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Del amor y la lealtad

Como dije antes, en el hotel de Riverside llamado la Posada de la Misión nunca hubo una misión de verdad, como la de San Juan Capistrano.

Era una fantasía, un hotel gigantesco lleno de patios, glorietas y claustros como los de una misión, con una capilla para las bodas y multitud de encantadores detalles decorativos góticos, incluidas pesadas puertas ojivales de madera, estatuas de san Francisco en nichos, incluso campanarios y la campana más antigua que se conoce de la cristiandad. Era un conglomerado de elementos que sugerían el mundo de las misiones desde un extremo de California al otro. Era un homenaje que la gente encontraba más vertiginoso y a veces más hermoso que las misiones de verdad, que sólo eran residuos de sí mismas. La Posada de la Misión era también algo indefectiblemente vivo, cálido e invitador, que vibraba con los ecos de voces alegres, alborotos y risas.

Supongo que desde el principio fue un lugar laberíntico, pero en las manos de los nuevos propietarios se había desarrollado de tal modo que ahora disponía de todas las comodidades de un hotel de la gama más alta.

Pero fácilmente podías perderte en él al pasear por sus muchas galerías, seguir sus innumerables escaleras, vagar de patio en patio, o sencillamente intentar encontrar tu habitación.

La gente crea esos ambientes extravagantes porque tiene visión, amor a la belleza, esperanzas y sueños.

Muchas mañanas, desde temprano la Posada de la Misión rebosaba de gente feliz, de novias fotografiadas en las escalinatas, familias que paseaban alegres por las terrazas, fiestas animadas en los numerosos restaurantes iluminados, pianos que sonaban, voces que cantaban, incluso tal vez un concierto en la sala de música. El ambiente era siempre festivo, y me envolvía y me apaciguaba siquiera por un corto rato.

Yo compartía el amor a la belleza que impulsaba a los propietarios del lugar, y también el amor a lo excesivo, el amor a una visión llevada hasta extremos casi divinos.

Pero yo no tenía planes ni sueños. Era estrictamente un mensajero, un propósito personificado, un «ve y haz esto» en lugar de un hombre.

Pero, una y otra vez el sin hogar, el sin nombre, el sin sueños, volvía a la Posada de la Misión.

Podéis decir que me gustaba el hecho de que fuera un lugar sobrecargado y absurdo. No sólo era un homenaje a todas las misiones de California, además daba el tono arquitectónico a una parte de la ciudad. Había campanas en las farolas de las calles vecinas. Había edificios públicos construidos en el mismo «estilo Misión». Me gustaba el hecho de que de forma consciente se hubiese creado esa continuidad. Todo era prefabricado, del mismo modo que yo era prefabricado. Era una invención, como yo mismo era una invención a la que había puesto por accidente la etiqueta de Lucky el Zorro.

Siempre me sentía bien al cruzar el arco de la entrada conocida como el campanario, por sus múltiples campanas. Me gustaban los helechos gigantes y las altísimas palmeras con sus esbeltos troncos envueltos en luces titilantes. Me gustaban los arriates de petunias de colores vivos que flanqueaban la entrada.

En cada una de mis peregrinaciones, pasaba buena parte de mi tiempo en los espacios públicos. Con frecuencia me dirigía al lobby inmenso y oscuro para contemplar la estatua de mármol blanco del niño que se arranca la espina del pie. Aquel interior en penumbra me relajaba. Me gustaban las risas y la alegría de las familias. Tomaba asiento en uno de los grandes y cómodos sillones, respiraba el polvo y observaba a la gente. Me gustaba el sentimiento amistoso que parecía fluir de aquel lugar.

Nunca dejaba de entrar a almorzar en el restaurante de la Posada de la Misión. La piazza era hermosa, con sus muros de varios pisos de altura, sus ventanas redondas y sus terrazas arqueadas, y yo tomaba prestado el New York Times para leerlo mientras comía bajo la protección de docenas de sombrillas rojas que se solapaban.

Pero el interior del restaurante no era menos atractivo, con sus paredes bajas de azulejos brillantes, y las arcadas de color beige con guirnaldas de enredaderas verdes hábilmente pintadas. El techo envigado estaba pintado como un cielo azul con nubes e incluso pequeños pájaros. Las puertas interiores, rematadas en arcos y ajimezadas, eran acristaladas, y otras puertas similares que se abrían a la piazza iluminaban el interior con la luz solar. El agradable parloteo de otras personas era como el murmullo del agua que brotara de una fuente. Encantador.

Vagaba por los oscuros pasillos y las distintas áreas cubiertas por alfombras decorativas y polvorientas.

Me detuve en el atrio delante de la capilla de San Francisco, y mis ojos recorrieron el dintel de la puerta, profusamente decorado, copia en cemento de una obra maestra de estilo churrigueresco. Me enternecía echar una ojeada a los inevitablemente lujosos y aparentemente eternos preparativos de boda, con la comida dispuesta en bandejas de plata sobre los manteles de las mesas, y la gente impaciente moviéndose alrededor.

Subí a la galería superior y, apoyado en la barandilla verde de hierro, miré abajo a la piazza del restaurante y, del otro lado, al inmenso reloj de Núremberg. Solía esperar el momento de las campanadas, cada cuarto de hora, para ver las lentas evoluciones de las figuras que salen del interior de la caja.

Todos los relojes me imponen respeto. Cuando mataba a alguien, paraba su reloj. ¿Y qué hacen los relojes sino medir el tiempo de que disponemos para hacer algo, para descubrir algo en nuestro interior que no sabíamos que estaba allí?

A menudo pensaba en el Fantasma de Hamlet cuando mataba a alguien. Recordaba su trágica lamentación ante su hijo: «Segado en plena flor de mis pecados…, con mis cuentas por hacer y enviado a juicio con todas mis imperfecciones sobre mi cabeza».*

Pensaba en cosas así cada vez que meditaba sobre la vida y la muerte, o sobre los relojes. No había nada en la Posada de la Misión (ni la sala de música, ni la sala china, ni el último rincón o la menor grieta), que no amara con un amor total.

Puede que me gustara porque, a pesar de todos sus relojes y sus campanas, se situaba fuera del tiempo, o porque la hábil acumulación de objetos de épocas diferentes podía hacer que una persona metódica enloqueciera.

En cuanto a la suite Amistad, la suite nupcial, la elegí por su techo abovedado, pintado con un paisaje en grisalla y con palomas que ascendían a través de una suave neblina hacia un cielo azul, en cuya cúspide se alzaba una linterna octogonal con ventanas de cristales de colores. También la arcada de medio punto estaba representada en la suite: en la separación entre el comedor y el dormitorio, y en la forma de las gruesas puertas dobles que daban a la galería exterior. Los tres ventanales que rodeaban la cama también estaban rematados en arco.

El dormitorio contaba con una enorme chimenea de piedra gris, fría, vacía y negra por dentro, pero a pesar de todo era un hermoso marco para unas llamas imaginarias. Yo tengo una excelente imaginación. Por esa razón soy tan bueno como asesino. Pienso en todas las maneras posibles de hacerlo y escapar luego.

Espesas cortinas cubrían los ventanales de tres pisos de altura que rodeaban el enorme lecho de baldaquín antiguo. La cabecera era de madera oscura tallada, y a los pies había dos gruesas columnas torneadas. Era una cama que siempre me recordaba a Nueva Orleans, por supuesto.

Nueva Orleans fue en tiempos un hogar, el hogar del niño que había dentro de mí y que murió allí. Y ese niño nunca conoció el lujo de dormir en una cama de baldaquín.

«Ocurrió en otro país, y además la moza ha muerto».

Nunca había vuelto a Nueva Orleans desde que me convertí en Lucky el Zorro, y no pensaba volver nunca, y por tanto nunca dormiría en una de sus camas antiguas de baldaquín.

Nueva Orleans era el lugar donde estaban enterrados los cuerpos importantes, no los de los hombres que despaché para el Hombre Justo.

Cuando hablo de los cuerpos importantes, me refiero a los de mis padres y los de mi hermano pequeño Jacob y de mi hermana pequeña Emily, todos ellos muertos allí, y no tenía la menor idea de dónde podían haber colocado ninguno de esos cuerpos.

Recordé algunas conversaciones sobre una trama referida al viejo cementerio de Saint Joseph, en Washington Avenue, en el barrio peligroso. Mi abuela había sido enterrada allí. Pero nunca fui a aquel lugar, que yo recuerde. A mi padre debieron de enterrarlo junto a la prisión en la que fue acuchillado.

Mi padre era un policía desastroso, un marido desastroso, un progenitor desastroso. Lo mataron cuando había cumplido dos meses de una condena a cadena perpetua. No. No sabía dónde encontrar una tumba en la que colocar flores para ninguno de ellos, y de hacer una cosa así, no las colocaría en la tumba de él.

Muy bien. Así pues, podéis imaginar cómo me sentí cuando el Hombre Justo me dijo que tenía que dar el golpe en la Posada de la Misión.

Un sucio crimen iba a manchar mi consuelo, mi diversión, mi delirio controlado, mi santuario. Puede que fuera Nueva Orleans lo que buscara en su regazo, sólo porque era antiguo e inestable y sin sentido y deliberada y accidentalmente pintoresco.

Dadme sus glorietas sombreadas por emparrados, sus innumerables tiestos toscanos desbordantes de geranios de pensamiento y naranjos, sus largos porches de tejas rojas. Dadme sus interminables barandillas de hierro con su dibujo de cruces y campanas. Dadme sus abundantes fuentes, sus pequeñas estatuas de ángeles de piedra gris sobre los dinteles de las suites, incluso sus nichos vacíos y sus campanarios caprichosos. Dadme sus contrafuertes en saledizo que rodean las tres ventanas de aquella habitación en alto.

Y dadme las campanas que tocaban allí a todas horas. Dadme la vista desde las ventanas de las montañas lejanas, a veces visiblemente cubiertas de nieve resplandeciente.

Y dadme el oscuro y cómodo asador que sirve las mejores comidas fuera de Nueva York.

Bueno, podía haberse tratado de un golpe en la misión de San Juan Capistrano (eso habría sido peor), pero aun así no sería el lugar al que me apetece ir cuando quiero dormir en paz.

El Hombre Justo siempre me hablaba con cariño y supongo que también yo le hablaba del mismo modo. Me dijo:

—El hombre es un suizo, un banquero, un hombre que lava dinero, a partir un piñón con los rusos, no te creerías las mafias que han montado esos tipos, y ha de hacerse en su habitación del hotel.

«Y era… mi habitación».

No respondí nada.

Pero sin decir palabra hice un juramento, recé una oración. «Dios, ayúdame. En ese sitio, no».

Para decirlo de modo más sencillo, me invadió una sensación mala, la sensación de una caída.

La oración más boba de mi antiguo repertorio vino a mi mente, la que me ponía más furioso:

Ángel de la guarda, dulce compañía,

no me desampares de noche ni de día,

no me dejes solo, que me perdería.

Me sentí desfallecer al escuchar al Hombre Justo. Me sentí fatal. No importa. Conviértelo en dolor. Conviértelo en presión, y te hará bien.

Después de todo, me recordé a mí mismo, una de las ideas de las que parte tu jefe es que crees que el mundo sería mejor si tú murieras. Buena cosa para cualquier individuo al que todavía había de destruir.

¿Qué es lo que hace seguir a la gente como yo, día tras día? ¿Qué dice Dostoievsky sobre el tema cuando habla el Gran Inquisidor? «Sin una noción firme del objeto de la vida, el hombre no se resignaría a seguir viviendo».

Como el infierno. Pero todos sabemos que el Gran Inquisidor es malvado y está equivocado.

La gente continúa viviendo incluso en circunstancias insoportables, como yo sabía muy bien.

—Éste tiene que parecer un ataque al corazón —dijo el jefe—. Ningún mensaje…, sólo un pequeño robo. De modo que deja los teléfonos móviles y los ordenadores portátiles. Déjalo todo como lo encuentres, asegúrate sólo de que el hombre está muerto. Desde luego, hay una mujer que no debe verte. Si la haces desaparecer, desaparece la coartada. La mujer es una zorra cara.

—¿Qué hace él con ella en la suite nupcial? —pregunté. Porque eso era la suite Amistad, la suite nupcial.

—Ella quiere casarse. Lo intentó en Las Vegas, fracasó y ahora lo está presionando para hacerlo en la capilla de ese sitio absurdo al que va la gente a casarse. Es una especie de mito, ese lugar. No tendrás ningún problema en encontrarlo ni en encontrar la suite nupcial. Está situada debajo de una cúpula techada con tejas. Podrás verla desde la calle antes de examinar el lugar. Ya sabes lo que has de hacer.

«Ya sabes lo que has de hacer».

Eso significaba el disfraz, el método de aproximación, la elección del veneno para la jeringuilla, y la salida en las mismas condiciones creadas para la entrada.

—Veamos: lo que sé es lo siguiente —dijo el jefe—. El hombre se queda y la mujer sale de compras. En todo caso ésa fue la pauta en Las Vegas. Ella se va a eso de las diez de la mañana, después de chillarle durante hora y media más o menos. Puede que ella almuerce fuera. Puede que beba también, pero no debes contar con eso. Entra tan pronto como ella se haya marchado de la habitación. Él tendrá encendidos dos ordenadores, y puede que también ponga en funcionamiento dos teléfonos móviles. Hazlo bien. Recuerda. Ataque al corazón. No importa que apagues todo el equipo.

—Puedo bajar todo lo que haya en los móviles y los ordenadores —dije. Estaba orgulloso de mis habilidades en ese terreno. Habían sido mi tarjeta de presentación al Hombre Justo diez años atrás, eso y una deslumbrante falta de escrúpulos. Pero entonces yo sólo tenía dieciocho años. Todavía no me había dado cuenta de mi falta de escrúpulos.

Ahora vivía con ella.

—Demasiado fácil que alguien se dé cuenta —dijo—. Y entonces sabrán que ha sido un golpe. No puedo arriesgarme. Déjalo, Lucky. Haz lo que digo. Es un banquero. Si no lo eliminas, tomará un avión a Zúrich y nos meterá en un apuro.

No dije nada.

A veces dejamos un mensaje en esas cosas, y otras veces entramos y salimos como un gato en un callejón, y así es como tenía que ser ahora.

Puede que fuera una bendición a fin de cuentas, me dije. No habría rumores de un asesinato entre los empleados del único lugar en el que me sentía relativamente a gusto, siquiera un poco por encima del nivel del polvo.

Rió con su risa habitual.

—¿Y bien? ¿No vas a preguntarme nada?

Y yo le di mi respuesta habitual:

—No.

Se refería al hecho de que no me importaba por qué razón quería matar a aquel hombre en particular. No me importaba quién era el hombre. No me importaba conocer su nombre.

Lo que me importaba era que él quería que se hiciera.

Pero siempre formulaba esa pregunta, y yo siempre le contestaba con un no. Rusos, banqueros, lavado de dinero…, era el trasfondo habitual, pero no un motivo. Era un juego al que habíamos estado jugando desde la primera noche en que lo vi, o fui vendido a él, o me ofrecí a él, o comoquiera que pueda describirse aquella notable serie de acontecimientos.

—No hay guardaespaldas, ni ayudantes —dijo entonces—. Está solo. Pero incluso si hay alguien más, sabes cómo manejarlo. Sabes lo que hay que hacer.

—Ya estoy pensando en ello. No te preocupes.

Colgó sin despedirse.

Me fastidió todo aquello. Me pareció mal. No os riáis. No estoy diciendo que todos los demás asesinatos que he cometido me parecieran bien. Digo que en éste había algo peligroso para mi equilibrio, y en consecuencia que algo podía ir mal.

¿Y si nunca podía volver allí y dormir de nuevo en paz bajo aquella cúpula? Con toda probabilidad, eso es lo que iba a suceder. El joven de ojos claros que a veces llevaba consigo un laúd nunca volvería a aparecer por allí, con sus propinas de veinte dólares y sus sonrisas amables a todo el mundo.

Porque ese mismo joven, cuidadosamente disfrazado de forma que pareciera una persona distinta, habría puesto un crimen en el corazón mismo de todo su sueño.

De pronto me pareció una locura haberme atrevido a ser yo mismo allí, haber tocado el laúd bajo el techo abovedado, haberme tendido boca arriba en la cama a mirar el baldaquín tapizado, haber pasado una hora o más con la mirada clavada en la cúpula de color azul celeste.

Después de todo, el mismo laúd era una pista que conducía al chico que se había evaporado de Nueva Orleans, ¿y si algún primo bienintencionado aún lo estaba buscando? Yo había tenido primos bienintencionados, y los había querido. Y los ejecutantes de laúd no abundan.

Puede que fuera el momento de hacer estallar una bomba, antes de que algún otro lo hiciera.

Ningún error, no.

Había valido la pena tocar el laúd en aquella habitación, rasguearlo en tono bajo y repetir las melodías que amaba.

¿Cuánta gente sabe lo que es un laúd, o cómo suena? Puede que hayan visto laúdes en las pinturas del Renacimiento, y ni siquiera sepan que objetos así siguen existiendo hoy. No me importaba. Me gustaba tanto tocarlo en la suite Amistad, que no me importaba que los empleados del servicio de habitaciones me oyeran o me vieran. Me gustaba mucho, igual que tocar el piano negro en la suite del Four Seasons de Beverly Hills. No creo haber tocado nunca una sola nota en mi propio apartamento. No sé por qué. Miraba el laúd y pensaba en los ángeles de la Navidad con sus laúdes en los tarjetones de colores vivos. Pensaba en ángeles que colgaban de las ramas de los árboles de Navidad.

«Ángel de la guarda, dulce compañía…».

Una vez, qué diablos, tal vez hacía tan sólo dos meses en la Posada de la Misión, compuse una melodía para esa oración infantil, una melodía renacentista, muy pegadiza. Sólo que yo era el único al que se le pegaba.

Y ahora tenía que pensar en un disfraz que engañara a las personas que me habían visto muchas veces, y el jefe decía que tenía que hacerlo ya. Después de todo, la chica podía convencerlo de que se casara con ella mañana mismo. La Misión tenía esa clase de hechizo.