Capítulo XXI

Pablo llegó a la ciudad cerca ya del mediodía. Estaba sucio y polvoriento de la caminata, llevaba la maleta en la mano y no había en él nada que lo distinguiera de cualquiera de los hombres que se fue encontrando en el camino. Iba sin afeitar, vestido con un raído traje gris, las botas algo deterioradas, y llevaba un sucio jersey marrón de cuello alto por encima de la camisa. Una vieja boina completaba su atuendo.

Como llevaba todos sus papeles —falsificados, claro está— en regla, pudo franquear, sin ninguna, dificultad el puesto de control establecido a la entrada de Cartagena. Experimentaba cierta excitación, y el corazón le latía apresuradamente al pensar que estaba en la misma ciudad que ella y que podía, a partir de ahora, tropezársela en cualquier momento, a la vuelta de cualquier esquina.

La primera impresión de la Cartagena republicana, en aquella fría mañana de noviembre, no podía ser más lamentable y descorazonadora. ¡Qué dolorosas podían llegar a ser las contiendas! La suciedad y la miseria lo invadían todo. Las patrullas de milicianos, ataviados con mono, fusil y cartucheras, parecían pulular por todos sitios y, las largas colas ante los establecimientos de comestibles no contribuían, ciertamente, a alegrar el panorama. ¿Era posible —se preguntaba una vez más, pero cada vez más sorprendido— que el ser humano hubiera llegado a semejante extremo? Tras ésa primera impresión, se sentía desmoralizado y le pareció mentira que aquella ciudad fuese la misma en la que había estado destinado tan sólo unos meses antes.

Pablo sintió de pronto que se le encogía el corazón. ¿Qué habría sido de María en este ambiente?

Se dirigió a la taberna «La Marina», que a aquella hora no estaba demasiado concurrida. Había dos o tres personas en el mostrador, y otras cuatro o cinco sentadas en las mesas. El local era uno más de los miles de establecimientos de mala muerte que existen en los barrios bajos de todos los puertos de mar del mundo. Tal vez se pudiera decir, en honor a la verdad, que éste era aun algo más sucio y asqueroso que la mayor parte de los demás garitos.

Inmediatamente reconoció al dueño, que se hallaba de pie tras el mostrador, por la descripción que de él le habían dado: de mediana estatura, grueso pero fuerte, con ojos pequeños y nariz grande y roja, signo inequívoco de cierta desmedida afición a la bebida, casi calvo y negro el ralo cabello. Tras de hacerse servir una copa, entabló conversación con él.

—Disculpe, ¿es usted José Soto?

El otro le miró con curiosidad y se limitó a hacer un gesto afirmativo, ante lo que Pablo prosiguió:

—Pues soy conocido de su prima Mercedes, la de Valencia, que al saber que me venía para acá me ha rogado le diera muchos recuerdos de su parte, y también un encargo.

—Caramba, Mercedes —contestó el otro—. ¿Y cómo le va?

—Regular nada más. Tiene el marido en el frente y, ya sabe usted…

Prosiguieron charlando y, al cabo de un rato, Soto preguntó a Vázquez:

—¿Piensa comer en algún lugar determinado?

—Pues lo cierto es que acabo de llegar y no tenía nada pensado…

—En mi taberna se come muy bien y, además, le haré un precio especial por ser amigo de Mercedes. Pase por aquí, que seguramente traerá usted hambre después del viaje.

Levantó la tapa del mostrador e hizo pasar a su huésped a la trastienda. Allí, ante una botella de vino tinto y pan con queso, que Vázquez devoró haciendo gala de un insaciable apetito, mantuvieron una larga e interesante conversación.

Soto no creía difícil llevar a cabo el plan de entrar a trabajar en el arsenal; pero estimaba preferible dejar pasar unos días antes de tratar de ingresar allí y al poco le dijo:

—Hay que tener mucho cuidado, pues hoy se fusila a la gente sin más, a la menor sospecha y, a veces, lamentablemente, sin causa alguna.

Y procedió a contar a Pablo la terrible historia de los acontecimientos acaecidos desde la iniciación del Movimiento y cómo quedó prácticamente eliminada toda la oficialidad de la base naval y buques atracados en el puerto de Cartagena durante la jornada del dieciocho de julio.

Pablo escuchaba a su interlocutor, lleno de dolor, de pena y de ira. ¿Era posible, en realidad, que todo aquello hubiera llegado a pasar? ¿Cuántos de sus compañeros y amigos habrían caído muertos? Trató de recordar algunos nombres; pero fueron tantos los que acudieron de golpe a su memoria que, espantado, trató de alejar éste aciago pensamiento de su mente. A pesar de reprochar para sus adentros esta forma de actuar en la zona republicana, él, que no era ningún mojigato, sabía que en el bando nacional, por desgracia, había ocurrido, ocurría y ocurriría exactamente lo mismo; pero ello no disminuía, sino más bien todo lo contrario, aumentaba la desagradable sensación de que en su estómago estuviese produciéndose un leve cosquilleo provocado por el vértigo que le ocasionaba el conocimiento de tan desoladores acontecimientos.

¿Qué habría sido, pues, de don Víctor, el padre de María?… Lo más probable es que hubiera sido encarcelado, o incluso fusilado, desde los primeros momentos… ¿Qué le habría ocurrido entonces a ella?

Para apartar de sí estas ideas prefirió continuar recabando información y preguntó inmediatamente a Soto:

—Dígame: ¿la marinería continúa frecuentando su establecimiento?

—Sí, así es —hizo una pequeña pausa antes de proseguir—. Sobre el anochecer suelen venir bastantes marineros a tomarse unos vinos y charlar de sus cosas tranquilamente.

—Y ¿qué es lo que comentan?… ¿Cuál es el ambiente?… ¿Se les ve deseosos de salir a combatir?

—Se puede decir —le respondió Soto meditando sus palabras— que el espíritu guerrero de las dotaciones es prácticamente inexistente y, en general, la moral de los marineros de la flota roja se encuentra por los suelos. Yo diría, que la mayoría no confía para nada en sus nuevos jefes.

Esta opinión concordaba bastante con la que Pablo se había forjado antes de venir.

Después se trató de solucionar la cuestión del alojamiento de Vázquez. Soto no encontraba aconsejable que se quedara allí mismo, y Pablo estaba absolutamente de acuerdo con él sobre este punto; pero, por suerte, conocía a alguien que podría proporcionarle una habitación por un precio módico, de acuerdo con su condición de obrero sin familia. Se trataba de un matrimonio ya mayor, sin hijos, y en aquella casa podría también comer. Así, de paso, les ayudaba, pues los pobres andaban bastante apurados. No simpatizaban con el nuevo estado de cosas y, aunque trataban de disimularlo, no eran mirados con muy buenos ojos por algunos de los vecinos.

Pablo comió allí con Soto y, después de descansar un rato, salió sobre las cinco de la tarde en busca de su nuevo domicilio. Al pisar de nuevo la calle, volvió a experimentar aquella excitación que le hacía mirar a su alrededor, tratando de ver a María en cada mujer que pasaba a su lado.

Llegó a la dirección indicada por Soto, y fácilmente se puso de acuerdo con el matrimonio sobre las condiciones del alquiler de la habitación y las comidas. El marido tendría unos sesenta y cinco años; debía ser hombre de bastante genio. Ella aparentaba unos diez años menos que él, y era menudita, tímida y asustadiza. La casa era pobre, pero estaba muy limpia. El cuarto que le ofrecieron tenía una ventana que daba a la calle; era pequeño, de paredes desnudas, con una cama de hierro, una mesa, una silla y un armario por todo mobiliario. Aunque bien es verdad que apenas hubiera cabido nada más en él.

Después de instalarse y dejar sus cosas allí, salió a la calle, encaminando sus pasos hacia la casa de María. El corazón le latió apresuradamente y pareció faltarle oxígeno en sus pulmones al pasar por delante de la puerta; pero las ventanas de la casa estaban cerradas y no se veía a nadie, por lo cual decidió comprarse un periódico y sentarse en un Café que se encontraba casi enfrente.

Eligió su mesa al lado de una ventana desde la cual podía observar la casa que le interesaba, mientras fingía leer. No observó ni el menor signo que le pudiera sacar de dudas. Tampoco se atrevió a preguntar a nadie por la gente que vivía en ella, temiendo despertar sospechas. Reprimiendo su anhelo, prefirió sentarse y esperar pacientemente.

* * *

Anochecía, y Pablo comenzaba a pensar que, si nada ocurría pronto, valdría más dejar la cosa para otro día, cuando una mujer vestida de negro salió de la casa y echó a andar en dirección opuesta a la suya. Sólo pudo verla un momento; pero fue más que suficiente. ¡Era ella! no cabía duda. Su forma de caminar, sus movimientos, la delataban. Con el corazón pareciendo querer salírsele del pecho a cada latido, la fue siguiendo por las calles, casi desiertas ya a aquella hora. La noche se presentaba desapacible, y un viento helado soplaba con fuerza, aullando al doblar cada una de las esquinas mientras barría con rabia todos los papeles que encontraba a su paso.

María caminaba deprisa, como si tuviera algo urgente que hacer. No se había dado cuenta de que la seguían. Al meterse por una callejuela estrecha, oscura y solitaria, Pablo apretó el paso hasta estar justamente detrás de ella e inclinándose un poco hacia delante le dijo en voz baja:

—Mary, cariño, soy Pablo.

Estremecióse ella como si hubiese recibido una descarga eléctrica a la vez que se le medio nubló la vista, se volvió rápidamente y trató de mirarle a la cara; pero él, con toda intención, se había puesto de forma tal que su rostro quedaba en la sombra. Le tendió los brazos al tiempo que decía:

—Sí, Mary, soy yo. No temas, no es una ilusión.

María le miró de pies a cabeza, como si no creyera lo que oía ni lo que veían sus ojos y por fin, con un sollozo, se echó en sus brazos, apretándose compulsivamente contra él, que le abrazó murmurándole al oído cálidas frases de cariño y consuelo.

Cuando, al cabo de unos momentos ella pudo hablar a través de sus sollozos, sus primeras palabras fueron:

—Pablo, Pablo, ¿eres tú de verdad? ¿Cómo es que estás aquí? ¿Dónde… —la respiración era entrecortada y la voz le fallaba por la emoción del momento— ¿Dónde te has metido durante todo este tiempo?

—Sí, mi vida. Soy yo y estoy aquí. Ya te lo explicaré todo con calma; pero nadie, ¿me entiendes? nadie —repitió, recalcando la palabra—, debe saber que me has visto. Puede irme la vida en ello.

María se estremeció al oír esta frase y se estrechó aún más contra él. Al ver que su llanto no daba señales de cesar, Pablo le preguntó qué le pasaba y ella, sin dejar de llorar, le refirió en pocas palabras su triste historia desde que empezó el Movimiento.

Su padre había sido encarcelado a los pocos días y un mes después, al ir a llevarle la comida a la cárcel, como de costumbre, le habían dicho brutalmente que no volviera, pues él no volvería a necesitar la comida. Había sido fusilado la madrugada anterior.

De nuevo sintió Pablo como la ira le atenazaba la garganta, impidiéndole hablar y llegando casi a ahogarle. Un movimiento de María, acompañado de un ligero quejido, le hicieron darse cuenta de que la estaba lastimando, pues tenía clavados sus dedos en los hombros de ella, e inmediatamente su furia se desvaneció, como por encanto, dejando paso en su mente a un profundo sentimiento de compasión hacia María, casi una niña, y a quien la vida había tratado tan duramente.

La rodeó con sus brazos, como si con aquel gesto pudiera protegerla contra todo y contra todos, pues ése era su único deseo en aquellos momentos. Maldijo, para sí, la guerra. Ésta y todas, pretéritas y futuras.

Le dio un beso en la frente, y ella se estremeció de nuevo.

—Pablo, Pablo, de no ser por ti, hubiera querido morirme. Sólo tu recuerdo me hacía desear seguir viviendo. Dime, ¿eres tú de verdad? Estoy temiendo despertar en cualquier momento. ¡He soñado tantas veces que volvías, sólo para despertar al poco rato vacía y sola!

Una mujer apareció en un extremo de la calle, y Pablo cogió a María del brazo obligándola a andar.

—No me mires y escucha bien lo que voy a decirte —prosiguió Pablo en voz baja—. Me han cambiado la cara, para que no puedan reconocerme, así que no te asustes si, cuando me veas, te parezco muy distinto… ¿Dónde ibas a estas horas?

—A la farmacia por un jarabe para tía Margarita, que está bastante acatarrada. Desde lo de papá, vivimos las dos solas.

—Bueno. Pues vamos hacia allá, pero con cuidado. No conviene que nos vean juntos. No le digas ni siquiera a tu tía que me has visto.

Siguieron andando muy juntos, cogidos del brazo. María creía desfallecer de felicidad a cada paso. En su mente sólo tenía cabida la idea que él había vuelto. Ahora todo se arreglaría y él cuidaría de ella para que no volviera a ocurrirle nada malo.

Pronto llegaron a una esquina, a la vuelta de la cual se hallaba la farmacia.

—Sigue tú, Mary. Entra y compra la medicina. Yo te espero aquí mientras tanto. Hay demasiada luz en esa calle.

Al poco rato estaba María de vuelta con un paquete, y ambos emprendieron el camino de regreso buscando las calles más solitarias y oscuras.

—No quiero que tu tía crea que te retrasas demasiado —dijo él—, así que hoy has de volver a casa en seguida. Mañana nos volveremos a ver con más tiempo —y al advertir que ella trataba de protestar y se agarraba a él con más fuerza, continuó—. Cariño, acuérdate que ahora estoy aquí contigo, y no dejaré que te pase nada malo —trató de infundir a sus palabras un acento de confianza que ni él mismo sentía—. Ya no estás sola, Mary —y al acabar la frase se detuvo, la atrajo hacia sí y le dio un largo y apasionado beso. Después hizo descansar la cabeza de ella sobre su hombro, y le acarició el largo y sedoso cabello.

—¿Recordarás lo que te he dicho, cariño? —inquirió Pablo.

Ella asintió con la cabeza, y ambos prosiguieron de nuevo su camino.

—¿A qué hora puedo verte mañana por la tarde? —le pregunto él.

—Creo que podré salir sobre las cuatro. Ya inventaré algo para que tía Margarita no sospeche nada. ¿Dónde nos veremos?

—En el paseo que hay delante de la estación. No creo que esté muy concurrido con este tiempo, y abrígate bien cuando vayas, Mary, hace mucho frío allí.

Al llegar cerca de la casa de ella, Vázquez se detuvo.

—Bueno, Mary, ya mañana tendremos tiempo de contarnos muchas cosas. Ahora a casa. Hasta mañana, mi vida.

Quedaron frente a frente cogidos de las manos, y entonces vio ella por primera vez la cara de Pablo.

—Adiós, Pablo, hasta mañana —contestó, y añadió con una pequeña, y a la vez pícara sonrisa—. Te quiero más que nunca… hasta con esa cara que te han puesto.

Vázquez la siguió con la vista hasta que dobló la esquina, y en seguida se encaminó a casa. Aquel día no haría nada más, ni siquiera se daría una vuelta por «La Marina» como había sido al principio su idea.

No podía apartar sus pensamientos de María. ¡Qué valiente era! No había otra mujer como ella en todo el mundo. ¡Cómo se había hecho cargo de todo! No le había formulado una sola pregunta, de las muchas que indudablemente se le habrían ocurrido, confiando tácitamente en él, dejándolo todo en sus manos.

Se quedó pensativo admirando esta cualidad y, mientras pensaba, en su mente empezó a fraguarse un plan: la sacaría de allí. Tenía que hacerlo. No permitiría que sus asuntos personales comprometieran el éxito de la misión que le había sido encomendada; pero sacaría a María de allí, como fuera. Ya encontraría el medio.

Llegó a casa y cenó casi inmediatamente. Durante la cena estuvo distraído, sin que hubiera modo de hacerle entrar en conversación, e inmediatamente después se fue a su cuarto, se metió en la cama y apagó la luz. Continuó dando vueltas en la cabeza a la idea que se le había ocurrido, hasta que por fin se quedó dormido, sin haber conseguido encontrar la difícil solución del problema.