Pecado mortal y misterio mortal
Tenía un garaje en Los Ángeles, parecido al de Nueva York: cuatro camionetas, una con un anuncio de una empresa de fontanería, otra de una floristería, la tercera pintada de blanco con una luz roja en el techo de modo que parecía una ambulancia especial, y la cuarta que era pura chatarra rodante de un operario, con algunos trastos viejos herrumbrosos en la trasera. Esos vehículos eran tan transparentes para el público como el famoso aeroplano invisible de la Mujer Maravilla. Un sedán abollado habría atraído más atención. Y siempre conducía un poco demasiado aprisa, con la ventanilla bajada y asomando el brazo arremangado, y nadie me veía. A veces fumaba, sólo lo justo para que se viera el humo.
En esta ocasión utilicé la camioneta de la floristería. Sin duda era lo mejor, en especial en un hotel en el que turistas e invitados se mezclan y pasean con toda libertad, entran y salen, y nadie pregunta nunca adónde vas ni si tienes o no la llave de alguna habitación.
Lo que funciona en todos los hoteles y hospitales es una actitud resuelta, un impulso decidido. Y desde luego funcionó en la Posada de la Misión.
Nadie se fijó en un melenudo de piel oscura con el logo de una tienda de flores sobre el bolsillo de su chaquetilla verde y un saco sucio de tela al hombro, que llevaba sólo un modesto ramo de lirios en una maceta de barro envuelta en papel de plata, y a nadie le preocupó que entrara con una rápida seña a los porteros, si es que se molestaron siquiera en levantar la cabeza. Además de la peluca, un par de gafas de montura gruesa distorsionaba por completo la expresión habitual de mi cara. Una placa colocada entre los dientes me proporcionó un ceceo perfecto.
Los guantes de jardinería que llevaba ocultaban los de látex, más importantes. El saco de tela que cargaba al hombro olía a abono. Llevaba la maceta de lirios como si se fuera a romper. Caminaba con una leve cojera de la pierna izquierda y una oscilación regular de la cabeza, un detalle que alguien podría recordar cuando no se acordaran de ninguna otra cosa. Tiré una colilla de cigarrillo a uno de los arriates de la entrada. Alguien podría tomar nota de ese gesto.
Tenía dos jeringuillas para el trabajo, pero sólo necesitaba una. Había un revólver pequeño sujeto a mi cadera bajo el pantalón, aunque me repelía la idea de tener que usarlo, y por lo que pudiera pasar, bajo el cuello de la camisa almidonada de la compañía traía una delgada hoja de plástico, lo bastante rígida y aguzada para atravesar la garganta de un hombre, o ambos ojos.
El plástico era el arma que podía utilizar con más facilidad si tropezaba con alguna dificultad, pero nunca se presentó la ocasión. Temía la sangre, y también la crueldad que implica. Detestaba la crueldad en cualquiera de sus formas. Me gustaba que todo fuera perfecto. En los dossiers me llamaban el Perfeccionista, el Hombre Invisible y el Ladrón de la Noche.
Confiaba por completo en la jeringuilla para este trabajo. Obviamente, puesto que el efecto deseado era un ataque al corazón.
La jeringuilla podía adquirirse en cualquier farmacia y era del tipo que usan los diabéticos, con una microaguja que algunas personas ni siquiera notarían. Y además del veneno había un segundo componente de acción rápida procedente de un medicamento también accesible para cualquiera, que privaría casi inmediatamente de sentido al sujeto, de modo que estuviera en coma cuando el veneno llegara al corazón. Todo rastro de ambas drogas desaparecería en el torrente sanguíneo en menos de una hora. La autopsia no revelaría nada.
Prácticamente todas las combinaciones químicas que yo utilizaba podían comprarse en cualquier establecimiento público del país. Es asombroso lo que puedes aprender sobre venenos cuando de verdad quieres hacer daño a la gente y no te preocupa lo que pueda ocurrirte a ti, tanto si te queda algún residuo de corazón o de alma, como si no. Tenía a mi disposición por lo menos veinte venenos distintos. Compraba las drogas en farmacias suburbanas, en pequeñas cantidades. De vez en cuando utilizaba las hojas de la adelfa, y en toda California crecen adelfas. Sabía cómo utilizar el veneno de las semillas del ricino.
Todo pasó como lo había planeado.
Eran aproximadamente las nueve y media. Cabello negro, gafas de montura negra. Olor a tabaco en los guantes manchados.
Tomé el pequeño ascensor rechinante hasta el último piso con otras dos personas que no me dirigieron ni una sola mirada, seguí los laberínticos pasillos, salí al jardín de hierba y lo crucé hasta la barandilla verde que daba al patio interior. Me recosté en la barandilla y observé el reloj.
Todo esto era mío. A la izquierda se extendía la larga galería cubierta por un tejado rojo, la fuente rectangular con sus chorros burbujeantes en forma de cestillo, la habitación al extremo, y la mesa y las sillas de hierro bajo la sombrilla verde, justo delante de la puerta de doble hoja.
Maldición. Cómo me habría gustado sentarme al sol, a la brisa fresca de California, en aquella misma mesa. Experimenté la intensa tentación de olvidarme de aquel trabajo y sentarme a la mesa hasta que mi corazón se apaciguara, y luego sencillamente irme, dejando allí la maceta con las flores para quienquiera que la encontrara.
Paseé perezosamente arriba y abajo por la galería, e incluso di la vuelta a la rotonda con sus empinadas escaleras de caracol, como si estuviera comprobando los números de las puertas, o sencillamente deteniéndome a mirarlo todo al pasar, por capricho. ¿Quién dice que el chico de las entregas no puede pararse a curiosear?
Por fin la dama salió de la suite Amistad y cerró la puerta de golpe. Bolso grande de cuero rojo de marca, taconeo apresurado con los zapatos adornados con oro y lentejuelas, falda estrecha, mangas recogidas, cabello rubio flotante. Hermosa y carísima, sin la menor duda.
Caminaba deprisa como si estuviera furiosa, y probablemente lo estaba. Me coloqué más cerca de la habitación.
Por la ventana del comedor de la suite vi la silueta borrosa del banquero, al otro lado de las cortinas blancas, inclinado sobre el ordenador del escritorio, sin advertir siquiera que yo lo estaba mirando, descuidado probablemente por el hecho de que durante toda la mañana los turistas se paraban a mirar.
Hablaba por un pequeño teléfono provisto de un auricular, y al mismo tiempo tecleaba.
Me dirigí a la doble puerta y llamé.
Al principio no contestó. Luego se acercó a regañadientes a la puerta, la abrió de par en par, me miró y dijo:
—¡Qué!
—De la gerencia, señor, con sus mejores deseos —dije, con el habitual susurro ronco porque la placa me dificultaba la pronunciación de las palabras. Levanté los lirios. Eran lirios muy hermosos.
Entonces pasé delante de él hacia el cuarto de baño, murmurando algo sobre el agua, que necesitaban agua, y con un encogimiento de espaldas el hombre volvió a su escritorio.
El cuarto de baño estaba abierto y vacío.
Podía haber alguien en el minúsculo compartimiento de los aseos, pero lo dudaba, y no oí un solo sonido revelador.
Sólo para asegurarme, entré en él por el agua, y la tomé del grifo de la bañera.
No, él era el único presente en la suite.
La puerta de la galería había quedado abierta de par en par.
Hablaba por teléfono y golpeaba el teclado del ordenador. Pude ver una cascada de números que titilaban.
Parecía alemán, y sólo conseguí entender que estaba irritado con alguien, y furioso, en general, con el mundo entero.
A veces los banqueros son los objetivos más fáciles, pensé. Creen que sus enormes riquezas les protegen. Casi nunca utilizan los guardaespaldas que necesitarían.
Me acerqué a él y coloqué las flores en el centro de la mesa del comedor, sin hacer caso del revoltijo de platos del desayuno. Él no se dio cuenta de que me había colocado a su espalda.
Por un instante me aparté de él y levanté la vista a la cúpula, que me era tan familiar. Miré los pinos pintados a lo largo de la base, sobre el fondo beige. Miré las palomas que ascendían a través de la neblina hacia el cielo azul. Me incliné sobre las flores. Me gustaba su fragancia. La aspiré y volvió a mi mente algún débil recuerdo de un lugar tranquilo y hermoso donde el aire estaba cargado del perfume de las flores. ¿Dónde había sido? ¿Era importante?
Y mientras, la puerta de la galería seguía abierta, y la brisa fresca entraba por ella. Cualquiera que paseara por allí vería la cama y la cúpula pero no a él, y tampoco a mí.
Me coloqué detrás de su silla y le inyecté en el cuello treinta unidades de la droga letal.
Sin levantar la vista se llevó la mano a la nuca como para ahuyentar un insecto, que casi siempre es lo que hacen, y entonces le dije, al tiempo que me guardaba la jeringuilla en el bolsillo:
—Señor, ¿no tiene una propina para un pobre mensajero?
Se volvió. Yo estaba encima de él, oliendo a tierra abonada y a tabaco.
Sus ojos fríos como el hielo me miraron furiosos. Y en ese momento, de pronto su cara empezó a cambiar. Su mano izquierda resbaló sobre el teclado del ordenador, y con la derecha se arrancó el auricular, que cayó al suelo. La mano cayó inerte, también. El teléfono cayó sobre el escritorio, y su mano izquierda sobre la rodilla.
Los rasgos de la cara se aflojaron y toda su irritación desapareció. Aspiró el aire e intentó sostenerse erguido con la mano derecha, pero no pudo encontrar el borde del escritorio. Entonces intentó levantar la mano hacia mí.
Rápidamente me quité los guantes de jardinero. Él no se dio cuenta. Ya no podía darse cuenta de casi nada.
Intentó ponerse en pie pero no pudo.
—Ayúdeme —susurró.
—Sí, señor —dije—. Quédese sentado hasta que se le pase.
Entonces, con los guantes de látex en las manos, apagué el ordenador y di la vuelta a la silla de modo que el hombre se desplomara sin ruido sobre el escritorio.
—Sí —dijo en inglés—. Sí.
—No se encuentra bien, señor —dije—. ¿Quiere que llame a un médico?
Levanté la vista a la galería desierta. Estábamos exactamente detrás de la mesa negra de hierro, y por primera vez me di cuenta de que en los tiestos toscanos rebosantes de geranios de pensamiento también había hibiscos. Las flores lucían muy hermosas, al sol.
Él se esforzaba en respirar.
Como he dicho, detesto la crueldad. Descolgué el teléfono interior que estaba a su lado, y sin marcar ningún número hablé al auricular apagado. Necesitamos un médico con urgencia.
Su cabeza se inclinó a un lado. Vi cerrarse sus ojos. Me parece que intentó hablar de nuevo, pero no consiguió decir una sola palabra.
—Ya vienen, señor —le dije.
A esas alturas, él no podía ver nada con claridad. Tal vez no veía nada en absoluto. Pero recordé la información que siempre te dan en el hospital, de que «el oído es lo último que se apaga».
Me lo dijeron cuando mi abuela agonizaba y yo quise encender el televisor en la habitación, y mi madre se echó a llorar.
Finalmente, el hombre cerró los ojos. Me sorprendió que pudiera hacerlo. Primero estaban entrecerrados, luego cerrados del todo. El cuello era una masa arrugada. No advertí el menor signo de respiración, ni la más mínima subida o bajada de su tórax.
Miré más allá de él, a través de las cortinas blancas, de nuevo a la galería. A la mesa negra, entre los tiestos toscanos, se había sentado un hombre que parecía mirarnos.
Yo sabía que no podía ver a través de las cortinas a esa distancia. Lo único que distinguiría era la blancura, y tal vez una silueta vaga. No me preocupé.
Necesitaba sólo unos instantes más, y luego podría marcharme a salvo, con la convicción de que el trabajo estaba concluido.
No toqué los teléfonos ni los ordenadores, pero hice un inventario mental de lo que había allí. Dos teléfonos móviles sobre el escritorio, tal como había señalado el jefe. Un teléfono descolgado en el suelo. Había más teléfonos en el cuarto de baño. Y otro ordenador, tal vez el de la mujer, sin abrir en la mesa colocada delante de la chimenea, entre los sillones de orejas.
Sólo estaba dando tiempo al hombre para morir mientras anotaba mentalmente todo aquello, pero cuanto más tiempo seguía en la habitación, peor me sentía. No estaba inquieto, sólo deprimido.
El extraño de la galería no me preocupaba. Que mirara todo lo que quisiera. Que mirara directamente el interior de la habitación.
Me aseguré de que los lirios estuvieran bien colocados, sequé unas gotas de agua que habían salpicado la superficie de la mesa.
A estas alturas, el hombre estaba muerto casi con toda seguridad. Sentí crecer en mi interior una desesperación intensa, una sensación de vacío total, ¿por qué no?
Me acerqué a comprobar su pulso. No lo encontré. Pero aún estaba vivo. Lo supe cuando toqué su muñeca.
Me incliné para oír si respiraba, y para mi incómoda sorpresa, escuché el débil suspiro de alguna otra persona.
«Algún otro…».
No podía ser el tipo de la galería, por más que seguía mirando hacia el interior de la habitación. Pasó una pareja. Luego apareció un hombre solo, mirando al cielo y a los lados, y se dirigió hacia las escaleras de la rotonda.
Atribuí a los nervios aquel suspiro. Había sonado junto a mi oído, como si alguien me susurrara. Era sólo la habitación lo que me ponía nervioso, pensé, por lo mucho que me gustaba, y porque la absoluta fealdad del crimen desgarraba mi alma.
Puede que fuera la habitación la que suspiraba de pena. Desde luego, yo deseaba hacerlo. Y quería irme.
Y entonces mi malestar interior se agravó, como solía ocurrirme en los últimos tiempos. Sólo que en esta ocasión era más fuerte, mucho más fuerte, y hablaba dentro de mi cabeza de un modo inesperado para mí.
«¿Por qué no te reúnes con él? Sabes que deberías ir a donde va él. Deberías tomar ese pequeño revólver que llevas debajo del sobaco derecho y colocarte el cañón debajo de la barbilla. Dispara hacia arriba. Tus sesos volarán tal vez hacia el techo, pero tú habrás muerto por fin y todo estará oscuro, más oscuro incluso de como está ahora, y te habrás separado para siempre de todos ellos, todos ellos: mamá, Emily, Jacob, tu padre, tu innombrable padre, y todos los que son como él, como el que acabas de asesinar con tus manos y sin piedad. Hazlo. No esperes más. Hazlo».
No había nada nuevo en aquella depresión profunda, me recordé a mí mismo, en ese deseo acuciante de acabar de una vez, esa aguda y paralizante obsesión por alzar el revólver y hacer exactamente lo que la voz decía. Lo inusual era la claridad de la voz. La sentía como si estuviera a mi lado, en lugar de dentro de mí. Lucky le hablaba a Lucky, como tantas otras veces.
Fuera, el extraño se levantó de la mesa, y vi con frío asombro que entraba por la puerta abierta. Se detuvo en medio de la habitación, debajo de la cúpula, mirándome mientras yo seguía en pie detrás del moribundo.
El extraño tenía una figura bastante notable: alto y esbelto, con una mata de cabello negro suave y ondulado y ojos azules de una expresión extrañamente amistosa.
—Este hombre está enfermo, señor —dije de inmediato, apretando lo más que pude la lengua contra la placa—. Creo que necesita un médico.
—Está muerto, Lucky —dijo el extraño—. Y no escuches la voz que suena dentro de tu cabeza.
Aquello me resultó tan absolutamente inesperado que no supe qué hacer ni qué decir. Pero tan pronto como hubo pronunciado esas palabras, la voz de mi cabeza insistió:
«Acaba con todo. Olvida el revólver y las inevitables salpicaduras. Tienes otra jeringuilla en el bolsillo. ¿Vas a dejar que te atrapen? Tu vida es ya un infierno. Piensa lo que será cuando estés en prisión. La jeringuilla. Hazlo ahora».
—No le hagas caso, Lucky —dijo el extraño. Parecía emanar de él una inmensa generosidad. Me miró con tanta intensidad que era casi devoción, y tuve la sensación inexplicable de que me amaba.
La luz varió. Una nube debía de haber destapado el sol porque la habitación se iluminó y lo vi a él con una claridad rara, aunque estaba muy acostumbrado a fijarme en la gente y memorizar sus rasgos. Tenía mi misma estatura, y me miraba con evidente ternura e incluso preocupación.
Imposible.
Cuando sabes que algo es desde todo punto imposible, ¿qué haces? ¿Qué había de hacer yo ahora?
Metí la mano en el bolsillo y palpé la jeringuilla.
«Eso es. No desperdicies los últimos preciosos minutos de tu odiosa existencia en entender a este tipo. ¿No ves que el Hombre Justo ha hecho un doble juego?».
»No es eso —dijo el extraño. Miró al hombre muerto y su rostro cambió hasta adoptar una expresión de pena perfecta, y entonces se dirigió de nuevo a mí.
»Es hora de que salgas de aquí conmigo, Lucky. Hora de que escuches lo que tengo que decirte.
No pude pensar de forma coherente. El pulso me atronaba los oídos, y con el dedo empujé, aunque sólo un poco, la caperuza de plástico de la jeringuilla.
«Sí, salta fuera de sus contradicciones, y sus trampas y sus mentiras, y su inacabable capacidad para utilizarte. Derrótales. Ven ahora».
—¿Ven ahora? —susurré. Las palabras se apartaban del tema de la rabia que invadía por lo general mi mente. ¿Por qué había pensado eso, «ven ahora»?
—No lo has pensado —dijo el extraño—. ¿No ves que él está haciendo todo lo que abominablemente puede para derrotarnos? Deja en paz la jeringuilla.
Parecía joven y atento, y casi irresistiblemente afectuoso al mirarme, pero no tenía nada de joven y a la luz del sol aparecía resplandecientemente bello, y todo en él resultaba atractivo de una manera no forzada. Sólo ahora me di cuenta, con algún sobresalto, de que llevaba un traje gris sencillo, y una preciosa corbata de seda azul.
No había en él nada notable, salvo su rostro y sus manos. Y su expresión revelaba amistad y perdón.
«Perdón».
¿Por qué razón alguien, quienquiera que fuese, había de mirarme de esa manera? Con todo, tuve la sensación de que me conocía, de que me conocía mejor que yo mismo. Parecía saberlo todo acerca de mí, y sólo ahora caí en la cuenta de que me había llamado tres veces por mi nombre.
Sin duda era el Hombre Justo quien lo enviaba. Sin duda la razón era que yo había sido traicionado. Era mi último trabajo para el Hombre Justo, y tenía delante de mí al asesino superior que acabaría con el viejo asesino que ahora se empeñaba en ser más misterioso de lo que valía.
«Entonces dales un chasco, hazlo ahora».
—Te conozco —dijo el extraño—. Te he conocido toda tu vida. Y no vengo de parte del Hombre Justo. —Al decirlo, rió levemente—. Bueno, no del que tú llamas el Hombre Justo, Lucky, sino de otro que síes el Hombre Justo, debería decir.
—¿Qué quieres?
—Que salgas de este lugar conmigo. Que hagas oídos sordos a la voz que te está intoxicando. Ya llevas demasiado tiempo escuchando esa voz.
Calculé. ¿Cómo podía explicarse todo esto? No era sólo el estrés de estar en mi habitación de la Posada de la Misión, no, eso no era suficiente. Tenía que ser el veneno, lo había absorbido cuando lo preparaba, a pesar de los guantes dobles. No había hecho las cosas exactamente como debía.
—Eres demasiado listo para eso —dijo el extraño.
«¿Y ahora vas a hundirte en la locura…, cuando tienes el poder de darles la espalda a todos ellos?».
Miré a mi alrededor. Miré la cama de baldaquín; miré la ropa de cama familiar, de color marrón oscuro. Miré la enorme chimenea, ahora a la espalda del extraño. Miré todo el mobiliario y los objetos de la habitación que tan bien conocía. ¿Cómo podía presentarse la locura de un modo tan repentino? ¿Cómo podía crear una ilusión tan completa? Pero sin duda el extraño no estaba allí, y yo no estaba hablando con él, y la mirada cálida e invitadora de su rostro sólo era algún tipo de mecanismo de mi mente enferma.
Rió de nuevo, muy suavemente. Pero la otra voz seguía.
«No le des la oportunidad de quitarte la jeringuilla. Si no quieres morir en esta habitación, maldita sea, sal fuera. Encuentra algún rincón de este hotel, los conoces todos, y acaba allí de una vez y para siempre con todo».
Durante un segundo precioso, estuve seguro de que la figura se desvanecería si me acercaba a ella. Lo hice. El extraño era tan sólido y palpable como antes. Se apartó y me hizo el gesto de dejarme paso para salir delante de él.
Y de pronto me encontré a mí mismo en la galería, a la luz del sol, y los colores que me rodeaban eran maravillosamente vivos y tranquilizadores, y no sentí ninguna urgencia de nada, de consultar ningún reloj.
Le oí cerrar la puerta de la suite, y un instante después lo vi a mi lado.
—No me hables —dije, de mal humor—. No sé quién eres ni lo que quieres ni de dónde vienes.
—Me has llamado tú —dijo con su voz siempre tranquila y agradable—. Me has llamado otras veces, pero nunca con tanta desesperación como ahora.
De nuevo tuve la sensación de que el amor fluía de él, de un conocimiento infinito y una aceptación inexplicable de quién y qué era yo.
—¿Te he llamado?
—Has rezado, Lucky. Has rezado a tu ángel custodio, y tu ángel custodio me ha transmitido a mí tu súplica.
Sencillamente, no había forma humana de que yo pudiera aceptar una cosa así. Pero lo que me impresionó más fue que el Hombre Justo no tenía forma de saber que yo había rezado, y posiblemente tampoco podía saber lo que pasaba por mi cerebro.
—Sé lo que pasa por tu cerebro —dijo el extraño. Su rostro era tan atractivo y confiado como antes. Sí, era confiado, como si no tuviese nada que temer de mí, de ninguna de las armas que llevaba, de ningún acto desesperado al que pudiera entregarme—. Te equivocas —dijo en voz baja, y se acercó más a mí—. Hay actos de desesperación que no quiero que cometas.
»¿No conoces al Diablo cuando lo ves? ¿No sabes que es el padre de las mentiras? Puede que haya diablos especiales para las personas como tú, Lucky, ¿no se te ha ocurrido nunca?
Mi mano fue de nuevo al bolsillo en busca de la jeringuilla, pero al instante la retiré.
—Diablos especiales, es muy probable —dijo el extraño—, y ángeles especiales también. Lo sabes por tus antiguos estudios. Los hombres especiales tienen ángeles especiales, y yo soy tu ángel, Lucky. He venido a ofrecerte un modo de salir de esto, y no debes, de ninguna manera debes, tocar esa jeringuilla.
Yo me disponía a hablar, cuando la desesperación se abatió sobre mí como si alguien me hubiera envuelto en un sudario, aunque nunca he visto un sudario. Fue sencillamente la imagen que se me ocurrió.
«¿Es así como quieres morir? ¿Loco, en alguna celda estrecha con personas que te torturarán para sacarte información? Sal de aquí. Sal. Ve a donde puedas colocar el revólver debajo de tu barbilla y apretar el gatillo. Cuando viniste a este lugar y a esta habitación sabías que después lo harías. Siempre has sabido que éste sería tu último asesinato. Por eso te has traído la jeringuilla extra».
El extraño se echó a reír como si no pudiera reprimirse.
—Está echando el resto —dijo en voz baja—. No escuches. No habría levantado la voz de forma tan estridente de no estar yo aquí.
—¡No quiero que me hables! —estallé.
Una pareja joven se acercaba a nosotros por la galería. Me pregunté lo que veían. Evitaron mirarnos, y sus ojos se dirigieron a la arquitectura de ladrillo y las pesadas puertas. Creo que las flores les maravillaron.
—Son los geranios —dijo el extraño mientras paseaba la vista por los tiestos que nos rodeaban—. Y quieren sentarse en esta mesa, de modo que, ¿por qué no nos vamos tú y yo?
—Me voy —dije, furioso—, pero no porque tú lo digas. No sé quién eres. Pero una cosa te digo. Si te ha enviado el Hombre Justo, será mejor que te prepares para una pequeña batalla, porque voy a acabar contigo antes de irme.
Caminé hacia la derecha y empecé a bajar la escalera de caracol de la gran rotonda. Me movía deprisa, para silenciar de forma deliberada y total la voz que sonaba en mi cabeza, y así crucé una terraza tras otra y llegué a la planta baja. Lo encontré allí.
—Ángel de la guarda, dulce compañía —susurró. Me esperaba apoyado en la pared, con los brazos cruzados en una actitud recogida, pero entonces se irguió y se colocó a mi lado mientras yo seguía caminando tan deprisa como podía.
—Sé franco conmigo —dije entre dientes—. ¿Quién eres?
—No creo que estés dispuesto a creerme —dijo, con su actitud tan amable y solícita como siempre—. Preferiría que habláramos de camino, volviendo a Los Ángeles, pero si insistes…
Sentí que el sudor empezaba a brotar de todos los poros de mi cuerpo. Me quité la placa de la boca, y también me arranqué los guantes de látex. Los metí de cualquier manera en el bolsillo.
—Con cuidado. Si destapas esa jeringuilla, te perderé —dijo, y se arrimó un poco más. Se movía tan deprisa como yo, y ahora nos acercábamos ya a la entrada principal del hotel.
«Conoces la locura. La has visto. Ignóralo. Si dejas que te enrede, estás acabado. Entra en la camioneta y sal de aquí. Busca algún lugar a un lado de la carretera. Y ya sabes lo que has de hacer».
La sensación de desesperación era casi cegadora. Me detuve junto a la camioneta. Estábamos debajo del campanario. No podía haber un lugar más encantador. La hiedra reptaba por entre las campanas, y la gente circulaba junto a nosotros por el sendero, a izquierda y derecha. Podía oír las risas y la charla en el restaurante mexicano vecino. Podía oír gorjear a los pájaros en los árboles.
Él estaba a mi lado y me miraba con intención, me miraba del modo como habría querido que me mirase un hermano, pero no tenía hermanos, porque mi hermano menor había muerto hacía mucho, mucho tiempo. «Por mi culpa. El pecado original».
Perdí el aliento. Sencillamente, la respiración me abandonó. Lo miré directamente a los ojos y vi de nuevo amor, amor puro y no adulterado, y aceptación, y entonces muy despacio, con cautela, colocó su mano en mi hombro izquierdo.
—Muy bien —susurré. Temblaba—. Has venido a matarme porque te ha enviado él. Cree que soy un chapucero y me ha tachado de la lista.
—No, no y no.
—¿Soy yo el que ha muerto? ¿Me he inyectado de alguna manera ese veneno en las venas sin enterarme? ¿Es eso lo que ha sucedido?
—No, no y no. Estás muy vivo, y por eso quiero que me escuches. Tu camioneta está a cincuenta pasos de aquí. Les dijiste que la colocaran junto a la entrada. Saca el ticket del bolsillo. Haz los pocos gestos que te quedan por hacer en este lugar.
—Me estás ayudando a completar el crimen —dije, rabioso—. Aseguras ser un ángel, pero estás ayudando a un asesino.
—El hombre de allá arriba se ha ido, Lucky. Sus ángeles lo acompañaban. Y ahora no puedo hacer nada por él. He venido a buscarte a ti.
Había en él una belleza indescriptible cuando dijo esas palabras y repitió su amistosa invitación, como si de alguna manera pudiera enderezarlo todo en este mundo torcido.
Rabia.
No iba a perder la cabeza. Y no creía que el Hombre Justo pudiera dar con esa clase de asesino ni aunque lo buscara durante cien años.
Avancé con las piernas temblorosas, tendí el ticket envuelto en un billete de veinte dólares al chico que me esperaba, y salté al interior de mi camioneta.
Por supuesto, él también entró. Pareció ignorar el polvo y la suciedad que había por todas partes, el abono y el periódico arrugado y las demás cosas que había puesto para que pareciera el vehículo de una empresa, y no de un particular.
Arranqué, di un giro brusco y me dirigí hacia la carretera.
—Sé lo que ha ocurrido —dije, por encima del ruido del viento caluroso que entraba por las ventanillas abiertas.
—¿Y qué ha sido exactamente?
—Yo te he creado. Te he imaginado. Y ésa es una forma de la locura. Y todo lo que tengo que hacer para acabar con esto es estrellar la camioneta contra un muro. Nadie saldrá perjudicado excepto yo y tú, esa ilusión, esa cosa que he creado porque he llegado de alguna manera al final del camino. Ha sido en la habitación, ¿no es así? Sé que ha sido así.
Se limitó a reír sin ruido para sí mismo y mantuvo los ojos fijos en la carretera. Al cabo de un momento, dijo:
—Vas a ciento ochenta kilómetros por hora. Te van a parar.
—¿Aseguras o no que eres un ángel?
—Claro que soy un ángel —respondió, mirando todavía al frente—. Ve más despacio.
—¿Sabes? He leído un libro sobre ángeles hace poco —le dije—. ¿Sabes? Me gusta esa clase de libros.
—Sí, tienes una biblioteca considerable sobre temas en los que no crees y que ya no consideras sagrados. Y fuiste un buen chico cuando estabas en el colegio de los jesuitas.
De nuevo me quedé sin aliento.
—Oh, eres un asesino de cuidado cuando me tiras todo eso a la cara —dije—, sí, eso es lo que eres.
—No he sido nunca un asesino y nunca lo seré —dijo en tono calmado.
—¡Eres un cómplice post facto!
De nuevo rió sin voz.
—De haber querido impedir el crimen, lo habría hecho —dijo—. Recuerda que has leído que los ángeles son en esencia mensajeros, la personificación de la función que ejercen, por así decirlo. Eso no ha debido de sorprenderte, pero lo que sí es una sorpresa para ti es que me hayan enviado a ti como mensajero.
Un embotellamiento de tráfico nos obligó a circular más despacio, después a ir a paso de tortuga, y finalmente a detenernos. Lo miré a los ojos.
La calma descendió sobre mí, pero me di cuenta de que sudaba bajo la fea chaquetilla verde que llevaba, y sentía aún inseguras mis piernas, con un temblor en el pie que apretaba el pedal del freno.
—Te diré lo que sé de ese libro sobre los ángeles —dije—. Tres de cada cuatro veces intervienen en incidentes de tráfico. ¿Qué es exactamente lo que hacíais los de tu clase antes de que se inventaran los automóviles? La verdad es que cerré el libro haciéndome esa pregunta.
Se echó a reír.
Detrás de mí sonó un bocinazo. El tráfico se movía, y lo mismo hicimos nosotros.
—Es una pregunta perfectamente legítima —dijo—, sobre todo después de haber leído ese libro en particular. No importa lo que hacíamos en el pasado. Lo que importa ahora es lo que podemos hacer tú y yo juntos.
—Y no tienes ningún nombre.
De nuevo íbamos deprisa, pero no corrí más que los otros coches situados como yo en el carril izquierdo.
—Puedes llamarme Malaquías —dijo con amabilidad—, pero te aseguro que ningún serafín del cielo te dirá nunca cuál es su verdadero nombre.
—¿Un serafín? ¿Me estás diciendo que eres un serafín?
—Te quiero para un encargo especial, y te ofrezco una oportunidad de emplear todas las habilidades que posees para ayudarme, y para ayudar a las personas que justo en este momento están rezando para que intervengamos.
Me quedé estupefacto. Sentí el impacto de sus palabras como el escalofrío de la brisa en el momento en que, cerca ya de Los Ángeles, nos aproximamos a la costa.
«Es un invento tuyo. Choca con el terraplén. No hagas el bobo por algo que ha surgido de tu propia mente enferma».
—No soy un invento tuyo —dijo—. ¿No ves lo que ocurre?
La desesperación amenazaba ahogar mis propias palabras.
«Es un engaño. Tú has matado a un hombre. Mereces la muerte y el olvido que te aguarda».
—¿Olvido? —murmuró el extraño. Alzó la voz contra el viento—. ¿Crees que te aguarda el olvido? ¿Crees que no vas a volver a ver a Emily y Jacob?
«¿Emily y Jacob?».
—¡No me hables más de ellos! —dije—. Cómo te atreves a mencionarlos. No sé quién eres, o lo que eres, pero no me los menciones. Si sólo eres producto de mi imaginación ¡desaparece!
Esta vez su risa tuvo un temblor de inocencia.
—¿Por qué no he sabido que las cosas irían de este modo contigo? —dijo. Extendió una de sus manos suaves y la colocó blandamente en mi hombro. Parecía melancólico, triste y como perdido en sus pensamientos.
Yo fijé la vista en la carretera.
—Estoy perdido —dije. Nos dirigíamos al centro de Los Ángeles, y en pocos minutos tomaríamos la salida que me llevaría al garaje en el que guardaba la camioneta.
—Perdido —dijo, como si reflexionara. Parecía observar lo que nos rodeaba, los terraplenes cubiertos de enredaderas y los rascacielos de cristal—. Ésa es precisamente la cuestión, mi querido Lucky. Si me crees, ¿qué sales perdiendo?
—¿Cómo has averiguado lo de mi hermano y mi hermana? —le pregunté—. ¿Cómo has sabido sus nombres? Has encontrado algunas conexiones, y quiero saber cómo lo has hecho.
—¿Lo que sea salvo la explicación más simple? Soy lo que he dicho que soy. —Suspiró. Fue exactamente el mismo suspiro que oí en la suite Amistad, junto a mi oído. Cuando volvió a hablar, su voz era acariciadora—. Conozco tu vida entera desde la época en que estabas en el seno de tu madre.
Eso era más de lo que podía haber previsto nunca, y de pronto vi con toda claridad, con una claridad sobrenatural, que me encontraba más allá de lo que nunca pude imaginar.
—¿Estás aquí en realidad?
—Estoy aquí para decirte que todo puede cambiar para ti. Estoy aquí para decirte que puedes dejar de ser Lucky el Zorro. Estoy aquí para conducirte a un lugar donde podrás empezar a ser la persona que podías haber sido… de no haber ocurrido ciertas cosas. Estoy aquí para decirte…
Se interrumpió. Habíamos llegado al garaje, y después de pulsar el mando remoto para abrir la puerta, dejé la camioneta en la seguridad y el silencio del interior.
—¿Qué…, decirme qué? —dije. Estábamos frente a frente, y él se envolvía en una calma que mi miedo no podía penetrar.
El garaje estaba a oscuras, iluminado sólo por una claraboya sucia y por la luz que entraba por la puerta abierta que habíamos cruzado. Era un espacio amplio y oscuro lleno de refrigeradores y armarios y pilas de ropa que podría utilizar en futuros trabajos.
De pronto me pareció un lugar sin sentido, un lugar que podría dejar atrás con alegría y sin titubeos.
Conocía esa clase de euforia. Era parecida a lo que sientes después de haber pasado mucho tiempo enfermo, y de pronto sientes la cabeza despejada y el cuerpo lleno de buenas sensaciones, y la vida vuelve a parecerte digna de ser vivida.
Estaba sentado a mi lado, muy quieto, y yo podía ver el reflejo de la luz en forma de pequeñas chispas en sus ojos.
—El Creador te ama —dijo en voz baja, casi como en sueños—. Estoy aquí para ofrecerte otro camino, un camino que si lo tomas te conducirá al amor.
Me quedé callado. Tenía que callar. No es que me sintiera agotado por la sensación aguda de alarma que se había apoderado de mí. Era más bien como si esa alarma se hubiera desvanecido. Y la simple belleza de aquella posibilidad me paralizaba, como podía haberme paralizado la vista de los geranios de pensamiento, o la de la hiedra que trepaba por el campanario, o la ondulación de los árboles movidos por la brisa.
Vi todas esas cosas de pronto, agolpándose en mi mente en un torbellino frenético en aquel lugar oscuro y sombrío, que apestaba a gasolina, y no vi la penumbra que nos rodeaba. De hecho, me pareció que el garaje estaba ahora bañado en una luz pálida.
Salí despacio de la camioneta. Caminé hacia el fondo del garaje. Saqué del bolsillo la segunda jeringuilla y la dejé en el estante de las herramientas.
Me quité la fea chaquetilla verde y los pantalones, y los arrojé al enorme cubo de la basura, que estaba lleno de queroseno. Vacié el contenido de la jeringuilla en el bulto de la ropa, que empezaba a empaparse de combustible. Me quité los guantes. Encendí una cerilla y la tiré dentro del cubo.
Hubo un peligroso estallido de fuego. Arrojé también a las llamas las zapatillas de trabajo, y vi cómo se fundía el material sintético. También tiré la peluca, y me pasé las manos por mi propio cabello corto, aliviado. Las gafas. Seguía mirando por las gafas puestas. Me las quité, las rompí y las tiré también al fuego, que despedía un calor intenso. Todos los objetos eran de materiales sintéticos y se fundían hasta desaparecer entre las llamas. Pude olerlos. Al cabo de muy poco tiempo, todo había desaparecido. Sin duda, el veneno se había evaporado por completo.
El hedor no duró mucho. Cuando el fuego se extinguió, vertí sobre los restos otra cantidad de queroseno y volví a encender el fuego.
Al parpadeo intermitente del fuego, examiné mis ropas de cada día, que colgaban en perfecto orden de una percha sujeta a la pared.
Me las puse despacio, la camisa blanca, los pantalones grises, los calcetines negros y los zapatos marrones lisos, y finalmente la corbata roja.
El fuego se extinguió de nuevo.
Me puse la americana, me di la vuelta y lo vi allí de pie, recostado en la camioneta. Tenía una pierna sobre la otra y los brazos cruzados, y a la luz tenue parecía tan atractivo como lo había visto antes, y en su cara seguía presente la misma expresión de afecto.
De nuevo se apoderó de mí la profunda, horrible desesperación, muda e insondable, y a punto estuve de huir de él y jurarme a mí mismo que no volvería a mirarlo, sin importar dónde o cómo se me apareciera.
—Está peleando duro por ti —dijo—. Te ha estado hablando en susurros todos estos años, pero ahora alza la voz. Piensa que podrá arrancarte de mis manos. Piensa que te creerás sus mentiras, incluso estando yo delante.
—¿Quién es? —pregunté.
—Sabes quién es. Lleva hablándote mucho, mucho tiempo. Y tú lo has escuchado cada vez con más atención. No lo escuches más. Ven conmigo.
—¿Me estás diciendo que hay una pelea por mi alma?
—Sí, eso es lo que estoy diciendo.
Sentí que temblaba de nuevo. No estaba asustado, pero sí lo estaba mi cuerpo. Me mantenía tranquilo, pero las piernas no me sostenían. Mi mente ya no estaba sobrecogida por el miedo, pero mi cuerpo acusaba el impacto y no conseguía superarlo.
Mi automóvil estaba allí, un pequeño Bentley descapotable que no me había molestado en cambiar en varios años.
Abrí la portezuela y entré. Cerré los ojos. Cuando los abrí, él estaba a mi lado, tal como esperaba. Puse en marcha el motor y salí del garaje en marcha atrás.
Nunca antes había cruzado la ciudad tan deprisa. Era como si la corriente del tráfico fueran las aguas de un río que me llevaran con rapidez hacia el valle.
Pocos minutos después ascendíamos por las calles de Beverly Hills y entrábamos en la mía, flanqueada a ambos lados por jacarandaes en flor. En aquel momento habían perdido ya casi todas las hojas verdes y las ramas aparecían cargadas de capullos azules, y los pétalos alfombraban las aceras y el asfalto de la calle.
No lo miré. No pensé en nada relacionado con él. Pensaba en mi propia vida, y luchaba con mi desesperación en aumento como se lucha con un mareo, y me preguntaba: «¿Y si es verdad, y si es lo que dice ser? ¿Y si de alguna manera yo, el hombre que ha hecho todas esas cosas, puedo realmente ser redimido?».
Habíamos entrado en el garaje de mi bloque de pisos antes de que dijera nada, y tal como esperaba, salió del coche tan pronto como lo hice yo y me acompañó al interior del ascensor y hasta la quinta planta.
Nunca cierro los balcones de mi apartamento, y ahora salí a la terraza, me apoyé en el pretil de cemento y miré abajo hacia los jacarandaes.
Respiraba apresuradamente y mi cuerpo soportaba el peso de todo aquello, pero en mi mente había una claridad notable.
Cuando me di la vuelta para mirarlo, lo vi tan vivo y sólido como los jacarandaes y sus pétalos azules caídos. Estaba de pie en el umbral y se limitaba a mirarme, y de nuevo en su cara había una promesa, la promesa de comprensión y de amor.
Sentí la necesidad de gritar, de ceder a la debilidad, de dejarme seducir.
—¿Por qué? ¿Por qué has venido a buscarme? —pregunté—. Sé que te lo he preguntado antes, pero tienes que decírmelo, has de contármelo todo, ¿por qué yo y no algún otro? No sé si eres real. Me inclino ahora a pensar que sí lo eres, pero ¿cómo puede ser redimido alguien como yo?
Salió y se colocó junto al pretil, a mi lado. Miró abajo a los árboles cuajados de capullos azules. Susurró.
—Tan perfectos, tan hermosos.
—Son la razón por la que vivo aquí —respondí—, porque todos los años vuelven a florecer… —Mi voz se quebró. Volví la espalda a los árboles porque me habría echado a llorar si seguía mirándolos. Miré hacia el cuarto de estar y vi las tres paredes tapizadas de libros del suelo al techo. Se alcanzaba a ver una pequeña porción del vestíbulo, también con estanterías de libros hasta el techo.
—La redención es algo que uno ha de pedir —dijo a mi oído—. Ya lo sabes.
—¡No puedo pedirla! —dije—. No puedo.
—¿Por qué? ¿Sencillamente porque no crees?
—Es un excelente motivo —dije.
—Dame una oportunidad para hacer que creas.
—En ese caso tendrás que empezar por explicarme por qué yo.
—He venido a ti porque he sido enviado —dijo sin alterar el tono de voz—, y por ser tú quien eres y por lo que has hecho y lo que puedes hacer. No he venido a buscarte por una elección al azar. He venido por ti, y sólo por ti. Todas las decisiones que se toman en el cielo son así. Así de grande es el cielo, y ya sabes lo grande que es la tierra, has de pensar en ello por un momento, un lugar que existe a través de los siglos, de todas las épocas, de todos los tiempos.
»No hay una sola alma en el mundo que el cielo no contemple de una manera particular. No hay un solo suspiro ni una palabra que deje de escucharse en el cielo.
Lo escuché. Supe lo que quería decir. Miré abajo, el espectáculo de los árboles. Me pregunté cómo debe de ser para un árbol perder sus flores por el viento, cuando las flores son todo lo que tiene. Lo extraño de aquel pensamiento hizo que me sobresaltara. Me estremecí. Las ganas de echarme a llorar se hicieron casi abrumadoras. Pero las reprimí, y conseguí mirarlo de nuevo de frente.
—Conozco tu vida entera —dijo—. Si quieres, te la enseño. De hecho, es precisamente lo que habré de hacer para que creas realmente en mí. No me importa. Tienes que comprender. No puedes decidir si no lo entiendes.
—¿Decidir, qué? ¿De qué estás hablando?
—Hablo de un encargo, ya te lo he dicho. —Hizo una pausa, y siguió hablando con mucha amabilidad—. Es una forma de utilizarte a ti y lo que eres. Una forma de aprovechar hasta el último detalle lo que eres. Es un encargo para salvar vidas en lugar de tomarlas, para atender las súplicas en lugar de acallarlas. Es una oportunidad de hacer algo importantísimo para otras personas y que sólo puede ser bueno para ti. Así ocurre cuando se hace el bien, ¿sabes? Es como trabajar para el Hombre Justo, salvo que crees en ello con todo tu corazón y toda tu alma, hasta el punto de que deseas hacerlo y cumples tu propósito con amor.
—Tengo un alma, ¿es eso lo que quieres que crea? —pregunté.
—Claro que la tienes. Tienes un alma inmortal. Lo sabes muy bien. Tienes veintiocho años y eso significa que eres muy joven desde cualquier punto de vista, y te sientes inmortal, a pesar de todos tus pensamientos negros y de tus deseos de acabar con la vida, pero no has captado que la parte inmortal que hay en ti es la verdadera, y todo el resto desaparecerá con el tiempo.
—Sé esas cosas —susurré—. Las sé.
No quise parecer impaciente. Estaba diciendo la verdad, y me sentía aturdido.
Me volví, dándome cuenta sólo a medias de dónde me encontraba, y entré en la sala de estar de mi pequeño apartamento. Miré de nuevo las paredes tapizadas de libros. Miré el escritorio en el que suelo leer. Miré el libro abierto sobre el papel secante verde. Alcancé a percibir algo oscuro, algo teológico, y me desconcertó la rotunda ironía de todo aquello.
—Oh, sí, estás bien preparado —dijo a mi lado. Parecía que nunca íbamos a separarnos el uno del otro.
—Y se supone que he de creer que tú eres el Hombre Justo ahora —dije.
Sonrió al oírme. Pude verlo con el rabillo del ojo.
—El Hombre Justo —repitió en tono suave—. No. No soy el Hombre Justo. Soy Malaquías, un serafín, ya te lo he dicho, y estoy aquí para ofrecerte una oportunidad. Soy la respuesta a tu plegaria, Lucky, pero si no quieres admitirlo, digamos que soy la respuesta a tus sueños más locos.
—¿Qué sueños?
—Durante todos estos años siempre has rezado por que el Hombre Justo fuera de la Interpol. Porque formara parte del FBI. Porque estuviera del lado de los chicos buenos y todo lo que te pedía que hicieras fuera para bien. Es lo que siempre has soñado.
—Eso no importa, y lo sabes muy bien. Yo los maté. Hice un juego de todo ese asunto.
—Sé que lo hiciste, pero aun así era tu sueño. Ven conmigo y no tendrás dudas, Lucky. Estarás del lado de los ángeles, de mi lado.
Nos miramos el uno al otro. Yo temblaba. Mi voz no era firme.
—Si eso fuera cierto —dije—, yo haría cualquier cosa, todo lo que me pidieras, por ti y por el Dios del cielo. Aceptaría todo lo que exigieras.
Sonrió, pero muy despacio, como si mirara muy dentro de mí en busca de alguna reserva mental, y tal vez descubrió que no había ninguna. Tal vez fui yo quien se dio cuenta de que no tenía ninguna.
Me dejé caer en el sillón de cuero, al lado del sofá. Él se sentó frente a mí.
—Voy a mostrarte tu vida ahora —dijo—, no porque yo necesite hacerlo, sino porque tú tienes que verla. Y sólo después de haberla visto creerás en mí.
Asentí.
—Si puedes hacer eso —dije, tristemente—, bueno, creeré en todo lo que me digas.
—Prepárate —dijo—. Escucharás mi voz y verás lo que yo te voy a describir, tal vez de una forma más vívida que como nunca has visto nada, pero el orden y la organización serán cosa mía, y puede que sean más difíciles de soportar para ti que una simple sucesión cronológica. Es el alma de Toby O’Dare lo que vamos a examinar, no simplemente la historia de un joven. Y recuerda que a pesar de todo lo que veas y lo que sientas, yo estoy realmente aquí contigo. Nunca voy a abandonarte.