Malaquías me revela mi vida
Cuando nosotros los ángeles elegimos un ayudante, no siempre empezamos por el principio. Al explorar la vida de un ser humano, podemos empezar por el presente palpitante, pasar después a la tercera parte del camino, retroceder desde allí a los comienzos y avanzar luego hasta el momento deseado, con el fin de reunir todos los datos acerca de sus propios vínculos emocionales y reforzarlos.
Nuestras emociones son distintas, pero las tenemos. Nunca observamos con indiferencia la vida o la muerte. No hay que malinterpretar nuestra aparente serenidad. Después de todo, vivimos en un mundo de confianza perfecta en el Creador, y somos muy conscientes de que los humanos carecen muchas veces de ella, y sentimos por ellos una compasión positiva.
Pero no pude dejar de advertir, tan pronto como empecé a investigar a Toby O’Dare cuando era un chico inquieto y cargado con preocupaciones incontables, que nada le gustaba más que ver por la televisión, en el horario de noche, las series de detectives más brutales, y que de ese modo apartaba sus pensamientos de las horribles realidades de su propio mundo tambaleante; y que el disparo de las armas de fuego siempre producía en él la catarsis deseada por los productores de esas series. Aprendió a leer muy pronto, acababa temprano sus deberes de clase y leía por placer los libros que llaman de «crímenes reales», pero también se sumergía con delicia en la cuidada prosa de Sangre y dinero o La serpiente, de Thomas Thompson.
Eran los libros sobre las mafias del crimen, sobre los asesinos patológicos, sobre los más repugnantes pervertidos, los que elegía de las estanterías de una librería de Magazine Street en Nueva Orleans, donde vivía entonces, incluso en los días en que no soñaba ni por un instante en que algún día iba a ser protagonista de ese tipo de historias.
Odiaba el glamour del mal en El silencio de los corderos, y habría arrojado ese libro a la basura. Los libros de no ficción no se escribían hasta que el asesino había sido atrapado, y Toby necesitaba ese desenlace.
Cuando no podía dormir, en la madrugada veía a policías y asesinos en la pequeña pantalla, desdeñando el hecho de que el nudo de aquellas historias era la comisión de un crimen, y no la indignación mojigata ni las acciones del teniente de policía artificialmente heroico o del detective genial.
Pero aquel gusto temprano por la ficción criminal era casi la característica menos importante de Toby O’Dare, de modo que permitidme volver a la historia que percibí en cuanto fijé en él mi mirada inalterable.
Toby no creció soñando con ser un asesino o un policía. Toby soñaba con ser un músico y ayudar a todos los componentes de su pequeña familia.
Y lo que me atrajo de él no fue la rabia que hervía en su interior y lo devoraba vivo en el tiempo presente, o en el tiempo pasado. No, me parecía tan difícil ver a través de aquella oscuridad como lo habría sido para un humano caminar contra el viento helado del invierno, que le hiere en los ojos y la tez y le congela los dedos.
Lo que me atrajo de Toby fue una bondad brillante y resplandeciente que nada podía ocultar por completo, un enorme sentido del bien y del mal que nunca se vio desfigurado por la mentira, a pesar de lo que la vida hizo con él.
Pero dejadme aclarar una cosa: el hecho de que elija a un mortal para mis propósitos no quiere decir que el mortal vaya a estar de acuerdo en venir conmigo. Encontrar a uno como Toby resulta bastante difícil; y convencerlo de que me acompañe, todavía más complicado. Podéis pensar que se trata de una oferta irresistible, pero no lo es. Lo más normal es que la gente se escabulla cuando se les ofrece la salvación.
Con todo, eran demasiados los aspectos de Toby O’Dare que me convenían para que me alejara de él y lo abandonara a la custodia de ángeles inferiores.
Toby había nacido en la ciudad de Nueva Orleans. Era descendiente de irlandés y alemana. También había en él sangre italiana, pero él mismo no lo sabía, y su bisabuela por parte paterna fue judía, pero él tampoco lo sabía porque venía de una familia en la que se trabajaba duro y nadie se preocupaba de esas cosas. También había en él un poco de sangre española por el lado paterno, que databa de la época en que la Armada Invencible se perdió en las costas de Irlanda. Y aunque se hablaba de que algunas personas de la familia tenían cabellos negros y ojos azules, él nunca se preocupó del tema. Nadie en la familia hablaba de genealogías. Hablaban de sobrevivir.
En la historia humana, la genealogía es cosa de ricos. Los pobres aparecen y desaparecen sin dejar huella.
Sólo ahora, en la era de la investigación del ADN, se ha aficionado la gente corriente a conocer su herencia genética, y luego no sabe muy bien qué hacer con esa información, pero se está produciendo una especie de revolución porque la gente intenta comprender la sangre que corre por sus venas.
A medida que Toby O’Dare se fue convirtiendo más y más en un sicario conocido en los bajos fondos, tanto menos se preocupó de lo que había sido antes, o de quiénes le habían precedido. De modo que cuando tuvo los medios que le permitían la posibilidad de investigar su propio pasado, se fue alejando más y más de la cadena humana a la que pertenecía. Después de todo, había destruido su «pasado» hasta donde lo conocía. De modo que, ¿por qué preocuparse de lo que había ocurrido mucho antes de su nacimiento a otras personas que luchaban contra sus mismas presiones y miserias?
Toby creció en un apartamento de la parte alta de la ciudad, a sólo una manzana de calles de prestigio, y en esa vivienda no colgaban de las paredes retratos de antepasados.
Había querido mucho a sus abuelas, mujeres robustas que habían parido ocho hijos cada una, cariñosas, tiernas y con manos encallecidas. Pero murieron cuando Toby era muy joven, porque sus padres eran los benjamines de las dos familias.
Esas abuelas estaban consumidas por las vidas que habían llevado y su fin fue rápido y casi enteramente desprovisto de dramatismo, en una habitación de hospital.
Pero tuvieron funerales gigantescos, repletos de primos y de flores y de llanto porque aquella generación, la generación de las familias extensas, estaba desapareciendo de Norteamérica.
Toby nunca olvidó a todos sus primos, la mayoría de los cuales llevaban vidas prósperas sin haber cometido ningún crimen ni pecado. Pero más o menos a los diecinueve años de edad, se apartó por completo de todos ellos.
Y, sin embargo, de vez en cuando investigaba en secreto la profusión de bodas, y utilizaba sus habilidades informáticas para seguir de cerca las impresionantes carreras de los abogados, jueces y sacerdotes que tenían algún grado de parentesco con él. Había jugado mucho con aquellos primos cuando era un niño pequeño, y no podía olvidar del todo a las abuelas que los criaron a todos juntos.
Había sido mecido por sus abuelas, de vez en cuando, en una gran mecedora de madera que fue vendida a un trapero mucho después de que hubieran muerto. Había oído sus viejas canciones antes de que abandonaran el mundo. Y a veces canturreaba para sí mismo alguna estrofa. «¡Mira, ve, a Marjory Daw, escondida detrás del coche de vapor!», o la melodía suave y pegadiza de: «Corre y di a la tía Rhodie, corre y di a la tía Rho, que la oca gris ha muerto, y con sus plumas hará un colchón para el Gordito».
Y también estaban las canciones de los negros, que los blancos se habían apropiado.
«Vamos, cariño, ¿no vas / a jugar en tu propio patio? / No me importa lo que diga / el chico blanco. / Porque tú tienes un alma / blanca como la nieve, / así lo dice el Señor».
Eran canciones de un pensil espiritual existente antes de que las abuelas marcharan del mundo, y a sus dieciocho años Toby volvió la espalda a todo su pasado, a excepción de las canciones, por supuesto, y de la música.
Diez años atrás, a la edad de dieciocho, abandonó ese mundo para siempre.
Desapareció sencillamente en la niebla para quienes lo conocían, y aunque ninguno de aquellos chicos y chicas o tías y tíos lo culpó por haberse ido, se quedaron sorprendidos y confusos.
Lo imaginaban, con razón, como un alma perdida en algún lugar. Llegaron a pensar que se había vuelto loco, que era un vagabundo, un imbécil que mendigaba lloriqueando para poder comer. El hecho de que se hubiera llevado consigo una maleta con ropas y su precioso laúd les dio esperanzas, pero nunca volvieron a verlo ni a oír hablar de él.
Una o dos veces a lo largo de aquellos años lo buscaron, pero como buscaban a Toby O’Dare, un chico con un diploma de la escuela de los jesuitas y que tocaba el laúd con el arte de un profesional, nunca tuvieron la menor oportunidad de encontrarlo.
Uno de sus primos escuchaba con mucha frecuencia una cinta que había grabado de Toby cuando tocaba en una esquina de la calle. Pero Toby no lo sabía: posiblemente no tenía modo de saberlo, y por eso nunca fue consciente de aquella amistad en potencia.
Uno de sus antiguos profesores en el instituto de los jesuitas llegó incluso a preguntar en todos los conservatorios de música de Estados Unidos por un Toby O’Dare, pero ningún Toby O’Dare se había matriculado en ninguna de aquellas instituciones.
Podréis deciros que alguien de la familia lamentó la pérdida de la peculiar música suave de Toby O’Dare, y también la pérdida de aquel muchacho que amaba tanto su instrumento renacentista que se paraba a explicar, a cualquiera que le preguntara, todo lo relacionado con él, y la razón por la que prefería tocarlo en la esquina de la calle, en lugar de empuñar la guitarra eléctrica tan preciada de las estrellas del rock.
Creo que seguís mi argumento: la familia era de buena cepa, los O’Dare, los O’Brien, los McNamara, los McGowen, y todos los que emparentaron con ellos por matrimonio.
Pero en todas las familias hay malas personas, y personas débiles, y algunas personas que no consiguen superar las pruebas de la vida y fracasan con estrépito. Sus ángeles custodios lloran; los demonios que los observan bailan de alegría.
Pero sólo el Creador decide en último término qué es lo que va a ser de ellos.
Así ocurrió con la madre y el padre de Toby.
Tanto una línea como la otra habían legado a Toby cualidades magníficas: el talento musical unido al amor por la música era sin duda el don más destacado. Pero Toby también había heredado una inteligencia aguda, y un raro e irreprimible sentido del humor. Poseía una imaginación poderosa que le permitía trazar planes, y soñar. Y una tendencia mística que a veces se apoderaba de él. La fuerte vocación de ser un monje dominico, que sintió a los doce años, no se esfumó con facilidad al aparecer las ambiciones mundanas, como le habría ocurrido a cualquier otro adolescente.
Toby nunca dejó de ir a la iglesia durante los años más duros del instituto, y aunque tuvo tentaciones de saltarse la misa dominical, tenía que pensar en su hermano y su hermana, y no podía dejar de darles un buen ejemplo.
De haberle sido posible retroceder en el tiempo cinco generaciones y ver cómo sus antepasados estudiaban la Torá noche y día en las sinagogas de Europa Central, tal vez no habría llegado a ser el asesino en que se convirtió. De haber podido ir más allá incluso para ver a otros ancestros suyos pintando murales en Siena, Toscana, tal vez habría tenido más valor para luchar por sus proyectos más queridos.
Pero no tenía idea de que hubieran existido esas personas, ni de que por el lado materno, varias generaciones atrás, había habido clérigos ingleses mártires de su fe en la época de Enrique VIII, o de que su bisabuelo por parte paterna quiso ser sacerdote, pero no alcanzó las calificaciones escolares que lo habrían hecho posible.
Casi ningún mortal sobre la tierra conoce su ascendencia antes de las llamadas Edades Oscuras, y sólo las grandes familias pueden penetrar en las espesas capas del tiempo para extraer de ellas una serie de ejemplos capaces de inspirarlas.
Y la palabra «inspirar» no habría sido inadecuada en el caso de Toby, porque en su oficio de sicario siempre se mostró inspirado. Y también como músico, antes de eso.
Sus éxitos como asesino se debieron en no escasa parte al hecho de que, alto y esbelto como era, y con las bellas facciones que lo adornaban, no tenía un aspecto especialmente parecido al de nadie.
A la edad de doce años había en sus facciones un sello permanente de inteligencia, y cuando estaba inquieto pasaba por su rostro una sombra fría, una mirada muy característica de desconfianza. Pero se desvanecía casi al instante, como si fuera algo que no quería reflejar, ni guardar en su interior. Tendía siempre a mostrarse tranquilo, y los demás casi siempre lo encontraban notable y atractivo.
Medía casi un metro noventa antes de graduarse en el instituto, y sus cabellos rubios se habían descolorido hasta adquirir un tono ceniciento, y sus ojos grises estaban llenos de concentración y de una leve curiosidad que no ofendía a nadie.
Apenas fruncía la frente, y cuando salía a pasear, simplemente a pasear en solitario, un observador casual podía verlo siempre vigilante, como alguien impaciente por que un avión aterrizara a tiempo, o que esperara con cierto nerviosismo una cita importante.
Si alguien lo asustaba, reaccionaba con resentimiento y disgusto, pero casi de inmediato superaba ese primer impulso. No quería ser una persona infeliz ni amargada, y aunque a lo largo de los años acumuló motivos para ambas cosas, se resistió a ellas con vigor.
Nunca bebió, en toda su vida. Era algo que odiaba.
Desde la infancia vistió con esmero, sobre todo porque los niños de la escuela a la que asistía vestían de ese modo y a él le gustaba parecerse a ellos, y no hacía remilgos a ponerse la ropa usada de sus primos, que incluía blazers azul marino combinados con pantalones claros, y polos de tonos pastel. Esas ropas venían a ser la imagen de marca que distinguía a los chicos de clase alta de Nueva Orleans, y él se empeñó en conocerla y cultivarla. También se propuso hablar como esos chicos, y poco a poco eliminó de su lenguaje los fuertes signos indicadores de la pobreza y las dificultades que siempre habían salpicado los reniegos, los lamentos chillones y las groseras amenazas de su padre. En cuanto a la voz de su madre, era agradable y desprovista de acento, y él fue quien más se aproximó en la familia a la forma de hablar de ella.
Leía The Official Preppy Handbook, el Manual Oficial del Preparatorio, no con cinismo, sino como algo que se había de acatar. Y sabía cómo buscar en las rebajas de los grandes almacenes la más adecuada cartera de cuero para libros.
En la parroquia del Santo Nombre de Jesús, caminaba por los senderos gloriosamente verdes desde la parada del autobús de St. Charles, y las casas hermosas y recién pintadas delante de las que pasaba despertaban en él anhelos vagos y soñadores.
Palmer Avenue, en su parte alta, era su calle favorita, y a veces le parecía que, si algún día podía vivir en una de sus casas blancas de dos pisos, conocería la felicidad perfecta.
También entró precozmente en contacto con la música, en el Conservatorio Loyola. Y fue el sonido del laúd, en un concierto público de música del Renacimiento, lo que lo apartó de su deseo ardiente de tomar el hábito.
Pasó de monaguillo a estudiante apasionado tan pronto como encontró a una profesora amable que se ofreció a darle clases gratis. La pureza del tono que extraía de su laúd la asombró. Su digitación era ágil, y la expresión que daba a su música, excelente, y su maestra se maravillaba de las hermosas melodías que podía tocar de oído, incluidas las que he mencionado antes, que una y otra vez volvían a su cabeza. Cuando las tocaba, oía cantar a sus abuelas. A veces, sin decirlo, tocaba en honor de sus abuelas. Tocaba con mucha habilidad canciones populares al laúd, y les daba un toque distinto y una ilusión de integridad.
En cierto momento, uno de sus maestros puso en manos de Toby los discos del cantante Roy Orbison, y él descubrió muy pronto que podía tocar las piezas más lentas de ese gran músico, e imprimirles al laúd la misma ternura que Orbison les daba con la voz. Pronto se supo de memoria todas las baladas que Orbison había grabado a lo largo de su carrera.
Y mientras interpretaba la música popular con su propio estilo, aprendió a dar una forma compositiva clásica a todas las canciones populares, de modo que podía pasar de una otra, o bien pasar de la belleza alegre y contagiosa de Vivaldi, en un momento, a los tiernos lamentos tristes de Orbison en el siguiente.
Llevaba una vida atareada, entre el estudio en casa después de la escuela y las exigencias del currículum para la escuela superior de los jesuitas. De modo que no le era tan difícil mantener a distancia a los chicos y chicas ricos que conocía, porque aunque muchos de ellos le gustaban, estaba decidido a que no entraran nunca en el apartamento desastrado en el que vivía, con dos padres alcohólicos que podían causarle una humillación irremediable.
Era un niño exigente, del mismo modo en que más tarde llegaría a ser exigente como asesino. Pero lo cierto es que creció asustado, guardando secretos y con el temor permanente a una violencia innoble.
Más tarde, como hombre echado a perder sin remedio, medró en el peligro, y a veces recordaba divertido las series de televisión a las que en tiempos tan aficionado era, en la conciencia de que ahora vivía algo más siniestramente glorioso de lo que nunca imaginó. Por más que nunca lo admitió ante sí mismo, se sentía en cierto modo orgulloso por su particular forma de maldad. Fuera cual fuera la explicación que se diera a sí mismo sobre sus actividades, por debajo y muy hondo fluía una corriente de presunción vanidosa.
Aparte de su pasión por la caza, había en él un rasgo realmente precioso que lo distinguía netamente de otros vulgares asesinos. Era éste: no le importaba vivir o morir. No creía en el infierno porque no creía en el cielo. No creía en el diablo porque no creía en Dios. Y aunque recordaba la fe ardiente y en ocasiones hipnótica de su juventud, aunque sentía por ella un respeto muy superior a lo que nadie habría supuesto, esa fe no daba el más mínimo calor a su alma.
Insisto, antes había querido ser un monje, y ninguna pérdida de la gracia lo llevó a alejarse de esa vocación. Incluso cuando tocaba el laúd, rezaba constantemente para extraer de él una música hermosa, y a menudo imaginaba nuevas melodías para las oraciones que amaba.
Vale la pena señalar aquí que en cierta ocasión quiso también ser un santo. Y, a pesar de su juventud, quiso comprender toda la historia de su Iglesia; y le encantaba en particular leer sobre Tomás de Aquino. Le parecía que sus profesores siempre mencionaban ese nombre, y cuando vino un sacerdote jesuita de la universidad vecina para dar una charla a los escolares, contó una historia sobre santo Tomás que se fijó para siempre en la memoria de Toby.
Era ésta: el gran teólogo Tomás tuvo una visión en sus últimos años que le hizo volverse contra su obra anterior, la gran Summa Theologica. «Hay mucha paja», dijo el santo a quienes le pidieron, en vano, que la continuase.
Siguió dándole vueltas a esa historia hasta el día mismo en que mi mirada incansable fue a fijarse en él. Pero no sabía si la anécdota era cierta, o una invención feliz. Muchas de las cosas que se contaban de los santos no eran ciertas. Y con todo, nunca parecía ser eso lo importante.
A veces, en sus últimos años de despiadado profesional, cuando se cansaba de tocar el laúd, anotaba sus pensamientos sobre los recuerdos que en tiempos habían significado tanto para él. Proyectó escribir un libro que conmovería al mundo: Diario de un hombre herido. ¡Oh!, sabía muy bien que otras personas habían escrito memorias parecidas, pero no eran Toby O’Dare, que seguía leyendo teología cuando no asesinaba a banqueros de Ginebra y Zúrich; que, llevando su rosario, se había introducido en Moscú y en Londres lo suficiente para cometer cuatro asesinatos estratégicos en un plazo de sesenta y dos horas. No eran Toby O’Dare, que en tiempos había querido decir misa para las multitudes.
He dicho que no le importaba vivir o morir. Dejadme precisarlo: no llevaba a cabo misiones suicidas. Le gustaba demasiado estar vivo para hacer algo así, pero nunca lo admitió. De todos modos, aquéllos para quienes trabajaba no estaban interesados en que se encontrara su cuerpo en el escenario del crimen que le encargaban.
Pero es cierto que no le importaba morir hoy o mañana. Y estaba convencido de que el mundo, pero nada más que el reino material que podemos ver con nuestros ojos, sería mucho mejor sin su presencia. A veces deseaba realmente estar muerto. Pero esos períodos no duraban mucho tiempo, y era sobre todo la música lo que le sacaba de ellos.
Se tendía en su apartamento de lujo a escuchar las viejas canciones lentas de Roy Orbison, o los muchos discos de cantantes de ópera que poseía, o para escuchar las grabaciones de música escrita para laúd, sobre todo de la época, en el Renacimiento, en que el laúd había sido un instrumento popular.
¿Cómo había llegado a convertirse en esto, en un humano hosco que acumulaba un dinero que no le servía de nada, que mataba a personas cuyos nombres desconocía, que penetraba en el interior de las fortalezas más sofisticadas que sus víctimas habían podido construir, que daba la muerte disfrazado de camarero, de médico con bata blanca, de chófer de un coche de alquiler, o incluso de vagabundo borracho que tropezaba en la calle con el hombre al que pinchaba con su aguja fatal?
El mal que vi en él me hizo estremecer en la medida en que un ángel puede estremecerse, pero el resplandor del bien oculto tras él me sedujo por completo.
Volvamos a aquellos primeros años, cuando era aún Toby O’Dare, con un hermano y una hermana pequeños, Jacob y Emily; a la época en que luchaba por pasar curso en la escuela preparatoria más estricta de Nueva Orleans, con escolaridad completa por supuesto, al mismo tiempo que trabajaba hasta sesenta horas a la semana tocando música en la calle para alimentar a sus hermanos y a su madre, y vestirlos, y pagar un apartamento en el que nunca entró nadie a excepción de su familia.
Toby pagaba las facturas. Abastecía la nevera. Hablaba con el casero cuando los gritos de su madre no dejaban dormir al vecino. Era él quien limpiaba las vomitonas, y apagaba el fuego cuando la grasa se desbordaba de la sartén y caía en el hornillo de gas, y ella se caía hacia atrás con el pelo en llamas y dando aullidos.
Con otro marido, su madre podría haber sido tierna y cariñosa, pero su esposo fue a prisión cuando ella estaba embarazada del hijo menor, y nunca pudo superarlo. Era un policía que vivía de las prostitutas de las calles del Barrio Francés, y que había acabado muerto a cuchilladas por otro recluso.
Toby tenía sólo diez años cuando sucedió.
Durante años, ella bebía hasta emborracharse y se tendía en el suelo murmurando el nombre de su marido: «Dan, Dan, Dan». Y nada de lo que pudiera hacer Toby la consolaba. Él le había comprado vestidos bonitos, y llevaba a casa cestos cargados de frutas o de dulces, y durante unos años antes de que los bebés fueran al jardín de infancia, ella casi nunca estaba borracha salvo de noche, e incluso se aseaba y aseaba a los niños lo bastante para ir todos juntos a misa los domingos.
En aquellos días, Toby veía la televisión con ella, los dos en la cama de su madre, y ella compartía su afición por los policías que llamaban a las puertas y se llevaban presos a los asesinos más depravados.
Pero cuando dejó de tener a los chiquillos gateando entre sus pies, la madre empezó a beber de día y dormir de noche, y Toby hubo de convertirse en el hombre de la casa, vestir a Jacob y Emily todas las mañanas, y llevarlos temprano a la escuela para tomar a tiempo el autobús que lo llevaba a sus propias clases con los jesuitas, y poder reservar tal vez algunos ratos para sus deberes en casa.
A la edad de quince años, llevaba dos de estudio de laúd y composición todas las tardes, y para entonces Jacob y Emily ya hacían sus deberes en el cuarto de al lado, y sus profesores seguían dándole clases gratuitas.
—Tienes un gran talento —le dijo una profesora, y lo animó a probar con otros instrumentos que más tarde podrían permitirle vivir de la música.
Pero Toby sabía que no podría dedicar a aquello el tiempo suficiente, y después de enseñar a Emily y Jacob cómo vigilar y manejar a su madre borracha, salía a las calles del Barrio Francés todo el sábado y el domingo, con el estuche del laúd abierto a sus pies mientras tocaba, para ganar todos los centavos posibles con los que complementar la magra pensión de su padre.
La verdad es que no había tal pensión, pero Toby nunca se lo dijo a nadie. Sólo había las silenciosas contribuciones de la familia y las colectas que regularmente les hacían llegar otros policías que no habían sido mejores ni peores que el padre de Toby.
Y Toby tenía que reunir el dinero para cualquier gasto extra o «bonito», y para los uniformes que necesitaban su hermano y su hermana, y para los juguetes que tenían que tener en ese apartamento miserable que Toby tanto detestaba. Y aunque estaba preocupado continuamente por el comportamiento de su madre en casa, y por la capacidad de Jacob para apaciguarla si le venía un acceso de rabia, Toby se sentía muy orgulloso de su forma de tocar y de la buena disposición de los paseantes, que casi siempre dejaban algún billete grande en el estuche si se habían parado a escuchar.
A pesar de que incluso aquellos rudimentos de estudio de la música costaban demasiado tiempo a Toby, seguía soñando con matricularse en el conservatorio cuando tuviera la edad requerida, y conseguir un trabajo fijo para tocar en un restaurante con el fin de estabilizar sus ingresos. Ningún plan era imposible para él, por los medios que fuesen, y vivía para el futuro mientras luchaba con desesperación para sobrevivir al presente. A pesar de todo, cuando tocaba el laúd y recogía con facilidad el dinero suficiente para pagar el alquiler y comprar comida, conocía un júbilo y una sensación de triunfo tan consistente como hermosa.
Nunca dejó de intentar animar y consolar a su madre, ni de asegurarle que las cosas iban a ir mejor de como eran ahora, de que sus dolores desaparecerían, y algún día vivirían en una casa de verdad en las afueras, con un patio trasero para que jugaran Emily y Jacob, y césped auténtico en la parte delantera, y todas las demás cosas que ofrece una vida normal.
En algún recóndito rincón de su mente mantenía la idea de que algún día, cuando Jacob y Emily crecieran y se casaran y su madre se curara con todo el dinero que él iba a ganar, posiblemente volvería a pensar en el seminario. No podía olvidar lo que había significado para él, en otro tiempo, la idea de celebrar la misa. No podía olvidar que se había sentido llamado a tomar la hostia en sus manos y decir: «Éste es mi Cuerpo», convirtiéndola de ese modo en la verdadera carne de Nuestro Señor Jesucristo. Y muchas veces, mientras tocaba un sábado por la noche, incluía en su repertorio música de la liturgia, que seducía al gentío siempre cambiante tanto como lo hacían las familiares melodías de Johnny Cash y Frank Sinatra, siempre favoritas de la audiencia. Creó para sí una imagen sobria de músico callejero, sin sombrero y vestido con una chaqueta de lana azul y pantalones oscuros también de lana, e incluso esas prendas humildes le conferían un atractivo sublime.
Cuanto mejor tocaba, respondiendo sin esfuerzo a las solicitudes y desplegando toda la gama de su instrumento, tanto mayor era el aprecio en que lo tenían turistas y nativos. Pronto llegó a reconocer a habituales de algunas noches, que nunca dejaban de darle los billetes de valor más alto.
Cantaba un himno religioso moderno: «Yo soy el pan que da vida, quien viene a mí no pasará hambre…». Era un himno exaltante, y quienes se apiñaban a su alrededor nunca dejaban de recompensarlo por él. Bajaba la vista asombrado y veía el dinero que podía comprarle un poco de paz para una semana, o incluso un poco más. Y sentía ganas de echarse a llorar.
También tocó y cantó arreglos suyos, variaciones sobre temas que había oído en los discos que le regaló su profesora. Entrelazaba aires de Bach y Mozart e incluso Beethoven, y otros compositores cuyos nombres no podía recordar.
En cierto momento empezó a incluir en su repertorio algunas composiciones propias. Su profesora le ayudó a trasladarlas al papel pautado. La música para laúd no se escribía como la música corriente. Se escribía en tablatura, y eso le agradaba de forma especial. Pero toda la teoría y la práctica de la escritura musical le resultaba pesada. Si por lo menos pudiera aprender lo bastante para enseñar música algún día, pensaba, aunque fuera a niños pequeños, sería un modo de vida aceptable.
Muy pronto Jacob y Emily pudieron vestirse sin ayuda, y también apareció en ellos la misma mirada de pequeños adultos característica en él. Tomaban solos el autobús de la escuela de St. Charles, y no llevaban nunca a nadie a casa porque su hermano se lo había prohibido. Aprendieron a hacer la colada, a planchar las camisas y las blusas para la escuela, y a esconderle a su madre el dinero, y a calmarla cuando enloquecía y empezaba a romper todo lo que encontraba por la casa.
—Si tenéis que obligarla a tragarlo, hacedlo —les dijo Toby, porque era cierto que algunas veces sólo el alcohol apaciguaba el paroxismo de su madre.
Yo observaba todas esas cosas.
Volvía las páginas de su vida y acercaba la luz para leer la letra pequeña.
Lo quería.
Veía siempre el devocionario en su escritorio, y a su lado otro libro que leía de cuando en cuando por puro placer, a veces en voz alta para Jacob y Emily.
Ese libro era Los ángeles, de fray Pascal Parente. Lo encontró en la misma tienda de Magazine Street en la que compraba sus novelas de crímenes, y se lo llevó junto con una vida de santo Tomás de Aquino por G. K. Chesterton, que a veces intentaba leer, por más difícil que le resultara.
Se puede afirmar que vivía una vida en la que las lecturas eran tan importantes como la música que tocaba con el laúd, y que esas cosas tenían tanta importancia para él como su madre, Jacob y Emily.
Su ángel custodio, siempre esforzándose en vano por llevarlo al camino recto en los tiempos más caóticos, parecía perplejo ante aquella combinación de amores que se repartían el alma de Toby, pero yo sólo había venido a observar a Toby, no al ángel que con tanta abnegación se esforzaba por mantener viva en el corazón de Toby la fe en salvaguardar de alguna manera a todos ellos.
Un día de verano, Toby leía en la cama y se dio media vuelta sobre el vientre, abrió la pluma y subrayó estas palabras:
Desde el punto de vista de la fe, sólo hemos de retener que los ángeles no poseen el don de la cardiognosis (el conocimiento de los secretos del corazón) y tampoco una previsión segura de los futuros actos del libre albedrío: ésas son prerrogativas exclusivas de Dios.
Le gustó la frase, y le gustó la atmósfera de misterio que lo rodeaba cuando leía aquel libro.
La verdad es que no quería creer que los ángeles no tuviesen corazón. En algún sitio había visto una vez un cuadro antiguo de la crucifixión en el que los ángeles situados en la parte superior lloraban, y le gustaba pensar que el ángel de la guarda de su madre lloraba al verla borracha y deprimida. Si los ángeles no tenían corazón o no entendían de corazones, él no quería saberlo, porque le encantaba el concepto y le encantaban los ángeles, y le hablaba a su propio ángel tan a menudo como podía.
Enseñó a Emily y Jacob a arrodillarse todas las noches a recitar la vieja oración:
Ángel de la guarda, dulce compañía,
no me desampares de noche ni de día,
no me dejes solo, que me perdería.
Incluso les compró una estampa de un ángel de la guarda.
Era una estampa bastante vulgar, que vio por primera vez colgada de la pared del aula de la escuela primaria. Barnizó y enmarcó la reproducción con los materiales que encontró en el drugstore. Y la colgó de la pared de la habitación que compartían los tres, Jacob y él en la litera y Emily en el extremo contrario en su propio colchón, que se podía plegar y dejar recogido por la mañana.
Había elegido para la estampa un marco de oro con adornos, y le gustaba su disposición, las hojas de parra simuladas de las esquinas y el margen amplio que delimitaba entre el mundo de la pintura y el empapelado descolorido de la pequeña habitación.
El ángel de la guarda era grande y femenil, con una cabellera dorada y grandes alas blancas de puntas azules, y llevaba un manto sobre su túnica blanca flotante, mientras se inclinaba sobre un niño y una niña que avanzaban juntos sobre un puente traicionero de suelo agujereado.
¿Cuántos millones de niños han visto esa imagen?
—Mirad —decía Toby a Emily y Jacob cuando se arrodillaban para los rezos de la noche—. Siempre podréis hablar con vuestro ángel de la guarda.
Les dijo que él había hablado con su ángel, sobre todo en las noches de la parte baja de la ciudad, cuando las propinas escaseaban.
—Yo le digo: «Tráeme a más gente», y por supuesto, él lo hace.
Insistió en el tema, a pesar de que tanto Jacob como Emily se reían.
Pero fue Emily quien preguntó si podían rezarle al ángel de la guarda de mamá también, y pedirle que dejara de emborracharse tanto.
Aquello chocó a Toby, porque él nunca había pronunciado la palabra «emborracharse» bajo su propio techo. Nunca había empleado esa palabra con nadie, ni siquiera con su confesor. Y se maravilló de que Emily, que sólo tenía siete años por entonces, se hubiera dado cuenta de todo. La palabra le hizo estremecerse, y dijo a su hermano y su hermana pequeños que la vida no iba a ser siempre así, que él se encargaría de que las cosas fueran cada vez mejor.
Tenía intención de cumplir su palabra.
En la escuela superior de los jesuitas, Toby pronto se situó entre los primeros de la clase. Tocaba durante quince horas seguidas los sábados y los domingos y ganaba así lo bastante para no tener que tocar entre semana después de la escuela, y poder seguir su educación musical.
Tenía dieciséis años cuando un restaurante lo contrató para las noches de los sábados y los domingos, y aunque ganaba un poco menos de ese modo, era un dinero seguro.
Cuando era necesario, atendía las mesas y se ganaba buenas propinas. Pero lo que se le pedía era aquella música inesperada y extraña, y él estaba encantado de que fuera así.
A lo largo de los años escondió todo ese dinero en varios sitios por todo el apartamento: en guantes guardados en los cajones, debajo de una tabla suelta del suelo, debajo del colchón de Emily, debajo de la estufa, incluso en la nevera envuelto en papel de estaño.
En un buen fin de semana podía ganar cientos de dólares, y el día en que cumplió diecisiete años el conservatorio lo admitió como estudiante a tiempo completo para aprender música en serio. Lo había conseguido.
Fue el día más feliz de su vida y volvió a casa radiante con la noticia.
—Mamá, lo he conseguido, ¡lo he conseguido! —dijo—. Todo va a ir bien, te lo aseguro.
Cuando no quiso darle a su madre dinero para beber, ella se apoderó de su laúd y lo estrelló contra el borde de la mesa de la cocina.
Él se quedó sin respiración. Pensó que iba a morirse. Se preguntó si podría matarse por el sencillo procedimiento de negarse a respirar. Se sintió mal y se sentó en la silla con la cabeza gacha y las manos entre las rodillas, y oyó a su madre vagar por el apartamento sollozando y murmurando y maldiciendo en un lenguaje sucio a todas las personas a las que culpaba de todo lo que le había ocurrido, maldiciendo a veces a su madre muerta y balbuceando luego: «Dan, Dan, Dan», una y otra vez.
—¿Sabes lo que me dio tu padre? —chilló—. ¿Sabes lo que me dio de esas mujeres de los barrios bajos? ¿Sabes con qué me dejó…?
Aquellas palabras aterrorizaron a Toby.
El apartamento apestaba a alcohol. Toby quería morir. Pero Emily y Jacob estaban a punto de llegar en el autobús de St. Charles a sólo una manzana de allí. Corrió a la tienda de la esquina, compró una botella de bourbon aunque no tenía la edad, la llevó a casa y obligó a su madre a tragarlo, sorbo a sorbo, hasta que ella se derrumbó sin sentido sobre el colchón.
Después de aquel día, sus maldiciones arreciaron. Mientras los niños se vestían para ir a la escuela, los llamaba con los peores nombres imaginables. Era como si un demonio viviera en su interior. Pero no era un demonio. El alcohol se le estaba comiendo el cerebro, y Toby lo sabía.
Su profesora le regaló un nuevo laúd, un laúd precioso, mucho más caro que el que se rompió.
—Te quiero por esto —le dijo a ella, y la besó en la mejilla empolvada, y ella le repitió que algún día se haría un nombre por sí mismo con su laúd y un largo listado de grabaciones propias.
»Dios me perdone —rezó, arrodillado en la iglesia del Santo Nombre, alzando la vista desde la larga nave en sombra hacia el altar—. Quiero que mi madre se muera. Pero no puedo quererlo.
Los tres hijos limpiaban el apartamento a fondo los fines de semana, como siempre habían hecho. Y ella, la madre, estaba tendida, borracha, como una princesa encantada por un hechizo, con la boca abierta, la piel lisa y joven, el aliento casi dulce, como el jerez.
—Pobre mami borracha —susurró Jacob, entre dientes.
Aquello hirió a Toby tanto como la vez en que Emily dijo una cosa parecida.
Más o menos mediado el curso superior, Toby se enamoró. Fue una chica judía de la Newman School, la escuela preparatoria mixta de Nueva Orleans del mismo nivel que los jesuitas. Se llamaba Liona y fue a los jesuitas, una escuela sólo de chicos, para cantar el papel principal en un musical al que Toby encontró tiempo para asistir, y cuando él le pidió que fuera su pareja en el baile de la gala, ella dijo que sí de inmediato. Él se sintió abrumado de felicidad. Tenía enteramente para él a una preciosa muchacha de cabello oscuro con una maravillosa voz de soprano.
Pocas horas después de la gala, fueron a sentarse al jardín trasero de la hermosa casa de ella en Nashville Avenue, en la parte alta de la ciudad. En aquel lugar cálido y fragante él no pudo contenerse y le habló a ella de su madre. Ella reaccionó con simpatía y comprensión. Antes de que amaneciera se habían deslizado en el interior del pabellón de invitados de la familia de ella y habían tenido relaciones íntimas. Él no quería que ella supiera que era su primera vez, pero cuando Liona le confesó que para ella lo había sido, acabó por admitirlo.
Él le dijo que la amaba. Eso hizo que ella llorara y le contestara que nunca había conocido a nadie como él.
Con su largo cabello negro y sus ojos oscuros, su voz suave y aterciopelada y su comprensión instantánea, parecía encarnar todo lo que él podía desear. Poseía una fortaleza que él admiraba mucho, y una inteligencia aguda. Toby sintió el horrible temor de perderla.
Liona bajaba en los días más calurosos del verano a Bourbon Street para acompañarlo cuando tocaba; le llevaba gaseosas frías de la tienda de comestibles y se quedaba a pocos pasos de él, escuchando. Sólo los estudios la apartaban de él. Era inteligente y tenía un gran sentido del humor. Le gustaba el sonido del laúd, y comprendía por qué él amaba tanto aquel instrumento, debido a su tono único y su hermosa forma. Él amaba la voz de ella (mucho mejor que la suya propia), y pronto ensayaron algunos dúos. Sus canciones eran melodías de Broadway, y él amplió así su repertorio y, cuando lo permitía el tiempo de que ambos disponían, tocaban y cantaban juntos.
Una tarde (su madre parecía encontrarse perfectamente por un corto tiempo), llevó a casa a Liona, y por mucho que lo intentó ella no pudo disimular su consternación ante aquel pequeño apartamento abarrotado de gente, y las maneras descuidadas de borracha con que su madre se sentó a fumar y a hacer solitarios en la mesa de la cocina. Toby se dio cuenta de que Emily y Jacob se sentían avergonzados. Jacob le preguntó, después:
—Toby, ¿por qué has tenido que traerla aquí con mami tal como está? ¿Cómo has podido hacerlo?
Tanto su hermana como su hermano lo miraban como si les hubiese traicionado.
Esa noche, después de que Toby acabara de tocar en Royal Street, Liona fue a esperarlo y de nuevo hablaron durante horas, y se colaron a oscuras en el pabellón de invitados de los padres de ella.
Pero Toby cada vez se sentía más avergonzado por haber confiado a alguien sus secretos más recónditos. Y sentía en el fondo de su corazón que no era digno de Liona. La ternura y la calidez de ella lo desconcertaban. Además estaba convencido de que pecaba al hacer el amor con ella cuando no existía la menor posibilidad de que se casaran alguna vez. Sus preocupaciones eran tantas que un noviazgo normal a lo largo de sus años de estudiantes parecía una imposibilidad absoluta. Su temor más profundo era que Liona sintiera compasión de él.
Cuando llegó la época de los exámenes finales, ninguno de los dos tuvo tiempo de ver al otro.
La noche de su graduación en la escuela superior, la madre de Toby empezó a beber a las cuatro, y al final él le dijo que se quedara en casa. No pudo soportar la idea de verla bajar a la ciudad con la braga asomando por encima de la cintura de la falda, el rojo de labios corrido, las mejillas demasiado empolvadas y el cabello enredado. Intentó durante un rato cepillarle el pelo, pero ella se lo sacó de encima a sopapos una y otra vez hasta que, con los dientes apretados, él la sujetó por las muñecas y le gritó:
—¡Basta ya, mamá!
Y rompió a llorar como un niño. Emily y Jacob estaban aterrorizados.
Su madre gimoteó con la cara enterrada en los brazos cruzados sobre la mesa de la cocina, mientras él se quitaba el traje bueno. De todas formas no iba a ir a la ceremonia de la graduación. Los jesuitas le enviarían el diploma por correo.
Pero estaba furioso, más furioso que en ningún otro momento antes, y por primera vez en su vida la llamó borracha y guarra. Temblaba y hablaba a gritos.
Emily y Jacob sollozaban calladamente en la otra habitación.
Su madre empezó a alborotar. Dijo que iba a matarse. Lucharon los dos por apoderarse de un cuchillo de cocina.
—Para, para —decía él por entre los dientes apretados—. De acuerdo, iré a buscarte esa maldita bebida.
Y salió a buscar un pack de seis cervezas, una botella de vino y otra de bourbon. Ahora ella tendría la reserva casi inagotable por la que suspiraba.
Después de beberse una cerveza, ella le rogó que se tendiera en la cama a su lado. Bebió el vino a largos tragos. Lloriqueó y le pidió que rezara el rosario con ella.
—Es un ansia que llevo en la sangre —dijo. Él no contestó. La había llevado muchas veces a las reuniones de Alcohólicos Anónimos. Nunca se había quedado más de quince minutos.
Por fin, se sentó al lado de ella. Y rezaron el rosario juntos. En voz baja, sin dramatismo ni lamentos, ella le habló de cómo su padre, un hombre al que él no había llegado a conocer, había muerto por la bebida, y antes que él su abuelo. Le habló de todos los tíos suyos, también desaparecidos, que habían sido alcohólicos.
—Es un ansia que llevamos en la sangre —repitió—. Una verdadera ansia en la sangre. Tienes que quedarte conmigo, Toby. Tienes que rezar el rosario conmigo otra vez. Dios bendito, ayúdame, ayúdame, ayúdame.
—Escucha, Ma —le dijo él—. Voy a ganar más y más dinero con mi música. Este verano me han contratado a tiempo completo para tocar en el restaurante. Todo el verano voy a ganar dinero por las noches, siete noches a la semana. ¿No ves lo que eso significa? Tendré más dinero que nunca. —Siguió hablando mientras los ojos de ella se empañaban y el vino la volvía soñolienta—. Ma, tendré un título del conservatorio. Podré dar clases de música. Puede que consiga grabar un disco alguna vez, ¿sabes?
»Tienes que dejar de beber. Tienes que creer en mí. —Ella lo miraba con ojos adormilados—. Mira, después de la semana próxima tendré lo bastante para pagar a una mujer que vendrá a hacer la colada y todo, y ayudará a Emily y Jacob a hacer los deberes. Trabajaré todo el tiempo. Tocaré en la calle hasta que abran el restaurante. —Le puso las manos sobre los hombros, y la boca de ella se abrió en una sonrisa torcida—. Soy un hombre ahora, Ma. ¡Voy a hacerlo!
Ella se deslizó suavemente en el sueño. Eran más de las nueve.
¿De verdad los ángeles no conocen los corazones? Lloré al escucharlo y observarlo.
Siguió hablando, mientras ella dormía, sobre cómo se irían de este apartamento pequeño y mísero. Emily y Jacob seguirían yendo a la escuela del Santo Nombre, él los llevaría en el coche que se iba a comprar. Ya le había echado el ojo.
—Ma, cuando toque en el conservatorio por primera vez, quiero que estés allí. Quiero que tú, y Emily y Jacob, estéis en el palco. No tardaré mucho. Mi profesora me está ayudando. Ma, voy a hacer que las cosas marchen bien, ¿me entiendes? Ma, te traeré un médico, un médico que sepa lo que se tiene que hacer.
En su sueño alcoholizado, ella murmuró:
—Sí querido, sí querido, sí querido.
Hacia las once, le dio otra cerveza y ella se quedó profundamente dormida. Él le dejó el vino al lado. Cuidó de que Emily y Jacob se pusieran los pijamas y los arropó, y luego se puso el esmoquin negro y la camisa de plastrón que se había comprado para la graduación. Eran, desde luego, las mejores ropas que tenía. Y las había comprado sin dudarlo porque sabía que harían buen efecto si las usaba en la calle, e incluso en los mejores restaurantes.
Bajó a la ciudad vieja a tocar por dinero.
En toda la ciudad había fiestas aquella noche para los graduados de los jesuitas. No las había para Toby.
Se colocó muy cerca de los bares más famosos de Bourbon Street, y allí abrió su estuche y empezó a tocar. Sumergió su corazón y su alma en las letanías más tristes que jamás escribió Roy Orbison. Y muy pronto empezaron a revolotear a su alrededor los billetes de veinte dólares.
Qué espectáculo era, alcanzada ya la madurez artística y tan bien vestido en comparación con los astrosos músicos callejeros sentados aquí o allá, o los mendigos que se limitaban a pedir una moneda entre murmullos, o los desarrapados pero brillantes niños bailarines.
Tocó Danny Boy por lo menos seis veces esa noche sólo para una pareja, y le dieron un billete de cien dólares que guardó en su cartera. Tocó todo lo que le pedían aquellos paseantes festivos, y si daban palmas y pedían bluegrass allá iba él, o tocaba música country con el laúd imitando un violín, y ellos bailaban a su alrededor. Expulsó de su mente todo, excepto la música.
Cuando empezó a amanecer, entró en la catedral de St. Louis, y rezó el salmo que tanto había amado al leerlo en la Biblia católica de su abuela:
¡Sálvame, oh Dios, porque las aguas me llegan hasta el cuello! Me hundo en el cieno del abismo, sin poder hacer pie; he llegado hasta el fondo de las aguas, y las olas me anegan. Estoy exhausto de gritar, arden mis fauces, mis ojos se consumen de esperar a mi Dios.
Para terminar, susurró: «¡Dios querido!, ¿acabarás con este dolor?».
Ahora tenía más de seiscientos dólares para pagar las facturas. Podía mirar al frente. Pero ¿qué importaba si no podía salvarla?
—Dios querido —rezó—. No quiero que muera. Siento haber rezado para que muriera. Dios querido, sálvala.
Se le acercó una mendiga al salir de la catedral. Estaba mal vestida y murmuraba entre dientes que necesitaba una medicina para salvar a un niño moribundo. Él sabía que mentía. La había visto muchas veces, y siempre le había oído contar la misma historia. Se quedó mirándola largo rato, y luego la hizo callar con un gesto de la mano y una sonrisa, y le dio veinte dólares.
A pesar de lo cansado que estaba, cruzó el barrio para no gastar unos pocos dólares en un taxi, y volvió a casa en el autobús de St. Charles, mirando soñoliento por la ventanilla.
Quería desesperadamente ver a Liona. Sabía que aquella noche iba a verlo graduarse —ella y sus padres, en realidad—, y quería explicarle por qué no se había presentado.
Recordó que habían hecho planes para después, pero ahora todo le parecía remoto y estaba demasiado cansado para pensar en lo que le diría cuando finalmente hablara con ella. Pensó en sus enormes ojos enamorados, en su ingenio siempre a punto y la inteligencia aguda que nunca disimulaba, y en el timbre de su risa. Pensó en todas las maravillosas cualidades que la adornaban, y supo que cuando pasaran los años de los estudios, la perdería con toda seguridad. Ella también se había matriculado en el conservatorio, pero ¿cómo competir con los jóvenes que inevitablemente iban a rodearla?
Tenía una voz espléndida, y en el musical de los jesuitas había actuado como una auténtica estrella, que amaba la escena y que había aceptado los aplausos, las flores y las felicitaciones con modestia pero llena de confianza.
No comprendía por qué se había enredado con él. Y sintió que debía apartarse, dejarla ir, y casi se echó a llorar al pensar en ella.
Mientras el autobús ruidoso y asmático subía hacia la ciudad alta, se abrazó a su laúd e incluso dormitó con la mejilla apoyada en él durante un instante. Pero se despertó sobresaltado al llegar a su parada, bajó y dejó con esfuerzo que los pies lo sostuvieran sobre la acera.
Tan pronto como entró en el apartamento, supo que algo iba mal.
Encontró a Jacob y Emily ahogados en la bañera. Y a su madre con las muñecas cortadas, muerta en la cama, con la manta y parte de la almohada empapadas en sangre.
Durante largo rato miró los cuerpos de su hermano y su hermana. La bañera se había vaciado de agua casi por completo, pero los pijamas aún estaban húmedos y arrugados. Pudo ver moretones por todo el cuerpo de Jacob. Debía de haber luchado con todas sus fuerzas. Pero la cara de Emily, en el otro extremo de la bañera, estaba serena y perfecta, con los ojos cerrados. Tal vez no llegó a despertar cuando su madre la ahogó. El resto de agua que quedaba estaba manchado de sangre. También había sangre en el grifo, en donde había chocado la cabeza de Jacob cuando ella lo empujaba hacia abajo.
Junto al cuerpo de su madre estaba el cuchillo de cocina. Había estado a punto de amputarse la mano izquierda, tan profunda era la herida, pero se había desangrado hasta morir por los cortes en las dos muñecas.
Todo había ocurrido hacía varias horas, lo supo.
La sangre estaba seca, o tal vez sólo pegajosa.
Pero sacó del fondo de la bañera a su hermano e intentó reanimarlo soplando en su boca para devolverle la vida. El cuerpo de su hermano estaba frío como el hielo, o así le pareció. Y tenía un tacto esponjoso.
No pudo soportar la idea de tocar a su madre o a su hermana.
Su madre yacía con los párpados entrecerrados y la boca abierta. Tenía un aspecto reseco, como el de una cáscara. Una cáscara, pensó. Exacto. Vio el rosario en medio de la sangre. La sangre cubría el suelo de madera barnizada.
Sobre aquellas visiones lastimosas sólo flotaba el olor del vino. Sólo el olor de la malta de la cerveza. Fuera pasaban los coches. A una manzana de distancia, oyó el estruendo del tranvía al arrancar.
Toby fue a la sala y estuvo largo rato sentado con el laúd en el regazo.
¿Por qué no había sabido que podía ocurrir algo así? ¿Por qué había dejado a Jacob y Emily solos con ella? Dios bendito, ¿por qué no vio que las cosas llegarían a este punto? Jacob sólo tenía diez años. ¿Cómo, en nombre del cielo, había dejado Toby que les ocurriera esto?
Todo por su culpa. No tenía la menor duda. Sí, pensó en que ella podía hacerse daño a sí misma, y Dios le perdone, rezó para que ocurriera en la catedral. Pero ¿esto? ¿Su hermano y su hermana muertos? De nuevo se detuvo la respiración. Por un instante pensó que no sería capaz de volver a respirar nunca. Se puso en pie, y sólo entonces expulsó el aliento en la forma de un sollozo seco y silencioso.
Contempló aturdido el mezquino apartamento, con sus muebles feos y desparejos, el viejo escritorio de roble y las sillas baratas de fundas floreadas, y todo le pareció mugriento y gris, y afloró en su interior un miedo que se convirtió luego en un terror creciente.
El corazón golpeaba su pecho. Miró las reproducciones de flores en sus feos marcos, bobadas que él mismo había comprado, alineadas en las paredes empapeladas del apartamento. Miró las cortinas descoloridas también compradas por él, y las blancas persianas ordinarias que había detrás de ellas.
No quiso ir al dormitorio y ver la reproducción del ángel de la guarda. Lo rompería en pedazos si lo veía. Nunca, nunca más miraría una cosa así.
La tristeza sucedió al dolor. Una tristeza que llegó cuando el dolor no pudo ya prolongarse más. Cubría cada objeto que contemplaba, e ideas tales como cariño y amor le parecían irreales o fuera de su alcance para siempre, mientras seguía sentado en medio de aquella fealdad y ruina.
En uno u otro momento, durante las horas en que estuvo allí sentado, oyó el contestador del teléfono. Era Liona que lo llamaba. Supo que no podría descolgar el auricular. Supo que nunca volvería a verla, ni a hablarle, ni a decirle lo que había ocurrido.
No rezó. No se le ocurrió. Tampoco se le ocurrió hablar con el ángel que estaba a su lado, ni con el Señor al que había rezado apenas hora y media antes. No volvería a ver vivos a su hermano y a su hermana, ni a su madre, ni a su padre, ni a ninguna persona conocida. Eso es lo que pensó. Estaban muertos, irrevocablemente muertos. No creía en nada. Si alguien se le hubiera acercado en ese momento, como intentaba hacer su ángel, y le hubiera dicho «volverás a verlos a todos otra vez», habría escupido a esa persona en un arrebato de furia.
Se quedó todo el día en el apartamento con su familia muerta a su alrededor. Dejó abiertas las puertas del cuarto de baño y del dormitorio, porque no quiso que los cuerpos se quedaran solos. Le habría parecido irrespetuoso hasta un punto horrible.
Liona llamó dos veces más, y la segunda vez él dormitaba y no estaba del todo seguro de haberla oído.
Finalmente se quedó dormido en el sofá, y cuando volvió a abrir los ojos olvidó lo que había ocurrido, y pensó que estaban todos vivos y las cosas seguían su curso normal.
De nuevo la verdad lo golpeó con la fuerza de un martillo.
Se puso el blazer y los pantalones caqui y guardó toda su ropa en una maleta que su madre se había traído del hospital años atrás, cuando tuvo los niños. Sacó todo el dinero que guardaba en los escondites.
Besó a su hermano pequeño. Se arremangó y sumergió el brazo en la bañera manchada para poner con la punta de los dedos un beso en la mejilla de su hermana. Luego besó el hombro de su madre. Miró de nuevo el rosario. No lo había estado rezando cuando murió. Simplemente estaba allí, olvidado en medio del desorden.
Lo recogió, lo llevó al baño y lo limpió con el agua del lavamanos. Luego lo secó con una toalla y se lo puso en el bolsillo.
Todos parecían muy muertos ahora, muy vacíos. Aún no había olor, pero estaban muy muertos. La rigidez del rostro de su madre lo absorbió. El cuerpo de Jacob en el suelo estaba seco y arrugado.
Luego, cuando ya se disponía a irse, volvió a su escritorio. Quería llevarse dos libros. Tomó su devocionario y el libro titulado Los ángeles, de fray Pascal Parente.
Yo observé aquello. Lo observé con mucho interés.
Me di cuenta de la forma como empaquetaba aquellos libros preciosos en la voluminosa maleta. Pensó en otros libros de religión que amaba, entre ellos las Vidas de los santos, pero no tenía espacio para ellos.
Tomó el tranvía hacia la parte baja y, delante del primer hotel al que llegó, subió a un taxi que lo llevó al aeropuerto.
Sólo una vez pasó por su mente llamar a la policía, e informar de lo que había sucedido. Pero era tal la rabia que sentía que desechó esa idea definitivamente.
Fue a Nueva York. Nadie puede encontrarte en Nueva York, supuso.
En el avión, se aferró a su laúd como si algo pudiera ocurrirle. Miraba por la ventanilla y sentía una angustia tan grande que no le pareció posible que la vida pudiera reservarle nunca ni una partícula de alegría.
Ni siquiera tararear en voz baja para sí mismo las melodías de las canciones que más le gustaba tocar significaba nada para él. En sus oídos sonaba un estruendo como si los diablos del infierno tocaran una música horrenda con la intención de sacarlo de quicio. Susurró para sí, para silenciarla. Deslizó la mano en su bolsillo, encontró el rosario y recitó las palabras, pero no meditó en los misterios. «Santa María… —musitó entre dientes—, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén». «Son sólo palabras», pensó. Le era imposible imaginar la eternidad.
Cuando la azafata le preguntó si deseaba un refresco, contestó:
—Alguien los enterrará.
Ella le sirvió una gaseosa con hielo. Toby no durmió. Sólo eran dos horas hasta Nueva York, pero el avión empezó a volar en círculos durante mucho tiempo antes de aterrizar finalmente.
Pensó en su madre. ¿Qué podía haber hecho? ¿Dónde podía haberla colocado? Había buscado sitios, médicos, un modo, cualquier modo, de ganar tiempo hasta poder salvar a todos. Puede que no se moviera lo bastante aprisa, que no fuera lo bastante listo. Puede que tuviera que habérselo dicho a sus maestros en la escuela.
Ahora no importaba, se dijo a sí mismo.
Era de noche. Los oscuros edificios gigantes del East Side de la ciudad parecían infernales. El ruido absoluto de la urbe lo aturdió. Lo dejaba confinado en el enorme taxi, lo asaltaba en los semáforos cerrados. El taxista, detrás de la gruesa mampara de plástico, era para él sólo un fantasma.
Finalmente, dio unos golpecitos en el plástico y dijo a aquel hombre que lo llevara a un hotel barato. Tuvo miedo de que pensara que era un niño y lo llevara a la policía. No se dio cuenta de que, con su más de metro noventa de estatura y la expresión hosca de su cara, no tenía un aspecto en absoluto infantil. El hotel no era tan malo como había temido.
Pensó en cosas malas mientras recorría las calles en busca de trabajo. Llevaba con él su laúd.
Pensó en las tardes, cuando era pequeño y al volver a casa encontraba borrachos a sus padres. Su padre era un mal policía, y todos lo sabían. Nadie en la familia de su madre podía soportarlo. Sólo su propia madre le había suplicado una y otra vez que tratara mejor a su mujer y a sus hijos.
Incluso cuando era un niño, Toby sabía que su padre acosaba a las mujeres fáciles del Barrio Francés y obtenía favores de ellas a cambio de «hacer la vista gorda». Oyó a su padre alardear de esa clase de cosas con los otros pocos policías que se reunían con él a beber cerveza y jugar al póquer. Compartían esas historias. Cuando los otros dijeron a su padre que debía de estar muy orgulloso de un chico como Toby, su padre dijo:
—¿De quién habláis, de Cara Bonita? ¿De mi nenita?
A veces, cuando estaba muy borracho, su padre se burlaba de Toby, se metía con él, pedía ver lo que tenía Toby entre las piernas. A veces Toby le llevaba una cerveza o dos de la nevera para que llegara más deprisa el momento en que se quedaba dormido con los brazos cruzados sobre la mesa.
Toby se alegró cuando su padre fue a la cárcel. Su padre siempre había sido rudo y frío con él, y tenía una carota informe y colorada. Era mezquino y feo, y su aspecto era también mezquino y feo. El joven bien parecido de las fotografías antiguas se había convertido en un borracho obeso de cara roja con papada y voz aguardentosa. Toby se alegró cuando apuñalaron a su padre. No recordaba haber asistido al funeral.
La madre de Toby siempre había sido bonita. En aquellos tiempos, había sido también cariñosa. Y su forma preferida de referirse a su hijo era «mi encanto».
Toby se le parecía en las facciones y en los gestos, y nunca dejó de sentirse orgulloso de eso, a pesar de todo lo que ocurrió después. Nunca dejó de sentirse orgulloso de su estatura cada vez mayor, y ese orgullo se reflejaba en su modo de vestirse para que los turistas le dieran dinero.
Ahora, mientras caminaba por las calles de Nueva York intentando ignorar los ruidos estruendosos que lo acosaban desde todas partes, intentando escurrirse entre el gentío sin ser arrollado, pensaba una y otra vez: «Nunca hice lo bastante por ella, nunca. Nada de lo que hice fue suficiente. Nada». Nunca nada de lo que hizo fue suficiente para nadie, excepto tal vez para su profesora de música. Se acordó de ella ahora y deseó poder llamarla y decirle cuánto la quería. Pero sabía que no lo iba a hacer.
El largo día monótono de Nueva York se convirtió de repente y de forma espectacular en noche. Por todas partes se encendían luces alegres. Las marquesinas de las tiendas resplandecían de brillos parpadeantes. Las parejas se encaminaban veloces a los cines o los teatros. No le fue difícil darse cuenta de que se encontraba en el barrio de los teatros, y se entretuvo mirando por los ventanales de los restaurantes. Pero no tenía hambre. La mera idea de comer le revolvía las tripas.
Cuando los teatros se vaciaron, Toby empuñó su laúd, dejó abierto en el suelo el estuche forrado de terciopelo verde, y empezó a tocar. Cerró los ojos y entreabrió la boca. Tocó las piezas más oscuras y complejas de Bach que conocía, y de vez en cuando atisbó, como por una rendija, los billetes que se amontonaban en el estuche, e incluso oyó, aquí y allá, los aplausos de quienes se paraban a escucharlo.
Ahora tenía más dinero incluso.
Volvió a su habitación y decidió que le gustaba. No le importaba ver únicamente techumbres por la ventana, y un callejón húmedo abajo. Le gustaba el sólido armazón de la cama y la mesita, y el enorme televisor, infinitamente superior al que había tenido todos aquellos años en el apartamento. En el baño había toallas blancas, limpias.
La noche siguiente, por recomendación de un taxista, fue a Little Italy. Tocó en la calle, entre dos restaurantes abarrotados. Y en esta ocasión tocó todas las melodías que sabía de la ópera. Interpretó de una forma conmovedora las arias de Madame Butterfly y otras heroínas de Puccini. Entre trémolos escalofriantes, ilustró también piezas de Verdi.
Salió un camarero de uno de los restaurantes y lo invitó a entrar. Pero alguien interrumpió al camarero. Era un hombre viejo y grueso con un delantal blanco.
—Tú tocas eso otra vez —dijo el hombre. Tenía un cabello negro espeso con sólo unas pocas hebras blancas en las sienes, encima de las orejas. Se meció a un lado y otro mientras Toby tocaba la música de La Bohème, y se aventuraba de nuevo por las arias más conmovedoras.
Luego pasó a las canciones alegres y festivas de Carmen. El viejo dio palmas para acompañarlo, se secó las manos en el delantal y aplaudió un rato más.
Toby tocó todas las canciones sentimentales que conocía.
El público se levantó, pagó, el local volvió a llenarse. El viejo se puso en pie para atender a los recién llegados.
Una y otra vez aquel hombre mofletudo le indicó que recogiera los billetes de su estuche y los escondiera. El dinero siguió afluyendo.
Cuando Toby estuvo demasiado cansado para seguir tocando, se levantó para guardar el laúd y marcharse, pero el viejo mofletudo le dijo:
—Espera un minuto, hijo.
Y le pidió que tocara canciones napolitanas que Toby nunca había tocado pero conocía de oído, y salió airoso con facilidad.
—¿Qué estás haciendo aquí, hijo? —preguntó el hombre.
—Busco trabajo —dijo Toby—, cualquier clase de trabajo, de lavaplatos, camarero, cualquier cosa, no me importa, sólo trabajo, un trabajo decente.
Miró al hombre. El hombre llevaba unos pantalones correctos y una camisa de vestir blanca sin abrochar en el cuello y con las mangas subidas hasta debajo de los codos. Tenía una cara blanda y carnosa, de expresión amable.
—Te daré un trabajo —dijo el hombre—. Vamos dentro. Te daré algo de comer. Llevas tocando aquí fuera toda la noche.
Al concluir su primera semana, estaba instalado en una pequeña habitación en el segundo piso de un hotel del Downtown, y tenía papeles falsos que le adjudicaban una edad de veintiún años (la edad mínima para servir bebidas alcohólicas) a nombre de Vicenzo Valenti, un nombre propuesto por el amable viejo italiano que le había contratado. A la propuesta del nombre había adjuntado un certificado de nacimiento auténtico.
El hombre se llamaba Alonso. El restaurante era hermoso. Tenía grandes ventanales acristalados que daban a la calle, y mucha luz, y además de servir las mesas los camareros y camareras, todos estudiantes, cantaban ópera. Toby tocaba el laúd, y además había un piano.
Era bueno para Toby, que no quería acordarse de que había sido Toby alguna vez.
Nunca había oído voces tan bellas.
Muchas noches, cuando el restaurante estaba abarrotado de grupos que celebraban algún acontecimiento, y la ópera era hermosa, y él podía tocar el laúd en pizzicato, se sentía casi bien y no quería que cerraran las puertas y verse obligado a recorrer las aceras mojadas de lluvia.
Alonso era un hombre de buen corazón, sonriente, y sentía un aprecio especial por Toby, que era su Vicenzo.
—Qué no daría —dijo a Toby— por ver siquiera a uno de mis nietos.
Alonso dio a Toby una pistola pequeña de culata nacarada y le enseñó a disparar. Tenía un gatillo suave. Se la dio sólo como protección. Alonso le enseñó las armas que guardaba en la cocina. A Toby le fascinaron aquellas pistolas, y cuando Alonso lo llevó al callejón trasero del restaurante y lo dejó disparar con ellas, le gustó la sensación, y el ruido ensordecedor que repercutía en ecos por las paredes ciegas de ambos lados.
Alonso dio trabajo a Toby en las bodas y fiestas de compromiso, le pagó con generosidad, le compró trajes italianos para sus actuaciones y a veces lo envió a servir cenas privadas en una casa situada a pocas manzanas del restaurante. A la gente, sin excepción, el laúd le parecía una nota elegante.
La casa en la que tocaba era bonita, pero hacía que Toby se sintiera incómodo. Aunque la mayoría de las mujeres que vivían allí eran ancianas y amables, también había algunas mujeres jóvenes, y hombres que iban a verlas. La mujer que regía aquel lugar se llamaba Violet, tenía una voz aguardentosa y llevaba una espesa capa de maquillaje, y trataba a todas las demás mujeres como si fueran sus hermanas pequeñas o sus hijas. A Alonso le gustaba sentarse a charlar durante horas con Violet. Casi siempre hablaban en italiano, a veces en inglés, y siempre se referían a épocas pasadas, y algunos indicios dejaban suponer que habían sido amantes.
Se jugaba a las cartas allí, y a veces había pequeñas reuniones de cumpleaños, la mayoría de las veces de hombres y mujeres ancianos, pero las mujeres jóvenes dirigían a Toby sonrisas cariñosas o burlonas.
En una ocasión, oculto detrás de un biombo pintado, tocó el laúd para un hombre que hacía el amor a una mujer, y el hombre le hizo daño. Ella le pegó y el hombre contestó con una bofetada.
Alonso quitó importancia a lo sucedido.
—Hace esas cosas continuamente —explicó, como si el comportamiento del hombre careciera de importancia. Alonso llamó Elsbeth a la muchacha.
—¿Qué clase de nombre es ése? —preguntó Toby. Alonso se encogió de hombros.
—¿Ruso? ¿Bosnio? ¿Cómo voy a saberlo? —Sonrió—. Son rubias. A los hombres les gustan. Y ella está huyendo de algún ruso, eso te lo aseguro. Tendré suerte si el bastardo no viene por aquí a buscarla.
A Toby empezó a gustarle Elsbeth. Tenía un acento que podía ser ruso. Una vez le contó que se había cambiado el nombre, y como Toby ahora se llamaba Vincenzo, sintió simpatía por ella. Elsbeth era muy joven, Toby no estaba seguro de que hubiera cumplido los dieciséis. El maquillaje hacía que pareciera mayor y menos tierna. Los domingos por la mañana, con un toque apenas de lápiz de labios, estaba muy guapa. Fumaba tabaco negro en la escalera de incendios del piso y charlaban los dos.
A veces Alonso invitaba a Toby a su casa, a comer espaguetis con su madre y con él. En Brooklyn. Alonso servía comida del norte de Italia en el restaurante, porque eso era lo que pedía la gente ahora, pero lo que el viejo prefería eran las albóndigas con salsa de tomate. Sus hijos vivían en California. Su hija había muerto de sobredosis a los catorce años. Una vez le señaló su fotografía, y fue la última vez que habló de ella.
Bufaba y agitaba la mano en el aire si alguien mencionaba siquiera a sus hijos.
La madre de Alonso no hablaba inglés, y nunca se sentaba a la mesa. Escanciaba el vino, fregaba los platos y se quedaba de pie junto a la estufa, de brazos cruzados, mirando a los hombres mientras comían. A Toby le hizo pensar en sus abuelas. Tenía un vago recuerdo de que habían sido mujeres así, plantadas de pie viendo comer a los hombres.
Alonso y Toby fueron a la Metropolitan Opera varias veces, y Toby disimuló la revelación que había sido para él escuchar a las mejores compañías del mundo, y sentarse en una buena butaca al lado de un hombre que conocía a la perfección la historia y la música. Toby conoció en esas horas algo que era una imitación perfecta de la felicidad.
Toby había visto óperas en Nueva Orleans, con su profesora del conservatorio. Y también había oído cantar ópera a los estudiantes de Loyola, y se había sentido conmovido por aquellos espectáculos dramáticos. Pero la Metropolitan Opera era infinitamente más impresionante.
Fueron al Carnegie Hall y también a oír a la Orquesta Sinfónica.
Era una emoción sutil, aquella felicidad, que envolvía como una delicada tela de araña las cosas que él recordaba. Deseaba sentirse alegre cuando miraba a su alrededor en aquellos grandes auditorios y escuchaba la música embriagadora, pero no se atrevía a confiar en nada.
Una vez le dijo a Alonso que quería un collar bonito para regalarlo a una mujer.
Alonso se echó a reír y sacudió la cabeza.
—A mi profesora de música —dijo Toby—. Me enseñó sin cobrarme nada. Y tengo doscientos dólares ahorrados.
—Déjamelo a mí —dijo Alonso.
El collar era maravilloso, una «pieza de colección». Alonso lo pagó. Se negó a aceptar un céntimo de Toby.
Toby se lo envió a la mujer al conservatorio porque era la única dirección que tenía de ella. No puso dirección del remitente en el paquete.
Una tarde fue a la catedral de St. Patrick y estuvo una hora sentado, mirando fijamente el altar mayor. No creía en nada. No sentía nada. Las palabras de los salmos que tanto había amado no provocaban en él ningún eco.
Al marcharse, se detuvo un instante en el vestíbulo de la iglesia para mirar atrás, como si no fuera a volver a ver nunca aquel mundo, y un policía rudo sacó a empujones a una pareja de turistas jóvenes que se habían estado besando. Toby se quedó mirando al policía, y éste le hizo gesto de que se marchara. Pero Toby se limitó a sacar el rosario del bolsillo y el policía hizo un gesto de asentimiento y se alejó.
Para sí mismo, era un fracaso. Aquel mundo propio de Nueva York no era real. Había fallado a su hermano pequeño, a su hermana, a su madre, y había decepcionado a su padre. «Cara Bonita».
A veces la ira ardía como una hoguera en el corazón de Toby, pero no iba dirigida contra nadie.
Era una ira que a los ángeles les costaba comprender, porque lo que Toby había subrayado muchos años atrás en el libro de Pascal Parente era cierto.
A nosotros los ángeles, en ciertos aspectos nos falta la cardiognosis. Pero yo sabía a través de la inteligencia lo que sentía Toby; lo sabía por su cara y por sus manos, incluso por la manera como tocaba ahora su laúd, de una forma más oscura y con una alegría forzada. Su laúd, con esos tonos bajos más ásperos, adquirió un sonido melancólico. Tanto sus penas como sus alegrías estaban condicionadas por esa melancolía. No podía poner en ella su dolor privado.
Una noche su patrón, Alonso, fue al pequeño apartamento del hotel de Toby. Llevaba al hombro una mochila grande de piel.
Alonso había subalquilado a Toby aquel lugar, en el límite de Little Italy. Era un sitio estupendo en lo que respecta a Toby, por más que por las ventanas sólo se vieran paredes; el mobiliario era agradable, incluso algo coqueto.
Pero Toby se sorprendió al abrir la puerta y ver a Alonso. Alonso nunca había ido allí. Alonso podía pagarle un taxi para que volviera a casa después de la ópera, pero nunca lo había visitado en su apartamento.
Alonso tomó asiento y pidió vino.
Toby tuvo que salir a comprarlo. Nunca tenía bebidas alcohólicas en su apartamento.
Alonso empezó a beber. Sacó de su chaquetón un arma corta y la dejó sobre la mesa de la cocina.
Alonso contó a Toby que se enfrentaba a fuerzas que nunca antes lo habían amenazado: los mafiosos rusos querían su restaurante y su negocio de catering, y le habían quitado su «casa».
—También querrían quedarse con este hotel —dijo—, pero no saben que el propietario soy yo.
Un grupo pequeño de ellos fue directamente a la casa en la que Toby había tocado para los jugadores de cartas y las damas. Mataron a tiros a los hombres presentes y a cuatro mujeres, y echaron a las restantes, y colocaron a sus propias chicas en el lugar de ellas.
—Nunca había visto esa clase de maldad —dijo Alonso—. Mis amigos no aguantarán a mi lado. ¿Con qué amigos cuento? Creo que mis amigos los apoyan en esto. Creo que mis amigos me han vendido. ¿Por qué si no han dejado que me hagan esto? No sé qué hacer. Mis amigos me echan la culpa a mí de lo ocurrido.
Toby miraba el arma. Alonso retiró el seguro, y luego volvió a ponerlo.
—¿Sabes lo que es esto? Esto dispara más balas de las que te puedes imaginar.
—¿Han matado a Elsbeth? —preguntó Toby.
—Le dispararon en la cabeza —dijo Alonso—. ¡Le dispararon en la cabeza!
Alonso empezó a gritar. Elsbeth era la razón por la que habían venido esos hombres, y los amigos de Alonso le dijeron lo tontos que habían sido Violet y él al darle refugio.
—¿Han matado a Violet? —preguntó Toby, y Alonso empezó a sollozar.
—Sí, han matado a Violet. —Lloró sin retenerse—. Mataron a Violet la primera, una anciana como ella. ¿Por qué lo han hecho?
Toby se puso a pensar. No pensó en todos los dramas policíacos que había visto por la televisión, ni en las historias de crímenes reales que había leído. Daba vueltas a sus propios pensamientos, sobre los que sobreviven en este mundo y los que no, los que son fuertes y resolutivos, y los débiles.
Se daba cuenta de que Alonso se estaba emborrachando. Era algo que detestaba.
Toby pensó mucho rato, y luego dijo:
—Tienes que hacerles a ellos lo que están intentando hacerte a ti.
Alonso lo miró y luego se echó a reír.
—Soy un viejo —dijo—. Y esos hombres se han propuesto matarme. ¡No puedo enfrentarme a ellos! Nunca he disparado un arma como ésa en mi vida.
Siguió hablando y bebiendo vino, cada vez más borracho y más furioso, y explicó que siempre se había cuidado de ofrecer las «cosas básicas», un buen restaurante, una casa o dos donde los hombres pudieran relajarse, jugar un poco a las cartas, tener un poco de compañía amistosa.
—Es el negocio inmobiliario —suspiró Alonso—. Si quieres saberlo, eso es lo que buscan. Tendría que haberme ido al infierno, lo más lejos posible de Manhattan. Y ahora es demasiado tarde. Estoy acabado.
Toby escuchó todo lo que dijo.
Esos criminales rusos se habían apoderado de su casa, y le habían llevado al restaurante una escritura de venta de la casa. También tenían otra escritura para el restaurante. Alonso, al que habían abordado a la hora del almuerzo con el restaurante abarrotado, se había negado a firmar nada.
Lo amenazaron con los abogados que llevaban sus negocios y los hombres del banco que trabajaba para ellos.
Pretendían que Alonso firmara la venta de sus negocios. Le prometieron que si firmaba las escrituras de venta y desalojaba el local, le darían una participación y no le harían daño.
—¿Darme una participación en mi propia casa? —aulló Alonso—. La casa no les basta. Quieren el restaurante que abrió mi abuelo. Eso es lo que de verdad quieren. Y entrarán en este hotel tan pronto como lo descubran. Han dicho que, si yo no firmaba los papeles, dejarían que su abogado se encargara de todo, y nadie encontraría nunca mi cadáver. Han dicho que harían en el restaurante las mismas cosas que hicieron en la casa. Lo harán de forma que a la policía le parezca un robo. Eso es lo que me han dicho. «Matarás a tu propia gente si no firmas». Esos rusos son monstruos.
Toby sopesó lo que sucedería si los criminales entraban en el restaurante de noche, cerraban las cortinas metálicas que daban a la calle y mataban a todos los empleados. Sintió un escalofrío al darse cuenta de que la muerte rondaba muy cerca de él.
Sin palabras, imaginó los cuerpos de Jacob y Emily. Emily con los ojos cerrados bajo el agua.
Alonso bebió otro vaso de vino. Gracias a Dios, pensó Toby, había comprado dos botellas del mejor cabernet.
—Cuando yo esté muerto —dijo Alonso—, ¿qué pasará si encuentran a mi madre? —Cayó en un silencio hosco.
Pude ver a su ángel de la guarda a su lado, impasible al parecer pero esforzándose en consolarlo. Pude ver a otros ángeles en la habitación. Ésos no desprendían luz.
Alonso meditaba, y Toby hizo lo mismo.
—En cuanto firme esas escrituras —dijo Alonso—, en cuanto sean los propietarios legales del restaurante, me matarán.
Buscó en su chaquetón y sacó de allí otra arma larga. Explicó que era automática y podía disparar a ráfagas más munición incluso que la primera.
—Juro que me los llevaré por delante.
Toby no le preguntó por qué no iba a la policía. Conocía la respuesta a esa pregunta, y nadie en Nueva Orleans había confiado nunca en la policía para esa clase de asuntos. Después de todo, el padre de Toby había sido un policía borracho y corrupto. Una pregunta así no formaba parte de la naturaleza de Toby.
—Esas chicas que traen —dijo Alonso—. Son niñas, esclavas, sólo niñas. —Y añadió—: Nadie va a ayudarme. Mi madre se quedará sola. Nadie puede ayudarme.
Alonso comprobó el seguro de la segunda arma. Dijo que los mataría a todos si podía, pero no creía poder hacerlo. Estaba muy borracho ahora.
—No, no puedo hacerlo. Tengo que escapar, pero no hay escapatoria. Quieren las escrituras, que todo se haga de forma legal. Tienen hombres suyos en el banco, y puede que también en las oficinas del registro.
Rebuscó en la mochila y sacó todas las escrituras, y las desplegó sobre la mesa. Sacó también las dos tarjetas comerciales que le habían dado aquellos hombres. Ésos eran los papeles que Alonso aún no había firmado: su garantía contra la muerte.
Alonso se puso en pie, entró tambaleándose en el dormitorio, que era la única otra habitación de aquel lugar, y se tumbó en la cama. Empezó a roncar.
Toby examinó todos los papeles. Conocía la casa muy bien, la puerta trasera, las escaleras de incendios. Conocía la dirección del abogado cuyo nombre figuraba en la tarjeta, o por lo menos dónde se encontraba el edificio; conocía la dirección del banco, aunque como era lógico los nombres de aquellas personas no significaban nada para él.
Una visión gloriosa inundó a Toby, o mejor dicho a Vincenzo. ¿O debería llamarlo Lucky? Siempre había poseído una imaginación asombrosa y una gran capacidad para las imágenes visuales, y ahora vislumbró un plan y un gran salto adelante respecto de la vida que llevaba.
Pero era un salto hacia la oscuridad más absoluta.
Fue al dormitorio. Sacudió el hombro del viejo.
—¿Mataron a Elsbeth?
—Sí, la mataron —dijo el viejo con un suspiro—. Las demás chicas se escondieron debajo de las camas. Dos de ellas escaparon. Ellas vieron a esos hombres matar a Elsbeth. —Simuló una pistola con la mano e imitó el ruido de las detonaciones con los labios—. Soy hombre muerto.
—¿De verdad lo crees?
—Lo sé de cierto. Quiero que cuides de mi madre. Si aparecen por aquí mis hijos, no hables con ellos. Mi madre guarda todo el dinero que tengo. No hables con ellos.
—Lo haré —dijo Toby. Pero no era una respuesta a la súplica de Alonso. Era una simple confirmación privada.
Toby fue a la otra habitación, recogió las dos armas y salió por la puerta trasera del edificio. El callejón era estrecho, y había cinco pisos de pared a cada lado. Las ventanas, hasta donde podía ver, estaban todas cerradas. Examinó cada arma. Las probó. Las balas volaron a tal velocidad que le sobresaltaron.
Alguien abrió una ventana y le gritó que dejara de hacer ruido.
Volvió a entrar en su apartamento y metió las armas en la mochila.
El viejo estaba preparando el desayuno en la cocina. Puso un plato de huevos delante de Toby. Luego tomó asiento él mismo y empezó a untar una tostada en su huevo.
—Puedo hacerlo —dijo Toby—. Puedo matarlos.
Su patrón lo miró. Sus ojos estaban tan muertos como solían estarlo los de su madre. El viejo bebió medio vaso de vino y volvió a tropezones al dormitorio.
Toby se acercó a observarlo. El olor le hizo recordar a su padre y a su madre. La mirada muerta y vidriosa de su patrón cuando levantó la vista hacia Toby le hizo pensar en su madre.
—Estoy a salvo aquí —dijo el viejo—. Nadie conoce esta dirección. No está escrita en ningún lugar del restaurante.
—Bien —dijo Toby. Se sintió aliviado al oírlo, había tenido miedo de preguntarlo.
En la madrugada, mientras oía el tictac del reloj nuevo colocado en el estante de la cocinita, Toby estudió las escrituras y las dos tarjetas comerciales, y luego se guardó las tarjetas en el bolsillo.
Despertó otra vez a Alonso e insistió en que le describiera a los hombres que había visto, y Alonso intentó hacerlo, pero finalmente Toby se dio cuenta de que estaba demasiado borracho.
Alonso bebió más vino. Comió un mendrugo de pan seco. Pidió más pan, mantequilla y vino, y Toby le llevó todas esas cosas.
—Quédate aquí, y no pienses en nada hasta que yo vuelva —dijo Toby.
—Sólo eres un chico —dijo Alonso—. No puedes hacer nada en este asunto. Avisa a mi madre. Es todo lo que te pido. Dile que no llame a mis hijos de la Costa Oeste. Díselo…
—Quédate aquí y haz lo que te he dicho —dijo Toby, que se sentía poderosamente estimulado. Estaba haciendo planes. Tenía sueños muy específicos. Se sentía superior a todas las fuerzas reunidas en contra de él y de Alonso.
Toby estaba furioso, además. Lo estaba por el hecho de que alguien en el mundo creyera que él era un niño incapaz de hacer nada en este asunto. Pensó en Elsbeth. Pensó en Violet con su cigarrillo colgando del labio, repartiendo las cartas sobre el tapete verde de la mesa de la casa. Pensó en las chicas hablando entre ellas en susurros, sentadas en el sofá. Pensó en Elsbeth, una y otra vez.
Alonso lo observaba.
—Soy demasiado viejo para que me derroten de esta manera —dijo.
—Yo también —dijo Toby.
—Tú tienes dieciocho años —dijo Alonso.
—No —dijo Toby. Sacudió la cabeza—. No es cierto.
El ángel de la guarda de Alonso estaba a su lado, mirándolo con expresión apenada. Había llegado al límite de lo que podía hacer. El ángel de Toby estaba horrorizado.
Ninguno de los dos ángeles podía hacer nada. Pero no dejaron de intentarlo. Sugirieron a Toby y a Alonso que podían huir, sacar a la madre de Brooklyn y tomar un avión a Miami. Dejar que los violentos se apoderaran de lo que deseaban.
—Tienes razón al decir que te matarán tan pronto como hayas firmado esos papeles —dijo Toby.
—No tengo ningún sitio adonde ir. ¿Cómo puedo contarle esto a mi madre? —preguntó el viejo—. Debería matar a mi madre, para que no sufra. Debería matarla a ella y luego matarme yo, y así acabar con todo.
—¡No! —dijo Toby—. Quédate aquí como te he dicho.
Toby puso un disco de Tosca y Alonso se puso a tararear al compás de la música, y al poco roncaba otra vez.
Toby caminó varias manzanas hasta un drugstore, compró un tinte negro para el pelo y unas gafas oscuras con montura negra, poco favorecedoras pero a la moda. A un vendedor callejero de la calle Cincuenta y seis Oeste le compró un maletín de aspecto lujoso, y a otro, un falso reloj Rolex.
Entró en otro drugstore y compró una serie de objetos, cosas pequeñas en las que nadie se fijaría, como esas piezas de plástico que la gente se pone entre los dientes para dormir, y muchas bolsas de goma y de plástico como las que se usan para guardar los zapatos. Compró unas tijeras, un frasco de esmalte de uñas transparente y una lima de esmeril para pulir las uñas. Se detuvo de nuevo en un puesto callejero de la Quinta Avenida y compró varios pares de guantes ligeros de piel. Guantes bonitos. También compró un fular de casimir amarillo. Hacía frío y anudárselo al cuello le proporcionó una sensación de bienestar.
Se sintió poderoso mientras caminaba por la calle, se sintió invencible.
Cuando volvió al apartamento, Alonso seguía allí sentado, nervioso, y la voz que sonaba era la de Callas cantando Carmen.
—¿Sabes? —dijo Alonso—. Me da miedo salir.
—Haces bien —dijo Toby. Empezó a limarse las uñas y a igualarlas.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Alonso.
—Aún no estoy seguro —dijo Toby—, pero me he fijado en que si en el restaurante entran hombres con las uñas arregladas, la gente se da cuenta, sobre todo las mujeres.
Alonso se encogió de hombros.
Toby salió a comprar comida y varias botellas de un vino excelente, para ayudarles a pasar otro día.
—Puede que estén matando gente en el restaurante ahora —dijo Alonso—. Debería haber avisado a todos de que no vayan. —Suspiró y se sostuvo la voluminosa cabeza entre las manos—. No eché el cierre al restaurante. ¿Y si van allí y ametrallan a todo el mundo?
Toby se limitó a asentir con un gesto.
Luego salió, se alejó un par de manzanas y llamó al restaurante. Nadie contestó. Era una señal pésima. El restaurante debería de estar hasta los topes para el almuerzo, con gente colgada del teléfono anotando las reservas para la cena.
Toby reflexionó que había sido prudente al mantener en secreto su apartamento, al no hacer amistad con nadie más que con Alonso, al no fiarse de nadie del mismo modo que no se había fiado de nadie de adolescente.
Llegó el amanecer.
Toby se duchó y se tiñó de negro el pelo.
Su patrón dormía vestido en la cama de Toby.
Toby se puso un elegante traje italiano que Alonso le había comprado, y luego añadió otros detalles que lo hacían por completo irreconocible.
La pieza bucal de plástico cambiaba la forma de la boca. El grueso marco de las gafas de sol daba a su rostro una expresión distinta. Los guantes de color gris perla eran hermosos. Se envolvió el cuello en el fular amarillo. Se puso su único abrigo de casimir negro.
Rellenó los zapatos de forma que parecía un poco más alto de lo que era en realidad. Colocó las dos armas automáticas en su maletín, y la pistola pequeña en el bolsillo.
Examinó la mochila de su patrón. Era de piel negra, muy elegante. De modo que se la echó al hombro.
Llegó a la casa antes del amanecer. Una mujer que nunca había visto antes abrió la puerta principal. Le sonrió y lo invitó a entrar. No había nadie más a la vista.
Sacó el arma automática del maletín y disparó sobre ella, y disparó a los hombres que venían corriendo hacia él por el vestíbulo. Disparó a la gente que bajaba las escaleras a la carrera. Disparó a las personas que parecían correr directamente hacia el cañón de su arma, como si no creyeran en lo que estaba ocurriendo.
Oyó gritos en el piso alto y subió, pasando por encima de un cuerpo tras otro, y disparó contra las puertas, abriendo grandes agujeros en ellas, hasta que todo quedó en silencio.
Se quedó quieto en el extremo del vestíbulo y esperó. Apareció un hombre que se movía con cautela, con un arma visible en la mano y otra al hombro. Toby le disparó de inmediato.
Pasaron veinte minutos. Tal vez más. Nada se movía en la casa. Despacio, recorrió una por una todas las habitaciones. Todos muertos.
Recogió todos los teléfonos móviles que encontró, y los guardó en la mochila de piel. Encontró un ordenador portátil, y lo cerró y también lo guardó, a pesar de que era un poco más pesado de lo que habría deseado. Cortó los cables del ordenador de mesa, y la línea telefónica.
Cuando ya se marchaba, oyó los gemidos de alguien que hablaba en voz baja en tono patético. Abrió de una patada la puerta y vio a una mujer muy joven, rubia con los labios pintados de rojo, acurrucada sobre sus rodillas y con un móvil en la oreja. Dejó caer el teléfono aterrorizada, al verlo. Sacudió la cabeza y le rogó en una lengua que él no consiguió entender.
La mató. Cayó al instante y quedó allí tendida como había estado su madre sobre el colchón ensangrentado. Muerta.
Recogió su teléfono. Una voz bronca preguntó:
—¿Qué está ocurriendo?
—Nada —contestó en un susurro—. Se ha vuelto loca.
Cortó la comunicación de golpe. La sangre circulaba veloz por sus venas. Se sintió poderoso.
Ahora recorrió de nuevo muy deprisa todas las habitaciones. Encontró a un hombre herido, gimiendo, y le disparó. Encontró a una mujer sangrante y moribunda, y también la remató. Recogió más teléfonos. La mochila estaba llena.
Luego salió, recorrió a pie varias manzanas y tomó un taxi que lo llevó a la parte alta, a la oficina del abogado que había gestionado la transmisión de la propiedad.
Simulando una ligera cojera al caminar y resoplando como si el maletín pesara demasiado y la mochila al hombro lo abrumara, entró en la oficina.
La recepcionista acababa de abrir las puertas, y le explicó sonriente que su jefe aún no había llegado, pero sólo tardaría unos minutos. Comentó que el pañuelo amarillo que llevaba al cuello era bonito.
Él se dejó caer en el sofá de cuero y, después de quitarse cuidadosamente un guante, se secó la frente como si le acuciara un fuerte dolor. Ella lo miró con ternura.
—Hermosas manos —dijo—, como las de un músico.
Él se echó a reír entre dientes. En un susurro, dijo:
—Todo lo que deseo es volver a Suiza.
Se sentía muy excitado. Sabía que ceceaba al hablar debido a la placa bucal de plástico. Eso le hizo reír, pero sólo para sí mismo. Nunca se había sentido tentado de ese modo en toda su vida. Pensó durante una fracción de segundo que ahora entendía la vieja expresión sobre «la seducción del mal».
Ella le ofreció un café. Él volvió a ponerse el guante. Dijo:
—No, me tendría despierto en el avión. Quiero dormir al atravesar el Atlántico.
—No consigo reconocer su acento. ¿De dónde es?
—Suizo —susurró, ceceando sin esforzarse por el artilugio que tenía en la boca—. Estoy impaciente por volver a casa. Odio esta ciudad.
Un ruido súbito que venía de la calle le sobresaltó. Era el conductor de una grúa que empezaba la jornada en una obra vecina. El ruido se repitió, y hacía temblar toda la oficina.
Él hizo una mueca de dolor, y ella le expresó cuánto sentía que hubiese de soportar todo esto.
Llegó el abogado.
Toby se puso en pie, desplegando toda su imponente estatura, y dijo con el mismo susurro ceceante:
—Vengo por una cuestión importante.
El hombre se sintió impresionado de inmediato, e invitó a Toby a entrar en su despacho.
—Mire, me muevo tan deprisa como puedo —dijo el hombre—, pero ese viejo italiano está loco. Y es tozudo. Su patrón pide milagros. —Revolvió unos papeles que había sobre su escritorio—. He encontrado esto. Se ha instalado en un edificio remodelado a pocas manzanas del restaurante, un sitio que vale millones.
Otra vez estuvo Toby a punto de echarse a reír, y se reprimió. Tomó los papeles que le tendía el hombre, miró la dirección, que era la de su hotel, y guardó todo en su maletín.
El abogado estaba petrificado.
Llegaban del exterior un estruendo metálico y fuertes golpes que repercutían en temblores, como si se arrojaran a la calle los escombros de un edificio demolido. Toby vio una gran grúa pintada de blanco al mirar por la ventana.
—Llame al banco ahora —susurró Toby, en lucha con su ceceo—. Y sabrá de lo que he venido a hablar.
De nuevo rió para sí mismo, y el hombre percibió su sonrisa y de inmediato marcó un número en su teléfono móvil.
—Se han creído ustedes que soy una especie de Einstein —masculló el abogado. Luego su expresión cambió: el hombre del banco había contestado.
Toby le quitó de las manos al abogado el teléfono móvil, y dijo al aparato:
—Quiero verle. Quiero verle fuera del banco. Quiero que me esté esperando.
Al otro lado de la línea, el hombre accedió de inmediato. El número de la ventanilla digital del teléfono era el mismo que el de una de las tarjetas que llevaba Toby en el bolsillo. Toby cerró el móvil y lo guardó en su maletín.
—¿Qué está haciendo? —preguntó el abogado.
Toby sintió que tenía un poder absoluto sobre aquel hombre. Se sintió invencible. Alguna reminiscencia perdida de las novelas leídas le impulsó a decir:
—Eres un mentiroso y un ladrón.
Sacó la pistola pequeña del bolsillo y disparó. El ruido quedó ahogado por los golpes y traqueteos de la calle.
Miró el ordenador portátil que había sobre el escritorio. No podía dejarlo ahí. Torpemente lo embutió en la mochila con todo lo demás.
Iba sobrecargado, pero era fuerte y tenía unas espaldas anchas.
Rió de nuevo entre dientes mientras miraba al hombre muerto. Se sintió magníficamente. Se sintió de maravilla. Se sintió como cuando se imaginaba a sí mismo tocando el laúd en un escenario de fama mundial. Sólo que esto era mejor.
Sintió un delicioso mareo, parecido al que percibió la primera vez que imaginó todas estas cosas, estas piezas y fragmentos de cosas que había visto en las series de crímenes televisivos y leído en las novelas, y se forzó a sí mismo a no echarse a reír, y en cambio a moverse con rapidez.
Cogió todo el dinero que había en el billetero del hombre, unos mil quinientos dólares.
En el antedespacho, sonrió seductor a la joven secretaria.
—Oiga —dijo, inclinándose sobre su mesa—. Dice que salga ahora. Está esperando, bueno, a ciertas personas.
—Ah, sí, entiendo —dijo ella, intentando parecer muy lista, muy colaboradora y muy tranquila—. Pero ¿cuánto tiempo he de estar fuera?
—El día, tómese el día —dijo Toby—. No, créame, él lo quiere así. —Le dio varios billetes de veinte dólares de la billetera del hombre—. Vaya a casa en taxi. Diviértase. Y llame mañana por la mañana, ¿me entiende? No vuelva sin haber llamado antes.
Ella estaba encantada.
Salió con él hacia el ascensor, orgullosa de estar a su lado, al lado de un hombre alto y joven, guapo y misterioso, y le dijo otra vez que su fular amarillo era espléndido. Se dio cuenta de que cojeaba, pero simuló no advertirlo.
Antes de que las puertas del ascensor se cerraran, él la miró a través de las gafas oscuras, le dirigió una sonrisa tan radiante como la de ella, y le dijo como despedida:
—Recuérdeme como su lord Byron.
Recorrió a pie las pocas manzanas que lo separaban del banco y se detuvo a pocos metros de la entrada. El gentío cada vez mayor lo empujó a un lado. Se arrimó a la pared y marcó el número del banquero en el teléfono robado al abogado.
—Salga ahora —dijo con su susurro ceceante, mientras su mirada recorría la multitud que pasaba ante las puertas del banco.
—Estoy fuera —respondió el hombre, bronco e irritado—. ¿Dónde diablos está usted?
Toby lo localizó sin dificultad cuando el hombre se volvió a meter el móvil en el bolsillo.
Toby miró a su alrededor, asombrado por la velocidad a que se movía el gentío en ambas direcciones. El ruido del tráfico era ensordecedor. Las bicicletas sorteaban zumbando el perezoso avance de camiones y taxis. El fragor ascendía por las paredes como si quisiera llegar al cielo. Sonaban las bocinas y una humareda gris flotaba en el aire.
Miró arriba, a la rendija de cielo azul que no alcanzaba a iluminar aquella grieta de la gigantesca ciudad, y se dijo a sí mismo que nunca se había sentido tan vivo. Ni siquiera en los brazos de Liona había sentido aquel vigor.
Marcó de nuevo el número, y esta vez esperó el timbrazo y observó al hombre, casi perdido en aquella masa de gente en perpetuo movimiento, cuando contestó.
Sí, ése era su hombre, de pelo gris, grueso, con la cara colorada ahora por la furia. Su víctima se detuvo delante del bordillo.
—¿Cuánto tiempo he de estar aquí esperando? —ladró al teléfono.
Dio media vuelta y caminó hacia los muros de granito del banco y se quedó a la izquierda de la puerta giratoria, mirando a su alrededor con calma.
El hombre miraba ceñudo a todos los que pasaban junto a él, excepto al joven flaco que pasó un poco agachado, cojeando, tal vez debido al peso de su voluminosa mochila y su maletín.
En ese hombre no se fijó en absoluto.
Tan pronto como se hubo colocado a su espalda, Toby disparó al hombre en la cabeza. Rápidamente volvió a guardar la pistola en su abrigo y, con la mano derecha, ayudó al hombre a deslizarse recostado en la pared hasta el suelo, con las piernas extendidas al frente. Toby se arrodilló solícito a su lado.
Sacó el pañuelo del bolsillo del hombre y le enjugó el rostro. Por supuesto, el hombre estaba muerto. Entonces, invisible para el gentío que pasaba a escasos centímetros, se apoderó del teléfono del hombre, de su billetero y de un pequeño bloc de notas que llevaba en el bolsillo del pecho.
Ni una sola de las personas que pasaban se detuvo, ni siquiera los que hubieron de sortear las piernas extendidas del banquero.
Un recuerdo fugaz asaltó a Toby. Vio a su hermano y a su hermana, muertos, sumergidos en la bañera.
Rechazó con energía aquel recuerdo. Se dijo a sí mismo que era intrascendente. Plegó el pañuelo de lino lo mejor que pudo con la mano enguantada, y lo colocó sobre la frente húmeda del hombre.
Caminó tres manzanas antes de tomar un taxi, y se bajó a tres manzanas de su apartamento.
Subió las escaleras, empuñando la pistola de su bolsillo con dedos temblorosos. Cuando llamó a la puerta, oyó la voz de Alonso.
—¿Vincenzo?
—¿Estás solo ahí? —preguntó.
Alonso abrió la puerta y lo hizo entrar.
—¿Dónde has estado, qué te ha ocurrido?
Miraba el pelo teñido, las gafas oscuras.
Toby examinó el apartamento.
Luego se volvió a Alonso y le dijo:
—Están todos muertos, los tipos que te molestaban. Pero esto no se ha acabado. No he tenido tiempo de ir al restaurante y no sé lo que está pasando allí.
—Yo sí —dijo Alonso—. Han despedido a todos mis empleados y cerrado el local. ¿Qué demonios me estás diciendo?
—Ah, bueno —dijo Toby—, entonces no está tan mal.
—¿Qué quieres decir con eso de que están todos muertos? —preguntó Alonso.
Toby le contó todo lo que había ocurrido. Luego dijo:
—Tienes que llevarme a gente que sepa cómo acabar esto. Llévame con tus amigos que no han querido ayudarte. Ahora sí te ayudarán. Querrán estos ordenadores. Querrán estos teléfonos móviles. Querrán este bloc de notas. Aquí hay datos, toneladas de datos sobre esos criminales y lo que quieren y lo que están haciendo.
Alonso se lo quedó mirando mucho rato sin hablar, y luego se postró en el único sillón de la habitación y hundió los dedos en su espesa cabellera.
Toby echó el cerrojo de la puerta del cuarto de baño. Tenía con él la pistola. Colocó la pesada tapa de porcelana del inodoro contra la puerta y se duchó con la cortina descorrida, frotando y frotando hasta que desapareció todo el tinte negro de su cabello. Trituró las gafas. Envolvió los guantes, los fragmentos de las gafas y el fular en una toalla.
Cuando salió, Alonso estaba hablando por el teléfono. Parecía muy absorto en la conversación. Hablaba en italiano o en dialecto siciliano, Toby no estaba seguro. En el restaurante podía atrapar al vuelo el sentido de algunas expresiones, pero aquél era un torrente de palabras demasiado rápido.
Cuando el viejo colgó, le dijo:
—Has acabado con ellos. Con todos ellos.
—Ya te lo dije —contestó Toby—. Pero vendrán otros. Esto es sólo el principio de algo. La información que guarda el ordenador de ese abogado no tiene precio.
Alonso lo miraba con un asombro tranquilo. Su ángel de la guarda estaba a su lado con los brazos cruzados observándolo todo con tristeza…, es como mejor puedo describir en términos humanos su actitud. El ángel de Toby lloraba.
—¿Conoces a gente que pueda ayudarme a utilizar estos ordenadores? —preguntó Toby—. Había ordenadores de sobremesa en la casa y en la oficina, pero no sé cómo desconectar los cables. Todos estos ordenadores tienen que estar repletos de información. Ahí hay números de teléfono, cientos con toda probabilidad.
Alonso asintió. Estaba asombrado.
—Quince minutos —dijo.
—¿Quince minutos, qué? —preguntó Toby.
—Estarán aquí, encantados de conocerte y encantados también de enseñarte todo lo que puedan.
—¿Estás seguro? —preguntó—. Si antes no querían ayudarte, ¿por qué no matarnos sencillamente a los dos?
—Vincenzo —dijo Alonso—. Tú eres justo lo que hasta ahora no tenían. Eres justo lo que necesitan. —Las lágrimas asomaron a los ojos de Alonso—. Hijo, ¿crees que te traicionaría? —dijo—. Tengo una deuda eterna contigo. En alguna parte tiene que haber copias de todas esas escrituras, pero tú has matado a los hombres que las manejaban.
Bajaron a la calle. Una enorme limusina negra los estaba esperando.
Antes de entrar en el coche aparcado, Toby tiró a un contenedor de basura la toalla con las gafas, el pañuelo y los guantes grises, empujándolo todo al fondo entre la masa crepitante de vasos de cartón y bolsas de plástico. Le repugnó el olor que quedó en su mano izquierda. Tenía su maleta y su laúd, y el maletín y la mochila de piel con los ordenadores y los teléfonos móviles.
No le gustó el aspecto del coche y no quería entrar en él, a pesar de que había visto muchos parecidos deslizándose por la Quinta Avenida al atardecer, y aparcados junto a las entradas del Carnegie Hall y de la Metropolitan Opera.
Por fin, detrás de Alonso se deslizó en el interior y se sentó frente a dos hombres jóvenes que ocupaban el asiento opuesto de piel negra.
Los dos lo miraban con una curiosidad indisimulada. Eran pálidos, de cabello rubio, rusos casi con toda seguridad.
Toby casi dejó de respirar como le ocurrió cuando su madre le destrozó el laúd. Mantuvo la mano en el bolsillo, sujetando la pistola. Todas las manos estaban a la vista, excepto la de Toby.
Se volvió y miró a Alonso. «Me has traicionado».
—No, no —dijo el hombre de enfrente, el mayor de los dos, y Alonso sonrió como si acabara de escuchar un aria perfecta. El hombre hablaba como un norteamericano, no como un ruso.
—¿Cómo lo has hecho? —preguntó el hombre rubio más joven de los dos. También él era norteamericano. Miró su reloj—. Aún no son las once.
—Tengo hambre —dijo Toby. Seguía empuñando con fuerza la pistola en el bolsillo—. Siempre he querido comer en el Russian Tea Room.
Fuera o no a morir, la respuesta hizo que Toby se sintiera muy listo. Además era cierto. Si había de tomar un último almuerzo, quería que fuera en el Russian Tea Room.
El hombre mayor rió.
—Bueno, pero no dispares contra nosotros, hijo —dijo, señalando el bolsillo de Toby—. Sería una estupidez porque vamos a darte más dinero del que nunca has visto en tu vida. —Soltó otra carcajada—. Te daremos más dinero del que nunca hemos visto en nuestras vidas. Y, por supuesto, te llevaremos al Russian Tea Room.
El coche se detuvo. Alonso se apeó.
—¿Por qué te vas? —preguntó Toby. Otra vez sintió ese miedo que lo dejaba sin respiración, y su mano se apretó sobre la pequeña pistola hasta casi rasgar la tela del bolsillo.
Alonso se inclinó y lo besó. Le sujetó la cabeza y lo besó en los ojos y en los labios, y luego lo soltó.
—No me quieren a mí —dijo—. Te quieren a ti. Te he vendido a ellos, pero por tu bien. ¿Lo entiendes? Yo no puedo hacer las mismas cosas que tú. No podemos seguir adelante con esto, tú y yo. Te he vendido a ellos para protegerte. Tú eres mi chico. Siempre serás mi chico. Ahora ve con ellos. Te quieren a ti, no a mí. Vete. Yo me llevo a mi madre a Miami.
—Pero ya no tienes que hacerlo —protestó Toby—. Puedes volver a tener la casa. Puedes recuperar el restaurante. Yo cuidaré de todo.
Alonso sacudió la cabeza. Toby se sintió estúpido de inmediato.
—Hijo, con lo que me pagan, estoy encantado de irme —dijo Alonso—. Mi madre verá Miami y será feliz. —Volvió a rodear la cara de Toby con las dos manos y lo besó—. Me has traído la suerte. Cada vez que toques esas viejas canciones napolitanas, piensa en mí.
El coche arrancó.
Comieron en el Russian Tea Room, y mientras Toby daba cuenta con un apetito voraz del pollo Kiev, el mayor de los dos hombres dijo:
—¿Ves a esos hombres de allí? Son policías de Nueva York. Y el que está con ellos es del FBI.
Toby no miró. Se limitó a clavar los ojos en el hombre que hablaba. Todavía tenía la pistola a su alcance, aunque odiaba sentir su peso.
Sabía que podía, si deseaba hacerlo, llevarse por delante a los dos hombres, y probablemente matar a uno de los otros tres antes de que acabaran con él. Pero aún no iba a intentar nada parecido. Ya se presentaría por sí mismo un momento mejor.
—Trabajan para nosotros —dijo el hombre mayor—. Nos han estado siguiendo desde que salimos de tu casa. Y nos seguirán después, cuando salgamos de la ciudad. De modo que relájate. Estamos muy bien protegidos, te lo aseguro.
Y así fue como Toby se convirtió en un sicario. Así fue como Toby llegó a ser Lucky el Zorro. Pero todavía hay algo más que reseñar, sobre la transición.
Esa noche, tendido en la cama, en una gran casa de campo a bastantes kilómetros de la ciudad, pensó en la muchacha que se había arrodillado y alzado las manos. Pensó en cómo le había rogado con palabras que no necesitaban traducción. Su rostro estaba empapado en lágrimas. Pensó en cómo se había doblado sobre sí misma y sacudido la cabeza y apoyado las manos contra él.
Pensó en ella después de que le hubiera disparado, tendida allí, inmóvil como su hermano y su hermana en la bañera.
Se levantó, se puso sus ropas y el abrigo, con la pistola aún en el bolsillo, y bajó las escaleras de la gran casa, pasando delante de los dos hombres que jugaban a las cartas en la sala de estar. Ésta parecía una enorme cueva. Había muebles sobredorados por todas partes. Y mucha piel de color negro. Parecía uno de esos elegantes clubes privados de una vieja película en blanco y negro. Esperabas ver a caballeros de edad madura atisbándote desde sus sillones de orejas. Pero sólo estaban los dos hombres que jugaban a las cartas debajo de una lámpara, aunque en el hogar ardía un fuego que iluminaba con alegres reflejos la oscuridad.
Uno de los hombres se puso en pie.
—¿Deseas algo, una bebida tal vez?
—Necesito dar un paseo —dijo Toby.
Nadie lo detuvo.
Salió y caminó alrededor de la casa.
Se dio cuenta del aspecto que ofrecían las hojas de los árboles más próximos a las farolas. Se dio cuenta del brillo del hielo en las ramas desnudas de otros árboles. Observó el tejado de pizarra, alto y empinado, de la casa. Vio el reflejo de la luz en los cristales emplomados en forma de rombo de las ventanas. Una casa del norte, construida para resguardarse de las fuertes nevadas, del largo invierno, una casa como él sólo había visto en el cine, si es que se había fijado en ellas.
Escuchó el sonido de la hierba helada bajo sus pies, y llegó hasta una fuente que manaba a pesar del frío, y vio brotar el chorro de agua y caer en forma de una aérea ducha blanca en el estanque agitado a la luz tenue.
La luz venía de un farol colocado ante la puerta cochera. La limusina negra estaba aparcada allí, reluciente bajo el farol. También venía la luz de las lámparas que flanqueaban las numerosas puertas de la casa. Y la luz brotaba de pequeños focos alineados a lo largo de los senderos de grava del jardín. El aire olía a agujas de pino y a leña quemada. Había un frescor y una nitidez en el aire que no había conocido en la ciudad. Todo era de una belleza deliberada.
Aquello le recordó un verano en el que fue a pasar las fiestas a una casa a orillas del lago Pontchartrain con dos de los alumnos más ricos de los jesuitas. Eran chicos simpáticos, mellizos, y le caían muy bien. Jugaban al ajedrez, les gustaba la música clásica. Destacaban en los deportes de la escuela, hasta el punto de que en la ciudad todo el mundo iba a verlos. Toby habría querido ser amigo de esos dos chicos, pero tenía que guardar el secreto de su vida de familia. Y por esa razón, nunca llegó a tener una verdadera amistad con ellos. En el curso superior, apenas se hablaban.
Pero nunca olvidó la hermosa casa cerca de Mandeville, con sus hermosos muebles, la madre que hablaba un inglés perfecto, el padre que tenía discos de grandes ejecutantes de laúd y había dejado que Toby los escuchara en una habitación que llamaba su estudio y estaba forrada por entero de libros.
Esta casa de campo se parecía a aquella casa de Mandeville.
Yo lo observaba. Observaba su rostro y sus ojos, y veía esas imágenes en su memoria y en su corazón.
Es verdad que los ángeles no comprendemos los corazones humanos. Es muy cierto. Lloramos a la vista del pecado, a la vista del sufrimiento. Pero no poseemos corazones humanos. Sin embargo, los teólogos que anotan observaciones como ésa no tienen en consideración el poder de nuestra inteligencia. Podemos poner en relación un número infinito de gestos, expresiones, cambios en la respiración y movimientos, y deducir de todo ello conclusiones profundamente conmovedoras. Somos capaces de conocer la pena.
Yo me formé mi concepto de Toby mientras lo hacía, y escuché la música que oía él en aquella remota casa de Mandeville, una antigua grabación de un tañedor de laúd judío que interpretaba temas de Dowland. Y observé a Toby de pie bajo los pinos hasta casi helarse de frío.
Toby regresó despacio a la casa. No podía dormir. La noche no tenía el menor significado para él.
Luego ocurrió una cosa extraña cuando se aproximó a las paredes de piedra cubiertas de hiedra, algo totalmente inesperado. Del interior de la casa le llegó una música sutil y estremecedora. Seguramente una ventana quedó abierta a pesar del frío y le permitió escuchar un fragmento de tanta ternura, de una belleza tan sutil. Supo que era un fagot o un clarinete. No estaba seguro. Pero venía de la ventana situada delante de él, alta, de cristales emplomados y abierta al frío exterior. De ahí venía la música: una larga nota grávida, y luego una melodía meditativa.
Se acercó más.
Era el sonido del despertar de algo, pero luego a la melodía de los vientos se unieron otras voces, ásperas como el sonido de una orquesta al afinar los instrumentos, pero unidas en una rígida disciplina. Luego la orquesta calló y emergieron de nuevo los vientos, y de nuevo una extraña urgencia volvió a henchir las voces de la orquesta mientras los vientos se remontaban con un tono más agudo y penetrante.
Se quedó quieto junto a la ventana.
De pronto la música enloqueció. Atacaron los violines, y la percusión resonó como una locomotora lanzada en la noche. Él casi se llevó las manos a los oídos, tan feroz era aquel sonido. Los instrumentos gimieron. Lloraron. Parecía la locura, el chillido de las trompetas, el vertiginoso torrente de las cuerdas, el batir de los timbales.
No pudo ya identificar lo que estaba oyendo. Por fin el trueno se apagó. Emergió de él una melodía más suave, apoyada en una sensación de paz, en transcripciones musicales de soledad y de despertares.
Él estaba ahora recostado en el pretil de la ventana, la cabeza inclinada, los dedos en las sienes, como para detener a cualquiera que se interpusiera entre la música y él.
Aunque empezaron a entrelazarse al azar melodías más suaves, por debajo de ellas palpitaba una urgencia oscura. De nuevo aumentó el volumen de la música. El volumen de los vientos creció hasta un punto casi insoportable. El tono se hizo inquietante.
De pronto toda la composición parecía preñada de amenazas, el preludio y reconocimiento de la vida que él había vivido. No puedes confiar en los repentinos remansos de ternura y quietud, porque la violencia volverá a irrumpir con un redoble de tambores y gritos de violines.
Una y otra vez la melodía se apagaba hasta una quietud casi perfecta y luego se producía una nueva erupción de violencia industrial tan fiera y oscura que lo paralizaba.
Entonces tuvo lugar la transformación más extraña. La música dejó de ser un asalto. Se convirtió en la sabia orquestación de su propia vida, de sus sufrimientos, de su sentimiento de culpa y su terror.
Era como si alguien hubiera arrojado una red envolvente sobre todo lo que él había llegado a ser, sobre cómo había destruido todas las cosas que tenía como sagradas.
Apretó la frente contra el cristal exterior helado de la ventana abierta.
El estruendo orquestado se le hizo insoportable, y cuando creyó que no podía resistirlo más, cuando casi se estaba ya tapando los oídos, cesó de pronto.
Abrió los ojos. En el interior de la habitación en penumbra, iluminada sólo por el fuego de la chimenea, había un hombre sentado en un gran sillón de piel, mirándolo. El reflejo del fuego centelleaba en el borde plateado de las gafas cuadradas de aquel hombre, y en su cabello blanco muy corto, y en la sonrisa de su boca.
Hizo a Toby una seña con un lánguido movimiento de su mano derecha, para que fuera hacia la puerta principal, y con la izquierda me hizo a mí el gesto de que entrara.
El hombre que estaba en la puerta principal dijo:
—El jefe quiere verte ahora, chico.
Toby recorrió una serie de habitaciones decoradas con dorados y terciopelos, con pesados cortinajes. Las cortinas estaban sujetas con cuerdas de flecos dorados. Dos fuegos estaban encendidos, uno en lo que parecía ser una gran biblioteca, y justo a continuación había una habitación con vidrios pintados de blanco y una pequeña piscina humeante en el centro, de aguas azules.
En la biblioteca, y no podía ser otra cosa con todos sus estantes abarrotados de libros, estaba sentado «el jefe» tal como Toby lo había visto desde la ventana, en su sillón de respaldo alto tapizado en cuero.
Todo lo que había en la habitación era exquisito. El escritorio era negro, de madera tallada. Había una vitrina de libros a la izquierda del hombre con figuras talladas a ambos lados de las puertas. Las figuras intrigaron a Toby.
Todo aquello parecía alemán, como si el mobiliario procediera directamente de Europa, del Renacimiento alemán.
La alfombra había sido tejida para aquella habitación, un mar inmenso de flores oscuras enmarcadas por el oro que relucía en las paredes y las altas repisas bruñidas. Toby nunca había visto una alfombra hecha a propósito para una habitación, recortada alrededor de las semicolumnas que flanqueaban las dobles puertas o de los bordes salientes de la base de las ventanas.
—Siéntate y hablemos, hijo —dijo el hombre.
Toby tomó asiento en el sillón de cuero situado enfrente, pero no dijo nada. Nada podía salir de su boca. La música sonaba aún en sus oídos.
—Voy a decirte exactamente lo que quiero que hagas —dijo el hombre. Y entonces lo explicó.
Muy estudiado, sí, pero un desafío casi imposible, aunque elegante.
—¿Pistolas? Las pistolas son chapuceras —dijo el hombre—. Esto es más sencillo, pero sólo tienes una oportunidad. —Suspiró—. Clavas la aguja en la base del cuello, o en la mano, y sigues andando. Sabes cómo hacerlo, sigues andando con la mirada al frente como si no hubieras llegado a rozar siquiera a ese tipo. La gente estará comiendo y bebiendo, descuidada. Creen que los hombres de fuera impedirán la entrada de los pistoleros a los que temen. ¿Vacilas? Entonces tu oportunidad desaparece, y si te atrapan con esa aguja…
—No me atraparán —dijo Toby—. No parezco peligroso.
—¡Es verdad! —dijo el hombre. Abrió las manos, como sorprendido—. Eres un chico guapo. No puedo localizar tu acento. Me parece que no eres de Boston. De Nueva York, tampoco. ¿De dónde vienes?
Aquello no sorprendió a Toby. Muchos descendientes de irlandeses y alemanes que vivían en Nueva Orleans tenían acentos que nadie podía adivinar. Y Toby había cultivado el acento de los ricos de la parte alta, cosa que aumentaba aún más la confusión.
—Pareces inglés, alemán, suizo, estadounidense —dijo el hombre—. Eres alto. Y eres joven, y tienes los ojos más fríos que jamás he visto.
—Quieres decir que me parezco a ti —dijo Toby.
El hombre pareció de nuevo sorprendido, pero luego sonrió.
—Supongo que sí. Pero yo tengo sesenta y siete años, y tú no llegas a los veintiuno. ¿Por qué no sueltas esa pistola y hablas conmigo?
—Puedo hacer todo lo que me pidas —dijo Toby—. Estoy impaciente por hacerlo.
—¿Lo entiendes?, no hay más que una oportunidad. —Toby asintió—. Si lo haces bien, ni se dará cuenta. Tardará por lo menos veinte minutos en morir. En ese tiempo, tú estarás ya fuera del restaurante, caminando a paso normal. Sigues caminando como si nada, y te recogeremos.
Toby se sentía de nuevo poderosamente excitado. Pero no cedió a ese sentimiento. La música no había parado en su cabeza. Aún escuchaba el primer acorde mayor de cuerdas y timbales.
Yo supe al verlo, lo excitado que estaba. Pude verlo en su respiración y en el calor de su mirada, que posiblemente el hombre no advirtió. Durante un momento Toby se pareció a Toby, inocente, lleno de planes.
—¿Qué quieres por todo esto, además de dinero? —preguntó el hombre.
Ahora fue Toby el que se sobresaltó. Y hubo un cambio radical en su rostro. El hombre se dio cuenta de la sangre que coloreó las mejillas de Toby, del brillo de su mirada.
—Más trabajo —dijo Toby—. Montones de trabajo. Y el mejor laúd que puedas comprar.
El hombre lo estudió.
—¿Cómo has llegado a todo esto? —le preguntó el hombre. De nuevo hizo un pequeño gesto con las manos abiertas. Se encogió de hombros—. ¿Cómo conseguiste hacer las cosas que hiciste?
Yo conocía la respuesta. Conozco todas las respuestas. Conocía la euforia que sentía Toby; sabía cuánto desconfiaba de aquel hombre, y cómo se deleitaba en el reto que suponía llevar a cabo lo que el hombre le pedía y luego tratar de seguir con vida. Después de todo, ¿por qué no había de matarlo aquel hombre después de haber hecho el trabajo para él? ¿Por qué no, en efecto?
Una idea azarosa se apoderó de Toby. No era la primera vez que le ocurría desear estar muerto. Así pues, ¿qué importancia tenía que ese hombre lo matara? Ese hombre no sería cruel. Sería rápido, y luego la vida de Toby O’Dare habría desaparecido, pensó. Intentó imaginar, como les ocurre a innumerables seres humanos, lo que significa ser aniquilado. La desesperación se apoderó de él como si fuera la cuerda más baja que pellizcaba de su laúd, y su reverberación siguió sonando sin fin.
La cruda excitación del trabajo inminente era el único contrapeso, y el fuerte temblor de la cuerda en su oído le prestó lo que suele considerarse valor.
El hombre parecía accesible. Pero la verdad es que Toby no confiaba en nadie. A pesar de todo, valía la pena probar. El hombre era educado, desenvuelto, cortés. A su manera, era un hombre muy seductor. Su calma era fascinante. Alonso nunca había tenido esa calma. Toby pretendía alcanzarla. Pero en realidad no conocía su significado.
—Si nunca me traicionas —dijo Toby—, haré cualquier cosa por ti, absolutamente cualquier cosa. Cosas que otros no pueden hacer. —Recordó a la muchacha que sollozaba, que rogaba, recordó la forma en que extendió los brazos, mostrando las palmas como para rechazarlo—. En serio, haré absolutamente cualquier cosa. Pero llegará el momento en que no querrás seguir viéndome a tu alrededor.
—O no —dijo el hombre—. Tú me sobrevivirás. Es indispensable que confíes en mí. ¿Sabes lo que significa «indispensable»?
Toby asintió.
—Absolutamente —dijo—. Y de momento no creo tener muchas opciones de modo que sí, confío en ti.
El hombre se quedó pensativo.
—Podrías ir a Nueva York, hacer el trabajo y largarte —dijo el hombre.
—¿Y quedarme sin la paga? —argumentó Toby.
—Podrías quedarte con la mitad que recibirás por adelantado, y sencillamente desaparecer.
—¿Es eso lo que quieres que haga?
—No —dijo el hombre. Siguió pensando.
»Podría quererte —dijo el hombre entre dientes—. Lo digo en serio. Oh, no es que quiera que seas mi amante, ¿sabes?, no es eso lo que quiero decir. Nada de ese estilo. Aunque a mi edad, no me importa mucho que sea chico o chica, ¿sabes? No, si son jóvenes y fragantes y tiernos y hermosos. Pero no me refiero a eso. Quiero decir que puedo quererte. Porque hay algo hermoso en ti, en tu modo de mirar y de hablar y en la forma en que te desplazas por una habitación.
¡Exacto! Eso era lo que estaba yo pensando. Y ahora comprendía lo que dicen que los ángeles no podemos comprender acerca de sus dos corazones, de los corazones de los dos.
Pensé en el padre de Toby y en que solía llamarlo «Cara Bonita» y provocarlo. Pensé en el miedo y en la quiebra total de su amor. Pensé en la forma en que la belleza de la tierra sobrevive a pesar de las espinas y las deformaciones que continuamente tratan de agredirla. Pero mis pensamientos eran sólo un trasfondo. Lo importante era lo que ocurría en escena.
—Quiero parar los pies a esos rusos —dijo el hombre, la mirada perdida, pensativo, el dedo doblado un instante bajo el labio—. Nunca conté con esos rusos. Nadie lo hizo. Ni siquiera se me ocurrió que hubiera nada parecido a esos rusos. Quiero decir que no pensé que operarían en tantos niveles. No te puedes imaginar las cosas que hacen, las estafas, los fraudes. Retuercen el sistema legal de todas las maneras concebibles. Es lo que hicieron en la Unión Soviética. De eso viven. No tienen un concepto de lo que está mal.
»Y aparecen esos chapuceros, los primos terceros de alguien, y se les antoja la casa de Alonso y su restaurante. —Hizo una mueca de disgusto y sacudió la cabeza—. Es estúpido.
Suspiró. Miró el portátil abierto sobre la mesita situada a su derecha. Toby no lo había advertido antes. Era el portátil que le robó al abogado.
—Tú los mantendrás a raya para mí, una y otra vez —dijo el hombre—, y yo te querré más aún de lo que te quiero ahora. Nunca te traicionaré. Dentro de unos días comprenderás que nunca traiciono a nadie, y que por eso soy…, bueno, soy el que soy.
Toby asintió.
—Creo que ya lo he comprendido —dijo—. ¿Qué hay del laúd?
—Conozco a gente, desde luego —contestó el hombre con un gesto de conformidad—. Veré lo que hay en el mercado. Te lo conseguiré. Pero no podrá ser el mejor. El mejor laúd sería demasiado llamativo. Daría que hablar. Dejaría un rastro.
—Sé lo que significa esa palabra —dijo Toby.
—Los buenos laúdes se alquilan a solistas jóvenes, no creo que nunca se vendan en realidad. Sólo hay unos cuantos en el mundo entero.
—Comprendo —dijo Toby—. Yo no soy tan bueno. Sólo quiero tocar uno que esté bien.
—Te conseguiré el mejor que pueda comprar sin crearme problemas —dijo el hombre—. Sólo has de prometerme una cosa.
Toby sonrió.
—Desde luego. Tocaré para ti. Siempre que quieras.
El hombre se echó a reír.
—Dime de dónde vienes —insistió—. De verdad, quiero saberlo. Puedo situar a la gente así —chascó los dedos—, por su forma de hablar, por muchos estudios que hayan hecho después, por mucho barniz que lleven encima. Pero no consigo localizar tu acento. Dímelo.
—No te lo diré nunca —dijo Toby.
—¿Ni siquiera si te digo que ahora trabajas para los Chicos Buenos, hijo?
—Eso no importa —dijo Toby. Un asesinato es siempre un asesinato. Casi sonrió—. Puedes pensar que no vengo de ninguna parte. Que soy tan sólo alguien que ha brotado de la nada en el tiempo oportuno.
Me quedé atónito. Era precisamente lo que yo estaba pensando. Es alguien que ha brotado de la nada en el Tiempo oportuno.
—Y una cosa más —dijo Toby al hombre.
El hombre sonrió y abrió las manos.
—Pide.
—El nombre de la pieza musical que acaba de sonar. Quiero un ejemplar.
El hombre rió.
—Eso es muy fácil —dijo—. La consagración de la primavera, de Igor Stravinsky.
El hombre miró radiante a Toby, como si hubiera encontrado algo de un valor inmenso. Lo mismo me ocurría a mí.
Hacia el mediodía del día siguiente Toby dormía profundamente y soñaba con su madre. Soñaba que ella y él caminaban por una hermosa casa de techos abovedados. Y él le contaba lo importante que iba a ser, y que su hermanita iría a las Hermanas del Sagrado Corazón. Jacob estudiaría en los jesuitas.
Sólo que había algo equívoco en aquella casa espectacular. Se convirtió en un laberinto, imposible de abarcar como una vivienda en su conjunto. Las paredes se alzaban como riscos, los suelos se ladeaban. Había un gigantesco reloj negro del abuelo en la sala de estar, y frente a él la imagen del Papa, como si colgara de una horca.
Toby despertó, solo, y por un instante asustado e inseguro de dónde se encontraba. Luego empezó a llorar. Intentó reprimirse, pero su llanto era incontrolable. Se volvió boca abajo y enterró la cara en la almohada.
Vio de nuevo a la chica. La vio tendida, muerta con su pequeño top blanco de seda y sus ridículos zapatos de tacón alto, como una niña jugando a vestirse de persona mayor. Tenía cintas en su largo cabello rubio.
Su ángel de la guarda posó una mano en la cabeza de Toby. Su ángel de la guarda le hizo ver algo. Le dejó ver el alma de la muchacha elevándose, manteniendo la forma del cuerpo por hábito y por la ignorancia de que ahora no estaba sujeta a esos límites.
Toby abrió los ojos. Luego su llanto se agravó, y la cuerda baja de la desesperación vibró con más intensidad que nunca.
Se levantó y empezó a caminar. Miró en su maleta abierta. Hojeó el libro sobre los ángeles.
Volvió a tenderse y lloró hasta quedarse dormido, igual que podría haberlo hecho un niño. También recitaba una oración mientras lloraba: «Ángel de Dios, mi querido custodio, haz que los “Chicos Buenos” me maten más pronto que tarde».
Su ángel guardián, al oír la desesperación de aquella súplica, al oír su dolor y su absoluta desolación, había vuelto la espalda y se tapaba el rostro.
Yo, no. Malaquías, no.
«Es él», pensé.
«Da un salto de diez años de tu tiempo hasta el punto donde empecé: él es Toby O’Dare para mí, no Lucky el Zorro. Y yo voy tras él».