Capítulo XXVIII

Al día siguiente, a la hora convenida, Pablo se encontraba en el paseo mirando de frente a la estación, en el mismo lugar en que se había citado con María la primera tarde después de su vuelta a Cartagena. Casi inmediatamente la vio llegar, adivinando que se esforzaba en reprimir su impaciencia y andar despacio, pero al verle no pudo contenerse ya más y apretó el paso, de forma que llegó a su lado casi corriendo y jadeante, echándose en sus brazos.

—Pablo, Pablo, ¡cuánto tiempo hace que no te veo! —se quejó—. Empezaba a temer que te hubiese ocurrido algo. ¡Si vieras como te he echado de menos todos estos días!

—También yo, Mary. Dime, ¿cómo van las cosas?

Ella se encogió ligeramente de hombros.

—Bien. Es decir, todo lo bien que pueden ir las cosas ahora. Nada malo ha ocurrido… —luego preguntó— ¿Por qué me has citado aquí? ¿Qué es lo que ocurre? La nota que me dejaste anoche decía que se trataba de algo muy importante.

—Así es, Mary. Por eso te he llamado. Necesito hablar contigo. Vamos a sentarnos en este banco —ella escuchaba, pendiente de sus labios. Una vez estuvieron sentados, prosiguió—. Ayer, al anochecer, entró en el puerto un destructor inglés. Según dice el periódico de esta mañana, y confirman los rumores que he oído por aquí, permanecerá en Cartagena por lo menos cuatro o cinco días. He pensado que debíamos tratar de escaparnos en él.

Al oír la palabra «escaparnos», la cara de María se iluminó.

—Sí, Pablo, vámonos de aquí. Ya no puedo soportarlo más. Cada instante que paso alejada de ti lo paso fatal. ¡Si supieras lo que he pasado estos días, sabiendo el riesgo que corres, pensando que puedes ser encarcelado y fusilado en cualquier momento!… Desde que te fuiste de casa no puedo vivir tranquila. Antes no sabía lo que estabas haciendo aquí y, aunque me figuraba algo de esto, la realidad es mucho peor de lo que yo creía, y me asusto más ahora que sé con certeza lo mucho que te arriesgas.

Pablo renegó de sí mismo por haberle contado todo a María. Verdaderamente había sido un idiota. ¿Cómo no se le habría ocurrido pensar en esta consecuencia tan lógica?

Ella le preguntó seguidamente:

—¿Cómo piensas que huyamos en ese barco?

—No tengo nada seguro, por ahora. Trataré de hablar con alguno de los oficiales, de los marineros no me fío, y le diré que soy un teniente de navío español que quiere escapar de la zona republicana. Mi idea es enterarme de la hora de salida del barco, nosotros nos echaremos a nadar por la parte de fuera del puerto y les haremos señales. Entonces, cuando nos vean, detendrán el destructor y subiremos a bordo.

»El único inconveniente de este plan —prosiguió— es que en esta temporada del año el agua estará algo más fría que en verano. Como bien sabes, siempre que me hallaba embarcado me bañaba, cualquiera que fuese la época del año; pero ¿tú crees que podrás soportar el frío? La distancia que habremos de nadar no es demasiado grande, pero también hay que tener en cuenta que estarás completamente desentrenada…

María le interrumpió.

—Pablo, estoy segura de poder hacerlo, con tu ayuda. Por favor, no dejes escapar esta oportunidad. ¿Quién sabe cuándo volverá a presentarse otra semejante? Ya sabes que soy muy buena nadadora y, además, te he oído decir muchas veces que en el Mediterráneo el agua nunca está lo que se dice verdaderamente fría, ni tan siquiera en enero y, ahora, nos encontramos casi en abril.

Él le sonrió.

—Está bien, nena, me alegro de verte tan resuelta. A lo mejor, no tenemos que recurrir a la natación. Tal vez, si logro ponerme en contacto con algún oficial del «Attack», podrá indicarme un medio de introducirnos a bordo burlando a la guardia del puerto… Pero, por si acaso, vete preparándolo todo. No le digas una palabra a tía Margarita, pues, por temor, podría echarlo todo a perder —María asintió con la cabeza, y él prosiguió—. Me parece recordar que este verano tenías un flotador hecho con un neumático. ¿Lo conservas todavía?

—Sí, debe andar por casa, en alguna parte.

—Bien. Búscalo, y también tu traje de baño. Necesitaremos el flotador para esperar al destructor en la canal de entrada al puerto. Será mejor si tenemos algo en que apoyarnos, una vez lleguemos nadando al sitio por donde ha de pasar.

Anochecía. Siguieron hablando aún largo rato. Luego se levantaron y emprendieron la marcha lentamente hacia la ciudad. Antes de separarse, Pablo le dijo:

—Pasado mañana te veré de nuevo aquí, a la misma hora. Si ocurriera algo que hiciese preciso vernos antes, te avisaré de cualquier forma.

Llegaban ya cerca de la casa de María. Vázquez se detuvo y tomó sus manos entre las suyas.

—Adiós, Mary, cariño. Hasta pasado mañana, a las seis.

—Hasta pasado mañana, Pablo. Cuídate mucho.

Él le oprimió las manos un momento antes de soltárselas, y ella le volvió la espalda, echando a andar rápidamente en dirección a su casa.

* * *

Al día siguiente Vázquez, en el intervalo de descanso de su trabajo, a mediodía, estuvo rondando el puerto por los alrededores del lugar en que se encontraba atracado el «Attack». Al igual que en Barcelona, hubo de convencerse de que era prácticamente imposible subir a bordo del destructor sin estar debidamente autorizado. Si alguna ilusión se había hecho en este sentido, hubo de renunciar a ella desde ese preciso momento.

Cuando salió del taller por la tarde, aprovechándose de que los comercios continuaban aún abiertos, compró una linterna de bolsillo y un par de velas de cera. Formaban parte de los pertrechos necesarios para el plan que en su mente se forjaba.

Luego se dedicó a recorrer los cafés del centro, tratando de dar con algún oficial del buque inglés sin atraer la atención; pero fue en vano. En cuanto a subir a bordo del destructor, no había que pensar en ello… ni, además, le hubiera resuelto nada. Estaba totalmente decidido a escapar con María o, de lo contrario, a no hacerlo.

Por la tarde, durante su cita con ella, le dijo que no había ninguna novedad. Convino en avisarla, cuando se enterase con certeza de la fecha y hora de la partida del destructor, dejándole una nota en su casa. Ella, para hacer ver que la había recibido, pondría como señal una funda de almohada en la ventana de su cuarto.

Cuando María se dispusiese a abandonar la casa, debía dejar una nota a su tía Margarita, explicándole todo y diciéndole que, a la mañana siguiente —cuando ellos estuviesen lejos de allí— fuera a la policía a dar cuenta de la desaparición de su sobrina. Así evitaría que recayeran sospechas sobre ella, si la fuga se llegaba a descubrir.

También quedó concertado el lugar en que se habían de encontrar el día de su escapada. Estaba situado en las afueras de la ciudad; pero por la parte del mar. Era un paraje apenas frecuentado en aquella época del año; y desde él se dirigirían juntos al lugar en que iban a echarse al agua.

Después de despedirse, volvió a vagar por los bares y tabernas más frecuentados por la marinería inglesa tratando de escuchar algo que le fuera útil. Recorrió dos tugurios sin obtener nada que le hiciera ver la luz. Comenzaba a impacientarse. El tiempo se le escapaba de las manos y el destructor inglés no tardaría en zarpar. Decidió darse otra oportunidad. Entró en otro bar que había desestimado anteriormente al encontrarlo semivacio; en esta ocasión, algo más avanzada la noche, había bastante jaleo. Se situó en la barra cercano a un grupo de marineros ingleses. Pidió un vino y miró ansiosamente el reloj que parecía correr. Suspiró temiéndose lo peor y, en ese instante, su trabajo dio el fruto apetecido porque oyó, en medio del barullo general, a varios de ellos comentar, sin ningún género de dudas, que el destructor se haría a la mar al día siguiente, a las diez de la noche. Así pues, la cuenta atrás se había iniciado.

Antes de retirarse a dormir, pasó ante la casa de María, echando por debajo de la puerta una nota, cuyo texto era el siguiente:

Mary:

Mañana es el día. Te espero a las seis de la tarde en el sitio convenido. No olvides dejar una nota a la tía Margarita.

Hasta entonces.

P.

Al mediodía siguiente fue a hablar con Soto, al cual puso al corriente de sus planes y pidió le comunicase cualquier información de última hora que pudiera ser de utilidad para la causa nacional.

Soto le dio algunos informes de relativa importancia, que Vázquez hubo de retener en la memoria pues, dado el medio de fuga que había elegido, no le iba a ser posible llevar nada de esa índole por escrito.

Ambos hombres se despidieron con un fuerte apretón de manos, al tiempo que cada uno de ellos se preguntaba interiormente si se volvería a encontrar con el otro en este mundo.