Por fin oyó voces y, unos segundos más tarde, sonaban los telégrafos de máquinas a bordo del «Attack». Debieron haber mandado dar atrás, pues junto a la popa del barco aparecieron los característicos remolinos de espuma que se originan al invertir el giro de las hélices. Se oyeron voces de mando, la gente corría por cubierta, y una dotación embarcó en la ballenera,[7] que fue arriada casi de inmediato.
Pablo continuaba haciendo la señal de socorro. Cuando la ballenera estuvo en el agua y se acercó a ellos, comenzó a gritar:
—Help! Help! [8]
—Coming! [9] —les llegó la respuesta, y a los pocos momentos eran izados a bordo de la ballenera. Las caras del guardiamarina que la mandaba y de los cuatro marineros de la dotación, a pesar de la flema e impasibilidad británicas, eran todo un poema.
—Soy un oficial de Marina español —dijo Pablo en inglés al guardiamarina—, y solicito amparo al pabellón británico, para mí y para mi prometida.
El inglés le saludó y estrechó su mano, e inmediatamente se quitó la guerrera, ofreciéndola galantemente a María.
—Guardiamarina James Gordon a su disposición —dijo.
Poco después, subían a bordo del «Attack» por una escala de gato, no sin que el hombro de Pablo volviera a resentirse al trepar. María hubo de ser ayudada a subir. Se hallaba muy agotada.
En la toldilla les esperaba el segundo del destructor —un capitán de corbeta— al que Vázquez dijo:
—Soy teniente de navío español. Le suplico haga que atiendan a mi prometida mientras hablo con su comandante.
—Desde luego. Mi camarote se encuentra a su disposición.
—Muchas gracias —contestó Pablo—. ¿Está el comandante en el puente? Deseo hablarle en seguida, a ser posible.
Mientras María bajaba por la escotilla de la cámara de Jefes, Pablo subió al puente, acompañado por un alférez de navío. Le habían dado un pantalón gris y un jersey azul y, con esta improvisada indumentaria se presentó al comandante, que le esperaba en el alerón de babor. Era un hombre de unos cuarenta años, alto, enjuto, de ojos grises, mandíbula cuadrada y cara tostada por el sol.
—Perdone que me presente de esta forma, comandante —le dijo Pablo—. Soy oficial de Marina español y, como ya le he comunicado anteriormente a su segundo, pido amparo al pabellón británico, para mí y para mi prometida.
El comandante le alargó la mano.
—Capitán de fragata Elliot Morton, encantado de conocerle. Le llevaremos a Gibraltar, a donde vamos, y allí quedará usted a disposición de las autoridades inglesas que se entenderán con las de su país para seguir los trámites de repatriación. Ahora baje usted. Me imagino que deseará darse una ducha caliente y beber algo.
—Gracias, comandante —contestó Vázquez, y bajó la escala acompañado por el alférez de navío.
—Ante todo quisiera ir al camarote del segundo, a ver cómo sigue mi novia —dijo a su guía—. Estaba bastante cansada.
—Ya lo vi —contestó el otro—. ¿Cuánto tiempo llevaban ustedes en el agua?
—Una hora, aproximadamente.
María se hallaba en el camarote del segundo, muy pálida, echada en una butaca, mirando a su alrededor un poco asustada todavía. Al ver entrar a Pablo quiso levantarse; pero sus piernas no la obedecían. Vázquez se le acercó y le dio unas palmaditas en el hombro.
—Ea, chica; no te preocupes por nada que ya me encargaré de arreglar las cosas… —y dirigiéndose al segundo le preguntó en inglés— ¿Es esa puerta la de la ducha?
—Efectivamente —contestó éste.
Pablo, con esa confianza natural entre las gentes de mar de todas las naciones del mundo, se metió en el minúsculo cuartito y, abriendo los grifos, reguló la temperatura del agua hasta que ésta casi le quemó. Luego alzó a María de la butaca y, llevándola a la puerta, la introdujo en el cuarto después de quitarle la guerrera del guardiamarina que le llegaba casi por las rodillas. Seguidamente la metió debajo de la ducha.
—¡Eh, que me quemo! —protestó ella, y abrió un poco más el agua fría. A los pocos momentos le habían vuelto ya los colores a la cara, y sonrió a Pablo.
—Bueno, ahí te quedas. Yo te espero aquí fuera. A ver lo que encontramos por ahí que puedas ponerte.
Al salir se halló con el segundo que, haciéndole un gesto amistoso, preguntó:
—Qué, ¿está ella mejor ahora?
—Sí, señor —contestó Pablo.
—He mandado prepararles un ponche caliente, capaz de resucitar a un muerto. No tenemos médico a bordo, tan sólo un practicante; pero no creo que ninguno de ustedes necesite su asistencia.
—No, señor, muchas gracias.
—Le daré un pijama mío, para su prometida —continuó el segundo—. Le estará bastante grande; pero qué le vamos a hacer. Puede quedarse en mi camarote, y no me dé las gracias —prosiguió—. Sólo estoy haciendo lo mismo que haría usted si estuviera en mi lugar.
—A sus órdenes —contestó Pablo sonriendo—. A propósito, creo que no nos hemos presentado. Teniente de navío Pablo Vázquez.
—Capitán de corbeta Louis Prendergast —respondió el otro estrechando su mano.
Una llamada a la puerta les interrumpió.
—Adelante —dijo Prendergast.
Entró un repostero con una bandeja en la cual había una gran sopera de un líquido oscuro y humeante, un cazo y varios vasos.
Después de llenar los vasos, el marinero se retiró, y Prendergast ofreció uno de ellos a Pablo, tomando él otro.
—Por que nos volvamos a ver pronto, y en circunstancias mejores para usted —brindó.
Los vasos chocaron y Vázquez, agradecido, bebió el licor caliente que hizo circular la sangre por sus venas con renovados bríos.
Después de beber, llamó Pablo a la puerta de la ducha.
—Mary, sal cuanto antes. No sabes lo que te estás perdiendo. Aquí hay un pijama para ti. ¿Necesitas algo más?
—Pues… si hubiera algo para ponerme encima del pijama…
—Un momento —respondió él, y explicó al segundo lo que ocurría.
—Claro —dijo éste—, dispénseme —y sacó del armario un elegante batín, que Pablo entregó a María, junto con el pijama, a través de la puerta entreabierta.
Unos minutos después salió ella, con el pelo recogido hacia arriba, un tanto avergonzada, lo cual la hacía aparecer doblemente encantadora.
—Toma —le dijo Pablo sentándola en la butaca y alargándole un vaso—. Bebe y verás.
Prendergast llenó los otros dos.
—Para hacerle compañía, ya que no está bien dejar a una dama beber sola —según explicó.
María se llevó la mano a la garganta al primer trago, y sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Ufff —exclamó cuando lo hubo pasado—. ¿Qué es esto?
—Tienes que bebértelo todo. Órdenes del médico —le dijo Pablo sonriendo, y poco a poco ella lo hizo así.
Prendergast se aclaró la garganta.
—Voy al puente, a ver si me necesitan para algo —dijo. El pretexto era evidente—. Puede usted utilizar mi ducha —continuó dirigiéndose a Vázquez— y el camarote del teniente de navío, contiguo a éste, se encuentra a su disposición.
Un momento después se había ido.
—Bueno, ahora a la cama —dijo Pablo, y ayudó a María a subir a la litera. Luego le quitó la bata y la arropó cuidadosamente, dándole un beso.
—Que descanses, cariño. Yo voy a ducharme ahora —y, uniendo la acción a la palabra, se metió en la ducha.
Reguló el agua lo más caliente que pudo soportarla y luego fue, poco a poco, aumentando gradualmente la temperatura, hasta que su piel se puso roja y comenzó a sudar, mientras el cuarto se llenaba de vapor. Cerró después el agua caliente y dio toda la fría, accionando vigorosamente los brazos a la vez que daba grandes resoplidos, ya que parecía querer cortársele la respiración. Al cabo de un momento cerró los grifos, se secó y vistió.
Al salir halló que María, en vez de echarse a dormir, estaba mirando a su alrededor con curiosidad desde la litera. El camarote no difería gran cosa del que hubiera podido tener un oficial español a bordo de un destructor: un armario grande, dos estantes llenos de libros y planos, una mesa de trabajo, una gran butaca forrada de cuero, una silla, la litera sobre su pila de cajones, un ventilador, una pistola colgando en su funda sobre la cabecera y, detalle inglés, una bastonera con unos cuantos palos de golf.
Sobre la mesa había un portarretratos doble. En uno de los lados se veía la fotografía de una mujer joven. En el otro aparecía ella misma junto a Prendergast, con un niño en los brazos.
Pablo observó todos estos detalles de una ojeada, mientras se llenaba el último vaso de ponche.
—Me figuro que no querrás más —le dijo a María, y ésta negó con la cabeza, sonriendo.
—Ya estoy bastante borrachita —contestó.
Pablo bebió su vaso a pequeños sorbos, sentado en la butaca y cogiendo la mano de María. Un agradable calor se difundió por todo su cuerpo. Se sentía como nuevo, sólo algo cansado y soñoliento y bastante relajado de resultas del prolongado remojón y, por supuesto, al haber abandonado ya su cuerpo toda la tensión nerviosa contenida durante tan largo rato en el agua.
—Bueno, cariño, me voy a dormir ahí al lado —dijo por fin.
—Pero Pablo, ¿es que me vas a dejar sola? —preguntó María incorporándose, francamente asustada ante la idea.
—¿Y qué remedio? —respondió él.
—No, no te vayas. Quédate conmigo. —María le había cogido la mano con las dos suyas y se la apretaba ansiosamente.
—Vamos, vamos. No seas chiquilla, mujer —pero ella no razonaba.
—No, no quiero que me dejes sola. Tengo miedo —y parecía a punto de echarse a llorar.
Pablo no sabía qué hacer.
—Está bien —dijo por fin y, dirigiéndose a la puerta la abrió, dejando echada en cambio la cortina. Luego apagó la luz, besó a María en la frente y se echó en la butaca, al lado de la litera. Ella sacó una mano por entre las sábanas y, apoderándose de una de las de él, la retuvo entre las suyas.
Permanecieron así los dos hasta que la respiración de María se fue haciendo cada vez más lenta y profunda…
Cuando el sueño la hubo rendido, Pablo se incorporó y la contempló mientras dormía, a la luz que se filtraba a través de la cortina. El semblante de ella expresaba una gran paz y tranquilidad, y una ligera sonrisa había sustituido a la expresión ansiosa de animal acorralado que tantas veces había visto en él últimamente… ¡La había salvado! ¡Sí, lo había logrado por fin!
Bostezando se echó de nuevo en la butaca. ¿Volvería Prendergast a ver si necesitaba algo? Al no aparecer éste empezó a deliberar sobre sí debía irse o quedarse, para el caso de que María se despertara; pero el cansancio del esfuerzo realizado, el ponche caliente que había ingerido y el suave balanceo del barco lo durmieron antes de que hubiese llegado a tomar ninguna decisión…