A la una y media, le despertó Izquierdo.
—Disculpe que le despierte, pero es que vamos a comer los oficiales del segundo turno y se me ha ocurrido que, a lo mejor, deseaba acompañarnos —y le miró de nuevo de una manera extraña, como si tratara de recordar quién era.
—Pues… muchas gracias. Ahora voy —le contestó Pablo—. ¿Dónde puedo lavarme las manos? —preguntó al salir del camarote, muy satisfecho de esta pequeña estratagema de despiste. En realidad no le importaba lo más mínimo que Izquierdo pudiera reconocerlo o no, ya que confiaba ciegamente en la discreción de su compañero; pero quería ver si lograba engañarle. Si lo conseguía, estaba seguro de que no habría nadie en Cartagena capaz de reconocerlo.
—Por aquí. Venga usted —y le condujo al minúsculo compartimento que hacía las veces de ducha, lavabo y W. C., todo en una pieza.
Después de explicarle el funcionamiento de «la bomba»[4] le dejó allí y Vázquez, cuando hubo terminado, se dirigió a la cámara donde ya lo esperaban el segundo y Alberto, este último muy atareado en comer rebanadas de pan con mantequilla.
—Bueno, bueno, bueno —dijo Pablo al sentarse, frotándose las manos—. ¿Qué tenemos de comer hoy?
Izquierdo, que estaba sentado frente a él, dio un respingo en su asiento y se le quedó mirando fijamente, asombrado. Fue sólo un momento; pero Pablo se dio cuenta de que lo había reconocido, y se maldijo a sí mismo por imbécil. Ese gesto y esa frase eran algo sumamente característico en él, y no se le había pasado por alto al otro.
Ahora se percataba, aún más si cabe, de que en este juego en el que se hallaba metido era preciso andarse con mucho cuidado, y estar continuamente sobre aviso. Alberto, mientras tanto, continuaba comiendo pan con mantequilla, sin darse cuenta de nada.
La comida transcurrió sin más incidente. Se habló poco y sobre temas generales. Después del café, Alberto renovó su invitación de enseñarle el barco. Una sonrisa enigmática se posó sobre los labios de Izquierdo al oírle. A Pablo no le cupo la menor duda de que lo había reconocido.
Recorrieron el submarino de proa a popa. La gente estaba echada, a excepción del escaso personal de guardia, con objeto de consumir la menor cantidad de oxígeno posible. Vázquez escuchó con interés aparente las explicaciones de Alberto el cual, siguiendo la costumbre, le metió varios camelos monumentales al explicarle el funcionamiento y misión de los distintos aparatos, y sobre lo que podían dar de sí.
Con aire inocente Pablo le hizo varias preguntas, a cual más disparatada, para ver hasta donde llegaba el otro en sus infundios. Interiormente empezaba a estar divertidísimo, y se las prometía muy felices para el día en que se encontrara con Alberto, de uniforme, y le recordara las explicaciones que le había dado sobre lo que es, para qué sirve y cómo funciona cada instrumento en un submarino.
Terminada la visita volvieron a la cámara, donde Vázquez, al poco rato, expresó deseo de retirarse a descansar, en previsión de lo que le pudiera aguardar al desembarcar.
Una vez en el camarote sus ojos volvieron a posarse sobre el retrato de la novia de Izquierdo… «A Juan con todo mi cariño. Carmen»… Y, como cada vez que miraba aquella foto, grandes temores le asaltaron: ¿qué habría sido de María durante todos esos meses? ¿Cómo la encontraría?… Si es que llegaba a encontrarla. Y al llegar aquí paró en seco. Basta, basta, se decía. Si seguía así, iba a volverse loco, y necesitaba tener los nervios bien templados para la tarea que le aguardaba. Además, muy pronto podría saber lo que había sido de María.
En un estante, que contenía libros, vio una novela policíaca y, cogiéndola, la empezó a leer. Le costó trabajo hacer que su mente asimilara aquello que estaba leyendo y se apartase de María y de cuantas vicisitudes le esperaban en Cartagena; pero por fin lo consiguió. No en vano, las pocas personas que habían llegado conocerlo a fondo, le habían dicho varias veces que resultaba increíble la voluntad de hierro que tenía.
Poco antes del anochecer, sonaron de nuevo los timbres de alarma, llamando a la tripulación a sus puestos, y Pablo se encaminó a la cámara de mando. El comandante ordenó deslastrar el barco y poco después mandó dar avante despacio y poner los timones a subir; pero el submarino no se movió.
Vázquez observó que habían expulsado al mar unos trescientos litros de agua más que la que habían metido para sobrelastrar el barco. Evidentemente, éste había quedado aprisionado en la arena del fondo.
—Achicar otros doscientos litros —ordenó el comandante.
Así se hizo de inmediato, pero nada ocurrió.
—Máquinas, avante media —el barco comenzó a moverse; pero fue sólo la popa la que subió, empezando a inclinarse cada vez más, de forma que al tomar una inclinación de treinta grados, el comandante hubo de ordenar parar las máquinas y meter agua de nuevo para volver al fondo.
Mirando a su alrededor, Pablo se dio cuenta de que algunos miembros de la dotación empezaban a sentirse algo inquietos. La cara del alférez de navío continuaba inexpresiva; pero su frente estaba perlada de finísimas gotas de sudor. Llevaba poco tiempo en submarinos, y tal vez fuera aquel el primer incidente en inmersión que presenciaba.
Vázquez se hizo cargo del problema que se le presentaba al comandante. En tiempo de paz todo habría sido mucho más sencillo, hubiera podido deslastrar el barco de proa o mandar soplar todo; pero ahora no lo haría sino como último recurso, pues entonces el submarino subiría a la superficie como un corcho, y no sabían lo que podía estarles esperando allá arriba. Cierto era que no se oían ruidos de hélices; pero podían ser avistados por la aviación republicana, y las órdenes que tenía el «C-8» eran de procurar, ante todo, no ser descubiertos hasta no haber desembarcado a su valioso pasajero.
El comandante ordenó deslastrar de nuevo el barco y poner los motores avante media. Al comenzar a subir la popa, mandó dar atrás media, mientras tamborileaba con los dedos sobre el cristal que cubría el manómetro de profundidad. La popa continuaba subiendo, mientras la proa seguía aprisionada en el fango.
—Para. Avante toda las dos —ordenó el comandante con voz perfectamente serena y firme para infundir tranquilidad a su tripulación.
Si no subían de ésta, pensó Pablo, tendrían que prescindir de toda precaución, y hacerlo subir como fuera posible.
Un ligero estremecimiento recorrió el submarino, y el manómetro de profundidad empezó a subir: treinta y ocho metros, treinta y cinco, treinta… El barco continuaba de momento algo pesado de proa; pero se había librado del abrazo mortal que lo mantenía pegado al fondo.
Tras corregir el trimado[5] del submarino, y efectuar varias maniobras para comprobar si obedecía bien a los timones de profundidad, el comandante ordenó llevarlo a cota periscópica. La exploración visual dio resultado negativo; pero aún esperó media hora más, para dar tiempo a que oscureciera por completo antes de salir a la superficie.
El submarino había de aproximarse a la costa a la luz de luna para poder reconocer el lugar con precisión y luego, una vez puesta aquella, se acercaría lo más posible para desembarcar en chinchorro[6] a Pablo. Éste, después de que el barco hubo salido a la superficie, se retiró de nuevo al camarote y, una vez más, logró quedarse dormido en poco tiempo.
Le despertaron llamando a la puerta, y al contestar «adelante» entró Alberto.
—Falta como una hora para desembarcarle —dijo— y el comandante me ha mandado avisarle pues supone que querrá tomar algún bocado antes de arribar a destino.
Pablo se levantó y, después de cenar con apetito, inspeccionó detenidamente las cosas que había de llevarse consigo, estibadas en la cámara de mando y listas para ser subidas a cubierta en el momento que así lo indicara: el aparato de radio, la caja de las palomas, una gran linterna de mano, documentos de identidad falsos… Con ayuda de una lista fue comprobando que no faltaba ninguna pieza de su equipo, sin olvidar la pequeña maleta con la ropa adecuada al papel que iba a desempeñar. Tras comprobar que todo estaba en perfecto orden subió a la torreta, donde se encontró al comandante y al segundo charlando tranquilamente a la fresca brisa de la noche.
La luna se había puesto ya; pero, a pesar de ello, aún se podía distinguir hacia el oeste la silueta de la costa, que se hallaba, todavía, a una distancia de tres o cuatro millas.
El comandante ordenó preparar el chinchorro, que fue sacado de su lugar de estiba en la libre circulación del submarino y quedó sobre cubierta, listo para ser botado al agua.
Al cabo de un rato, puso las máquinas, de avante toda que iban hasta ese momento en avante media, para pasarlas un poco más tarde a avante despacio y ordenó pararlas cuando el submarino estuvo a unos cuatrocientos o quinientos metros de la costa, cuyo contorno, alto y vertical, se adivinaba más bien que se veía en la oscuridad, sobre una tenue línea blanquecina formada por los rompientes del mar contra las escarpadas rocas.
La impedimenta de Pablo fue traída a cubierta y cargada en el chinchorro, en el cual habían embarcado dos marineros y un cabo primero. Había llegado la hora de la despedida.
Alberto había subido a la torreta poco después de parar las máquinas, y ahora Pablo se despidió del comandante, del segundo y de él. El apretón de manos de Izquierdo fue harto elocuente: la única y discreta señal que dio de haberle reconocido.
El patrón del bote recibió del comandante instrucciones sobre el rumbo a que había de gobernar —llevaba una brújula luminosa— para llegar al punto de la costa deseado, y el que había de hacer luego para volver a encontrar al «C-8» que, como era lógico, se mantenía totalmente apagado protegido por la cómplice oscuridad de la noche.
Pablo embarcó en el chinchorro y, a la voz de mando del patrón, dada en voz baja, éste abrió del costado del submarino dirigiéndose a la costa, a la cual llegaron a los pocos minutos. Desembarcó, para no mojarse las ropas ni el calzado, a hombros de uno de los marineros, mientras el otro sacaba del bote todo su equipaje.
Pocos momentos más tarde, se encontraba solo en la costa enemiga experimentando una extraña sensación de angustia y abandono. Nada se veía del chinchorro y menos aún del «C-8». Se cargó a la espalda la mochila que contenía el aparato de radio y los demás efectos que había de dejar escondidos por los alrededores y, cogiendo la maleta, comenzó a trepar con precaución por el acantilado.
No iba a serle cosa fácil ocultar bien los bultos en la oscuridad pero al amanecer quería estar ya lejos de allí. Metió la mochila en una grieta del terraplén y la tapó con pedruscos y cantos rodados, tomando nota mental de la situación en que quedaba. Luego, una vez llegó a terreno llano, se orientó por las estrellas y echó a andar en dirección a la carretera que había de conducirle a Cartagena.