Pablo y María se encontraron en el sitio convenido y a la hora prevista. Ella le comentó que la búsqueda del flotador había resultado infructuosa, lo cuál inquietó bastante a Pablo aunque, de cara al exterior, le restó importancia.
Portaba María una cesta con comida y ambos iban vestidos como si fueran a pasar el día de excursión; llevaban puestos los bañadores por debajo de la ropa. Anduvieron en silencio, cogidos del brazo, y María se apretaba contra Pablo, como buscando seguridad y protección.
Durante el camino, le hizo él un breve resumen de la situación. No había podido ponerse en contacto con ningún oficial del destructor británico, por lo cual el plan resultaba bastante más arriesgado de lo que habían calculado en un principio, pues existía el peligro de que en el «Attack» no los llegaran a ver y pasara de largo sin recogerlos.
Continuaron caminando un rato sin decirse nada, y al cabo de un momento volvió a hablar él, para preguntar:
—¿Has pensado bien a lo que te expones? Todavía estamos a tiempo de volvernos atrás.
María quedó parada frente a él, y le miró a la cara con los ojos llenos de lágrimas.
—¿Es que ya no piensas llevarme contigo, Pablo? Tú sabes que yo no quiero separarme ya más de ti. Nunca más. No le tengo miedo a nada —dijo recalcando esta última palabra—, mientras esté a tu lado.
Pablo sintió un nudo en la garganta y la abrazó estrechamente.
—No es eso, cariño, es que temo por ti. No sé si tengo derecho a exponerte a un peligro semejante.
María alzó entonces el rostro y le besó en una mejilla.
—A lo que no tienes derecho es a dejarme aquí sola —dijo, sonriéndole a través de sus lágrimas.
Pablo la estrechó de nuevo entre sus brazos y le dio un largo beso. Luego, con una sonrisa, le alargó su pañuelo y ella se sonó la nariz y se secó las lágrimas con él.
Prosiguieron su camino hasta llegar a las cercanías del lugar en que se proponían echarse al agua y, una vez allí, eligieron un sitio oculto entre las rocas donde se sentaron a descansar mientras llegaba la hora decisiva.
Comieron sentados sobre la arena, con objeto de fortalecerse y hacer la digestión antes de entrar en el agua. Luego permanecieron quietos, muy juntos, cogidos de las manos.
Al principio fue poco lo que hablaron. ¿Qué iban a decirse en aquellas dramáticas circunstancias? Todas las palabras hubieran sido superfluas… Pero Pablo, dándose cuenta de que su compañera estaba asustada, trató de distraerla hablando de cualquier cosa, de lo que fuera, con tal de no ver a María pensativa, mirándole con aquellos ojos de animal acosado.
Él, que nunca fue un gran charlatán, le habló de mil cosas diversas: de su niñez, de la Escuela Naval, de cómo era su vida antes de conocerla y cómo ella la había cambiado por completo. Le contó muchas cosas de su familia, sus ambiciones y proyectos.
María fue reclinándose inconscientemente sobre él mientras hablaba, y él siguió charlando, acariciándole el cabello. Poco a poco la fue tranquilizando y comenzó a hacerle algunas preguntas y, más adelante, tomó ya parte activa en la conversación. Pablo había logrado distraer la mente de María.
Entonces hablaron de su boda, que pensaban celebrar en cuanto estuvieran a salvo, en territorio nacional. Pablo calculaba que, al llegar, le darían por lo menos uno o dos meses de permiso antes de enviarle de nuevo a los barcos. Tendrían tiempo de sobra para casarse y celebrar su luna de miel.
Por fin empezó el crepúsculo. Cuando la oscuridad se hizo completa esperaron todavía casi una hora, acercándose luego al agua. Hacía una noche maravillosa. Soplaba una brisa del sudeste y el mar, en calma casi absoluta, sólo emitía un leve rumor al romper suavemente contra las rocas. El cielo raso, sin una nube, aparecía cuajado de estrellas. La luna no haría su aparición hasta dos o tres horas más tarde.
El «Attack» tenía fijada su salida para la diez de la noche, y llegaría al punto en que ellos pensaban situarse sobre las diez y media u once menos cuarto. Pablo calculaba que, con María, tardarían casi una hora en llegar hasta el lugar por donde había de pasar el destructor. Quería tomarse algún margen de tiempo por si ocurría algún imprevisto o si el inglés adelantaba su salida; pero tampoco era cosa de pasarse dos o tres horas en el agua, pues no sabía si María sería capaz de resistirlas.
Comenzaron a desnudarse, quedando ella con su traje de baño, alpargatas y un gorro de goma, para protegerse la cabeza del frío. A pesar de sus protestas, Pablo le ató una cuerda a la cintura por si se cansaba y tenía que remolcarla. Él iba descalzo, con un bañador de medio cuerpo. Para proteger lo más posible a la linterna, de la que tanto dependían, la metió en una boina, que se caló hasta las orejas. Había traído, además, media botella de coñac, para combatir la frialdad del agua.
Metieron sus ropas en la cesta, junto con una gran piedra, y las arrojaron así al mar, para hacer desaparecer todo rastro de ellas. Luego se dispusieron a meterse en el agua, andando con cuidado entre las rocas. Pablo obligó a María a beber un trago de coñac de la botella. Con el frío del agua no había miedo de que se le subiese a la cabeza. Ella obedeció, tosiendo al llegar el licor a su garganta y, poniendo cara de asco, le devolvió la botella; pero la hizo tomar otro trago, colgándose entonces la botella del cinturón.
El lugar no se prestaba para arrojarse al mar de cabeza, y además era preferible no hacerlo así pues, tal vez, el ruido llamaría la atención de alguien que anduviese por las cercanías. Temiendo perder la dirección al alejarse de la costa en la oscuridad, Pablo se orientó por las estrellas. Tenían que nadar casi en dirección al oeste, hacía la constelación de Orión, y se la enseño a María. El gran rombo alargado, con «las tres Marías» en el centro, se destacaba perfectamente en la esplendidez de aquella noche serena.
También se fijó en la posición que ocupaban las estrellas para poder luego deducir la hora, calculando mentalmente cuanto habría de pasar hasta que cada estrella se fuese poniendo, pues conocía por propia experiencia lo largo que puede hacerse el tiempo cuando se espera algo ansiosamente. Una vez en el agua no podría ver su reloj y, además, probablemente se le terminaría parando.
La primera impresión al entrar en el agua no fue demasiado fría. Al llegarles a la altura de las rodillas, María se agachó, tomó un poco en su mano derecha y se hizo con ella la señal de la cruz. Luego tocó con su mano mojada la de él, para que la imitara. Algo más adelante dio ella un ligero grito y le apretó el brazo, al tiempo que éste sentía en las piernas el contacto de unas algas viscosas… siempre, a pesar de su profesión, había sentido gran repugnancia hacia ellas.
—Vamos, no seas tonta, esto no son más que algas —le dijo y, en cuanto les fue posible, se echaron a nadar, librándose del molesto contacto—. Despacio, Mary. Tenemos tiempo de sobra, así que no te vayas a cansar.
Iban los dos muy juntos nadando en largas y pausadas brazadas, dosificando sus esfuerzos.
—Más despacio, no hay ninguna prisa —volvió a decir al cabo de un rato, pues María, acuciada por el ansia de escapar, iba aumentando inconscientemente el ritmo—. Seguramente tendremos que esperar al destructor, y lo importante es que no te canses.
—Sí, Pablo —le contestó ella—. Es que…
—No; no hables si no tienes algo importante que decirme, o para contestar alguna pregunta mía. Tienes que reservar todas tus fuerzas.
María calló, obedeciendo, y ambos prosiguieron nadando en silencio.
—¿Cómo vas? —preguntó él al cabo de unos minutos.
—Bien, Pablo.
—¿Tienes frío?
—No.
—¿Estás cansada?
—Por ahora no.
Hasta entonces habían nadado en aguas tranquilas; pero Vázquez pudo darse cuenta que se estaban aproximando a una zona en la cual terminaba el resguardo que, hasta entonces, les había prestado una punta que tenían a su izquierda.
Poco antes de salir de la zona abrigada de la mar, preguntó Pablo de nuevo:
—¿Tienes frío?
—Un poco —contestó María.
—Vas a beber otro traguito de coñac —le dijo y, con algún trabajo se quitó la botella que tenía colgada del cinturón, dándosela—. Espera que te suba un poco —le dijo—. No vayas a beber agua salada en vez de coñac.
Poniéndose a espaldas de ella la agarró por la cintura y, manteniéndose a flote con las piernas, la alzó hasta sacarle del agua la cabeza y los hombros. Cuando hubo bebido el primer trago la dejó caer de nuevo.
—¿Cómo te ha sentado? —le preguntó.
—Estupendamente —fue la respuesta.
—Entonces bebe otro, y grande; cuando salgamos de este remanso tal vez no podamos hacerlo tan fácilmente, pues parece que la mar está algo picada.
—¿Crees que tardará mucho, Pablo?
—Media hora, poco más o menos —le contestó—. Pero no te preocupes. Hay tiempo de sobra. Bueno, ahora te voy a alzar otra vez.
Al levantarla sintió un malestar sordo en el brazo izquierdo. No llegaba a ser un dolor; pero, sin duda, constituía un aviso de que la herida no estaba curada del todo.
—Dame la botella, por favor —dijo, y echó un largo trago antes de colgársela del cinturón. Ya no les quedaba mucho coñac; pero también era de esperar que no se vieran obligados a permanecer demasiado tiempo en el agua.
—¿Qué, cómo te encuentras? —preguntó.
—Lista para continuar.
—Debemos tener mucho cuidado ahora —dijo él—. En cuanto salgamos de esta zona abrigada nos encontraremos con la mar algo picada, y no hay nada más fácil que perderse de vista nadando en la oscuridad, en cuanto hay un poco de oleaje. Dame la cuerda. Me sentiré mejor si vamos amarrados… Así me quedaré más tranquilo, teniendo la seguridad de que no te irás por ahí, detrás de un oficial más atractivo que yo y que ande por las cercanías.
Ella, obedeciendo, le dio el extremo de la cuerda que llevaba atada a la cintura, y Pablo la pasó por su propio cinturón.
—¿Listos? —preguntó.
—Vamos —contestó ella.
Continuaron nadando un rato hasta que un perceptible incremento en el oleaje hizo que Pablo tragara un buche de agua.
—Nada ahora de costado, dando la espalda a la mar —le dijo a María—. Yo procuraré resguardarte.
—¿Cómo vas? —preguntó de nuevo al cabo de unos minutos.
—Un poco cansada —contestó tosiendo—. He tragado bastante agua.
—Vamos a bebernos lo que queda del coñac. ¿No estarás mareada, verdad?
—No, desde luego. Con este frío…
Manteniéndose siempre del lado que venían las olas, se acercó a María, alargándole la botella. Al alzarla para que bebiese sintió un dolor punzante en el hombro izquierdo, que le hizo morderse los labios para no emitir un quejido.
Quedó muy agotado por el esfuerzo, y agradeció en verdad el calor que el sorbo de coñac —el último que les quedaba— le comunicó a su cuerpo.
—Vamos, ya no queda casi nada. Despacio —dijo procurando que su voz sonara confiada; pero comenzaba a estar preocupado.
El hombro le molestaba a cada movimiento, y temía no poder aguantar mucho más tiempo nadando… ¿Qué sería de María si no podía continuar? ¡Si al menos hubiera tenido el flotador…! Esta idea le dio nuevas fuerzas y, apretando los dientes, siguió adelante, procurando no mover el brazo más que lo indispensable. Poco a poco se fue sintiendo mejor. Evidentemente lo que le había hecho daño fue el esfuerzo de levantar a María fuera del agua. De todas formas procuró ayudarse lo menos posible con aquel brazo.
Iba a preguntar a María cómo se encontraba, cuando vio encenderse las luces de la entrada del puerto.
—¡Mira! —dijo—. Va a salir un barco.
Pocos minutos más tarde, aunque a Pablo y María les parecieron horas, aparecieron las luces del propio buque en la bocana. Se trataba de un destructor que, puesto que navegaba iluminado, no podía ser otro más que el inglés. El barco se acercaba rápidamente. De seguir a rumbo pasaría a menos de doscientos metros de ellos.
Al estar el inglés a unos mil metros, Vázquez se quitó la boina y empuñó la linterna. Le costó dar con el botón de encendido bajo la capa de cera con que la había cubierto para que el agua no la estropeara y, además, tenía los dedos entumecidos por el frío de la prolongada inmersión.
Cuando el «Attack» estuvo a unos quinientos metros de distancia empezó a hacer rápidamente la señal internacional de socorro: S.O.S., con la linterna, procurando mantener el haz luminoso en dirección al puente del destructor, que proseguía su camino como si nada notase.
Los próximos segundos fueron los más largos en la vida de Pablo: ¿qué iba a ser de ellos si el barco no los recogía?… Sintió abrirse un abismo bajo sus pies. No. No había ni que pensar en eso… y prosiguió repitiendo con ansiedad la señal una vez tras otra: S.O.S.,S.O.S.,S.O.S…