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París

Cuando por fin llegamos a París, yo ya tenía bastante viaje del siglo XIII para cubrir con creces cuatro vidas, y aunque me cautivaron en el camino mil paisajes inesperados, desde el torbellino de las casas apiñadas de Londres, construidas en parte de madera, hasta el espectáculo de los castillos normandos coronando las cimas de los riscos, y la nieve inacabable que caía sobre las aldeas y ciudades por las que pasaba, nuestro único afán era presentarnos ante Godwin y exponerle el caso.

Digo «nos y nuestro» porque Malaquías se me apareció de vez en cuando a lo largo del viaje e incluso hizo parte del camino en el carro que me llevó a la capital, pero no me dio ningún consejo, salvo el de recordarme que las vidas de Fluria y Meir dependían de lo que yo hiciera.

Cuando apareció, lo hizo vestido con hábito de dominico, y cada vez que los medios de transporte parecían fallar sin remedio, se manifestaba de nuevo y me recordaba que llevaba oro en mi bolsillo, y que yo era una persona fuerte y capaz de hacer lo que se me pedía. Entonces, de pronto aparecía un carro, o una carreta, con un cochero amable dispuesto a llevarme con los bultos, o la leña, o lo que fuera que transportaba. Y así pude dormir en muchos vehículos distintos.

Si hubo una etapa especialmente penosa, fue el cruce del Canal con un tiempo que me tuvo continuamente mareado en la cubierta del pequeño barco. Hubo ocasiones en las que creí que todos íbamos a ahogarnos sin remedio, tan fuerte era la tormenta en aquel océano invernal, y más de una vez pregunté a Malaquías, sin tener respuesta, si era posible que yo muriera en el curso de mi misión.

Quise hablar con él de todo lo que estaba ocurriendo, pero se negó, recordándome que no era visible para otras personas y que yo parecería un loco si hablaba en voz alta a solas. En cuanto a hablar con él sólo mentalmente, insistió en que era algo demasiado impreciso.

Sus argumentos me parecieron evasivas. Supuse que quería que cumpliera mi misión con mis solos medios.

Por fin cruzamos las puertas de París sin contratiempos, y Malaquías, después de recordarme que encontraría a Godwin en el barrio de la universidad, me dejó con la áspera recomendación de que no me entretuviera yendo a ver la gran catedral de Notre Dame ni vagabundeara por los patios del castillo del Louvre, sino que buscara a Godwin sin tardanza.

El frío era tan crudo en París como lo había sido en Inglaterra, pero la simple proximidad de los seres humanos que se apretujaban en las calles de la capital proporcionaba cierto calor. También había pequeñas fogatas encendidas en todas partes, a las que se arrimaba la gente para calentarse, y muchos hablaban de aquel tiempo horrible y de lo poco habitual que era.

Yo sabía, por mis anteriores lecturas sobre la Europa de la época, que entrábamos en un período de frío muy pronunciado que iba a durar varios siglos, y de nuevo agradecí que a los dominicos se les permitiera llevar medias de lana y zapatos de piel.

A pesar de las recomendaciones de Malaquías, fui de inmediato a la Place de Grève y pasé un buen rato delante de la recién terminada fachada de Notre Dame. Me asombraron, igual que me había ocurrido en mi propia época, sus dimensiones y su magnificencia, y no me pasó por alto que el edificio empezaba apenas su andadura en el tiempo como una de las mayores catedrales que nadie haya contemplado nunca.

Pude ver andamios y obreros en torno a un sector del edificio más lejano, pero la construcción estaba casi completada.

Pasé al interior y lo encontré abarrotado de personas en las sombras, algunas recogidas en oración, otras paseando entre las capillas, y yo hinqué las rodillas sobre las losas desnudas, junto a una de las inmensas columnas, y recé para pedir valor y fortaleza. Al hacerlo, sin embargo, tuve la extraña sensación de que de alguna forma estaba dejando de lado a Malaquías.

Me recordé a mí mismo que eso no tenía sentido, que los dos trabajábamos para el mismo Señor, y de nuevo vino a mis labios la oración que había pronunciado antes, mucho antes: «Dios querido, perdóname por haberme apartado de Ti».

Borré de mi mente todas las palabras, para atender sólo a la guía de Dios. El hecho mismo de estar arrodillado en ese enorme y magnífico monumento de la fe en la época misma en la que había sido construido, me llenó de una gratitud inexpresable. Pero por encima de todo, hice aquello para lo que fue concebida la inmensa catedral: me dispuse a escuchar la voz del Creador, e incliné la cabeza.

De súbito me asaltó la conciencia de que, a pesar de mis temores de fracasar en lo que tenía que hacer, y de la angustia que sentía por Fluria y Meir y toda la judería de Norwich, era más feliz de lo que nunca había sido. Tuve la fuerte sensación de que con esta misión había recibido un regalo tan inestimable que nunca podría agradecer bastante a Dios lo que me estaba ocurriendo, y la responsabilidad que había colocado en mis manos.

Aquello no me hizo sentir orgullo, sino más bien asombro. Y mientras pensaba en todo ello, sentí que hablaba a Dios sin palabras.

Cuanto más tiempo seguía allí, más honda era la conciencia de estar viviendo ahora de un modo como nunca había vivido en mi propio tiempo. Había vuelto de forma tan rotunda la espalda a mi propio tiempo que no conocía a una sola persona tanto como conocía a Meir y a Fluria, y no sentía por nadie el profundo apego que ahora sentía por Fluria. Y comprendí en toda su fuerza la locura que eso significaba, la desesperación deliberada y el vacío lleno de resentimiento de mi propia vida.

Dirigí la vista, a través de aquella penumbra polvorienta, hacia el lejano coro de la gran catedral, e imploré perdón. Qué instrumento tan despreciable era yo. Pero si mi falta de escrúpulos y mi astucia podían verse eclipsados en esta misión, si mi ingenio cruel y mi talento resultaban útiles aquí, lo único que yo podía hacer era maravillarme de la majestad de Dios.

Me asaltó una idea más profunda, que no pude acabar de precisar. Algo tenía que ver con la trama en que se entretejen el bien y el mal, con la forma cómo el Señor puede extraer gloria de los desastres que provocan los seres humanos. Pero era una idea demasiado compleja para mí. Me di cuenta de que yo no podía abarcar el significado de esa intuición (sólo Dios sabe en qué formas y medidas se funden o se distinguen la oscuridad y la luz), y sólo me restaba dar voz de nuevo a mi contrición y rezar para tener valor, para tener éxito. De hecho, percibí que había un peligro en meditar acerca de la razón por la que Dios permite el mal, y de las formas como lo utiliza. Sentí que únicamente Él lo comprende, y no nos corresponde a nosotros justificar el mal ni definir, mediante lecturas dudosas de lo que el mal ha significado cada día y en cada época, la función que desempeña. Me alegró no poder entender el misterio del funcionamiento del mal en el mundo. Y de pronto sentí algo sorprendente: fuera lo que fuese lo que estaba sucediendo, el mal no tenía ninguna relación con la gran bondad de Fluria y de Meir, que yo había podido comprobar de primera mano.

Para terminar recé una breve oración a la Madre de Dios para que intercediera por mí, me puse en pie y, caminando tan despacio como pude para saborear aquella dulce penumbra alumbrada por las velas, salí a la fría luz invernal.

No vale la pena describir con detalles la suciedad de París, con sus regueros encharcados en el centro de las calles, o el apiñamiento de las muchas viviendas precarias de hasta tres y cuatro pisos, o el hedor de los muertos en el enorme cementerio de los Inocentes, en el que la gente mercadeaba toda clase de objetos mientras caía la nieve sobre las tumbas. No vale la pena intentar capturar el aliento de una ciudad donde la gente (lisiados, jorobados, enanos o altos y escuálidos, apoyados en muletas, cargados con bultos enormes sobre los hombros, o con muestras de grandes prisas por alguna razón) seguía su camino atareada, y unos vendían, otros compraban, unos cargaban y otros escapaban, unos eran ricos y avanzaban llevados en volandas en sus literas o caminaban con denuedo en medio del barro con sus botas enjoyadas, la mayoría lucía atuendos sencillos y túnicas provistas de capucha, y todos se envolvían hasta los dientes en lana, o terciopelo o pieles de diferentes calidades, para defenderse del frío.

Una y otra vez los mendigos me asaltaron para pedirme una caridad, y fui sacando de mi bolsillo monedas que ponía en sus manos con un gesto de asentimiento a sus muestras de gratitud, porque al parecer llevaba conmigo un suministro inagotable de plata y de oro.

Mil veces me sedujo el espectáculo que se desplegaba ante mi vista, pero hube de resistirme. No había venido, como me dijo Malaquías, para curiosear por el palacio real, no, ni para ver los teatrillos de marionetas en los cruces de las calles, ni para maravillarme de cómo seguía la vida en medio de un tiempo infame, con las puertas de las tabernas abiertas, o cómo se vivía en aquel tiempo tan remoto y sin embargo familiar.

Me llevó menos de una hora abrirme paso por las calles abarrotadas y sinuosas hasta el barrio de los estudiantes, donde de pronto me vi rodeado por hombres y muchachos de todas las edades, vestidos como clérigos, con hábitos o sotanas.

Casi todos llevaban capucha, debido al crudo invierno, y algunos una especie de manta gruesa, y los ricos se distinguían de los pobres por la cantidad de piel visible en el forro de sus prendas de abrigo e incluso como adorno en el borde de las botas.

Hombres y muchachos iban y venían de muchas pequeñas iglesias y claustros, las calles eran estrechas y torcidas, y había linternas colgadas en alto para ahuyentar las lóbregas tinieblas.

Pero pude encontrar fácilmente el priorato de los dominicos, con las puertas de su pequeña iglesia abiertas, y encontré a Godwin, a quien los estudiantes me señalaron rápidamente en la persona de un hermano alto, encapuchado, de penetrantes ojos azules y piel pálida, subido a un banco y obviamente dictando una lección en el claustro al aire libre, ante un gentío nutrido y atento.

Hablaba con energía y sin esfuerzo aparente, en un latín hermoso y fluido, y era una pura delicia oír cómo hablaban en esa lengua, con tanta facilidad, él y los estudiantes que le replicaban y preguntaban.

La nieve había amainado. Aquí y allá había encendidos fuegos para calentar a los estudiantes, pero el frío era intenso y pronto supe, por algunas frases que me susurró alguien desde las últimas filas, que Godwin era tan popular ahora, en ausencia de Tomás y Alberto que se habían ido a enseñar a Italia, que sus oyentes sencillamente no cabían en ninguna sala cerrada.

Godwin se acompañaba con gestos elocuentes al dirigirse a aquel mar de rostros atentos; algunos estudiantes estaban sentados en bancos y escribían frenéticamente mientras él hablaba, y otros se sentaban en cojines de cuero o de lana sucia, o incluso en el suelo de piedra.

Que Godwin fuera una figura impresionante, no me sorprendió, pero no pude sino maravillarme de hasta qué punto impresionaba su presencia en la realidad.

Su estatura era de por sí notable, pero tenía además la irradiación que Fluria había intentado tan agudamente describirme. Las mejillas estaban coloreadas por el frío, y en los ojos ardía una pasión intensa por los conceptos y las ideas que expresaba. Parecía enteramente volcado en lo que decía y en lo que hacía. Una risa cordial puntuaba sus frases, y se volvía a derecha e izquierda con naturalidad para incluir a todos sus oyentes en el razonamiento que desarrollaba.

Sus manos estaban envueltas en trapos, a excepción de las puntas de los dedos. En cuanto a los estudiantes, la mayoría llevaba guantes. Yo también sentía mis manos heladas a pesar de llevar puestos guantes de piel desde que salí de Norwich. Me entristeció que Godwin careciera de unos guantes adecuados.

Los estudiantes reían a carcajadas alguna frase ingeniosa cuando encontré un sitio bajo las arcadas del claustro, apoyado en un pilar de piedra; luego, él les preguntó si recordaban una cita importante de san Agustín, que algunos se apresuraron a vocear, y a continuación pareció que se disponía a abordar un nuevo tema, pero nuestras miradas se encontraron, y dejó de hablar a mitad de una frase.

No estoy seguro de que alguien supiera por qué había parado. Pero yo sí lo sabía. Alguna comunicación silenciosa pasó entre nosotros, y yo me atreví a asentir con la cabeza.

Entonces, con breves palabras, dio por terminada la clase.

Se habría visto rodeado interminablemente por quienes le hacían preguntas, pero les dijo con paciencia atenta y una amabilidad exquisita que debía atender un asunto importante y además estaba helado, y en cuanto pudo se acercó a mí, me tendió la mano y me condujo tras él, a través del largo claustro de techo bajo y después de cruzar una arcada y muchas puertas interiores, hasta su propia celda.

Era una habitación no muy espaciosa y, gracias sean dadas al cielo, bien caldeada. No más lujosa que la de Junípero Serra en la misión de Carmel, de principios del siglo XXI, pero sí llena de objetos hermosos.

Una porción generosa de leña humeaba en un brasero y desprendía un calor delicioso. Godwin encendió rápidamente varias velas gruesas y las colocó sobre su escritorio y el facistol, ambos situados muy cerca de su estrecho catre, y luego me indicó que me sentara en uno de los bancos alineados en el lado derecho de la habitación.

Pude ver que con frecuencia daba allí sus lecciones, o lo había hecho antes de que la demanda de su elocuencia alcanzara los niveles actuales.

De la pared colgaba un crucifijo, y me pareció entrever varias pequeñas pinturas votivas, pero en la penumbra no pude distinguirlas bien. Había en el suelo un cojín muy duro y delgado delante del crucifijo y de una imagen de la Virgen, y supuse que era allí donde se arrodillaba a rezar.

—Oh, perdóname —me dijo en un tono lleno de afable generosidad—. Ven a calentarte junto al fuego. Estás blanco del frío, y tienes los cabellos mojados.

Rápidamente me ayudó a quitarme la capucha manchada y el manto, y se desprendió del suyo. Los colgó de unos clavos en la pared, donde el calor del brasero los secaría muy pronto.

Luego tomó una toalla pequeña y me secó con ella la cara y el pelo, y lo mismo hizo con el suyo.

Sólo entonces se quitó los trapos que envolvían sus manos, y acercó las palmas a las brasas. Me di cuenta entonces por primera vez de que su hábito blanco y su escapulario estaban gastados y remendados. Era un hombre de constitución delgada, y el corte sencillo de su cabello en forma anular le daba una expresión más vital y penetrante.

—¿Cómo me has conocido? —pregunté.

—Porque Fluria me ha escrito y me ha dicho que te conocería en cuanto te viese. La carta llegó hace tan sólo dos días. Uno de los maestros judíos que enseñan hebreo aquí me la trajo. Y desde entonces he estado preocupado, no por lo que ella me ha escrito, sino por lo que dejó de escribir. Y hay otra cuestión, y es que ella me ha pedido que te abra mi corazón por entero.

Lo dijo con entera confianza, y de nuevo percibí la gracia de su actitud y su generosidad cuando acercó uno de los bancos cortos al brasero y tomó asiento.

En sus menores gestos había tanta firmeza y sencillez como si para él estuviera ya muy lejana la época en que necesitaba algún artificio para subrayar cualquier cosa que hacía.

Metió la mano en uno de los abultados bolsillos colocados debajo de su escapulario blanco, y extrajo de él la carta, una hoja plegada de pergamino rígido, y la puso en mi mano.

La carta estaba escrita en hebreo, pero tal como Malaquías me había prometido, pude leerla sin el menor problema:

Mi vida está en las manos de este hombre, el hermano Tobías. Acógelo y cuéntale todo, y él te lo contará todo, porque no hay nada que no sepa de mi pasado y de mis circunstancias actuales, y no me atrevo a decir más en este mensaje.

Fluria había firmado únicamente con la inicial de su nombre.

Me di cuenta de que nadie conocía su letra mejor que Godwin.

—Desde hace algún tiempo me he dado cuenta de que algo iba mal —dijo, con la frente fruncida por la inquietud—. Tú lo sabes todo. Sé que lo sabes. De modo que te diré, antes de importunarte con preguntas, que mi hija Rosa estuvo muy enferma hace varios días, e insistía en que su hermana Lea sentía fuertes dolores.

»Ocurrió durante los días más hermosos de la Navidad, cuando los cuadros vivientes y las representaciones delante de la catedral son más lucidos que en ninguna otra época del año. Pensé que tal vez, por la novedad para ella de nuestras costumbres cristianas, se sentía asustada. Pero insistió en que su angustia se debía a los dolores de Lea.

»Las dos, como sabes, son gemelas, y por esa razón Rosa siente lo que le está ocurriendo a Lea, y hace tan sólo dos semanas me dijo que Lea ya no estaba en este mundo. Intenté consolarla, diciéndole que eso no era así. Le aseguré que Fluria y Meir me habrían escrito de haberle ocurrido algo a Lea, pero no ha habido forma de convencer a Rosa de que Lea vive.

—Tu hija tiene razón —dije con tristeza—. Ése es el fondo de todo el problema. Lea murió de la pasión ilíaca. No fue posible impedirlo de ninguna manera. Sabes lo que es eso tan bien como yo, una enfermedad del estómago y de las entrañas que causa grandes dolores. Las personas que la padecen mueren casi siempre. Y así ocurrió con Lea, que murió en los brazos de su madre.

Inclinó la cabeza y se llevó las manos a la cara. Por un instante pensé que iba a romper a llorar. Y sentí un leve escalofrío de temor. Pero se limitó a murmurar una y otra vez el nombre de Fluria, y rezó en latín al Señor para que la consolara por la pérdida de su hija.

Finalmente se reclinó en su asiento, me miró y susurró:

—Así pues, la hermosa niña que ella guardó a su lado le ha sido arrebatada. Y mi hija sigue aquí, fresca y sana, a mi lado. ¡Oh, qué cosa tan amarga!

Las lágrimas asomaron a sus ojos.

Pude ver el dolor en su rostro. Sus maneras cordiales habían desaparecido por completo, dando paso a la angustia. Y su expresión adquirió una sinceridad infantil cuando sacudió despacio la cabeza.

—Lo siento tanto —susurré, y él me miró. Pero no respondió.

Guardamos un largo silencio en homenaje a Lea. Durante un rato, dejó que su mirada se perdiera en el vacío. Y en una o dos ocasiones se calentó las manos, pero luego las dejó caer sobre las rodillas.

Después, poco a poco, vi en él la misma amabilidad y franqueza que antes. Susurró:

—Sabes que esa niña era mi hija, claro está. Te lo he dicho de alguna manera con mis propias palabras.

—Lo sé —dije—. Pero esa muerte muy natural de la niña es lo que ha traído después la desgracia sobre Fluria y Meir.

—¿Cómo puede ser? —preguntó. Lo hizo con toda inocencia, como si el conocimiento le hubiera dado una ingenuidad nueva. O tal vez la palabra «humildad» describa mejor su actitud.

No pude evitar darme cuenta de que era un hombre apuesto, no sólo por sus facciones regulares y la forma en que su cara parecía resplandecer, sino por la humildad a que he aludido y el atractivo que emanaba de ella. Un hombre humilde puede conquistar a cualquiera, y aquel hombre parecía haberse desprendido por completo del habitual orgullo masculino que tiende a reprimir las emociones y la expresión.

—Cuéntamelo todo, hermano Tobías —dijo—. ¿Qué le ocurre a mi amada Fluria? —Un velo de lágrimas asomó a sus ojos—. Pero antes de que empieces, déjame decirte una cosa con toda sinceridad. Amo a Dios y amo a Fluria. Así es como me describo a mí mismo en mi corazón, y Dios me entiende.

—Yo lo entiendo también —dije—. Sé de vuestra larga correspondencia.

—Ha sido la luz que ha guiado mis pasos durante muchos años —respondió—. Y aunque lo abandoné todo para entrar en la Orden dominica, no abandoné mi correspondencia con Fluria, porque nunca ha significado para mí otra cosa que el mayor bien. —Meditó un momento, y luego añadió—: La piedad y la bondad de una mujer como Fluria son cosas que no se encuentran con frecuencia en las mujeres gentiles, aunque he de reconocer que ahora sé muy pocas cosas de ellas.

»Me parece que una cierta gravedad de carácter es común a las mujeres judías como Fluria, y nunca me ha escrito una sola palabra que yo no pudiera compartir con otros para provecho de ellos…, hasta que llegó este mensaje hace dos días.

Sus palabras tuvieron un efecto extraño en mí, porque creo que me sentía enamorado a medias de Fluria por las mismas razones, y por primera vez me di cuenta de la enorme seriedad que había mostrado Fluria, una cualidad que recibe el nombre de gravitas.

De nuevo en mi mente Fluria trajo a mi memoria a otra persona, a alguien que yo había conocido, pero no conseguí precisar quién era esa persona. Había un toque de tristeza y miedo en ese recuerdo impreciso. Pero no tenía tiempo para pensar en eso ahora. Me pareció un pecado llano y simple pensar en mi «otra vida».

Paseé la mirada por la habitación. Miré los numerosos libros de los estantes y las hojas de pergamino esparcidas por el escritorio. Miré a Godwin, que esperaba con paciencia, y se lo conté todo.

Hablé tal vez durante media hora seguida y expliqué todo lo que había ocurrido, y cómo los dominicos de Norwich se habían llamado a engaño con Lea, y cómo Meir y Fluria no podían compartir con nadie a excepción de sus hermanos judíos la horrible verdad sobre la pérdida de su amada niña.

—Imagina el dolor de Fluria —dije—, en unas circunstancias en que no puede mostrar ningún dolor porque se ve obligada a disimular. —Insistí en ese punto—. Es un momento para el disimulo, como lo fue para Jacob cuando engañó a su padre Isaac, y más tarde también a Labán para acrecer su propio rebaño. También ahora es necesario el engaño porque está en juego la vida de esas personas.

Sonrió y asintió a mi razonamiento. No puso ninguna objeción.

Se puso en pie y empezó a pasear de un lado a otro en un círculo estrecho, porque era todo lo que la habitación permitía.

Por fin se sentó ante el escritorio, y sin cuidarse de mi presencia empezó de inmediato a escribir una carta.

Yo seguí sentado bastante tiempo, viéndolo escribir, secar, escribir unas palabras más. Finalmente firmó la carta, secó la tinta por última vez, plegó el pergamino y lo selló con lacre, y levantó la vista en mi dirección.

—Ahora mismo enviaré esto a mis hermanos dominicos de Norwich, para fray Antonio, a quien conozco personalmente, y le expreso mi firme opinión de que están en el mal camino. Alabo a Fluria y Meir y admito con entera franqueza que Elí, el padre de Fluria, fue en tiempos mi maestro en Oxford. Creo que mejorará las cosas, pero quizá no lo bastante. No puedo escribir a lady Margaret de Norwich, y si lo hiciera, creo que ella no dudaría en arrojar mi carta al fuego.

—Esa carta tiene un peligro —dije.

—¿Cuál?

—Admites conocer a Fluria, cosa que seguramente ignoran otros dominicos. Cuando visitaste a Fluria en Oxford, cuando te fuiste de allí con tu hija, ¿no se enterarían de lo ocurrido tus hermanos de Oxford?

—¡El Señor me ayude! —suspiró—. Mi hermano y yo procuramos mantenerlo todo en secreto. Sólo mi confesor sabe que tengo una hija. Pero tienes razón. Los dominicos de Oxford conocen muy bien a Elí, el Magister de la sinagoga y maestro suyo en tiempos. Y saben que Fluria tiene dos hijas.

—Exacto —dije—. Si escribes una carta que despierte su atención sobre la relación que os une, no podremos llevar a cabo el engaño que podría salvar a Fluria y a Meir.

Arrojó la carta al brasero y observó cómo la devoraban las llamas.

—No sé cómo resolver esto —dijo—. Nunca he tenido que afrontar nada tan feo y tortuoso en mi vida. ¿Podemos atrevernos a intentar una impostura cuando los dominicos de Oxford pueden muy bien contar a los de Norwich que Rosa está sustituyendo a su hermana? No puedo poner a mi hija en ese peligro. No, es imposible que viaje.

—Hay demasiada gente que sabe demasiadas cosas. Pero algo ha de ocurrir para que cese el escándalo. ¿Te atreves a ir tú, y defender a la pareja ante el obispo y el sheriff?

Le expliqué que el sheriff sospechaba ya que Lea estaba muerta en realidad.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó.

—Intentar llevar adelante el engaño, pero hacerlo con más astucia y más mentiras —dije—. Es la única forma que veo de salir del paso.

—Explícate —dijo.

—Si Rosa está dispuesta a representar el papel de su hermana, la llevaremos a Norwich. Insistirá en que es Lea y en que ha estado con su hermana Rosa en París, y se mostrará muy indignada de que alguien haya acusado tan malignamente a sus amados padres. Y puede expresar su impaciencia por volver de inmediato con su hermana gemela. Al admitir la existencia de las gemelas y su conversión a la Iglesia, darás un motivo para el repentino viaje a París en mitad del invierno. Lea quería estar junto a su hermana, de la que llevaba separada muy poco tiempo. En cuanto al hecho de que tú seas su padre, ¿por qué ha de ser necesario mencionarlo?

—Ya sabes lo que dicen los rumores —me dijo de pronto—. Que Rosa es en realidad hija de mi hermano Nigel. Porque Nigel me acompañó en todas las etapas del viaje. Como te he dicho, sólo mi confesor conoce la verdad.

—Mejor que mejor. Escribe enseguida a tu hermano, si te parece, cuéntale lo que ha ocurrido, y dile que debe encaminarse a Norwich de inmediato. Ese hombre te quiere, Fluria me lo dijo.

—Oh, claro que sí, siempre me ha querido a pesar de lo que mi padre le obligó a pensar o a hacer.

—Muy bien pues, que vaya él y jure que las gemelas están juntas en París, y nosotros emprenderemos el viaje desde aquí en cuanto nos sea posible con Rosa, que asegurará ser Lea, indignada y dolida por la situación de sus padres, y se declarará impaciente por volver a París de inmediato junto a su tío Godwin.

—Veo un fallo en el plan —dijo él—. Dañará la reputación de Fluria.

—Nigel no tiene que decir abiertamente que es el padre. Dejaremos que lo piensen, pero no tiene por qué decirlo. Las niñas tienen un padre legal. Nigel sólo tiene que alegar su interés como amigo por una niña que se ha convertido a la fe cristiana cuando él era tutor de su hermana, que espera en París el regreso de Lea, la nueva conversa.

Escuchaba absorto lo que yo le decía. Me di cuenta de que estaba sopesando todos los aspectos. Las niñas, por su condición de conversas, podrían ser expulsadas de la comunidad judía y perder su fortuna. Fluria me había hablado de eso. Pero yo me aferraba a la idea de una Rosa apasionada pretendiendo ser una indignada Lea para rechazar a las fuerzas que amenazaban a la judería, y sin duda nadie en Norwich reclamaría que la otra gemela se presentara también allí.

—¿No lo ves? —dije—. Es una historia que se ajusta a todos los puntos importantes.

—Sí, muy bien pensada —contestó, pero seguía ensimismado.

—Explica por qué se fue Lea. La influencia de lady Margaret le hizo aceptar la fe cristiana. Y le entró el deseo de reunirse con su hermana cristiana. El Señor sabe bien que todo el mundo en Inglaterra y en Francia arde en deseos de convertir a la tribu de los judíos en cristianos. Y resulta sencillo explicar que Meir y Fluria han hecho tanto misterio del asunto porque para ellos se trataba de una doble desgracia. En cuanto a ti y a tu hermano, sois los tutores de las gemelas conversas. Todo está muy claro en mi mente.

—Lo veo —dijo despacio.

—¿Crees que Rosa podrá representar el papel de su hermana Lea? —pregunté—. ¿La crees capaz de una cosa así? ¿Nos ayudará tu hermano? ¿Te parece que Rosa estará dispuesta a intentarlo?

Pensó en esas cosas largo rato, y luego dijo sencillamente que teníamos que ir a ver a Rosa de inmediato, aunque era tarde y, como era evidente, ya oscurecía.

Cuando miré por la pequeña ventana de la celda, sólo vi oscuridad, aunque podía ser debido al espesor de la nieve que caía.

De nuevo tomó asiento y se dedicó a escribir una carta. Y me la iba leyendo en voz alta mientras escribía.

—Querido Nigel, tengo gran necesidad de ti, porque Fluria y Meir, mis queridos amigos y amigos de mis hijas, se encuentran en un grave peligro debido a sucesos recientes que no puedo explicarte, pero que te confiaré en cuanto nos encontremos. Te pido que vayas de inmediato a la ciudad de Norwich y allí me esperes, porque esta misma noche emprenderé viaje hacia allí. Preséntate al lord sheriff, que guarda a muchos judíos en la torre del castillo para protegerlos, y hazle saber que conoces bien a los judíos en cuestión, y que eres el tutor de sus dos hijas —Lea y Rosa—, que se han hecho cristianas y viven ahora en París, bajo la guía del hermano Godwin, su padrino y su devoto amigo. Ten en cuenta, por favor, que los habitantes de Norwich no saben que Meir y Fluria tienen dos hijas, y están muy extrañados por el hecho de que la única niña que conocen se haya marchado de la ciudad.

»Insiste en que el lord sheriff mantenga en secreto estas noticias hasta que yo pueda verte y te explique con más detalle por qué hemos de emprender estas acciones ahora.

—Espléndido —dije—. ¿Crees que tu hermano hará lo que le pides?

—Mi hermano hará cualquier cosa por mí —contestó—. Es un hombre amable y cariñoso. Le diría más cosas de estar seguro de que no hay peligro de que la carta caiga en malas manos.

De nuevo secó sus muchas frases y su firma, plegó la carta, la cerró con lacre y luego se levantó, me rogó que esperara un momento y salió de la habitación.

Estuvo algún tiempo ausente.

Al mirar a mi alrededor la habitación, con su olor a tinta y a pergamino viejo, a piel de encuadernar y a brasas, se me ocurrió la idea de que yo podría pasar aquí feliz mi vida entera, y que de hecho estaba viviendo una nueva vida tan superior a nada de lo que hubiera conocido antes, que casi me entraban ganas de llorar.

Pero no era momento para pensar en mí mismo.

Cuando Godwin volvió, estaba sin aliento y parecía algo más tranquilo.

—La carta partirá mañana por la mañana, y viajará con mucha más rapidez que nosotros camino de Inglaterra, porque la he enviado a la atención del obispo que rige la sede de St. Aldate y la mansión solariega de mi hermano, y él entregará la carta en propia mano a Nigel. —Me miró y de nuevo asomaron las lágrimas a sus ojos—. Yo no podría haber hecho esto solo —me dijo, agradecido.

Tomó su manto del clavo del que colgaba, y el mío también, y nos abrigamos para afrontar la nieve que caía fuera. Empezó a envolverse las manos en los trapos que había dejado a un lado, pero yo metí la mano en mi bolso al tiempo que murmuraba una oración, y saqué un par de guantes.

«¡Gracias, Malaquías!».

Él miró los guantes y, con un gesto de asentimiento, tomó los que le ofrecía y se los puso. Vi que no le gustaban la piel fina ni el adorno del ribete, pero había una tarea que teníamos que llevar a cabo.

—Ahora, vamos a ver a Rosa —dijo—, para contarle lo que ya sabe y preguntarle qué quiere hacer. Si no quiere hacer lo que le pedimos, o piensa que no va a ser capaz, iremos nosotros a testificar a Norwich por nuestra cuenta.

Hizo una pausa y murmuró «testificar», y supe que le asustaba la cantidad de mentiras que implicaba.

—No pienses en ello —dije—. Habrá un baño de sangre si no lo hacemos. Y esas dos buenas personas, que no han hecho nada malo, morirán.

Asintió, y salimos al exterior.

Un chico con una linterna, y con el aspecto de un bulto de ropas de lana, nos esperaba fuera, y Godwin le dijo que íbamos al convento donde vivía Rosa.

Pronto caminábamos apresurados por las calles oscuras; pasamos más de una vez delante de la puerta de una taberna ruidosa, pero en general avanzamos a tientas detrás del chico que alzaba en alto la linterna, bajo la nieve espesa que volvía a caer.