Tomó el ferrocarril de Palma a Sóller. Durante el trayecto fueron desfilando constantemente por su ventanilla paisajes de cultivos, pinares y, cómo no, los típicos encinares de las islas Baleares. Después de atravesar la isla, llegó Pablo a la base naval de Sóller, experimentando, como cada vez que la veía, la sensación de encontrarse ante un auténtico «nacimiento navideño». Las casas relucientes, de puro blancas, esparcidas caprichosamente sobre la alta ladera verde, los edificios de la base, el puerto, los barcos, en fin, cuanto se ofrecía a su vista, parecía estar hecho a escala reducida.
Y, sin embargo, no eran de juguete los submarinos que había allí, atracados al espigón, sino barcos de verdad, capaces de sembrar destrucción, muerte, desolación y dolor, como ya lo habían demostrado en diversas ocasiones, empeñados como estaban en una guerra —fratricida y cruel— también de verdad.
Pablo exhibió su pase ante el centinela de la entrada de la base el cual, extrañado de ver a un paisano con semejante «tarjeta de presentación», llamó al cabo de guardia que, tras consultar con el sargento, hizo que un ordenanza lo acompañara al despacho del capitán de fragata don Pascual Planas, comandante de la Base.
Fue recibido inmediatamente y, tan pronto como estuvo dentro del despacho, su interlocutor cerró la puerta, quedando ambos a solas en la estancia.
—Así que usted es el teniente de navío Vázquez —dijo tendiéndole la mano—. La verdad, creo que en otras circunstancias no le hubiera reconocido; pero hay que tener en cuenta que hace ya años que no le veo… Bueno, según una orden del Estado Mayor que recibí ayer, uno de mis barcos tiene que dejarle, cuanto antes, de noche, en la costa roja cerca de Cartagena. Además, nadie a bordo debe saber quién es usted. ¿No es eso?
—Sí, señor, así es —le contestó Pablo.
—Perfectamente. Esta madrugada saldrá uno de los submarinos, el «C-8». El comandante es el capitán de corbeta Oliver, y el segundo el teniente de navío Izquierdo. También están embarcados en él el alférez de navío Tovar y el capitán de máquinas Rubio. ¿Teme que alguno de ellos pueda llegar a reconocerle?
—No lo sé, mi comandante… En todo caso el segundo, Izquierdo es un viejo conocido mío; hemos estado embarcados juntos en algunas ocasiones, no obstante de ello hace ya bastante tiempo.
—Hum… ¿Y los suboficiales? —y añadió cuatro apellidos más.
—No he estado destinado con ninguno de ellos últimamente, aunque, a decir verdad, me son familiares uno o dos de los nombres.
—Bueno. Así, pues, no creo que debamos preocuparnos por ese lado ¿No? Por la marinería no hay cuidado. Casi todos son gente relativamente nueva, voluntarios ¿sabe?… En cuanto a los oficiales, ahora mismo nos ocuparemos de ellos.
Tocó un timbre y apareció un ordenanza.
—Manda aviso al «C-8» de que quiero ver aquí, lo antes posible, al comandante y a los oficiales.
Al quedar solos de nuevo, Planas prosiguió:
—Mientras tanto, nos ocuparemos de la cuestión transmisiones. Tengo a su disposición un transmisor-receptor portátil para que pueda comunicarse con los submarinos. Las longitudes de onda a emplear y demás detalles técnicos los encontrará en un cuadernito junto con el aparato. Cada dos domingos, según tengo entendido, el submarino cuyo sector de patrulla esté más cerca de Cartagena, se acercará para comunicarse con usted, a no ser que surja algún imprevisto y se lo impida, en cuyo caso irá al domingo siguiente. ¿No es eso lo convenido?
—Sí, señor; pero debo decirle que, aquí en la mochila, tengo un aparato de radio que me fue confiado en Palma —respondió Pablo.
—Bien, no se preocupe por ello. Dejaremos que los técnicos decidan cuál es el que más le conviene; aunque le adelantaré que el que le tenemos preparado, es el último grito en lo que a transmisiones se refiere.
—Igualmente, le adelanto que hemos recibido una caja con dos palomas mensajeras, que también llevará usted además del equipo de radio. La idea es que las utilice si alguna vez tiene una información urgente que comunicarnos, algo que convenga que sepamos antes de que le toque transmitir su informe periódico…
—Bueno. Aquí al lado se encuentra el equipo de radio del que le he hablado. Venga a verlo y a que le instruyan en su manejo. Es una verdadera preciosidad, poco más grande que una caja de zapatos; pero no se deje engañar por su tamaño: ¡tiene un alcance superior a los cincuenta kilómetros y, con el plan de utilización previsto, las baterías le duraran unos cuatro meses! No sé por qué pero me parece que se me nota que soy un enamorado de estos chismes.
Salió de la habitación, seguido por Pablo, a quién, poco después, dejó en el taller de transmisiones examinando su aparato en compañía de un suboficial de radio. Éste, inmediatamente decidió que Pablo se llevaría el transmisor que le tenían preparado, algo más moderno y ligero que el que había traído y, a continuación, le estuvo explicando someramente su manejo.
Al cabo de unos minutos, Planas volvió diciendo:
—Ya están aquí el comandante y los oficiales del «C-8». Haga el favor de venir conmigo.
Al entrar en el despacho los cuatro marinos, comandante, segundo, jefe de máquinas y alférez de navío, posaron sus ojos sobre Pablo con mal reprimida curiosidad. Sobre todo Izquierdo, que había estado embarcado con él mucho tiempo, lo miró como si se preguntara dónde lo había visto antes. El jefe de la base tomó inmediatamente la palabra.
—Señores, les presento a don Alfonso Martínez, a quien habrán de desembarcar en la costa roja, en algún lugar desierto entre el cabo Tiñoso y la entrada de Cartagena. Ninguno de ustedes —dijo recalcando estas últimas palabras— lo conoce, y si alguno cree lo contrario sólo puedo decirle que se equivoca por completo. Todas las conjeturas que cada cual haga por su cuenta acerca de su personalidad, habrá de guardárselas para sí. No quiero, repito, no quiero conversación alguna acerca de él, bajo ningún concepto. ¿Ha quedado bien claro?
* * *
Pablo subió a bordo del «C-8» aquella madrugada, poco antes de hacerse el barco a la mar. Con toda intención había dejado de acostarse aquel día, para poder estar durmiendo en el submarino el mayor tiempo posible, ya que preveía que la convivencia a bordo, simulando ser un extraño entre sus propios compañeros, le iba a ser harto difícil y, sobre todo, bastante comprometida.
Verdaderamente, aquella era una situación extraordinaria: estar a bordo de uno de los «C» no sólo de turista, sin formar parte de la dotación, sino fingiendo ser ajeno a todo cuanto le rodeaba.
En un rincón de la torreta que le señalaron «para que no estorbase» asistió a la familiar maniobra de salida. Las luces rojas y verdes que marcaban el estrecho canal de entrada, se encendieron al ponerse el submarino en movimiento, para volver a apagarse en cuanto el barco estuvo en franquicia, quedando todo sumido en la más completa oscuridad.
La luna se había puesto ya, y sólo alguna que otra estrella brillaba allá arriba, entre las nubes, inmensamente lejos, ajena e indiferente a cuantas tragedias se desarrollaban aquí abajo. A popa, una ligera fosforescencia seguía al barco, como un fantasma. La mar, levemente rizada, apenas balanceaba al submarino, que se deslizaba sobre ella, abriendo torrentes de espuma con su afilada proa a babor y estribor. Acompañado por la ligera trepidación de sus potentes motores diesel, cuatro penachos de humo, levemente percibidos en la oscuridad de la noche, brotaron por los orificios de exhaustación, expulsando los desechos propios de todos los motores de explosión.
Pablo permaneció en la torreta, aspirando con sumo deleite el aire del mar, hasta que el comandante le pidió que bajara, explicándole que, una vez fuera de la protección que les ofrecía la isla, sólo podía quedar arriba el personal de la guardia de guerra, pues cada hombre extra que se hallara en la torreta significaba unos segundos más que el barco tardaría en poder sumergirse en caso de emergencia, y a veces, continuó, en un submarino en tiempo de guerra, la integridad del mismo y la vida de todos los que van dentro depende sólo de eso: de unos segundos solamente.
—Cuidado al bajar la escotilla —le advirtió seguidamente—. El aire necesario para el funcionamiento de los motores de combustión «chupa» hacia dentro.
Una vez abajo, en la cámara de mando, Pablo miró a su alrededor con fingida curiosidad, y dijo exactamente lo mismo que recordaba haber pensado la primera vez que entró en un submarino:
—Qué complicado debe ser el funcionamiento de todo esto, comandante.
Inmediatamente se arrepintió de haberlo dicho, temiendo que el otro se sintiera obligado a colocarle algún rollo acerca de cómo se manejaba aquello; pero afortunadamente no fue así, pues se limitó a observar cortésmente:
—Sí que lo es; pero quizás no sea el momento más adecuado para explicarle su funcionamiento. Seguramente se encontrará usted rendido, y le conviene estar lo más descansado posible cuando le desembarquemos, así que venga conmigo y le enseñaré dónde puede echarse un rato.
Lo condujo al camarote del segundo, que probablemente había pasado a ocupar alguna de las literas de la cámara de oficiales, y lo dejó allí.
El minúsculo camarote apenas tenía sitio para la litera, un armario y una pequeña mesa. Una fotografía de la novia de Izquierdo colgaba de uno de los mamparos: una chica morena, de ojos grandes y rasgados, con una atractiva sonrisa. En el ángulo superior izquierdo de la foto se leía: A Juan con todo mi cariño, Carmen.
La vista de aquella foto le hizo pensar de nuevo en María a la que, tal vez, iba a volver a ver muy pronto. Apagó la luz y se echó sobre la litera para tratar de dormir, consiguiéndolo al poco rato.
Lo despertaron los timbres de alarma, llamando a la dotación a los puestos de inmersión, y las carreras de la gente, que acudía a cubrirlos. Pablo consultó su reloj. Por la hora, debía estar comenzando a amanecer, y seguramente el comandante pensaba sumergirse para que el barco no corriera el riesgo de ser avistado por la aviación de reconocimiento republicana.
Cuando, al cabo de pocos segundos, cesaron las carreras, señal de que la dotación estaba ya en sus puestos, Pablo se dirigió a la cámara de mando con aire despistado. El barco empezaba a sumergirse en ese instante, y se situó al lado del alférez de navío, a quien preguntó:
—¿Qué pasa? ¿Por qué corría todo el mundo?
—¡Ah! No es nada. Es que nos sumergimos para que los aviones rojos no nos puedan descubrir.
El alférez de navío era muy joven. Debía hacer poco tiempo que había salido de la Escuela Naval, y desde luego no era submarinista, pues Pablo no le conocía. Parecía ser un muchacho extrovertido y simpático y, por tanto, bastante hablador.
—Dentro de poco nos posaremos en el fondo, hasta el anochecer, y entonces saldremos y continuaremos viaje, para estar frente a Cartagena sobre las tres de la madrugada —hizo una pausa y continuó—. ¿Qué? ¿Qué le parece nuestro barco?
—Pues no sé… la verdad…
—Se lo enseñaré luego, si quiere —interrumpió el otro—. Como vamos a estar parados en el fondo, no habrá casi nada que hacer en todo el día.
—Gracias. Será muy interesante para mí —se vio obligado a contestar Pablo, mientras lo maldecía en su fuero interno y trataba de buscar una excusa que le permitiera zafarse de la visita al barco.
Evidentemente aquel oficial, recién llegado a los submarinos, estaba entusiasmado con ellos, y deseaba exhibir su buque y sus conocimientos ante el agente secreto que transportaban a bordo.
Con una sacudida apenas perceptible, el «C-8» se posó sobre el fondo, a cuarenta metros de profundidad y el comandante, después de ordenar parar todo y sobrelastrar el submarino, mandó tocar retirada. Volvieron a sonar los timbres y la gente fue a echarse en sus literas, excepto el reducido personal que quedó de guardia.
—Bueno. Ahora vamos a desayunar —dijo el alférez de navío—. ¿Qué tal anda usted de apetito? —y sin esperar respuesta continuó— A propósito, como me figuro que no se acordará de mi nombre, se lo repetiré. Alberto Tovar ¿Y el…? —se interrumpió de pronto, ligeramente turbado.
Pablo se dio cuenta que había ido a preguntarle su nombre, y que había recordado en ese momento que el jefe de la base les había prohibido hacer preguntas al paisano que transportaban.
Al llegar a la cámara, Alberto ordenó:
—Repostero. Desayuno para dos, y que sea rápido y abundante.
El marinero desapareció hacia popa y volvió a poco con una cafetera humeante y un gran plato de pan tostado. Colocando éste entre los dos comensales, les sirvió sendos tazones de chocolate, espeso y caliente, y puso sobre la mesa una lata de mantequilla.
Pablo había gozado siempre de buen apetito en la mar; pero se dio cuenta que Alberto le dejaba en mantillas. Parecía increíble la cantidad de pan, espesamente embadurnado de sabrosa mantequilla, que se metió entre pecho y espalda.
Antes de que el otro volviera a insinuar nada acerca de enseñarle el barco, Vázquez se disculpó diciendo que tenía sueño e iba a echarse, a ver si lograba descansar un poco y, efectivamente, al poco rato de volver al camarote que le habían asignado, quedó profundamente dormido.