Pablo llevaba ya más de tres meses en Cartagena. El tiempo se le había pasado muy deprisa hasta entonces; pero, aunque pueda parecer paradójico dada la naturaleza de su misión, su estancia allí empezaba a resultarle un tanto monótona y aburrida.
Se habían convertido sus costumbres, casi en una pura rutina: todos los días iba a trabajar al arsenal, donde pasaba por un obrero del montón, no de los mejores; pero tampoco de los peores. En esto se había atenido estrictamente a las instrucciones recibidas del teniente coronel Méndez: «Y, sobre todo, nada de intentos de sabotaje. Su misión no es ésa. Lo enviamos a Cartagena para observar e informarnos sobre lo que haya visto y oído. Téngalo siempre presente».
Por las noches solía ir a «La Marina», «El Delfín» u otro establecimiento similar, a escuchar lo que se decía, y así pudo ir formándose una composición de lugar bastante exacta acerca de la moral y capacidad combativa de las dotaciones republicanas. Incluso hizo amistad con algunos cabos y marineros, a pesar del esfuerzo que esto le costaba pues, entre ellos, había uno que tomó parte activa en la muerte de sus compañeros. Con él, Pablo debía hacer de tripas corazón. No es que buscara venganza y anduviera por ello tragando bilis, sino que sus sentimientos, en este caso, eran demasiado vivos y fuertes debido a la gran amistad que le unía con algunos de los ejecutados.
En el arsenal, bien por observaciones directas, bien de oídas, se enteraba de los barcos que estaban en reparación así como de la importancia de la averías que tenían.
Sus informes no habían variado esencialmente; pero, sin embargo, últimamente comenzaba a notarse algo que presagiaba un cambio en aquel estado de cosas en la escuadra republicana. Pablo no acertaba a concretar precisamente en qué consistía aquello. Se trataba de algo impalpable, que flotaba en el ambiente y se dejaba sentir en las conversaciones de la marinería con la que, siempre que podía, se relacionaba.
Se hablaba de la próxima llegada de mandos rusos y de otros cuantos rumores por el estilo, todos ellos sin confirmar, aunque, en realidad, nada había sucedido todavía.
Durante todo el tiempo que llevaba allí, había visto a María muy pocas veces, y siempre a escondidas. No quería tener la menor relación aparente con ella, por si acaso llegaba a ser descubierto. El estar tan cerca uno de otro, y no poder verse, había constituido una dura prueba para ambos; pero Pablo no había tratado de engañarse a sí mismo diciéndose que no existía riesgo para María si era vista con él. Por muy remoto que pudiera ser el peligro, no quería exponerla en modo alguno.
Cada dos domingos, con toda regularidad, había transmitido sus informes, que tan minuciosamente había recogido, excepto en una ocasión que no logró enlazar con el submarino. Según se pudo enterar más adelante, aquel domingo, ninguno de los submarinos nacionales se había podido acercar a su área de cobertura por razones puramente estratégicas. Una vez había recibido instrucciones, en clave por supuesto, ordenándole que tratase de averiguar cierto detalle técnico relacionado con los submarinos enemigos, y en dos ocasiones dio suelta a sendas palomas mensajeras, dando cuenta de imprevistas salidas a la mar de una parte importante de la armada republicana. Sin embargo, no se le había dicho todavía nada acerca de cuando terminaba su misión.
Al enviar su último informe le habían comunicado que, para la próxima vez, o sea, aquella misma noche, el submarino de turno se acercaría a la playa con el objeto de enviarle un bote con baterías de repuesto —debería sustituir las suyas que, en aquel entonces, comenzaban a dar problemas por encontrarse casi agotadas— para su estación de radio, nuevas palomas mensajeras, dinero y otras cuantas cosas necesarias para facilitarle la tarea que le había sido confiada.
Pablo salió aquel día de la ciudad al caer la tarde y encaminó sus pasos hacia el lugar donde tenía situado su «cuartel general», como en sus pensamientos llamaba a la caverna en que ocultaba su equipo. Como de costumbre no se acercó al escondite hasta después de haber anochecido y, tras convencerse de que no había nadie por los alrededores, sacó de la cueva el transmisor y lo preparó a conciencia, como siempre solía hacer.
A la hora convenida empezó a emitir la contraseña de llamada, contestándole en seguida el submarino, el cual dio a continuación la señal que significaba «envío el bote».
Pablo encendió entonces su linterna, colocándole antes una pantalla especial, de forma que el haz de luz sólo se proyectaba en una franja bastante estrecha en dirección al mar, para así indicar al bote el punto de la costa donde había de tomar tierra y, tranquilamente, se dispuso a esperar en la orilla la llegada de tan preciado cargamento.
A los pocos minutos oyó ruidos de remos y, casi inmediatamente, pudo distinguir un bulto oscuro que se acercaba sobre el agua, por lo que apagó entonces la linterna. La noche sin luna era muy oscura, como el pozo de una mina de carbón.
El bote varó en los cantos rodados de la pequeña playa. Venía tripulado por un oficial y dos marineros. Pablo dio el santo y seña convenidos y el otro contestó correctamente. Un marinero le entregó un paquete bastante voluminoso y pesado con las baterías y demás efectos, y el oficial le dio una cartera llena de billetes, haciéndole Vázquez entrega de un informe escrito, bastante más detallado que los que acostumbraba a transmitir en sus mensajes radiados. No se pronunció una sola palabra innecesaria, únicamente el oficial al volver a embarcar le dijo:
—Adiós. Buena suerte —y a continuación ordenó abrir al bote.
Aún estaba éste a pocos metros de la orilla, cuando una voz que venía de lo alto del acantilado ordenó:
—Ah, del bote… ¡Alto! Volved a tierra.
Y, como no recibiese contestación, conminó de nuevo:
—¡Alto!… o hago fuego —palabras que fueron seguidas, casi de inmediato, por un disparo de fusil.
A las primeras palabras Pablo había corrido a meterse en la cueva, con su pistola-ametralladora preparada. Debían haber sido sorprendidos por una patrulla republicana de vigilancia de costas. Tal vez hubieran visto la luz de su linterna, o acaso la casualidad, o más bien la fatalidad, los había llevado hasta allí en el momento tan sumamente crítico y delicado.
El bote del submarino había desaparecido en la negrura del mar con la complicidad de la oscuridad; pero desde arriba continuaban haciendo fuego, probablemente apuntando al azar, o en dirección al ruido de las remadas que se iban alejando. El oficial que iba en el bote, dando pruebas de gran sentido común y sangre fría, no intentó contestar al fuego con la pistola que llevaba, ya que, con el fogonazo de la misma, únicamente hubiera conseguido facilitar la tarea de la patrulla al delatar su situación en medio de las sombras de la noche.
A juzgar por los disparos y las voces que oía, Vázquez calculó que la patrulla se componía de cuatro o cinco hombres, a lo sumo; pero aquel tiroteo, sin dudas, no tardaría en atraer refuerzos… ¡En buen apuro se había metido! Oyó a los miembros de la patrulla bajar por el acantilado, estableciendo ya con certeza, por las voces que se daban unos a otros, que se trataba de cuatro hombres.
De pronto, dos proyectores de una de las baterías de costa que defienden la entrada de Cartagena se encendieron, explorando con sus rayos la superficie del mar. ¡La alarma estaba dada!
Casi inmediatamente, uno de los tentáculos de luz iluminó al submarino, cuando el bote estaba ya casi llegando a él. Fácil presa ahora que se hallaba señalado por el haz eléctrico, los integrantes de la patrulla se arrodillaron junto a la orilla y comenzaron a disparar contra el bote y el submarino, quedando de espaldas a Pablo y perfectamente recortados contra el rayo de luz.
Sin dudarlo un instante, Vázquez abrió fuego contra ellos. Dos cayeron inmediatamente a tierra; pero los dos restantes se echaron al suelo y apuntaron sus fusiles contra él, al tiempo que la batería de costa empezaba a disparar contra el submarino.
El bote había llegado ya al costado de éste, y los que iban en él corrieron por cubierta hacia la torreta, mientras el barco se ponía en movimiento para comenzar a sumergirse apresuradamente. La primera salva de la batería cayó algo lejos del blanco, larga. La segunda fue corta, y la tercera, centrada, cayendo uno de los proyectiles tan cerca del submarino que la columna de agua levantada por él vino a caer sobre la torreta, en el preciso momento en que ésta desaparecía bajo las aguas. El submarino había escapado con bien, aunque por los pelos.
Mientras tanto, el tiroteo entre Vázquez y los dos hombres de la patrulla que quedaban con vida, proseguía; pero aquél, amparado por la oscuridad y gracias a su pistola-ametralladora que, a aquella distancia, poseía indudables ventajas sobre los fusiles de sus adversarios, pronto dio buena cuenta de ellos. De lo que unos minutos antes había sido una patrulla de cuatro hombres, sólo quedaban ahora otros tantos cuerpos inmóviles en el suelo.
Los proyectores de la batería, una vez desapareció el submarino, barrían ahora la superficie del mar y el acantilado con sus largos tentáculos luminosos, y la pequeña playa quedaba tan pronto a oscuras como iluminada casi con la misma claridad que si fuese de día.
Pablo salió de la cueva y, durante uno de los fugaces períodos de luz, pudo ver como uno de los cuatro componentes de la patrulla, a los que creía muertos, se ponía de rodillas y arrojaba algo en su dirección. Intuitivamente, se dejó caer al suelo; pero, al estallar la bomba de mano lanzada por su adversario, sintió una gran punzada muy dolorosa en un costado, como si lo hubiesen quemado con un hierro candente.
La rabia, por una vez, le hizo abandonar toda prudencia y, a ciegas, abrió fuego sobre el sitio en que estaba el que le había arrojado la granada. De pronto se produjo una pequeña llamarada en aquella dirección, y Pablo sintió un golpe en el brazo izquierdo, un poco más abajo del hombro. ¡Caray! Aquel maldito le había vuelto a alcanzar.
Pero ese único disparo fue la perdición del que lo hizo, pues el fogonazo sirvió a Vázquez para corregir la puntería. Cuando la playa volvió a quedar iluminada, el hombre se debatía en los estertores de la agonía. Una ráfaga de la pistola-ametralladora terminó con su vida.
Pablo comenzó a pensar rápidamente: ¿cómo iba a salir de aquel atolladero? ¿Estaría gravemente herido o, tan sólo sería superficial? Trató de mover el brazo izquierdo y lo consiguió, aunque notaba en él fuertes dolores. Así, pues, la bala no había tocado el hueso. ¡Menos mal!
Palpándose el costado, descubrió dos rotos en la camisa, que estaba empapada de sangre. Sin embargo, por la situación de los rotos, comprendió que la metralla casi no había hecho más que rozarle. Después de todo, mirándolo por el lado positivo, había tenido bastante suerte y debería estar agradecido. Si le hubieran herido en una pierna no sabría lo que hubiera hecho.
Pablo se dijo que ya estaba bien de pensar tonterías. En primer lugar, había que asegurarse si los hombres de la patrulla estaban bien muertos. Fue hasta la playa y dio puntapiés a cada uno de los cuerpos inmóviles, sin que estos salieran de su estado inanimado ni emitieran queja alguna. Como no tenía tiempo, ni ganas, de continuar con su investigación, pasó a ocuparse de otras cosas.
El transmisor había quedado destrozado por la explosión de la bomba de mano. Bien, entonces no le quedaba más solución que tratar de destruir todos los indicios que pudieran quedar de sus actividades de espionaje en la cueva durante los últimos meses.
Arrojó el transmisor al agua, y lo mismo hizo con los demás componentes de su equipo, después de dar suelta a las palomas mensajeras. Le bastaron para ello tres viajes a la cueva, a pesar de poder servirse solamente de su brazo derecho. Con lo único que se quedó fue con las documentaciones falsas, intuyendo que podía precisar las mismas más adelante. Luego, cogiendo la pistola-ametralladora, echó a andar en dirección a Cartagena.
Los proyectores se habían apagado, por fin, hacía algún tiempo, y su mayor preocupación consistía ahora en alejarse lo más rápidamente posible del lugar del suceso. Una vez eliminado su equipo y muertos los cuatro hombres de la patrulla, no podrían adivinar la causa del incidente. Pensarían, tal vez, que el submarino había tratado de desembarcar una sección de saboteadores, o algo por el estilo, y no lo buscarían a él en Cartagena… o, por lo menos, esa era la esperanza que tenía.
Habría recorrido unos quinientos metros cuando oyó ruido y voces de gente que se acercaba a paso veloz, por lo cual se dejó caer rápidamente al suelo, aprovechando esta oportunidad para tratar de contener la hemorragia de la herida del brazo, que era la más importante de las dos. Se ató un pañuelo por encima de la herida, apretándolo cuanto pudo con ayuda de la mano derecha y de los dientes.
Al acabar esta operación pudo distinguir a los que se aproximaban. Se trataba de unos veinte o treinta hombres, provenientes probablemente de la batería de costa, que pasaron a menos de cincuenta metros del lugar en que se hallaba tendido. Una vez se hubieron alejado lo suficiente, se levantó y prosiguió de nuevo su camino; pero comenzó a sentir una extraña debilidad por lo cual paró y, desgarrándose la camisa, se vendó como pudo la herida del costado. No podía permitirse el seguir perdiendo tanta sangre si pretendía llegar a la ciudad con vida.
Al acercarse a Cartagena, unas horas más tarde, volvió a echarse al suelo para reflexionar y descansar un poco, pues se encontraba verdaderamente rendido. No había querido caminar por la carretera para no ir dejando un rastro de sangre, fácil de seguir, y mediante el cual, hubieran podido orientar sus pesquisas hacia la ciudad. ¿Qué haría ahora? No podía regresar, en ese estado, a la casa en la que había estado viviendo.
Decidió ir a «La Marina» para ponerse en contacto con Soto, a pesar del riesgo que esto suponía, pues tendría que atravesar casi toda la localidad. No tenía tiempo para dar un rodeo antes de que se hiciese de día, ni tampoco se sentía con fuerzas para hacerlo. Probablemente, a aquellas horas, no habría nadie por las calles; la natural alarma producida por los cañonazos se habría disipado ya. Hacía un rato que había comenzado a lloviznar, y la precipitación iba aumentando paulatinamente en intensidad.
Se levantó para proseguir su camino, pero al hacerlo la cabeza le dio vueltas y los oídos le zumbaron. Haciendo un esfuerzo de voluntad continuó su avance trabajosamente, dando tropezones de vez en cuando. Al pasar junto a un pozo arrojó a él la pistola-ametralladora, sintiéndose bastante aliviado al no tener que cargar con aquel peso.
Tambaleándose como un borracho entró en la ciudad, comprobando al hacerlo que iba dejando tras de sí un ligero rastro de sangre, que en el campo había quedado oculto por la hierba. Menos mal, pensó, que la lluvia que caía desde hacía rato, se encargaría de borrarlo rápidamente; pero, de todas formas, tenía que contener la hemorragia.
Arrancó una pequeña rama de un árbol y, pasándola por el pañuelo con que se había vendado el brazo izquierdo, le dio vueltas para hacer un torniquete, apretándolo hasta que la herida dejó de sangrar.
Prosiguió su camino; pero a los pocos metros hubo de apoyarse en una pared, y al hacerlo comprendió que jamás lograría llegar a «La Marina» en aquel estado. Se encontraba muy cansado. Entonces se dio cuenta que se hallaba relativamente cerca de la casa de María, y decidió llegar hasta ella, para mandar desde allí un aviso a Soto, diciéndole que fuera a recogerlo y lo llevara a lugar seguro… si es que había algún lugar seguro para él en toda la zona republicana.
De todas formas, tenía que llegar a casa de María fuese como fuese. Apretó los dientes y se puso de nuevo en marcha, tropezando a cada paso. La cabeza le daba vueltas, los oídos le zumbaban, y todo el costado izquierdo le dolía terriblemente. Gracias a Dios, no había un alma en la calle donde vivía María cuando desembocó en ella.
La lluvia, que era su fiel compañera aquella noche, continuaba cayendo con más fuerza cada vez. Ya sólo faltaban unos cuantos pasos; pero cada uno le costaba más trabajo que el anterior. En uno de los tropezones que daba continuamente cayó de bruces al suelo.
Al recordar más adelante aquella noche de pesadilla, nunca logró explicarse de dónde había sacado las fuerzas necesarias para levantarse y continuar andando; pero, por fin, sin saber a ciencia cierta cómo había llegado hasta allí, se encontró ante la puerta de María y llamó al timbre con el ritmo de la melodía de «Una copita de ojén» que, en tiempos más felices, había sido una especie de contraseña entre ambos.
¡Dios mío! ¿Por qué tardaría tanto en abrir?… Si no se daba prisa terminaría por caerse al suelo, de un momento a otro. Por como le retumbaban los latidos en la cabeza, parecía que tuviera el mismísimo corazón en las sienes. Se daba cuenta de que ya no podría resistir mucho más… Y en aquel momento se le ocurrió pensar en una pequeña botella de coñac que estaba en uno de los paquetes que había tirado al mar. ¡Si se hubiera acordado antes de ella! Tal vez, con la ayuda del coñac, habría logrado llegar hasta «La Marina»… Tal vez… ¡Demonios! ¿En qué había estado pensando un momento antes? No podía recordarlo en absoluto… ¡Cómo le zumbaban los oídos!… Era un ruido que iba y venía, iba y venía, iba y venía…
De pronto la puerta se abrió, y se encontró cara a cara con María que le miraba asustada con los ojos muy abiertos. Rápidamente entró y se volvió hacia ella, que estaba cerrando la puerta. Vagamente se dio cuenta que se hallaba descalza, y sólo llevaba puestas la camisa de dormir y una bata. El largo cabello, suelto, le caía sobre los hombros y la espalda.
—Escucha, Mary —comenzó a decir—. Tienes que ir…
De pronto le pareció que ella y la habitación empezaban a dar vueltas a su alrededor. La vista se le nubló, sus rodillas se doblaron y hubiera caído al suelo de no haberse precipitado María sobre él, cogiéndolo por debajo de los hombros.
No pudiendo soportar su peso, lo depositó en el suelo y, al hacerlo, notó en las manos una sensación viscosa al tacto, dándose cuenta entonces de que Pablo, además del barro y el agua que llevaba encima, tenía el costado completamente empapado de sangre.