque éstos tenían sólo dibujos geométricos. Pero el mayor ornato de la sala era la mujer.
Era más joven que lady Margaret. Su cofia blanca y su tocado ocultaban sus cabellos por completo, y ponían de relieve una tez morena y unos hermosos ojos de un color castaño oscuro. Vestía un brial de un color rosa vivo, con mangas abotonadas, y debajo una camisa con bordados de hilo de oro. Calzaba zapatos fuertes, y vi su manto colgado del respaldo de la silla. Se había vestido y preparado para salir de la casa.
Había un gran estante para libros adosado a una de las paredes, abarrotado de volúmenes encuadernados en piel, y un amplio escritorio de madera sobre el que se amontonaban lo que parecía ser libros de cuentas y hojas de pergamino cubiertas de escritura. Unos pocos volúmenes de lomos oscuros estaban colocados a un lado. Y en otra pared vi lo que podía ser un mapa, pero quedaba demasiado lejos de la luz del fuego para que pudiera estar seguro.
El hogar era alto y el fuego muy vivo, y había sillas dispersas a su alrededor, de gruesa madera oscura tallada y con almohadones en el asiento. También se veían en la zona de sombra bancos dispuestos en filas, como si de vez en cuando vinieran aquí estudiantes.
La mujer se puso en pie de inmediato, y recogió su manto con capucha del respaldo de la silla. Habló en tono suave y tranquilo.
—¿Puedo ofreceros un poco de vino especiado caliente antes de marcharnos, señor sheriff?
El hombre parecía paralizado a la vista de los acontecimientos, como si no pudiera resolverse a actuar en un sentido u otro, y aquello le avergonzara. Era bien parecido desde cualquier punto de vista, y tenía unas manos finas y elegantes, y una profundidad soñadora en la mirada. Parecía infeliz. Casi desesperado. Me pareció imposible animarlo.
—Sé que es lo que se ha de hacer —dijo la mujer—. Me llevaréis al castillo por mi propia seguridad.
Me recordó a alguien que había conocido antes, pero no identifiqué a quién ni por qué razón, y tampoco tuve tiempo para hacerlo. Ella decía:
—Hemos hablado con los ancianos, con el Magister de la sinagoga. Hemos hablado con Isaac, y con sus hijos. Todos estamos de acuerdo. Meir escribirá a París, a sus primos de allí. Así conseguirá una carta de mi hija que verifique que está viva…
—No bastará —la interrumpió el sheriff—. Y es peligroso que Meir se quede aquí.
—¿Por qué decís eso? —preguntó ella—. Todo el mundo sabe que no se irá de Norwich sin mí.
—Es verdad —reflexionó el sheriff—. Muy bien.
—Y suscribirá la entrega de mil marcos de oro para el priorato de los dominicos.
El sheriff alzó las manos en señal de que lamentaba la situación, y asintió.
—Dejad que me quede aquí —dijo Meir con voz tranquila—. Debo escribir esas cartas y también hablar más de estas cosas con los demás.
—Correrás peligro —dijo el sheriff—. Cuanto antes consigas algo de dinero, incluso entre los judíos de la ciudad, mejor será para ti. Pero a veces el dinero no basta para detener estas cosas. Yo propongo que vayas a buscar a vuestra hija y vuelvas a traerla a casa.
Meir sacudió la cabeza.
—No quiero obligarla a viajar de nuevo con este tiempo —dijo, pero su voz era insegura y supe que no decía la verdad y se avergonzaba de ello—. Mil marcos de oro y cuantas deudas podamos condonar. Yo carezco de la habilidad de mi pueblo para comerciar con dinero —siguió diciendo—. Soy un hombre de estudios, como bien sabéis vos y saben vuestros hijos, señor sheriff. Pero puedo volver a hablar con todos los de aquí, y sin duda podremos llegar a una suma…
—Es probable —dijo el sheriff—. Pero hay algo que te pido antes de seguir protegiéndoos. Vuestro libro sagrado, ¿cuál es?
Meir, de piel ya de por sí clara, palideció aún más. Se acercó despacio al escritorio y tomó de allí un gran volumen encuadernado en cuero. Tenía unas letras hebreas profundamente grabadas en oro.
—La Torá —susurró. Miraba desolado al sheriff.
—Pon la mano en él y júrame que sois inocentes de toda culpa en este asunto.
Pareció que el hombre iba a perder el conocimiento. En sus ojos vi una luz remota, como si soñara y su sueño fuera una pesadilla. Pero no perdió el conocimiento, por supuesto.
Yo deseaba desesperadamente intervenir, pero ¿qué podía hacer? «Malaquías, ayúdalo».
Por fin, sosteniendo el pesado libro en su mano izquierda, Meir puso la derecha sobre la cubierta y, en voz baja y temblorosa, dijo:
—Juro que nunca en mi vida he hecho daño a ningún ser humano, y nunca lo haría a la hija de Fluria, Lea. Juro que no la he perjudicado en ningún aspecto, de ninguna manera, y que siempre la he tratado con el amor y la ternura que cabe esperar de un padrastro, y que ella está…, se ha ido de aquí.
Miró al sheriff.
Ahora el sheriff sabía que la niña había muerto.
Pero el sheriff hizo sólo una pequeña pausa, y luego asintió.
—Vamos, Fluria —dijo el sheriff. Se volvió a Meir—. Cuidaré de tu seguridad y de que tengas toda clase de comodidades. Haré que los soldados lo comenten por la ciudad. Yo mismo hablaré con los dominicos. ¡Hacedlo vos también! —Me miró a mí. Luego se dirigió de nuevo a Meir—. Consigue el dinero tan pronto como te sea posible. Condona las deudas en la medida de vuestras posibilidades. Será un duro esfuerzo para toda la comunidad, pero no ruinoso.
Las sirvientas y la mujer bajaron la escalera, y el sheriff las siguió. Abajo, oí que alguien atrancaba la puerta detrás del grupo.
Ahora el hombre me miraba en silencio.
—¿Por qué queréis ayudarme? —preguntó. Parecía tan abatido y desanimado como un mortal puede estarlo.
—Porque has rezado pidiendo ayuda —respondí—, y si puedo ser la respuesta a esa petición, lo haré.
—¿Os burláis de mí, hermano? —preguntó.
—Nunca —dije—. Pero la muchacha, Lea, está muerta, ¿no es así?
Se limitó a mirarme largo rato sin decir nada. Luego tomó asiento en la silla que estaba detrás del escritorio.
Yo me senté en la silla oscura de respaldo alto situada delante de él. Quedamos los dos frente a frente.
—Ignoro de dónde venís —dijo Meir entre dientes—. No sé por qué confío en vos. Sabéis tan bien como yo que son vuestros compañeros los frailes dominicos los que atizan la persecución contra nosotros.
»Hacer campaña para un nuevo santo, ésa es su misión. Como si Norwich no tuviera bastante para siempre con la obsesión del pequeño san Guillermo.
—Conozco la historia del pequeño san Guillermo —dije—. La he oído a menudo. Un niño crucificado por la Pascua judía. Un montón de mentiras. Y unas reliquias para atraer peregrinos a Norwich.
—No digáis esas cosas fuera de esta casa —dijo Meir—. Os despedazarían miembro a miembro.
—No estoy aquí para discutir con ellos sobre ese tema. Estoy aquí para ayudarte a resolver el problema con el que te enfrentas. Dime lo que ha ocurrido, y por qué razón no habéis huido.
—¿Huido? —exclamó—. Si huyéramos seríamos culpables, condenados y perseguidos, y esta locura se tragaría no sólo Norwich sino cualquier judería en la que buscáramos refugio. Creedme, en este país un motín en Oxford puede prender la chispa de otro motín en Londres.
—Sí, me consta que tienes razón. ¿Qué ha ocurrido?
Sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Murió —dijo en un susurro—. De la pasión ilíaca. Al final el dolor desapareció, como sucede con frecuencia. Estaba serena. Pero sólo estaba fría al tacto porque la habíamos cubierto de paños fríos. Y cuando recibió a sus amigas lady Margaret y Nell, la bajada de la fiebre era sólo aparente. Al día siguiente de madrugada murió en los brazos de Fluria, y Fluria… pero no puedo contároslo todo.
—¿Está enterrada bajo el gran roble?
—Claro que no —dijo, despectivo—, y esos borrachos nunca nos vieron sacarla de aquí. Nadie nos vio. Yo la llevé en brazos, apretada contra mi pecho, con la ternura con que se lleva a una novia. Y caminamos durante horas por el bosque hasta llegar a la ribera de un arroyo, y allí la restituimos a la tierra en una tumba poco profunda, envuelta tan sólo en una sábana, y rezamos juntos mientras colocábamos unas piedras sobre la tumba. Es todo lo que pudimos hacer por ella.
—¿Hay alguien en París que pueda escribir una carta que sea creída aquí? —pregunté.
Alzó la vista como si despertara de un sueño y pareció maravillarse de mi disposición a colaborar en un engaño.
—Sin duda habrá allí una comunidad judía…
—Oh, por supuesto —dijo—. Vinimos aquí de París, los tres, hace poco, porque yo heredé esta casa y otros bienes que me dejó mi tío al morir. Sí, hay una comunidad en París, y hay un dominico en esa ciudad que muy bien podría ayudarnos, y no tendría escrúpulos en escribir una carta simulando que la niña está viva. Lo haría porque es amigo nuestro, y se pondría de nuestro lado en este asunto, y nos creería, y abogaría por nosotros.
—Eso podría ser todo lo que necesitáramos. Ese dominico ¿es hombre de estudios?
—Brillante, y discípulo de los mayores maestros de allí. Doctor en leyes además de estudiante de teología. Y muy agradecido a nosotros por un favor muy poco corriente. —Se detuvo un instante—. Pero ¿y si me equivoco? ¿Y si me equivoco por completo y se vuelve contra nosotros? También tiene motivos para eso, el cielo lo sabe.
—¿Puedes explicármelo?
—No, no puedo.
—¿Cómo podrás decidir si va a ayudarte o va a volverse en tu contra?
—Fluria lo sabrá. Fluria sabrá a la perfección qué hemos de hacer, y sólo Fluria podrá explicároslo. Si Fluria dice que es conveniente que yo escriba a ese hombre…
De nuevo hizo una pausa. No confiaba en ninguna de sus propias decisiones. Ni siquiera se les podía llamar decisiones.
—Pero yo no puedo escribirle. Me vuelvo loco sólo de pensarlo. ¿Y si se presenta aquí y nos señala con el dedo?
—¿Qué clase de hombre es? —pregunté—. ¿Cómo está relacionado contigo y con Fluria?
—Oh, ésa es precisamente la cuestión —dijo.
—¿Y si voy yo a verle, si hablo con él en persona? ¿Cuánto se tarda en llegar a París? ¿Crees que podrás condonar suficientes deudas y reunir suficiente oro, todo con mi promesa de que volveré con cantidades mayores? Háblame de ese hombre. ¿Por qué piensas que podría ayudaros?
Se mordió el labio con tanta fuerza que pensé que se haría sangre. Se reclinó en su silla.
—Pero no tengo aquí a Fluria —murmuró—. Yo no puedo convencerle de que haga esto, aunque él podría muy bien salvarnos a todos. Si es que alguien puede hacerlo.
—¿Hablas de la familia paterna de la niña? —pregunté—. ¿De un abuelo? ¿Piensas en él para que te proporcione los marcos de oro? He oído que hablabas de ti mismo como un padrastro.
Hizo un gesto como para apartar las preguntas.
—Tengo un montón de amigos. El dinero no es problema. Puedo conseguir esa cantidad. Puedo conseguirla en Londres, si es el caso. Mencioné París sólo para darnos un poco más de tiempo, y porque hemos dicho que Lea se ha ido allí, y que una carta de París lo probaría. Mentiras. ¡Mentiras! —Inclinó la cabeza—. Pero ese hombre…
De nuevo se detuvo.
—Meir, ese doctor en leyes puede ser un factor decisivo. Tienes que confiar en mí. Si ese poderoso dominico viene aquí, podrá controlar a esta pequeña comunidad y detener esa búsqueda loca de un nuevo santo, porque ése es el objetivo que está atizando el fuego, y sin duda un hombre de su educación y su talento lo comprenderá. Norwich no es París.
Su rostro estaba triste hasta un extremo indescriptible. No podía hablar. Era evidente que se sentía destrozado.
—Oh, nunca he sido más que un estudiante —dijo con un suspiro—. No tengo astucia. No sé lo que ese hombre hará o dejará de hacer. Puedo reunir mil marcos, pero ese hombre… Si por lo menos no se hubieran llevado a Fluria.
—Dame permiso para hablar con tu mujer, si eso es lo que quieres que haga —dije—. Escribe aquí mismo una nota para que el sheriff me permita ver a tu esposa a solas. Me admitirán en el castillo. Ese hombre ya se ha formado una opinión favorable de mí.
—¿Guardaréis el secreto, sea lo que sea lo que ella os cuente, lo que os pregunte, lo que os revele?
—Sí, como si fuera un sacerdote, aunque no lo soy. Meir, confía en mí. Estoy aquí por ti y por Fluria, y por ninguna otra razón.
Sonrió con una inmensa tristeza.
—Recé porque viniera un ángel del Señor —dijo—. Yo escribo poemas, rezo. Imploro al Señor que derrote a mis enemigos. Soy un soñador y un poeta.
—Un poeta —dije pensativo, y le sonreí. Era tan elegante como su esposa, allí sentado en la silla, esbelto e idealista de una manera que yo encontraba conmovedora. Y ahora se había adjudicado a sí mismo aquella hermosa palabra, y se sentía avergonzado.
Y allá fuera, había gente que tramaba su muerte. Estaba seguro de eso.
—Eres un poeta y un hombre piadoso —dije—. Rezaste con fe, ¿no es cierto?
Él asintió. Dirigió una mirada a sus libros.
—Y he jurado sobre mi libro santo.
—Y has dicho la verdad —dije. Pero me di cuenta de que seguir hablando con él no me conduciría a ninguna parte.
—Sí, lo hice, y ahora el sheriff lo sabe.
Estaba a punto de desmoronarse bajo la presión.
—Meir, no tenemos tiempo en realidad de divagar sobre estas cosas —dije—. Escribe la nota ahora, Meir. Yo no soy un poeta ni un soñador. Pero puedo intentar ser un ángel del Señor. Hazlo.