Capítulo XXXI

Tres semanas más tarde María y Pablo se hallaban cenando en un parador situado en la carretera que va de Sevilla a Extremadura. Se habían casado esa misma mañana.

Al recordar Vázquez aquellas tres últimas semanas, le parecía haber vivido en medio de un fiero torbellino. Sin lugar a dudas, habían sido extraordinariamente movidas.

Primero la llegada en el «Attack» a Gibraltar, donde habían quedado internados unos días, mientras las autoridades inglesas se ponían en contacto con las nacionales y se resolvía la cuestión de su repatriación. Luego había venido su presentación en el Estado Mayor del Departamento Marítimo de Cádiz, donde había narrado sus lances en Cartagena y transmitido verbalmente sus últimos informes e impresiones, recibiendo las más cálidas felicitaciones de sus jefes. ¡Qué distinto fue todo de su otra presentación, hacía tan sólo seis meses! Se encontraba completamente satisfecho por haber pedido aquel destino que, por si fuera poco, lo había unido a María. Estaba seguro de haber disipado cualquier atisbo de duda que se pudiera tener sobre la integridad de su persona. Al terminar le habían concedido un mes y medio de permiso.

Después fue la llegada a Sevilla, la presentación de María a sus padres y demás familia, que no la conocían aún, y los rápidos preparativos de la boda… ¡Dios mío! ¡Qué complicado era aquello de casarse! Ni en sueños se hubiera imaginado que lo fuese tanto.

Varias veces pareció que no iba a haber más remedio que aplazar la ceremonia; pero, por fin, pudo ésta tener lugar el día y hora señalados, María había pasado a ser su mujer y estaba allí sentada frente a él, sonriéndole.

Llovía a cántaros y un fuerte viento azotaba el parador donde se hallaban alojados; pero dentro reinaba una agradable y acogedora temperatura. El albergue se hallaba casi vacío —cosa extraña, según manifestó el encargado, incluso a pesar de aquel tiempo endiablado— y casi todos los demás huéspedes eran jefes y oficiales del Ejército, que iban y venían de los distintos frentes de combate.

Pablo había logrado, mediante una buena propina, que les sirvieran la cena, no en el comedor, junto a los restantes huéspedes, sino en un saloncito del piso superior, donde comieron solos él y ella.

La estancia era más bien pequeña, con mobiliario de estilo colonial y, en las ventanas, unas alegres cortinas de cretona. La lluvia, ayudada por el vigoroso viento, golpeaba en los cristales dejando escuchar su leve canto. En un rincón, una chimenea de leños chisporroteaba, difundiendo por toda la estancia un agradable calor, a la vez que ponía una nota de hogar e intimidad en la habitación.

Cuando hubieron terminado la comida Pablo se sentó en una butaca cerca del fuego y María tomó asiento sobre un cojín, a sus pies, apoyando la cabeza en sus rodillas. Inclinóse él hacia delante y cogió las manos de su esposa entre las suyas…

¡Su esposa! Sí, aquella mujer que tan confiada estaba allí a sus pies y se reclinaba sobre él como una niña que busca protección —y, en realidad, era poco más que una niña— era ya suya para siempre… «para honrarla, amarla y protegerla…» —no recordaba bien como seguía la cosa— «…hasta que la muerte os separe».

Aquellas habían sido las palabras del sacerdote que los casó esa misma mañana… y, siguiendo ese camino, sus pensamientos volvieron a la ceremonia: la iglesia estaba adornada con flores blancas y se hallaba llena de gente. ¿Por qué atraerán las bodas siempre a tanto espectadores?… Él no conocía a casi nadie, pues hacía ya más de diez años que no vivía en Sevilla, aunque la mayor parte de los asistentes eran amigos o conocidos de su familia.

Al rato había entrado María, del brazo del padrino —un tío lejano que residía en Sevilla hacía mucho tiempo— y la iglesia, las flores, los invitados y todo lo demás que pudiera haber por allí, se había esfumado, repentinamente, para Pablo, el cual únicamente tuvo ya ojos para ella que avanzaba, avanzaba hacía él y le sonreía… No recordaba haberla visto nunca tan bonita como en aquellos ansiados momentos: con un elegante vestido de novia, de un blanco inmaculado.

Al cabo de un rato, el sacerdote puso entre las suyas la mano de María, que quedó allí, cálida y ligeramente temblorosa… El resto de la ceremonia había transcurrido como en un sueño. Luego vino la salida del templo del brazo de ella, los gritos de «¡Vivan los novios!» y después el banquete de boda en el Hotel Madrid, aparentemente interminable.

Allí recibió las felicitaciones de infinidad de personas, a muchas de las cuales ni siquiera conocía. Las bromas y abrazos de los dos o tres compañeros marinos, que habían conseguido permiso para asistir a la ceremonia, habían sido un verdadero alivio… Casi la única nota simpática en todo aquella solemnidad. Ahora, al mirar atrás, la recepción de boda se le aparecía con caracteres un tanto irreales…

¡Cómo había deseado escapar de allí! Mirando a María pudo darse cuenta de que ella lo estaba ansiando aún más que él. Para ella el banquete había constituido una verdadera prueba, pues no conocía a nadie allí en Sevilla. Pablo hubiera deseado una boda mucho más tranquila; pero hubo de hacer esa pequeña concesión a sus padres.

Luego habían llegado las despedidas. Tuvieron que decir adiós a todo el mundo… ¿Era posible que hubiera allí, en realidad, tantas personas? ¡Santo Dios! ¿No iba a acabar nunca aquello? Finalmente los últimos besos y abrazos a sus padres, junto con las recomendaciones y preguntas finales:

¿Estás bien seguro de que no os dejáis nada olvidado?…

¿Dejarse olvidado el qué? Se llevaba a María consigo, y eso era lo único que necesitaba y le importaba en aquel momento.

Por fin, de una forma u otra, se encontraron solos en el coche del padre de Pablo, que éste le había puesto a su disposición para el viaje de novios. Le había resultado difícil, muy difícil, dividir su atención entre María, sentada a su lado, y la carretera. Durante todo el viaje sus ojos habían mostrado una tendencia irreprimible a mirarla.

Aún no se explicaba bien del todo cómo, en aquellas condiciones, habían logrado llegar sin accidente al parador —donde les esperaban, por delante, unos maravillosos días—, sobre todo teniendo en cuenta que comenzó a llover cuando aún les faltaba por recorrer diecisiete kilómetros.

Sus ojos se posaron de nuevo sobre María, su esposa, su mujer, y al mirarla sintió que una sensación de cariño y ternura hacia ella invadía todas y cada una de las fibras de su ser. Había sufrido mucho en los últimos diez meses, y el tenía que compensárselo con creces, durante toda la vida.

Experimentó, como en tantas ocasiones lo había sentido, un deseo irresistible de estrecharla entre sus brazos, para protegerla contra todo mal… El mal… Y recordó que el mal —la violencia del hombre para con el hombre— les aguardaba ahí al lado, ahí afuera a tan sólo unos pasos, tras los muros, y no pudo evitar pensar en lo chocante que resultaba esta situación: guerra, muerte y desolación en un extremo de la balanza, y felicidad casi absoluta en el extremo opuesto. En los últimos días había rozado la dicha más completa. Tan sólo le distanciaba de su logro la maldita guerra que, como él comprendía, se hallaba lanzada y no había manera de pararla. Lo único que deseaba era que todo ese sufrimiento de la gente terminara ya, lo antes posible y, por supuesto, de la forma menos trágica; pero sobre todo —y he aquí lo utópico, o más bien quimérico, de su anhelo— que no hubiese una posguerra en la que los vencedores sometieran a los vencidos, que llegara una paz verdadera y en completa armonía. Una paz en la que todos juntos colaboraran en levantar la nación. En la que todos se olvidaran de las barbaridades cometidas antes y durante la contienda. Paz en la que se perdonaran unos a otros. Que llegara el día de una auténtica y definitiva reconciliación nacional. Pero esta euforia que sentía, de súbito se tornaba en un gran desaliento en cuanto ponía los pies en la tierra y, conocedor de la verdadera naturaleza humana, miraba la realidad de los hechos. ¡Si difícil estaba resultando la guerra, más difícil —se temía— iba a resultar lograr la paz!

Obviamente, ni la solución del conflicto ni la de los modos de guerrear de ambos ejércitos contendientes se hallaban a su alcance, por lo que decidió continuar haciendo una guerra —que no le gustaba pero que le había tocado vivir, contradictorio aquello de vivir la guerra— limpia en lo que a él le afectaba. Siempre que viera una injusticia la denunciaría, ocurriera lo que ocurriese y gustase su actitud o no. A falta de poder hacer algo más efectivo, éste era el objetivo que para sí mismo se marcaba a partir de ese instante. Deseaba estar en paz consigo mismo y vivir feliz. Y la felicidad de uno depende mucho de todo cuanto tiene alrededor.

Miró de nuevo a María que en ese momento alzó la cabeza, y sus miradas se encontraron.

—¿Qué ocurre, Pablo? Llevas unos minutos ahí callado, mirando al fuego…

Él negó lentamente con la cabeza, sonriéndole mientras contestaba:

—No pasa nada, cariño. Ya nunca pasará nada. Nada —repitió acentuando la palabra—, sino que cada día te iré queriendo más.

Cuando, transcurrido algún tiempo, ambos iban por el pasillo camino de su habitación, Pablo observó:

—Mary, sabrás que, en ciertos países, es costumbre que el novio tome en brazos a la novia para cruzar por primera vez la puerta de su nuevo hogar… Nosotros no tenemos casa aún, ni por ahora sabemos cuándo ni dónde podremos tenerla, es uno de los inconvenientes de casarse con un marino y por sorpresa, así que no habrá más remedio que conformarse con el cuarto del parador para este viejo rito.

Sonrojóse María intensamente y él, antes de que pudiera replicar nada, la tomó en sus brazos como si fuese una pluma y traspasó con ella el umbral de la habitación.

Los ojos de su mujer, al mirarle en aquel momento, eran una muda promesa de toda una vida de amor, ternura y felicidad…

FIN