El juicio
No podíamos hacer otra cosa que abrir la puerta, y al hacerlo vimos al sheriff aún montado y rodeado de soldados, y a un hombre que no podía ser otro que el conde, de pie junto a su montura, y con lo que parecía ser su propia guardia de hombres a caballo.
Godwin fue de inmediato a abrazar a su hermano, y con la cara de éste entre sus manos, empezó a explicarle algo en voz baja.
El sheriff esperó a que acabara.
Empezaba a reunirse un grupo numeroso de gente de aspecto hostil, algunos con bastones en las manos, y el sheriff ordenó de inmediato a sus hombres que despejaran la calle, con voz firme.
Estaban también allí dos de los dominicos y varios de los canónigos de ropajes blancos de la catedral. Y la multitud parecía crecer por momentos.
Un murmullo se elevó del gentío allí reunido cuando Rosa salió de la casa y se echó atrás la capucha del manto.
También su abuelo había salido, acompañado por el judío más joven, cuyo nombre no llegué a conocer. Se quedó al lado de Rosa como para protegerla, y yo hice lo mismo.
De todas partes brotaron voces, y pude oír el nombre «Lea» repetido una y otra vez.
Uno de los dominicos, un hombre joven, dijo entonces con voz acerada:
—¿Es Lea, o su hermana Rosa?
El sheriff, que sin duda pensaba que ya había esperado demasiado tiempo, intervino:
—Mi señor —dijo al conde—, hemos de subir ahora al castillo y dejar resuelta esta cuestión. El obispo nos espera en el gran salón.
De la multitud se elevó un gruñido decepcionado. Pero al instante el conde besó a Rosa en ambas mejillas y, después de pedir a uno de sus soldados que desmontara, la subió a la grupa del caballo y encabezó el desfile de los reunidos hacia el castillo.
Godwin y yo seguimos juntos durante el largo camino de ascenso a la colina del castillo, y luego por el sinuoso sendero que nos condujo hasta la puerta de entrada y el patio interior.
Cuando los hombres desmontaron, atraje la atención del conde tirándole de la manga.
—Haced que uno de vuestros hombres se haga cargo del carro que está detrás de la casa de Meir. Será prudente tenerlo aquí a la puerta del castillo cuando liberen a Meir y a Fluria.
Él hizo un gesto de asentimiento, se acercó a uno de sus hombres y le envió a cumplir el encargo.
—Podéis estar seguro —me dijo el conde— de que saldrán de aquí conmigo y con mis hombres dándoles escolta.
Me sentí más tranquilo al oírlo, porque lo acompañaban ocho soldados, todos con monturas que lucían vistosas gualdrapas, y él mismo no parecía temeroso o inquieto en lo más mínimo. Recibió a Rosa con un gesto de protección, y pasó el brazo sobre sus hombros mientras cruzábamos la arcada que daba a la gran sala del castillo.
No había visto aquella enorme estancia en mi anterior visita, y de inmediato me di cuenta de que se había reunido allí un tribunal.
En la mesa elevada que presidía la sala estaba el obispo, y a cada lado se alineaban los canónigos de la catedral y varios frailes dominicos, incluido fray Antonio. Vi que también se encontraba allí fray Jerónimo, de la catedral, y que parecía descontento con aquellos preparativos.
Hubo más murmullos de asombro cuando condujeron a Rosa delante del obispo, al que hizo una humilde reverencia como todos los demás presentes, incluido el conde.
El obispo, un hombre más joven de lo que yo habría esperado, revestido con su mitra y sus ropajes de tafetán, dio de inmediato la orden de que Meir y Fluria, y el judío Isaac y su familia, fueran trasladados a su presencia desde sus habitaciones de la torre.
—Que traigan aquí a todos los judíos —dijo para acabar.
Muchos hombres de mala catadura habían entrado en la sala, y también varias mujeres y niños. Y los hombres más rústicos, a quienes no se había permitido la entrada, daban voces desde fuera, hasta que el obispo ordenó a uno de sus guardias que saliera a hacerles callar.
Fue entonces cuando me di cuenta de que la fila de hombres armados colocada detrás del obispo era su propia custodia.
Empecé a temblar, e hice lo que pude para disimularlo.
De una de las antesalas salió lady Margaret, ataviada para la ocasión con un espléndido vestido de seda, y con ella la pequeña Eleanor, que lloraba.
De hecho, la propia lady Margaret parecía reprimir las lágrimas.
Y cuando Rosa se echó atrás la capucha y se inclinó delante del obispo, hubo un revuelo de voces a nuestro alrededor.
—Silencio —ordenó el obispo.
Yo estaba aterrorizado. Nunca había visto nada tan impresionante como aquel tribunal, con tantas personas reunidas, y sólo me quedaba la esperanza de que los distintos contingentes de soldados fueran capaces de mantener el orden.
Era evidente que el obispo estaba furioso.
Rosa estaba de pie ante él, con Godwin a un lado y el conde Nigel al otro.
—Ahora podéis ver, mi señor —dijo el conde Nigel—, que la niña está sana y salva y ha regresado, con gran dificultad debido a su reciente enfermedad, para presentarse ante vos.
El obispo tomó asiento en su sitial, pero fue el único en hacerlo.
Nos veíamos empujados hacia delante por un gentío cada vez mayor, porque eran muchos los que habían forzado su entrada en la sala.
Lady Margaret y Nell miraban con atención el rostro de Rosa. Y entonces Rosa rompió a llorar e inclinó la cabeza sobre el hombro de Godwin.
Lady Margaret se acercó un poco más, acarició el hombro de la muchacha y dijo:
—¿De verdad eres tú la niña a la que quise con tanta ternura? ¿O eres su hermana gemela?
—Mi señora —dijo Rosa—, he vuelto dejando a mi hermana gemela en París, sólo para probaros que estoy viva. —Empezó a sollozar—. Me angustia mucho que mi huida haya supuesto sufrimientos a mi madre y a mi padre. ¿No podéis entender por qué razón me marché de noche sin ser vista? Iba a reunirme con mi hermana, no sólo en París sino en la fe cristiana, y no quería causar en público ese dolor a mi padre y a mi madre.
Dijo aquello con tanta dulzura que silenció por completo a lady Margaret.
—Entonces —declaró el obispo alzando la voz—, ¿juras solemnemente que eres la niña que conocieron estas gentes, y no la gemela de esa niña, venida aquí para ocultar el hecho del asesinato de tu hermana?
Se alzó un gran murmullo entre los reunidos.
—Mi señor obispo —dijo el conde—, ¿acaso no conozco yo a las dos niñas colocadas bajo mi custodia? Ésta es Lea, y ha enfermado otra vez de resultas del viaje difícil que acaba de hacer.
Pero de pronto la atención de todos se vio distraída por la aparición de los judíos que habían sido encerrados en la torre. Meir y Fluria fueron los primeros en entrar en la sala, y tras ellos lo hicieron Isaac, el físico, y varios judíos más que entraron en grupo, fácilmente reconocibles por sus parches, pero no por ninguna otra característica.
Rosa se apartó al instante del conde y corrió hacia su madre. La abrazó llorosa y dijo, en voz lo bastante alta para ser oída por todos:
—Te he traído la desgracia y un dolor imposible de describir, y lo siento. Mi hermana y yo no sentimos otra cosa que amor por ti, a pesar de haber sido bautizadas en la fe cristiana, pero ¿cómo podréis perdonarnos Meir y tú?
No esperó la respuesta y abrazó a Meir, que la besó a su vez, a pesar de que estaba pálido por el temor y de que visiblemente aquel engaño le repugnaba.
Lady Margaret miraba ahora a Rosa con dureza, y se volvió a su hija para susurrarle alguna cosa.
La muchacha se acercó enseguida a Rosa, que aún seguía abrazada a su madre, y dijo:
—Pero, Lea, ¿por qué no nos enviaste ningún mensaje para contarnos que te habías bautizado?
—¿Cómo podía hacerlo? —preguntó Rosa, en medio de un diluvio de lágrimas—. ¿Qué podía contarte? Seguro que entiendes la pena que sintieron mis queridos padres al conocer mi decisión. ¿Qué podían hacer ellos sino pedir a los soldados del conde que me llevaran a París, como hicieron, para que me reuniera allí con mi hermana? Pero no podía anunciar a toda la judería que había traicionado a mis queridos padres de ese modo.
Siguió hablando en el mismo tono, y con un llanto tan amargo que nadie se dio cuenta de que no pronunciaba nombres familiares; y suplicó a todos que comprendieran cómo se sentía.
—De no haber visto aquella hermosa función de Navidad —dijo de pronto, pisando al hacerlo un terreno más peligroso—, no habría comprendido por qué se convirtió mi hermana Rosa. Pero la vi, y llegué a comprenderlo, y tan pronto como me repuse corrí a reunirme con ella. ¿Crees que se me ocurrió que alguien podía acusar a mi madre y a mi padre de hacerme daño?
La otra muchacha estaba ahora a la defensiva.
—Pensábamos que habías muerto, tienes que creerme —dijo.
Pero antes de que continuara, Rosa le preguntó:
—¿Cómo has podido dudar de la bondad de mi madre y de mi padre? Tú que has estado en nuestra casa, ¿cómo has podido creerles capaces de hacerme daño?
Lady Margaret y la joven inclinaban ahora sus cabezas y murmuraban que hicieron sólo lo que creyeron correcto, y no podía culpárseles por eso.
Hasta ahí todo había ido bien. Pero fray Antonio intervino entonces con una voz lo bastante fuerte para despertar los ecos de los muros.
—Ha sido una representación notable —dijo—, pero como sabemos muy bien, Fluria, hija de Elí, aquí presente, tenía gemelas, y las gemelas no han venido juntas hoy para librarla de sospechas. ¿Cómo sabemos que tú eres Lea, y no Rosa?
De todas partes surgieron voces para insistir en el mismo punto.
Rosa no vaciló.
—Padre —dijo al sacerdote—, ¿vendría mi hermana, una cristiana bautizada, a defender aquí a mis padres si ellos hubieran matado a su gemela? Tenéis que creerme. Soy Lea. Y lo único que deseo es volver a París junto a mi hermana y mi tutor el conde Nigel.
—Pero ¿cómo lo sabemos nosotros? —preguntó el obispo—. ¿No eran idénticas las gemelas?
Hizo una seña a Rosa de que se acercara más.
En la sala resonaban voces furiosas que discutían entre ellas.
Pero nada me alarmó tanto como la manera en que se adelantó lady Margaret a mirar fijamente a Rosa con ojos como rendijas.
Rosa repitió al obispo que juraría sobre la Biblia que ella era Lea. Y ahora deseaba que su hermana hubiese venido, pero no pensó que sus amigos de aquí no iban a creerla.
Lady Margaret gritó de pronto:
—¡No! No es la misma niña. Es su doble, pero su corazón y su espíritu son distintos.
Pensé que se iba a formar un tumulto. Por todas partes sonaban gritos furibundos. El obispo pidió silencio varias veces.
—Traed la Biblia a esta niña para que jure —dijo el obispo—, y traed el libro sagrado de los judíos a la madre para que jure que es su hija Lea.
Rosa y su madre intercambiaron miradas asustadas, y de pronto Rosa empezó a llorar de nuevo y corrió a los brazos de su madre. En cuanto a Fluria, parecía agotada por su encierro, débil e incapaz de decir o de hacer nada.
Trajeron los libros, aunque no sabría decir cuál era ese «libro sagrado de los judíos».
Y Meir y Fluria murmuraron las mentiras que les fueron exigidas.
Por su parte, Rosa tomó el grueso volumen de la Biblia encuadernado en piel y puso de inmediato la mano sobre él.
—Juro ante vos —dijo, con una voz rota y trastornada por la emoción—, por todo lo que creo como cristiana, que soy Lea hija de Fluria y pupila del conde Nigel, y que he venido aquí para limpiar el nombre de mi madre. Y que mi único deseo es que se me permita marchar de este lugar sabiendo que mis padres judíos están a salvo y que no van a recibir ningún castigo por mi conversión.
—No —gritó lady Margaret—, Lea nunca habló con esa facilidad, nunca en su vida. Era una muda, comparada con ésta. Os digo que esta niña nos está engañando. Es cómplice del asesinato de su hermana.
Al oír aquello, el conde perdió la sangre fría y gritó, en voz más fuerte que nadie de los presentes a excepción del obispo:
—¿Cómo os atrevéis a contradecir mi palabra? —Dirigió una mirada furiosa al obispo—. Y vos, ¿cómo osáis desafiarme cuando os digo que yo soy el tutor cristiano de las dos niñas, que están siendo educadas por mi hermano?
Godwin se adelantó entonces.
—Mi señor obispo, os lo ruego, no dejéis que este asunto vaya más allá. Devolved a estos buenos judíos a sus casas. ¿No podéis imaginar el dolor de estos padres privados de unas hijas que han abrazado la fe cristiana? Me honro en ser su maestro, y amo a las dos con un auténtico amor cristiano, pero no puedo sentir sino compasión por los padres a los que han dejado atrás.
Durante un instante se produjo el silencio, salvo por los murmullos febriles de la multitud, que parecían serpentear, ahora aquí, ahora allá, entre los reunidos como si se disputara un juego a base de susurros.
Todo parecía depender ahora de lady Margaret, y de lo que podía decir.
Pero cuando se disponía a protestar, y señalaba con el dedo a Rosa, el anciano Elí, el padre de Fluria, se adelantó y gritó:
—Pido ser escuchado.
Creí que Godwin iba a derrumbarse por la aprensión. Y Fluria se refugió en el pecho de Meir.
Pero el anciano consiguió que todos callaran. Se puso entonces en pie con la ayuda de Rosa, hasta situarse sin verla frente a lady Margaret, con Rosa entre ambos.
—Lady Margaret, vos que os decíais amiga de mi hija Fluria y de su buen marido Meir, ¿cómo os atrevéis a enfrentaros con los conocimientos y la razón de un abuelo? Ésta es mi nieta, y la conocería por muchas réplicas suyas que corrieran por el mundo. ¿Quiero abrazar a una niña apóstata? No, nunca, pero es Lea y la conocería por más que mil Rosas se presentaran en esta sala a sostener lo contrario. Conozco su voz. La conozco como posiblemente no puede conocerla ningún vidente. ¿Vais a contradecir a mis cabellos grises, a mi cognición, a mi honestidad, a mi honor?
Tendió los brazos a Rosa, que se precipitó en ellos. Apretó a Rosa contra su hombro.
—Lea, mi Lea —murmuró.
—Yo sólo quería… —empezó lady Margaret.
—Silencio, digo —la interrumpió Elí con una voz inmensa y profunda, como si quisiera que todos los que abarrotaban la gran sala lo oyeran—. Ésta es Lea. Yo, que he dirigido las sinagogas de los judíos toda mi vida, lo atestiguo. Yo lo atestiguo. Sí, esas niñas son apóstatas y deben ser expulsadas de la comunidad de sus hermanos judíos y eso supone un trance amargo para mí, pero todavía más amarga es la obstinación de una mujer cristiana que ha sido la verdadera causa de la defección de esta niña. ¡De no haber sido por vos, nunca habría abandonado a sus piadosos padres!
—Sólo hice lo que…
—Desgarrasteis el corazón de una familia y de un hogar —declaró él—. ¿Y ahora la negáis, cuando ha recorrido un camino tan largo para salvar a su madre? No tenéis corazón, señora. Y vuestra hija, ¿qué papel representa en todo esto? Os desafío a probar que no es la niña que conocéis. ¡Os desafío a ofrecer la sombra siquiera de una prueba de que esta niña no es Lea, hija de Fluria!
La multitud rugió de entusiasmo. A nuestro alrededor la gente murmuraba: «El viejo judío tiene razón», y «sí ¿cómo van a probarlo?», y «la conoce por la voz», y cientos de otras variaciones sobre el mismo tema.
Lady Margaret rompió en un llanto ruidoso, aunque parecía silencioso al lado de la forma de llorar de Rosa.
—¡No he querido hacer daño a nadie! —gimió de pronto lady Margaret. Extendió sus brazos hacia el obispo—. Sinceramente creí que la niña estaba muerta, y creí también que la culpa había sido mía.
Rosa se volvió a ella.
—Señora, consolaos, os lo ruego —dijo con una voz vacilante y tímida.
La multitud se apaciguó al oírla. Y el obispo reclamó silencio con voz furiosa cuando los clérigos empezaron a discutir entre ellos y fray Antonio siguió dando muestras de incredulidad.
—Lady Margaret —siguió diciendo Rosa, y su voz era frágil y dulce—, de no haber sido por vuestra amabilidad conmigo, nunca habría ido a reunirme con mi hermana en su nueva fe. Lo que no podíais saber es que las cartas que me escribía fueron el suelo en el que germinó la idea de acompañaros aquella noche a la misa de Navidad, pero vos me afirmasteis en mi convicción. Perdonadme, perdonadme de todo corazón por no haberos escrito y expresado mi gratitud. Ha sido el amor que siento por mi madre… Oh, ¿no lo comprendéis? Os lo ruego.
Lady Margaret no pudo resistir más. Abrazó a Rosa y una y otra vez repitió cuánto sentía haber sido la causa de tanto dolor.
—Señor obispo —dijo Elí, volviendo sus ojos ciegos al tribunal—. ¿No vais a dejarnos regresar a nuestras casas? Fluria y Meir se marcharán de la judería después de estos disturbios, como estoy seguro de que comprenderéis, pero aquí nadie ha cometido un crimen de ninguna clase. Y trataremos de la apostasía de estas niñas a su debido tiempo, puesto que todavía no son más que… niñas.
Lady Margaret y Rosa estaban ahora fundidas en un estrecho abrazo, y sollozaban, y se susurraban, y la pequeña Eleanor las rodeaba también con sus brazos.
Fluria y Meir permanecían mudos, como también Isaac, el físico, y los demás judíos, sus familiares tal vez, que habían estado encerrados en la torre.
El obispo se recostó en su sitial y mostró las palmas de las manos en un gesto de frustración.
—Muy bien, pues. Reconocéis que esta muchacha es Lea.
Lady Margaret asintió con vigor.
—Dime tan sólo —dijo a Rosa— que me perdonas, que me perdonas por todo el dolor que he causado a tu madre.
—De todo corazón —dijo Rosa, y dijo muchas cosas más, pero toda la sala estaba en efervescencia.
El obispo declaró concluido el proceso. Los dominicos miraban con dureza a todas las personas concernidas. El conde dio de inmediato a sus hombres la orden de montar, y sin esperar una palabra más de nadie se dirigió a Meir y a Fluria y les invitó a seguirlo.
Yo me quedé quieto como un tonto, observándolo todo. Vi que los dominicos se apartaban a un lado, mirando a todos con desaprobación.
Pero Meir y Fluria salieron de la sala, acompañados por el anciano, y detrás salió Rosa abrazada a lady Margaret y a la pequeña Eleanor, llorosas las tres.
Miré a través de la arcada y vi que toda la familia, incluido el Magister Elí, subía al carro, y Rosa daba un último abrazo a lady Margaret.
Los demás judíos siguieron su camino colina abajo. Los soldados montaron en sus caballos.
Fue como despertar de un sueño, cuando noté que Godwin me agarraba del brazo.
—Ven ahora, antes de que las cosas cambien.
Yo sacudí la cabeza.
—Vete —dije—. Yo me quedo aquí. Si hay más disturbios, mi puesto está aquí.
Quiso protestar, pero le recordé lo urgente que era que subiera al carro y se fueran todos.
El obispo se levantó de la mesa, y él y los canónigos de la catedral vestidos de blanco desaparecieron en una de las antesalas.
El gentío estaba dividido e impotente, mientras veía el carro descender la colina escoltado a ambos lados por los soldados del conde. El conde en persona cabalgaba detrás del carro con la espalda erguida y el codo izquierdo doblado como si la mano estuviera colocada en la vaina de su espada.
Di media vuelta y salí al patio.
Los rezagados me miraron, y miraron a los dominicos que venían detrás de mí.
Empecé a caminar más y más aprisa colina abajo. Vi el grupo de los judíos delante de mí, ya a salvo, y el carro que empezaba a aumentar la velocidad. Pronto los caballos se pusieron al trote y toda la escolta aceleró el paso. En pocos minutos estarían lejos de la ciudad.
También yo empecé a caminar más deprisa. Vi la catedral y algún instinto me impulsó a dirigirme a ella. Pero escuché pasos de hombres a mi espalda.
—¿Adónde piensas dirigirte ahora, hermano Tobías? —preguntó fray Antonio con voz irritada.
Seguí caminando hasta que su mano dura se plantó en mi hombro.
—A la catedral, a dar las gracias. ¿Adónde, si no?
Seguí caminando tan aprisa como pude, sin correr. Pero de pronto tuve a los frailes dominicos rodeándome, y a un grupo numeroso de los jóvenes más brutos de la ciudad respaldándolos y mirándome con curiosidad y sospecha.
—¿Crees que podrás acogerte a sagrado, allí? —preguntó fray Antonio—. Yo creo que no.
Estábamos ya al pie de la colina. Me hizo darme la vuelta de un empujón y apuntó a mi cara con el dedo.
—¿Quién eres tú exactamente, hermano Tobías? Tú, que has venido aquí a desafiarnos, tú que has traído de París a una niña que puede no ser quien asegura ser.
—Ya has oído la decisión del obispo —dije.
—Sí, y será respetada, y todo estará bien, pero ¿quién eres tú y de dónde vienes?
Volví la vista a la gran fachada de la catedral y tomé por una calle que llevaba hacia ella.
De pronto me agarró, pero con un tirón me solté.
—Nadie ha oído hablar de ti —dijo uno de los hermanos—, nadie de nuestra casa de París, nadie de nuestra casa de Roma, nadie de nuestra casa de Londres, y después de escribir a todas partes entre este lugar y Londres y Roma, hemos llegado a la conclusión de que no eres uno de los nuestros. Ninguno de los nuestros —insistió fray Antonio— sabe nada de ti, el estudiante viajero.
Yo seguí caminando, y al escuchar el estruendo de sus pasos a mi espalda pensé: «Los estoy alejando de Fluria y de Meir, tan cierto como si fuera el flautista de Hamelin».
Por fin llegué a la plaza de la catedral, pero entonces dos de los monjes me agarraron.
—No entrarás en esa iglesia sin habernos contestado antes. Tú no eres uno de nosotros. ¿Quién te ha enviado a simular que lo eras? ¿Quién te envió a París a traer a esa niña que dice ser su propia hermana?
Vi que me rodeaban esos jóvenes brutos y, de nuevo, a mujeres y niños entre el gentío, y empezaron a aparecer antorchas ante la oscuridad creciente de aquel atardecer invernal.
Me debatí para liberarme, y no conseguí sino que más personas me sujetaran. Alguien rajó la bolsa de piel que llevaba al hombro.
—Veamos qué cartas de presentación llevas —dijo uno de los monjes, y al vaciar la bolsa sólo cayeron de ellas monedas de plata y de oro que rodaron en todas direcciones.
La multitud rugió.
—¿No contestas? —preguntó fray Antonio—. ¿Admites que no eres más que un impostor? ¿Nos hemos equivocado de impostor por esta vez? ¿Es de eso de lo que nos enteramos ahora? ¡Tú no eres un fraile dominico!
Le dirigí una patada furiosa y lo empujé atrás, y me volví hacia las puertas de la catedral. Quise correr hacia allí, pero enseguida uno de los jóvenes me atenazó y me empujó contra la pared de piedra de la iglesia, con tanta fuerza que lo vi todo negro por un instante.
Oh, si esa oscuridad hubiera sido para siempre. Pero no podía desear una cosa así. Abrí los ojos y vi que los frailes intentaban contener la furia de la multitud. Fray Antonio gritó que yo era «asunto suyo» y que él lo arreglaría. Pero el gentío no atendía a razones.
La gente tironeaba de mi manto, que al fin se rasgó. Alguien me dio un tirón del brazo derecho y sentí un dolor intenso que lo recorría desde el hombro. De nuevo me vi estampado contra el muro.
Veía a la gente entre parpadeos, como si la luz de mi conciencia se encendiera y se apagara, una vez y otra, y poco a poco se materializó una escena horrible.
Todos los clérigos habían sido empujados atrás. Ahora sólo me rodeaban los jóvenes brutos de la ciudad y las mujeres más rudas.
—¡No eres un cura, no eres un fraile, no eres un hermano, impostor! —gritaban.
Mientras me golpeaban, me pateaban y me arrancaban la ropa, me pareció que más allá de aquella masa movediza yo veía otras caras. Caras conocidas para mí. Las caras de los hombres a los que había asesinado.
Muy cerca de mí, envuelto en silencio como si no formara parte en absoluto de aquel tumulto, invisible para los rufianes que desahogaban su rabia conmigo, estaba el último hombre a quien maté, en la Posada de la Misión, y a su lado la joven muchacha rubia que maté muchos años atrás en el burdel de Alonso. Todos me miraban, y en sus rostros no vi ningún juicio, ningún regocijo, sino únicamente consternación y una leve tristeza.
Alguien se había apoderado de mi cabeza. Golpeaban mi cabeza contra las piedras, y sentí que la sangre me corría por el cuello y la espalda. Por un momento, no vi nada.
Pensé de una forma extrañamente desinteresada en mi pregunta a Malaquías, que él dejó sin respuesta: «¿Podría morir en esta época? ¿Es eso posible?». Pero ahora no lo llamé.
Mientras me derrumbaba bajo aquel torrente de golpes, mientras sentía los zapatos de cuero golpeándome en las costillas y el estómago, mientras el aliento me faltaba y perdía la visión de mis ojos, mientras el dolor se extendía por mi cabeza y mis miembros, dije una sola oración.
«Dios querido, perdóname por haberme apartado de Ti».