Tres semanas más tarde Pablo podía ya andar por la casa y, en pleno período de convalecencia, recuperaba fuerzas velozmente. Su curación había sido más bien lenta al principio, falto de los oportunos y necesarios cuidados médicos que le hubiesen llevado a una pronta mejoría, y de una alimentación adecuada; pero su robusta constitución, unida a las atenciones recibidas, le habían permitido salvar la crisis rápidamente a pesar de ello.
María había tenido una participación no pequeña en su pronto restablecimiento. Durante los primeros días puede decirse que no se había apartado un momento de su lado, e incluso pasó algunas noches durmiendo junto a su cama en una butaca, para observarle hasta la respiración. Le había cambiado los vendajes y desinfectado las heridas sin desfallecer un solo momento, a pesar del terrible aspecto que para una persona inexperta, presentaba en los primeros días el desgarrón abierto por la metralla en el costado.
A la semana de haber llegado Pablo allí, María, por indicación suya, fue a ver a Soto, contándole lo ocurrido; pero éste dijo que, mientras Vázquez no estuviera completamente bien, lo mejor para todos era que permaneciese donde estaba. Todo el mundo hacía cábalas sobre la misteriosa desaparición de Ernesto Piñero la misma noche en que se había producido «el intento de desembarco faccioso».
Gracias a Dios, Pablo tenía dinero en abundancia, y con él podían ir viviendo los tres con relativo desahogo, si bien no se permitían lujo alguno, con objeto de no despertar sospechas sobre la procedencia del dinero.
En los primeros días, María no quiso moverse del lado del herido, y tía Margarita había tenido que salir a hacer la compra. La pobre señora no se encontraba nada bien de salud, y los paseos que se daba la dejaban bastante agotada.
En cuanto a Pablo, por primera vez en su vida, no estaba demasiado seguro de lo que quería. Para él, aquellos días pasados junto a María habían sido maravillosos, es decir, lo habrían sido de no existir el pensamiento de que su presencia en aquella casa la ponía constantemente en grave peligro. Una cosa era arriesgar su propia vida —bien mirado, su profesión era ésa— y otra completamente distinta poner en peligro la de ella.
Pero, cuando la tenía a su lado mirándole y hablándole, se olvidaba de todo esto, y no habría renunciado a aquellos instantes por nada del mundo. En aquellas tres semanas, habían llegado a compenetrarse de modo verdaderamente notable. Mucho más de lo que hubiera sido posible durante meses, o tal vez años, de un noviazgo normal.
Sin embargo, cuando se quedaba solo y, sobre todo, por las noches, le asaltaban grandes dudas, temores y remordimientos: ¿tenía derecho a estar arriesgando así la vida de María? En aquellos otros momentos habría dado cualquier cosa por poder marcharse de allí en el acto… a pesar de saber cuánto la iba a echar de menos cuando así lo hiciera.
Todo se presentaba ahora bajo una perspectiva bien distinta. Aislado e incomunicado como había quedado en territorio enemigo, evidentemente tenía que procurar volver a la zona nacional cuanto antes, pues ya no podía seguir desempeñando su misión en Cartagena. Estaba decidido a llevarse a María, pero no se lo había dicho aún, pues no tenía ni la más remota idea de cómo iba a hacer para escapar, y no quería que ella se diese cuenta de lo mucho que complicaba esto sus planes.
Por tía Margarita no había que preocuparse, pues podía quedarse con una hermana suya, casada, que vivía también en Cartagena. No la dejaban sola ni desamparada al huir.
* * *
Cuando hacía cerca de un mes de su entrada en la casa, decidió marcharse. Ya se encontraba casi completamente repuesto, y no quería permanecer allí ni un día más. Se iría aquella misma noche. Había dejado de afeitarse dos semanas antes, ya no tenía la pieza alrededor de la encía superior —la había perdido la misma noche en que fue herido, sin saber cómo ni en qué momento— y no se había depilado las cejas durante el último mes.
Con estas alteraciones y una cojera fingida, esperaba no ser reconocido. El traje que llevaba puesto al llegar había sido quemado y María le había arreglado uno viejo de su padre. Tenía documentos de identidad a nombre de un tal José Pérez, natural de San Fernando, y un certificado de inutilidad física por parálisis parcial de la pierna derecha.
Antes de irse decidió hablar con María de su marcha y de la fuga de ambos. Tal vez pudieran escapar en un bote, de noche, y llegar al Marruecos Francés. La empresa era algo arriesgada; pero ¿por qué no podía resultar exitosa? Habría de hacerse con tiempo nuboso o neblinoso para no ser vistos, al amanecer, por la aviación de reconocimiento costero enemiga.
De momento, no se le ocurría otro medio mejor para pasarse a la zona nacional. Confiaba en sus conocimientos de navegación para llegar hasta la costa marroquí y, eventualmente hasta Orán; pero, como hombre de mar que era, no se le ocultaban los peligros y dificultades de semejante plan. Una navegación de tal envergadura, en un bote abierto, no era cosa para tomársela a la ligera, ni mucho menos.
Aprovechando que tía Margarita se hallaba durmiendo la siesta, llamó a María y se sentó con ella en el sofá de la sala.
—Mary, cariño, esta madrugada tengo que irme ya —pero al ver la expresión de alarma que apareció en el rostro de ella, continuó—. No, no me voy de Cartagena. He querido decir, únicamente, que tengo que marcharme de tu casa. Ya no puedo seguir más tiempo aquí.
»No, por favor. No trates de convencerme —continuó al notar un ademán de María—. Lo he decidido ya y no me volveré atrás.
Ella permaneció en silencio.
—En cuanto podamos nos escaparemos los dos de aquí, Mary. No me marcharé sin ti, te lo prometo —pareció que ella se animó algo más al oír esto último, y entonces prosiguió—. Ahora voy a contarte por qué estoy aquí. Con mi permanencia en tu casa te he comprometido tanto que ya no tiene ninguna importancia el que lo sepas todo.
Y procedió a explicarle, detalladamente, cuanto le había ocurrido desde que se separó de ella para ir a Madrid: su actuación en Barcelona al estallar el conflicto armado, su huida disfrazado de miliciano, su presentación al Gobierno catalán, sus aventuras y desventuras en el «C-10», con el combate final y el consejo de guerra a que se vio sometido luego, el resultado de éste y su ofrecimiento al jefe de Estado Mayor de San Fernando, con las inesperadas consecuencias que ello trajo.
María le escuchaba pendiente de sus labios, con los ojos brillantes, como si el alma se le fuera a escapar por ellos. De vez en cuando le hacía alguna pregunta y, al concluir su narración, con el combate contra la patrulla de vigilancia de costas la noche en que había llegado hasta allí, María se le abrazó estrechamente apoyando la cabeza sobre su pecho.
Pablo le acarició el cabello y trató de levantarle la barbilla para verle bien la cara, pero ella oponía cierta resistencia y entonces se dio cuenta de que estaba llorando.
—¿Qué te pasa, cariño? ¿Por qué lloras?
—No lo sé, Pablo —respondió abrazándolo más estrechamente—. Estoy confusa. Te quiero tanto y me siento tan orgullosa de ti… Pero también pienso en lo mucho que te has arriesgado, y te estás arriesgando ahora. Si algo malo llegara a ocurrirte no sé lo que haría. Creo que no podría soportarlo, después de todo lo que ya he pasado… Por favor, Pablo, ten mucho cuidado. Hazlo por mí. Si supieras cómo te necesito…
Él le dio unas palmaditas en la espalda, acariciándole el largo y sedoso pelo. Luego le levantó la barbilla y comenzó a besarla suavemente en los ojos y las mejillas, hasta que ella le sonrió y dejó de llorar.
—Vaya, así me gusta. Tienes que ser valiente, cariño, como lo has sido hasta ahora. Ya no me alejaré más de ti, aunque hoy deba marcharme de tu casa. Muy pronto nos escaparemos los dos juntos. Ten confianza en mí.
—Pablo, si aparte de Dios tú eres mi única esperanza… ¿Cómo no voy a confiar en ti?… Pero lo veo todo tan difícil… tan negro… Dime, ¿cómo esperas ingeniártelas?
—Nos escaparemos en un bote hasta el Marruecos Francés. Debe de haber algo así como unas cien millas de distancia. Será un poco más que cuando salíamos a pasear en balandro el verano pasado…
—¿Cien millas? ¿No será eso demasiado, Pablo? ¿Cuánto tiempo tardaremos en recorrerlas en un bote?
—No lo sé, Mary, depende sobre todo del viento. Con un poco de suerte podremos hacerlo en unos dos días… El inconveniente de este plan —añadió sonriendo— es que no tendremos más remedio que casarnos en cuanto lleguemos a tierra.
María enrojeció hasta la raíz del cabello y, alzando el rostro, le besó en la mejilla.
—Es un plan maravilloso, Pablo —le susurró al oído.
La sonrisa de él se acentuó.
—Bueno, te confesaré que pensaba casarme contigo cuanto antes, aunque no nos fugásemos de aquí…
—Oye, Mary —dijo luego volviendo a ponerse serio—, ¿no me dijiste una vez que tenías en casa un viejo sextante de tu padre? Por casualidad, ¿lo conservas aún?
—Sí, ¿quieres que lo traiga ahora?
—No, ahora no, ya lo veré luego. No es que sea imprescindible para el viaje, pero estaré mucho más tranquilo si nos lo podemos llevar.
María se dio cuenta de que Pablo se mostraba optimista para animarla; pero, sintió una gran alegría al pensar en su próxima evasión. Aquel plan de escapar en un bote no parecía ser, en realidad, tan difícil… Pero ¿qué ocurriría si los sorprendía un temporal en alta mar? Mas no debía pensar en tales cosas, Pablo le había dicho que tuviera confianza en él, y la tendría, por supuesto.
—¿Qué piensas, cariño? —le preguntó Pablo.
Ella sacudió la cabeza.
—Nada; haz que nos fuguemos lo antes posible. No quiero permanecer aquí ni un día más de lo necesario… —y sonriendo pícaramente, añadió— aunque luego tenga que casarme contigo.
La llegada de tía Margarita, que se había levantado después de dormir su siesta, vino a interrumpir el coloquio. Aunque la buena señora sentía gran afecto por Vázquez y le estaba muy agradecida por la ayuda económica que les prestaba, no podía disimular la violencia que le producía su presencia en aquella casa, con ellas dos solas, y desde que Pablo había entrado en franca mejoría, procuraba no dejar a María sola en la casa con él.
No quería decir esto que ella dudase de ninguno de los dos. Tan sólo era que tía Margarita pertenecía a otra época, estaba chapada a la antigua y para ella había ciertas cosas «que no estaban bien», que se excedían del marco de la educación recibida y precisamente una de ellas era dejar a dos novios solos en una casa, aun en aquellas circunstancias tan excepcionales.
La cena de aquella noche fue triste. María hizo verdaderos esfuerzos por disimular su estado de ánimo a Pablo; pero no lo consiguió. Durante los días pasados se había acostumbrado de tal forma a su presencia en la casa que ya ésta no podría parecerle la misma después de su marcha.
Después de cenar, tía Margarita se fue a la cama casi inmediatamente; pero María y Pablo permanecieron todavía largo rato en la sala antes de retirarse a descansar. Sabían que aquella iba a ser la última oportunidad que tendrían para estar juntos hasta transcurrido algún tiempo, y ninguno de los dos se decidía a decir adiós.
Vázquez, como siempre que se acostaba con la preocupación de despertarse a una hora extraordinaria, no durmió demasiado bien aquella noche. En cuanto a María, no fue capaz de conciliar el sueño.
Cuando, sobre las cinco y media de la madrugada, le oyó levantarse, vestirse y disponerse a marchar, se puso una bata y zapatillas y salió apresuradamente de su habitación al pasillo, tropezando con Pablo que se dirigía, en aquel preciso instante, a la escalera.
María se arrojó en sus brazos y le dio un largo beso. Era aquella la primera vez que le besaba así, con completo abandono, entregándose totalmente a él… Luego ambos bajaron la escalera y, una vez ante la puerta de la calle, Pablo apagó la luz.
Abrió la puerta un poco, con lentitud, y escuchó. Nada se oía. Sacando la cabeza fuera, miró en ambas direcciones. No se veía ni un alma.
Con un último y rápido beso se despidió de María, salió prestamente a la calle y cerró la puerta tras de sí.