Capítulo XXV

Todo estaba a oscuras, los oídos le zumbaban, la frente le ardía y la cabeza le dolía terriblemente, cuando inesperadamente algo fresco y suave vino a posarse sobre su frente.

Abrió los ojos y se encontró cara a cara con María, que le tenía puesta una mano en la frente y le miraba con los ojos húmedos de lágrimas. Pablo cerró de nuevo los ojos, emitiendo un leve suspiro. ¡Estaba tan cansado!… Pero al ir recobrando el conocimiento comenzó a hacerse preguntas: ¿cómo estaba María con él? ¿Qué había ocurrido? ¿Dónde se hallaba? ¿Por qué le dolería tanto la cabeza?

La mano de María se retiró de su frente, después de acariciarla suavemente, y Pablo volvió a abrir los ojos, encontrándose acostado, inexplicablemente, en el cuarto de María.

Ella estaba sentada sobre el borde de su cama y le miraba con una expresión que al pronto no supo descifrar, y en la cual parecían entremezclarse alegría, pena y preocupación… Y de pronto, como si se descorriera un velo en su memoria, recordó lo ocurrido la noche anterior: la patrulla disparando sobre el submarino a la luz de los proyectores, las actitudes grotescas de los hombres al caer como sacos de patatas cuando había hecho fuego sobre ellos, el fogonazo cegador de la explosión de la granada de mano que el último de ellos le arrojó, el balazo recibido poco después, el submarino sumergiéndose, rodeado por los piques de los proyectiles de la batería de costa, su huida en la oscuridad y la llegada, casi al límite de sus fuerzas, a casa de María. Debía haberse desmayado cuando le abrió la puerta.

A pesar de la debilidad que notaba, trató de incorporarse; pero un fuerte dolor en el costado y en el brazo izquierdo se lo impidió. María le puso ambas manos sobre los hombros.

—Tranquilo… no trates de moverte, Pablo, has debido perder mucha sangre. Si hasta llegué a creer que ibas a morirte.

Él le sonrió débilmente.

—No temas. No te librarás de mí tan fácilmente, al menos por ahora… ¿Qué hora es, Mary?

—Creo que las seis de la tarde —contestó ella.

¿Las seis de la tarde? Así, pues, había pasado todo el día aquí… ¡Claro! Se había desmayado como un imbécil, cuando tenía que encargarle a María que avisase a Soto para que viniese a buscarle. Esto era lo último que jamás hubiera deseado: estar en aquella casa comprometiéndola a ella.

—Mary, ¿has salido? ¿Qué es lo que se dice por ahí?

—Hay mucho revuelo hoy. La gente habla de un desembarco y de una playa llena de muertos… Otros afirman que se han visto submarinos y que uno de ellos fue hundido por las baterías de la costa. Hay una gran excitación y no se oye hablar de otra cosa. Dime, Pablo, ¿sabes algo de lo que ha pasado? ¿Cómo te han herido?

—Ya te lo contaré todo. Ahora estoy muy cansado. Dime ¿cómo llegué hasta aquí?

Ella le sonrió levemente.

—Hecho una pena —contestó y, ya en serio, continuó—. Pablo, ¡si vieras cómo llegaste anoche! ¡Qué susto me diste! Al principio creí que estabas muerto, cuando encendí la luz y vi tanta sangre… Luego me di cuenta que el corazón te latía aún. Traté de subirte hasta arriba; pero no pude moverte yo sola, así que subí y le dije a tía Margarita, que no hacía sino preguntarme a voces desde su cuarto que qué pasaba, que estabas abajo, herido, y le pedí ayuda para subirte aquí. Creo que con el susto se olvidó de hacerme más preguntas.

»Al pronto creí que iba a desmayarse al ver tanta sangre. ¡Imagínate cuál era el aspecto tan lamentable que tenías!, pero se repuso en seguida y, con energía y una fuerza de las cuales no la hubiera creído capaz, me ayudó a traerte a mi cuarto. Mientras te subíamos a mi habitación, como buenamente podíamos por las escaleras, se te abrieron de nuevo las heridas; pero en cuanto llegamos aquí te las desinfecté con alcohol, era lo único que tenía a mano y, a continuación, te las vendé con unas sábanas que rompimos en tiras.

»Luego hice acostar a tía Margarita y me quedé aquí contigo hasta eso de las diez de la mañana en que ella se levantó. Entonces decidí salir a la compra y a ver lo que se decía por ahí. Todo el mundo no hablaba más que de lo ocurrido anoche.

—Y tía Margarita, ¿dónde está?

—Ha salido hace un rato, a ver si oía algo nuevo. No creo que tarde mucho en volver… Dime, Pablo, ¿te apetece tomar algo? ¿Un poco de caldo o leche caliente?

—Caramba, Mary, ¿sabes que algunas veces tienes unas ideas estupendas?

Ella le sonrió.

—¿Sólo a veces? —dijo—. Ahora mismo voy a prepararlo —y, con estas palabras, salió de la habitación.

Al quedarse Pablo solo miró a su alrededor. El cuarto era más bien pequeño, recogido. Un balcón que daba a la calle estaba cerrado, con las maderas entornadas de forma que la habitación quedaba sólo débilmente iluminada.

Además de la cama había una mesilla de noche, un armario de luna y una mesa-tocador, con un espejo encima. Sobre ella se encontraba una fotografía suya; pero percibió que el gran marco de plata que le había regalado en su día, había desaparecido. Una especie de taburete ante el tocador, dos sillas y una butaca completaban el mobiliario, sencillo y de buen gusto. En una de las paredes se veía una estrecha repisa, con una serie de pequeños muñecos. En resumen —pensó— una habitación, sencilla, bonita y alegre.

Pero su mente tomó pronto otros derroteros. ¿Qué pasaría después de lo de anoche? Había quedado solo, malherido e incomunicado en territorio enemigo. ¿Qué iba a ser ahora de María y de él? Por lo pronto, aunque se encontraba ya mucho mejor que en el momento de recobrar el conocimiento, resultaba evidente que no iba a poder moverse de allí por lo menos en diez o quince días, o tal vez más. ¡En buen lío había metido a María con aquel desmayo inoportuno!

Sin embargo, de nada serviría ya el lamentarse. Lo que más le interesaba ahora era apartar el peligro de ella cuanto antes. Pero por más vueltas que daba al asunto, no veía manera de salir de allí antes de estar en condiciones de andar. Entonces le sería posible ir en busca de Soto para que le escondiera. Pero, de momento, aun para poner a Soto al corriente de su paradero, convenía esperar unos días. La ciudad debía estar completamente alborotada con los acontecimientos de la noche anterior y sería preferible aguardar, antes de intentar hacer algo, a que los ánimos se calmasen un poco.

La noche anterior… ¡Caray! Ahora, al mirar atrás, tenía la sensación de haber vivido una pesadilla. Aquella huida en la oscuridad, bajo la lluvia, herido y desangrándose. ¿Y si no hubiera disparado contra la patrulla roja? El hacerlo había sido algo instintivo, al ver que hacían fuego a mansalva contra los que iban en el bote. Tal vez, si de esta forma no hubiese delatado su presencia, habría podido escapar ileso… pero no. Se dijo que, una vez desaparecido el submarino, la patrulla habría llevado a efecto una minuciosa búsqueda por todas las cercanías y, ayudada por el destacamento que se había cruzado con él en su huida, no habrían tardado en dar con su escondite.

Además, lo hecho, hecho estaba, y no había podido asistir impasible al espectáculo de los milicianos disparando sobre los ocupantes del bote. Dada su forma de ser, si le volviera a ocurrir lo mismo, su actuación sería indudablemente la misma.

La llegada de María, con una taza humeante en la mano, vino a interrumpir sus pensamientos. Ella se sentó en el borde de la cama, junto a él, y le sonrió. ¡Qué bonita era! Pablo sintió ganas de incorporarse y estrecharla entre sus brazos pero, en vez de hacerlo así, se limitó a observar:

—Mary. ¿No estará demasiado caliente?

Ella negó con la cabeza y, poniéndole una mano en la nuca, le alzó la suya de la almohada, para darle el caldo. Empezó a beber, despacio al principio, y luego a grandes sorbos con cierta ansiedad. El líquido caliente le reconfortó de modo indecible. Casi le hacía sentirse otro hombre.

Aún no había terminado de tomar el contenido de la taza, cuando sonó el timbre de la calle: tres timbrazos cortos en rápida sucesión.

—Es tía Margarita —dijo María—, no te preocupes. Quedamos en que llamaría de esa manera al volver.

Pablo, aliviado del sobresalto momentáneo, emitió un gruñido. No tenía muchas ganas de charla y, por lo que recordaba de tía Margarita, ésta siempre hablaba hasta por los codos.

—Por favor, Mary. A ver si puedes convencerla de que me encuentro muy mal, y no estoy ahora como para contestar a muchas preguntas —dijo, haciéndole al propio tiempo un guiño de complicidad.

—No te preocupes. No dejaré que te dé la lata —y, con estas palabras, salió del cuarto para abrir la puerta.

Al entrar tía Margarita, Vázquez quedó asombrado ante el cambio que había experimentado en los nueve meses que había dejado de verla. Estaba pálida, delgadísima, y parecía que le habían echado encima diez años por lo menos; pero no se trataba sólo de eso. Se la veía agotada, vencida, en una palabra acabada…

Entonces admiró aún más el temple de María, que había padecido tanto o más que ella durante ese tiempo, sin desfallecer. Claro que María tenía a su favor la diferencia de edad; pero, de todos modos, hubiera sido difícil portarse de modo más valeroso que ella lo había hecho.

—¿Qué hay, tía Margarita? ¿Cómo van esos ánimos? —le preguntó tratando de dar a su voz una entonación alegre y jovial.

—Ya ves, Pablo, no muy bien.

—¡Bah! Aprensiones. Usted siempre será la misma. Míreme a mí. Yo sí que me podría quejar.

—No, si ya te vi esta madrugada. No sé ni cómo pueden quedarte ganas de bromear…

Vázquez, adivinando el temporal de preguntas que se le venía encima, decidió capearlo preguntando a su vez:

—Bueno, ¿qué es lo que se dice por ahí?

Esto pareció agradar a tía Margarita la cual, por lo visto, venía rebosante de noticias.

—¡Huy! ¡Se empieza y no se para! Por lo visto, los nacionales han intentado hacer un desembarco con submarinos, y los han rechazado, hundiendo a uno de ellos. Según cuentan, una de las playas de por aquí cerca ha amanecido esta mañana llena de cadáveres. Está acordonada y no dejan acercarse a nadie por allí.

Pablo sonrió ante esta versión extravagante de los hechos. Bien, esto era lo que habían hecho creer al pueblo; pero ¿qué pensaría, realmente, de todo ello el mando republicano? ¿Habría sospechado algo de la verdad? Si así era, el peligro era mucho mayor. Sin embargo, el hecho de que la zona estuviese acordonada, sin dejar a nadie entrar ni salir de ella, le tranquilizaba hasta cierto punto. Era señal de que, si andaban buscando a alguien, creían que aún se encontraba oculto por allí.

—¿No habla la gente de registros en las casas? —preguntó con manifiesta seguridad.

—No. No he oído nada de eso.

Bueno, esto al menos era una buena señal.

María, viendo que Pablo ya no preguntaba nada más, decidió tomar cartas en el asunto.

—Bien, tía, ahora vete a acostar, que estarás muy cansada. En cuanto termine con nuestro enfermo te prepararé la cena y te la llevaré a la cama.

La buena señora no estaba dispuesta a dejarse alejar tan fácilmente; pero María la sacó, casi a empujones, de la habitación.

—Está bien, hija. Ya me voy… Adiós, Pablo, hasta mañana y… que te mejores —dijo a regañadientes.

—Esto está ya casi frío —observó María al volver, cogiendo la taza—. ¿Quieres que te lo caliente un poco?

Pablo negó con la cabeza y, al hacerlo, su cabeza pareció proseguir viaje y la nuca le comenzó a doler de nuevo. Se sentía cansado y le invadía una especie de sopor…

María notó que algo no iba bien.

—¿Qué te ocurre, Pablo? ¿Te duele algo? ¿Qué es?

—No sé, Mary. Tengo como sueño. Cuando acabe de tomarme eso, creo que me voy a dormir.

—¿No quieres nada más? Antes dijiste que tenías hambre.

—No, gracias. Se me ha pasado ya.

Tomó el resto del caldo sin ganas, tan sólo porque sabía que le convenía alimentarse; pero no le hubiese sido posible pasar nada más. Al terminar de dárselo, María le colocó la cabeza suavemente sobre la almohada y, dejando la taza sobre la mesilla de noche, le puso una mano en la frente.

Pablo dio un suspiro de satisfacción. El contacto de la mano de María, fresca y suave, sobre su frente ardiente le producía un bienestar indecible… Le agradaba que no le preguntase nada, que no le hablase y le dejase descansar… Verdaderamente, parecía adivinar siempre lo que deseaba que hiciera… ¡Qué buena y que valiente era! ¡Cómo le quería! ¡Qué bien se encontraba él a su lado! Sabía cuándo tenía que hablar y cuándo callar. No le mareaba como la tía Margarita.

¡Qué versiones más absurdas circulaban sobre lo de anoche! Un desembarco en submarinos… ¿Hasta que punto podría creer eso el Estado Mayor enemigo?… Un submarino hundido… No era posible. Él había visto, perfectamente, que el submarino no fue tocado. Aquello era pura propaganda. No habían aparecido manchas de gas-oil ni aceite en la superficie… Lo había visto todo perfectamente bajo la luz de los proyectores… ¡Cómo había corrido luego para alejarse de allí!… ¡Qué cansado estaba!… Sí, cansado… muy cansado…

Su respiración fue haciéndose cada vez más lenta, pausada y profunda. Sus párpados pesaban como si de ellos colgara una pesa de plomo.

María, sentada en el borde de la cama, lo miraba como una madre que vela a su hijo enfermo. En aquel momento, el cariño que sentía por él tenía mucho de maternal.

Cuando le vio completamente dormido se inclinó sobre él y le dio un leve beso en la frente. Luego se levantó muy despacito, para no mover la cama, y salió del cuarto andando de puntillas.