Las calles se encontraban desiertas a aquella hora tan temprana y Pablo, ante todo, se alejó rápidamente de casa de María, dedicándose a vagar al azar en espera de que abriesen los bares o tabernas. Por dos veces se cruzó con otros transeúntes, adoptando entonces un paso algo más rápido, propio de quién va a alguna parte.
Llegó la hora del amanecer; los portales se iban abriendo uno tras otro y empezó a circular más gente por las calles. Confundiéndose con ella continuó marchando de aquí para allá; pero comenzaba a sentirse cansado. Había quedado muy débil, y era aquel el primer día que caminaba desde que resultó herido, casi un mes antes.
Por fin, cuando comenzaba a creer que ya no sería capaz de dar un paso más, llegó la hora de apertura de los bares. Entró en el primero que encontró abierto y, sentándose a una mesa, pidió un café con leche. No quería acercarse a ver a Soto hasta más tarde, cuando la taberna se encontrara más solitaria; le parecía más prudente que aparecer por allí a primera hora.
Después de descansar un rato salió, se compró un periódico y se metió en otro bar, donde esperó hasta las diez de la mañana, a cuya hora encaminó sus pasos hacia «La Marina».
Al llegar halló el local casi desierto, como solía estarlo a aquellas horas y como había supuesto. El dueño se mantenía charlando con un parroquiano tras el mostrador, al cual se acercó Pablo pidiendo un vaso de vino. Soto se lo sirvió casi sin mirarle y volvió inmediatamente a su coloquio.
Cuando el que estaba charlando con él se hubo marchado, Vázquez preguntó cuanto debía y, al acercarse para cobrar, le dijo en voz baja:
—¿Qué, no me conoce usted?
Soto le contempló sorprendido al principio; pero, un momento después, lo reconoció con manifiesto sobresalto. Miró hacia todos los lados y, al darse cuenta de que nadie había reparado en ellos, contestó:
—Caramba, qué sorpresa… No me había fijado en usted. Creo que no le habría reconocido si no me hubiese dicho nada. ¿Se encuentra ya bien del todo?
—Sí, tal vez un poco débil aún —le contestó, y añadió—. Tengo que hablar, cuanto antes, con usted.
Soto miró de nuevo en torno suyo.
—Si puede esperar, lo mejor será que vuelva a la hora de comer. Entonces podremos pasar a un reservado sin llamar la atención y allí charlaremos con toda tranquilidad.
Tres horas más tarde los dos hombres se encontraron frente a frente, con una botella de vino entre ambos, y fueron hablando mientras Pablo comía. Si había abrigado alguna esperanza acerca de la ayuda que Soto pudiera prestarle, hubo de desengañarse por completo.
El dueño de la taberna no tenía medios de comunicarse regularmente con la zona nacional. Su misión únicamente consistía en prestar toda la ayuda posible a otros agentes y coordinar ciertas actividades; pero en aquellas circunstancias, poco, o nada, era todo cuanto podía hacer.
—En cualquier caso —dijo— habremos de esperar a que manden de allá algún otro para sustituirle. No hay duda que, después de lo ocurrido, le deben de creer «liquidado» y enviarán a alguien en su lugar. Sus informaciones les han sido muy útiles para que ahora se decidan a prescindir de ellas… Sí, lo mejor y más prudente será aguardar a que algo suceda.
A Pablo, como hombre de acción que era, la idea de esperar cruzado de brazos no le seducía lo más mínimo; pero hubo de resignarse, en vista de que no se le ocurría nada mejor que hacer. Mientras tanto, se dijo, siempre podría ir preparando su evasión con María en un bote, como había pensado.
—Por otra parte —continuó diciendo Soto—, de momento no corre usted grave peligro. Tiene documentos de identidad y, si procura pasar desapercibido, probablemente, nadie reparará en usted.
Vázquez le comunicó entonces su propósito de escaparse al Marruecos Francés en un bote, pero Soto se mostró algo escéptico hacia el proyecto. No creía que le fuera posible encontrar un bote en buenas condiciones y además, le dijo, dejando aparte los peligros naturales de una navegación de tal índole, si la aviación de reconocimiento roja lo avistaba en la mar, estaba perdido sin remedio. Ametrallarían el bote hasta echarlo a pique. La cosa había ocurrido ya varias veces con anterioridad.
Soto le aconsejó que tratara de buscar un empleo adecuado, pues era mucho más fácil pasar desapercibido si trabajaba en cualquier sitio, y prometió ayudarle a buscar colocación. También le dio una dirección donde podría alojarse convenientemente.
—Otra cosa —añadió—. Ahora no es prudente que venga por aquí todas las noches, como hacía antes. A esa hora hay mucha gente que le conocía, y alguien podría reconocerle. En realidad, creo que lo mejor sería que dejara de venir regularmente. Venga a verme dentro de una semana, más o menos a la misma hora que hoy, por si tengo algo nuevo que comunicarle. Si ocurre algo importante antes, ya procuraré ponerme en contacto con usted.
Vázquez salió del establecimiento cabizbajo y desilusionado. Trató de animarse diciéndose que, en realidad, las cosas no estaban ni mejor ni peor que cuando entró en el local. Analizando sus pensamientos más a fondo, se dio perfecta cuenta de que una de las razones principales de su mal humor era el escepticismo de Soto hacía su plan de evasión… en el que él mismo, para ser sincero, no tenía demasiada confianza.
Sí, tal vez fuese una locura exponer a María a los riesgos que entrañaba un plan semejante.
* * *
Diez días más tarde encontró trabajo en un pequeño taller de fundición. Conocía el oficio ya que, desde muy pequeño, le había gustado ir por el taller de su padre siempre que podía y, ya de mayor, había trabajado algunas veces en él por gusto durante sus vacaciones del colegio y, a la vez, se había ganado un pequeño sueldo.
Estaba alojado en casa de una viuda, doña Pepita: una señora con casi sesenta años que se teñía el pelo de rubio, tenía un genio endiablado, y cuyo único afecto se concentraba en «Clavel», un enorme gatazo negro, tan egoísta y de tan mal carácter como su dueña. Pablo y «Clavel» se odiaban cordialmente desde el primer día que se vieron.
La vida de Vázquez transcurría en medio de una enervante monotonía. Al finalizar la jornada laboral solía regresar inmediatamente a casa, no atreviéndose a volver por los lugares que había frecuentado antes con su anterior identidad. Su carácter había sido siempre muy igual; pero ahora, después de cuanto le había ocurrido, sin válvula de escape posible, encerrado mucho tiempo en casa con su poco simpática casera y su animal de compañía, y con la espada de Damocles pendiente siempre sobre su cabeza, notaba que se estaba tornando neurasténico e irritable. Más de una vez se sorprendió a sí mismo contemplando a «Clavel» con intenciones claramente asesinas.
Sus relaciones normales con doña Pepita —ella seguía aferrada a aquel diminutivo, que tal vez le recordaba épocas algo más felices— podrían definirse como una especie de paz armada; pero discutían y se peleaban por el menor pretexto, a pesar de que él nunca había sido amigo de riñas ni discusiones.
Si esto sigue así, pensaba Pablo, doña Pepita, «Clavel» o incluso yo saldremos un día u otro por la ventana. La casa era demasiado pequeña para albergar a los tres con sus respectivos genios.
No se había atrevido a ver a María desde que salió de su casa, y esto no contribuía, en absoluto, a aumentar su buen humor. El estar tan cerca, pero tan lejos a la vez, y no poder verla era una especie de refinamiento del suplicio de Tántalo. Durante las cuatro semanas que había pasado en su casa, se había acostumbrado de tal modo a su presencia que no podía soportar verse solo, sin tenerla a su lado. La echaba de menos terriblemente y pasaba todo el día pensando en ella.
¡Si al menos tuviera algo en que ocupar su mente! Pero su vida se reducía, de unos días para acá, en un ir y venir del taller a casa de doña Pepita y esperar, esperar algo que parecía no iba a llegar nunca: la oportunidad de fugarse con María de la zona republicana.
Por tener algo que hacer, se dedicó a buscar un bote viejo con miras a su evasión al Marruecos Francés. No le servía uno que quedase habitualmente dentro del puerto, pues de noche sería difícil salir de él. Tampoco tenía decidido aún si sería más conveniente comprar el bote o robarlo en el momento de huir. Ambos planes contaban con ventajas e inconvenientes y, por tanto, debería analizarlos en consecuencia.
Y así fue como un atardecer, mientras rondaba por la costa fuera del puerto, divisó a un destructor que se aproximaba. ¿Un destructor? ¿Cuál de ellos sería? No sabía de ninguno que hubiese salido a la mar.
Al aproximarse más el barco pudo darse cuenta que no se trataba de un destructor de la armada republicana. Los barcos de este tipo, de casi todas las naciones del mundo, tienen una silueta muy similar; pero ciertos detalles eran inequívocos para su experimentada vista de marino.
Unos minutos más tarde distinguía claramente las letras H-35 pintadas de blanco en las amuras del buque y, al pasar éste a su altura, pudo ver con total claridad el nombre «Attack», escrito en la popa con letras de metal que relucían a los últimos rayos del sol poniente.
¡Un destructor inglés!… ¿Podría ser aquella la oportunidad que tanto había esperado? Pero inmediatamente recordó la desilusión sufrida en Barcelona durante los primeros días del Alzamiento, cuando había proyectado fugarse en uno de los barcos de guerra extranjeros que habían llegado a la ciudad… Más valía no concebir demasiadas esperanzas… Además, la participación de María complicaba enormemente todos sus planes de evasión.
Sin embargo, había que reconocer que la llegada del «Attack» le abría nuevos horizontes. Era una posibilidad más, que no había de caer en saco roto sin someterla antes a una concienzuda revisión, examinándola desde todos los puntos de vista posibles.
Y, mientras más vueltas le daba al asunto, durante su regreso a la ciudad, más se convencía de que la llegada de aquel barco era una oportunidad llovida del cielo. Tenía que llegar a él aunque fuese a nado… Y, al presentarse esta idea en su mente, se detuvo en seco en su camino frunciendo el ceño. ¡A nado! ¿Cómo no se le habría ocurrido antes? María era una excelente nadadora, y la estrecha entrada del puerto de Cartagena se prestaba a las mil maravillas para esperar al destructor cuando saliera y atraer su atención para que los recogiera a bordo.
Quedaban infinidad de detalles por resolver, siendo el primero y principal enterarse, como fuera, de la fecha y hora de salida del destructor británico de Cartagena. Si era de día, Dios no lo quisiera, no habría nada que hacer; pero si el barco se hacía a la mar de noche intentarían, por todos los medios, no perder la oportunidad.
Por lo pronto, tenía que ponerse en contacto con María para comunicarle esta nueva posibilidad. Aquella noche, después de las doce salió de su domicilio y encaminó sus pasos hacia la calle en que ella vivía. Al pasar por delante de su casa, después de comprobar que no había nadie a la vista, deslizó por debajo de la puerta un papel que decía lacónicamente:
Mary:
Te espero mañana a las seis junto a la estación. No dejes de venir, pues se trata de algo de suma importancia para nosotros.
P.