Pablo llegó a Sevilla a las tres y media de la tarde, encaminándose directamente al puerto en taxi, disminuyendo así el riesgo de ser reconocido. El «Franca Fassio» estaba atracado en el extremo de fuera del muelle de La Corta. Era un barco pequeño, de unas mil toneladas, y su andar no pasaría, probablemente, de ocho o diez nudos. Estaba algo escorado, pues aún no había terminado de cargarse, y su aspecto no era demasiado limpio.
Pablo se hizo conducir a su camarote, ordenando que no se le molestara, alegando que estaba cansado del viaje y quería dormir. Aquello sería un buen pretexto para no comparecer sobre cubierta a la hora de la salida del barco, en que tal vez se pudiera encontrar con algún conocido entre los pasajeros, amigos, familiares o allegados que fueran a despedirlos.
En el camino de la estación al barco, se había comprado unas cuantas novelas y un libro de crucigramas y con su ayuda pasó el tiempo hasta que, poco después de las siete y media, los familiares sonidos de la maniobra de salida llegaron a sus oídos.
Al poco rato, una leve trepidación le indicó que el «Franca Fassio» se había puesto en movimiento.
Pasado un tiempo prudencial, salió del camarote y pidió al primer camarero que encontró que le enseñara la lista de pasajeros, con objeto de ver si había en ella algún conocido. No era así, y se alegró de ello. De otra forma, habría tenido que pasar el viaje en su camarote, aduciendo estar mareado. ¡Con el apetito que se le abría siempre mientras navegaba!
Subió a cubierta con una novela, y se sentó en una tumbona situada en la cubierta de paseo, dedicándose a observar, con disimulo, a los demás pasajeros. No halló entre ellos a ninguno que le pareciera interesante y su propio aspecto, serio y despegado, hizo que no se le acercaran muchos a entablar conversación durante el viaje.
Tan sólo durante las comidas hubo de mezclarse algo en la animada charla general, mencionando de pasada que era industrial textil y su propósito de tratar de montar una fábrica en la isla, lo suficiente para no llamar la atención por demasiado callado y para no rehuir ostensiblemente la compañía de los demás.
La mayor parte de los dos días que duró el viaje la pasó en cubierta pensando: ¿con quién tendría que ponerse en contacto en Cartagena? ¿Le sería posible desempeñar a satisfacción la misión que le habían encomendado… y, a la vez, salir con vida de ella? ¿No habría sido una locura por su parte el aceptar meterse de nuevo en la boca del lobo? Pero había aceptado sin vacilar porque, al no tener noticias que le confirmaran lo contrario, en Cartagena estaba María… ¡María! ¿Cuándo la volvería a ver? ¿Qué le habría ocurrido durante todo el tiempo transcurrido sin tener noticias suyas? ¿Podría verla y hablarle sin comprometer el éxito de su misión?
¿Porqué le habrían enviado a Palma? Cierto que Mallorca era una posición de flanco con respecto a la costa republicana y estaba a poca distancia de Cartagena; pero ¿cuál sería el motivo por el que le hacían pasar por allí?
Estas preguntas y muchas más, todas ellas de difícil respuesta, cruzaron en infinidad de ocasiones por su mente durante el viaje. Los demás pasajeros se acostumbraron a verlo pasear o estar sentado solo con un libro, sin hablar con nadie, con el ceño fruncido y pensando, pensando… La instalación de una fábrica de tejidos en Palma —se decían— debe ofrecer bastantes dificultades técnicas.
Otra cosa que Pablo hubo de cuidar mucho durante el viaje, fue no dejar traslucir su condición de marino por medio de cualquier palabra o ademán, cosa verdaderamente difícil a bordo de un barco. Debería tenerlo muy presente, o él mismo se podría delatar sin quererlo; la forma de subir y bajar las escalas, el modo de andar por cubierta cuando hay balance, el nombre que se le da a las cosas… todo esto y mil detalles más hacen que, para un marino, sea muy fácil diferenciar a bordo a un compañero de profesión del pasajero que embarca por primera vez, y aun del que ya lleva realizados bastantes viajes por mar.
Pero, como todo acaba en este mundo, también este extraño viaje de don Pedro Villalba tocó a su fin. En la madrugada del tercer día de navegación, se avistaron tierras de Palma y aquella misma mañana en cuanto el barco atracó, Pablo saltó a tierra con su maleta. Pocos minutos más tarde llamaba a la puerta del número cuarenta de la calle Montera que, como previamente le habían indicado, se hallaba realmente cerca del puerto. Algunas de las preguntas que había estado haciéndose durante el viaje, se dijo, iban a quedar contestadas muy pronto.
Salió a abrirle un hombre de edad madura, sin afeitar, comúnmente vestido, que le examinó de arriba abajo con expresión desconfiada y le preguntó qué quería. Vázquez dio su nuevo nombre, Pedro Villalba, e inmediatamente el otro le franqueó el paso, rogándole que esperase un momento mientras anunciaba a alguien su llegada.
Al mirar a su alrededor, se encontró en una estancia más bien pequeña, mal alumbrada; en una esquina había una mesa con un sillón detrás, al lado un perchero. Frente a la puerta de entrada una estufa de hierro y junto a ella un banco, en el que se encontraba sentado un hombre leyendo una novela. Un corredor oscuro, al fondo del cual se divisaba una escalera, y dos puertas más, por una de las cuales había desaparecido el que le abrió la puerta, completaban el lóbrego panorama.
Casi inmediatamente fue invitado por el portero a pasar, encontrándose en un cuarto de regulares dimensiones, en el que había una biblioteca de gran tamaño, una chimenea de mármol blanco, una caja de caudales de imponente aspecto y una enorme mesa, tras de la cual dialogaban, a media voz, dos desconocidos. A un lado vio a un capitán de corbeta, al que conocía de vista, vestido de paisano.
—Así que usted es el teniente de navío Vázquez —dijo este último—. Sí, le reconozco. Le presento al teniente coronel Méndez, jefe del Servicio de Información de la zona de Baleares, y al comandante Campos.
Méndez era un hombre de mediana estatura, más bien grueso, con el pelo entrecano y cara bondadosa. Sólo al mirarle a los ojos, tuvo Pablo la impresión de que tras aquella máscara placentera se ocultaba un hombre de férrea energía. Campos era bastante más joven, más bien bajo, fuerte, de pelo castaño, ojos vivarachos y saltones y rubicunda tez. A Pablo no le hubiera agradado encontrárselo de enemigo en ninguna parte.
—Siéntese, por favor —dijo Méndez diligente—. ¿Trae las claves que se le confiaron?
La frase, más que una pregunta, semejaba una orden.
Por toda respuesta, Pablo abrió la maleta y depositó los dos paquetes sobre la mesa. Tras examinar cuidadosamente los lacres, Méndez manipuló en la caja de caudales donde los metió, volviendo a cerrarla en seguida.
—¿Ha visto usted durante el viaje algo o alguien que haya despertado sus sospechas, algún detalle extraño, alguna cosa, en fin, que crea deba comunicarnos? —prosiguió dirigiéndose a Pablo.
—No, señor. Nada —contestó, al tiempo que pensaba que aquellos señores, a fuerza de estar siempre metidos en asuntos de espionaje, querían ver huéspedes hasta en los dedos de los pies.
Como si hubiera leído sus pensamientos, Méndez añadió:
—Dése cuenta de que va a emprender una aventura sumamente peligrosa, en la cual está en juego muchos más que la propia vida. Desconfíe de todo y de todos; esté siempre sobre aviso y piense que el más mínimo error puede ocasionar, no sólo su propia perdición, sino la de muchas personas que trabajan por su misma causa.
Vázquez no era hombre impresionable; pero estas palabras, dichas en tono tranquilo, sin aspavientos, hicieron mella en él a pesar suyo. Aquel teniente coronel parecía saber muy bien lo que se decía y cómo lo decía.
—¿Sabe usted el código Morse y manejar un transmisor de radio? —le preguntó Méndez.
—Sí, señor, desde luego.
—Bien… y dígame: ¿ha trabajado con un torno alguna vez en su vida?
—Sí, señor, en la Escuela Naval; pero muy poco.
—Bueno. Desde mañana empezará a trabajar en uno de los talleres de la ciudad que han sido militarizados. Antes de un mes ha de estar en condiciones de poder pasar por un obrero tornero, pues en calidad de tal irá a Cartagena. También le enseñaremos lucha, a ser certero con la pistola y otras varias cosas que podrá necesitar. ¿Qué sabe usted de estas dos?
—He sido campeón de boxeo en la Escuela Naval durante el presente año en mi categoría y, en cuanto al tiro a pistola se me da bastante bien.
—Magnífico. Pasemos a otra cosa. Mientras esté aquí en Palma se llamará usted Alfonso Martínez. Aquí tiene documentos a ese nombre y al salir le darán una maleta con ropa adecuada. Mañana por la mañana se presentará usted en el taller «Loman», en la calle Montañés número cuatro, y preguntará por el comandante Molina, bajo cuyas órdenes realizará su cursillo de aprendizaje de tornero.
»Al terminar en el taller, a las cuatro de la tarde, se presentará aquí al comandante Campos, que le instruirá en algunas cosas que debe usted conocer. Tendrá que trabajar de firme durante estos días, que al propio tiempo le servirán de prueba. Bueno; creo que sólo me resta darle la bienvenida entre nosotros. Busque alojamiento para esta noche y está usted libre hasta mañana a las ocho de la mañana.