Capítulo XXII

Al día siguiente se levantó más bien tarde y, después de desayunar fue a «La Marina» encontrando el local casi vacío. En una mesa apartada estuvo charlando largo rato con Soto, el cual le habló del ambiente de Cartagena en general y de la marinería republicana en particular, así como de otras muchas cosas, todas ellas más o menos relacionadas con su misión allí.

En cuanto a su empleo, le volvió a aconsejar que no lo buscara directamente en el arsenal, sino que antes simulara buscarlo por algunos de los pequeños talleres de la ciudad. Seguramente no lo encontraría y, en todo caso, siempre podía rechazar lo que le ofrecieran con cualquier pretexto. Debía reservar el arsenal como si fuera su último recurso para no dar a entender que el entrar allí era precisamente lo que le interesaba.

Según Soto, la marinería frecuentaba su establecimiento sobre todo después del anochecer. Llegando sobre las ocho de la noche siempre podían oírse cosas interesantes. A la hora de comer Pablo se despidió, prometiendo volver por la noche.

—Pero —añadió— sólo le saludaré a usted de pasada, y lo mismo haré ya de ahora en adelante. No conviene que se nos vea mucho juntos.

Después de comer se encerró en su cuarto y allí esperó hasta la hora de salir a su cita con María. Miraba su reloj constantemente; pero parecía como si el tiempo se hubiese detenido. No recordaba haber pasado hora y media más larga en toda su vida.

Por fin, como todo llega en este mundo, las manecillas marcaron las tres y media y, no pudiendo resistir ya más, salió a la calle, dirigiéndose despacio hacia la estación. Llegó allí cuando faltaban tres minutos para las cuatro. El paseo estaba casi desierto, y Pablo se alegró de ello. Casi inmediatamente vio llegar a María; pero, en contra de lo que ardientemente deseaba, no se fue a su encuentro, sino que la esperó en el mismo sitio donde se encontraba; en la parte más apartada del paseo.

Después de los primeros saludos se sentaron ambos en uno de los bancos de piedra, cogidos de las manos y mirándose mutuamente sin que ninguno de ellos acertara a decir palabra alguna durante largo rato. Al ver el rostro de María a la luz del día, Pablo se estremeció interiormente, pues en él se hallaba escrito cuánto había sufrido durante los últimos meses. Estaba pálida, más delgada, y sus ojos, en otro tiempo tan alegres y vivarachos cuando se encontraba a su lado, aparecían hundidos y sin brillo, apagados.

Al cabo de un rato María sonrió, y dijo:

—Tendrá que pasar algún tiempo hasta que me acostumbre a verte con esa cara.

Pablo le devolvió la sonrisa y preguntó:

—Bueno, ¿qué te parece? Todavía no me has dicho si te gusta o no.

—Psch… así, así —y oprimiéndole las manos añadió—. Lo que me gusta de ti no es la cara, sino el que la lleva puesta, la persona… —luego su rostro adquirió una expresión seria, casi de angustia— Pablo, dime ¿qué haces aquí? Tengo la impresión de que debes andar metido en un lío muy gordo. Estoy angustiada…

—No te lo puedo decir, Mary —la cortó con suavidad mientras le ponía el índice en los labios en cariñoso gesto de silenciarla—. Si algo me ocurriese quiero que puedas negar todo conocimiento de lo que me ha traído aquí. Piensa lo que quieras, que yo no te diré nada… pero, cualquier cosa que pienses, no se lo digas a nadie, ni tampoco que me has visto en Cartagena. ¿Lo harás? —María hizo un gesto afirmativo con la cabeza, y prosiguió— Pero no hablemos más de mí, cuéntame cosas tuyas.

Al ver la expresión de pena que cruzó por su rostro se maldijo a sí mismo interiormente. ¿Cómo había sido tan estúpido para pedirle que hablara de lo que le había ocurrido? Sin quererlo había introducido el dedo en la llaga.

Ella pareció leer su pensamiento, pues dijo:

—No, Pablo, déjame que te lo cuente todo; me servirá de desahogo… —y comenzó a relatarle una historia que le dejó angustiado, horrorizado, lleno de ira por lo que le había ocurrido y, nuevamente, se le anegó el corazón de desesperación, testigo impotente de la deliberada crueldad con que el ser humano se complacía en tratar a sus semejantes en determinadas circunstancias.

Según le contó, don Víctor había sido arrestado desde los primeros días después del Alzamiento. En la cárcel no daban de comer a los detenidos, de forma que ella había tenido que llevarle diariamente la comida, sufriendo las burlas y procacidades de los guardianes hasta que, por fin, un día le habían dicho de manera brutal que su padre ya no necesitaría más la comida: «… ahora es él quien va a dar de comer a los gusanos». Luego se enteró de que había sido fusilado en la madrugada de aquel día.

Mientras don Víctor estuvo detenido, y algún tiempo después de su fusilamiento, su casa había sido registrada en diversas ocasiones. Cada registro, llevado a cabo sin el menor miramiento, entre insultos, burlas y risotadas, había ocasionado nuevos destrozos, de forma que ya apenas les quedaba un solo mueble sano. Las muchachas del servicio se habían marchado al poco de iniciarse el Alzamiento, quedando ella y su tía solas en la casa.

Al preguntarle Pablo de qué vivían, le contestó que hasta entonces se habían arreglado vendiendo joyas y muebles; y continuó:

—Pero ya no nos queda mucho que vender. He intentado trabajar, mas no me admiten en ninguna parte porque no estoy sindicada. Sólo de vez en cuando puedo ganar algo haciendo labores de modista; pero no es nada fijo. Hoy casi nadie tiene ya dinero para gastarlo en esas cosas.

Sin decir palabra, Vázquez echó mano a su cartera y le dio una cantidad importante de dinero. Aquella suma no le pertenecía, es verdad, pero la tomó en concepto de préstamo. Dentro de unos días estaría colocado, y ganaría más que suficiente para reponer lo que ahora mismo le daba a María.

Ella no hizo ni siquiera intento de rechazar el dinero. Había leído en la cara de Pablo que cuanto dijera o hiciera en ese sentido habría sido completamente inútil; pero no se trataba sólo de eso. En realidad, el no aceptar le hubiera parecido algo sin sentido. Desde su encuentro del día anterior, sentía que le unían a Pablo lazos muchos más fuertes que los normalmente existentes entre una pareja de novios. En la mente de María, él se había convertido en algo así como su padre, hermano y esposo, todo a la vez, todo en una única pieza, y ella haría cuanto le ordenara, sin discusión, confiando ciegamente. Sabía que podía hacerlo así.

Había anochecido mientras hablaban.

—Se nos está haciendo tarde —dijo Pablo—. Vas a tener que irte a casa.

—No, todavía puedo quedarme un rato más —le aseguró ella—. Déjame que me quede.

Él asintió sonriendo y le pasó un brazo sobre los hombros, besándola ligeramente en la frente y ella se recostó contra él.

—Dime, Pablo ¿qué has hecho durante estos meses?

—Muchas cosas, Mary, ya te las contaré algún día, cuando todo esto haya terminado; pero ninguna que tú no puedas conocer a su debido tiempo. ¿Sabes una cosa? —y sin esperar la respuesta, continuó— Has sido mi conciencia durante todo este tiempo. Cuando iba a hacer algo me preguntaba siempre: ¿me gustaría que Mary se enterara de lo que voy a hacer ahora? Y, si no era así, no lo hacía.

Ella alzó la cabeza y le besó en la mejilla, aproximándose aún más a él.

—Pablo, si supieras lo que representa para mí el que hayas vuelto… Creo que no habría soportado todo esto sola durante mucho más tiempo, y desde luego no lo hubiera podido resistir hasta ahora de no haber tenido el recurso de pensar en ti, a menudo. Tu recuerdo me ha dado fuerzas para seguir luchando hasta que has llegado.

Al verla tan contenta y confiada, Pablo no se atrevió a decirle que, tal vez, se viese obligado a abandonarla dentro de unas semanas. No sabía el tiempo que le ordenarían permanecer en Cartagena; pero estaba decidido a todo con tal de sacar a María de allí. Si no podía llevársela consigo al término de su misión, volvería de nuevo con el único objeto de buscarla.

Pero no dijo nada a María acerca de sus temores. Para ella, su presencia allí era algo tan natural, que casi parecía que lo había estado esperando. Evidentemente, no se le había ocurrido la idea de que quizás él no pudiese permanecer mucho tiempo en Cartagena.

—Escucha, Mary —le dijo—. Por desgracia, no podemos vernos todos los días, ni mucho menos. No puedo arriesgarte a que te vean conmigo. Si por ello te ocurriera cualquier cosa no me lo perdonaría en toda la vida.

Esta frase pareció recordar a María el peligro que Pablo estaba corriendo. Un riesgo desconocido para ella, y que tal vez por eso se le dibujaba más terrible, con ese terror instintivo que los humanos sienten hacia lo desconocido.

Se abrazó a él diciéndole:

—Pablo, Pablo, ten mucho cuidado, por favor. Si te pasara algo, no sé lo que sería de mí.

—No te preocupes por mí. No me pasará nada, ahora que te he encontrado. Dios nos ayudará. Rézale por los dos.

—Si ya lo he hecho. Si supieras cuanto Le he rezado por ti, por nosotros dos… Y mira, mira como me ha oído…

Al poco rato se levantaron, dirigiéndose hacia la ciudad lentamente, cogidos del brazo. Como el día anterior, eligieron las calles más oscuras y apartadas, y se separaron algo antes de llegar a casa de María. Convinieron en volver a verse dentro de unos cuantos días.

—Si alguna vez tienes algo urgente que comunicarme —dijo Pablo al despedirse—, llégate a la taberna «La Marina» y pregunta por el dueño, Soto. Le llamas aparte y le dices que cuando vea a Ernesto Piñero, ese soy yo, le diga que María quiere verlo. No recurras a esto nada más que en un caso de verdadero apuro, y… no te preocupes que si yo tuviera algo urgente que decirte, ya encontraría la manera. Adiós, cariño, hasta pronto.

Después de besarla permaneció en el mismo sitio, viéndola alejarse, hasta que se perdió de vista al doblar la esquina.