Veintiséis días más tarde, Pablo se hallaba en un automóvil que rodaba rápidamente por una estrecha carretera de Mallorca, rodeada de encinares. Al mirar atrás en el tiempo, hacía los días transcurridos en Palma, experimentaba una sensación extraña, como si acabara de despertar de una especie de pesadilla.
Las horas que pasaba en el taller aprendiendo su nuevo oficio, habían sido una distracción y un descanso para él. Lo malo era lo que venía después, por las tardes, con el comandante Campos. Las sesiones de lucha libre y Jiu-Jitsu —en las que su hombro, a pesar de ir recuperando su movilidad, aún se resentía—, las caminatas de noche, campo a traviesa, los largos interrogatorios, hechos por varias personas, para acostumbrarlo a mentir durante horas enteras sin contradecirse ni dudar, así como a contestar a preguntas de todo punto imprevistas, las largísimas listas de nombres, lugares y fechas que había de retener en la memoria.
Todo esto, y algo más, no habría sido tan malo si luego hubiera tenido tiempo para descansar; pero durante aquellas cuatro demoledoras semanas sólo había dormido un promedio de cinco horas diarias, habiendo pasado, incluso, algunas noches completamente en blanco y, en aquellas que dormía, lo hacía soñando obsesivamente con lo que, de manera tan intensa, había vivido durante el día: nombres falsos, interrogatorios, el comandante Campos… Había sido aquel, verdaderamente, un período de pruebas, como bien le había pronosticado Méndez al principio, y todo ello se había completado con el extraño episodio de aquella misma mañana.
En vez de ir al taller, como de costumbre, se le había ordenado presentarse en la misma casa que el día de su llegada a Palma, siendo recibido por el teniente coronel, a quién casi no había vuelto a ver desde entonces.
Méndez, que se hallaba en compañía de otro señor pequeñito, delgado y calvo, de ojos saltones, le había dicho:
—Siéntese Vázquez. Tanto el comandante Campos como yo, estamos muy satisfechos de su rendimiento hasta ahora. Pocos hombres hubieran soportado esta prueba tan dura con la entereza que usted lo ha hecho. Ahora permítame que le presente al doctor Parodi.
El aludido, que no había apartado un momento sus ojos del rostro de Pablo, le tendió la mano mientras continuaba mirándole fijamente, con una expresión que Vázquez no acertaba a explicarse. Parecía como si estuviese buscando algo en su cara.
Al cabo de un rato habló, delatando, por su acento argentino, la procedencia de su apellido:
—Bueno, yo creo que a vos bastará con tocarle un poco las orejas, las tiene bastante despegadas y eso es muy característico… Le depilaremos algo las cejas y le afeitaremos el bigote… También habrá que meterle un puente a lo largo de la encía superior, para variarle la forma de la boca, los pómulos y mejillas. Sabés ¿no? Pero… definitivamente, lo único que requerirá una mínima cirugía serán las orejas.
Pablo, asombrado, se volvió rápidamente hacia el teniente coronel Méndez, que le sonrió:
—¿No ha oído usted hablar nunca de la cirugía estética? Comprenderá que no podemos enviar a un oficial de Marina a una base naval, y confiar en la suerte para que nadie lo reconozca. Sin embargo, como dice el doctor, y puedo asegurarle que conoce perfectamente su oficio, a usted no habrá que tocarle casi nada para alterar su fisonomía lo suficiente como para que nadie lo reconozca… y lo único que quedará permanente será la modificación de las orejas, con la cual —añadió sonriendo con sorna— le hacemos un favor ya que, en efecto, las tiene demasiado separadas.
Pablo se encogió de hombros resignadamente a la vez que entornó un poco sus ojos. Todo aquello no le gustaba lo más mínimo.
—Bueno, doctor, no quiero retenerle más. Ésta misma tarde lo tendrá usted en su clínica.
Parodi se había despedido con un ligero apretón de manos y una sonrisita irónica. Pablo pensó que, de buena gana, le habría dado un puñetazo en aquella cara de sátiro. Sin duda le resultaba un personaje inquietante.
—Y ahora —dijo Méndez cuando se quedaron solos—, hablaremos de algo que me figuro le interesará a usted. Esta misma tarde irá a la clínica del doctor Parodi, para ser intervenido, y en donde permanecerá durante una semana, recuperándose de estos días de ajetreo. Después embarcará en un submarino que lo dejará en la costa de la zona roja, lo más cerca posible de Cartagena, ciudad a la que llegará usted en calidad de obrero tornero, natural de Sevilla, y que, en los últimos tiempos, ha estado trabajando en Valencia.
»Aquí tiene un cartapacio con su supuesto historial, que por supuesto, habrá de estudiarse concienzudamente durante estos días, hasta sabérselo de memoria mientras está durmiendo. Piense que de ello va a depender, no ya su propia vida, sino el éxito de su empresa y las vidas de muchas otras personas que se encuentran profundamente identificadas con la causa.
»Vendrá usted aquí de nuevo antes de embarcar, a recibir las últimas instrucciones y el material que llevará consigo a Cartagena. A las cuatro de esta tarde lo recogerá un coche para llevarlo a la clínica del doctor Parodi, que se encuentra a unos veinte kilómetros de aquí, al lado del mar y con unas vistas preciosas. Creo que bien se ha ganado usted la semana de descanso que va a disfrutar; pero estudie bien, durante la misma, los antecedentes que le he proporcionado en esa cartera.
»Bueno —concluyó alargándole la mano—, hasta la vista, Vázquez. Espero y confío que siga portándose, en todo, como hasta ahora lo ha hecho.
Sí, aquella había sido un entrevista extraña, y el tipo del doctor Parodi más extraño todavía. ¡Cirugía estética! ¡Qué cosas! Y Pablo meneó la cabeza como signo de incredulidad. No, todo aquello no podía estarle ocurriendo realmente a él. Tenía, en cierto modo, la impresión de estar sentado cómodamente en el cine, viendo una película de acción.
* * *
La semana siguiente transcurrió con bastante rapidez. En la misma tarde que llegó, el doctor Parodi le operó ambas orejas, con anestesia local, de forma que apenas sintió la menor molestia. Luego le puso un vendaje que le cogía toda la cabeza, por debajo de las mandíbulas pasando por las orejas para terminar su recorrido en la parte superior del cráneo, algo así como si tuviera un enorme dolor de muelas. Inmediatamente después de terminada la operación, que duró muy pocos minutos, Pablo se echó a descansar un rato… y, tan agotado se encontraba que no volvió a dar cuenta de sí hasta el día siguiente, ya pasadas las dos de la tarde.
Hasta aquel entonces no se había percatado de todo lo cansado que estaba, y decidió aprovechar bien la semana de vacaciones que se le presentaba por delante. Dormía un promedio de doce a catorce horas diarias; el resto del tiempo lo pasaba estudiando los papeles que le había entregado Méndez, o meditando sobre su próxima estancia en Cartagena.
Se preguntaba si lo que estaba haciendo era correcto, éticamente hablando. Se respondía a sí mismo que una vez tomado partido en un bando y, ya que él no había iniciado la guerra, lo único posible a su alcance era no permitir ninguna barbaridad mientras estuviese en sus manos y que ésta se desarrollara de acuerdo a todas las normas de carácter humanitario establecidas o, más simplemente, las que dictaba el sentido común. Ése sería uno de sus objetivos. Otra meta, no menos importante era María. ¿Vería por fin a María allí? ¿Cómo estaría? ¿La hallaría con vida? Por enésima vez trató de apartar de sí éstos y otros lúgubres pensamientos, diciéndose que ya que la suerte de María no se hallaba en sus manos, obtendría respuesta a los mismos dentro de unos cuantos días, y así se dedicó al estudio con mucho más ahínco que nunca.
En aquella cartera estaba expuesta, de forma clara y concisa, la vida de un hombre, mejor dicho, la vida del hombre en que él había de convertirse: fecha y lugar de nacimiento, domicilio, nombre del padre y de la madre, hermanos, colegio en donde había realizado los estudios, sitios en los que había trabajado… Últimamente había estado empleado en una fábrica de Valencia, la empresa «Vulcania», de la cual se daban toda clase de detalles: nombre de los dueños, dirección… en una palabra, todos los datos que un obrero puede conocer de la fábrica en que trabaja.
Todo esto había que aprendérselo de memoria. «Tiene usted que sabérselo de corrido hasta durmiendo» le había dicho Méndez.
Al quinto día le quitaron las vendas de la cabeza y, un poco más tarde, el propio doctor Parodi le había depilado las cejas, alterándoles, en buena medida, la forma. También le habían dado un aparato para ponérselo a lo largo de la encía superior, y su bigote había desaparecido.
Cuando Pablo se miró por primera vez al espejo, así transformado, no pudo reprimir una exclamación de asombro, pues le parecía tener ante sí a un auténtico desconocido. Aquellos no eran sus ojos, ni su boca, ni sus mejillas, e incluso el contorno de su rostro parecía haber cambiado milagrosamente, como así era en efecto con la variación de los pómulos y oídos.
Después de observarse minuciosamente durante unos instantes, hubo de reconocer que había, indudablemente, algunos rasgos que no se habían visto alterados y que daban una sensación de semejanza remota, de familiaridad, algo que hacía pensar: ¿a quién se le parece esta cara? Pero aquel rostro, que le miraba adusto y sorprendido desde el otro lado del espejo, no era su cara. Desde luego que no.
—Dígame, doctor ¿quedaré así para toda mi vida? —preguntó un tanto angustiado interiormente, aunque sin dejar traslucir nada de su preocupación a su interlocutor.
—No —le respondió—, tranquilícese vos. Las cejas, claro está, le volverán a salir dentro de unos meses, si no se las vuelve a depilar, y en cuanto se saque el aparato de la boca, por cierto que le molestará un poco hasta que se acostumbre a llevarlo, los pómulos y mejillas volverán a quedar como antes. Sólo las orejas le quedarán más pegadas a la cabeza que como las tenía; pero si vuelve por aquí, ¿sabés?, se las puedo volver a dejar igual… o de otra forma, como vos las prefiera —añadió sonriendo. Verdaderamente, aquel doctor Parodi era un tipo extraño, con un humor macabro muy particular y que, en cierta medida, parecía pretender desagradar, más que agradar, a la gente. Pero eso sí, no cabía duda que sabía hacer bien su trabajo.
Los dos últimos días de descanso transcurrieron rápidamente, y en la fecha prevista un automóvil lo condujo de nuevo a Palma. Allí fue sometido por Méndez y Campos a un interrogatorio verdaderamente agotador sobre su papel de Ernesto Piñero, su nuevo nombre, que duró unas seis horas.
Pablo resistió airosamente la prueba y al terminar recibió las felicitaciones de sus jefes, mientras pensaba para su coleto: si esto continúa mucho más, dentro de poco tiempo no sabré ya cual es mi verdadero nombre… Francisco Pons, Pedro Villalba, Ernesto Piñero… Es más, tal vez acabe en un auténtico conflicto de personalidad. ¡Extraños gajes de aquel extraño oficio!
Le dieron prendas de vestir, de pies a cabeza, de acuerdo con su papel, así como una maleta pequeña con más ropa. Las prendas iban marcadas con sus nuevas iniciales. También recibió un carné de afiliado al Partido Comunista de Valencia y otros documentos necesarios para transitar por zona republicana.
Le entregaron asimismo una mochila con un transmisor-receptor de radio de corto alcance y una caja con dos palomas mensajeras. Una pistola-ametralladora y otra del nueve corto, con sus municiones correspondientes, y algunos paquetes de víveres concentrados y enlatados completaban su equipo.
Además de todo esto, recibió una respetable cantidad de dinero republicano.
También le fueron dadas las últimas instrucciones. Un submarino que se hacía a la mar dentro de dos días, desde la base de Sóller, en el lado opuesto de la isla, lo desembarcaría cerca de Cartagena. Al saltar a tierra tenía que esconder su aparato de radio y demás equipo y, conservando tan sólo la maleta y la pistola, se dirigiría a Cartagena, donde entraría en contacto con un individuo llamado José Soto, que regentaba la taberna «La Marina», muy frecuentada por la marinería de los barcos de la flota republicana allí atracados.
Pablo había de presentarse en el local, a cualquier hora en que éste estuviese abierto al público, y se daría a conocer al dueño diciéndole que le traía recuerdos y un encargo de su prima Mercedes, la de Valencia. Soto le aconsejaría sobre la forma de encontrar alojamiento, y le facilitaría también algunos informes.
Su misión en Cartagena sería descubrir hasta qué punto la flota roja constituía una unidad eficiente de combate; ver, en suma, hasta dónde había que contar con su existencia en los planes de guerra nacionales. A ser posible, tenía que procurar entrar a trabajar como obrero en el arsenal, para observar el ambiente de a bordo lo más cerca posible.
Seguían toda clase de detalles e instrucciones complementarias, así como otras que sólo habían de ser puestas en ejecución en el supuesto de que fallara alguna parte del plan.
Cuando Pablo salió por fin a la calle, la cabeza le daba vueltas, a fuerza de tratar de retener en la memoria cuanto le habían dicho; pero pronto empezó a pensar en algo, más inmediato aún que su llegada a Cartagena:
«Embarcará usted en un submarino, que zarpa dentro de dos días…» ¡Un submarino! ¡Claro! Por eso le habían traído aquí a Palma… Hubiera debido imaginárselo antes.
¿Qué barco sería? ¿A cuáles de sus compañeros iba a encontrar en él? ¿Lo reconocerían? Estas preguntas, y muchas otras por el estilo, empezaron a formarse en su mente. Desde que el «C-10» se hundió bajo sus pies, había abrigado la esperanza de volver a los submarinos durante la guerra; pero nunca creyó que fuera a ser tan pronto ni en circunstancias tan inopinadas. Verdaderamente, a él que casi ignoraba la existencia del espionaje, de un tiempo a esta parte, le parecía estar viviendo una novela de aventuras.