Pablo releyó la misiva varias veces. Estaba francamente perplejo. Todo aquello era muy raro. ¿Por qué lo citaba un jefe de estado mayor en su casa, en vez de hacerlo en la Capitanía General, y por qué precisamente de noche? ¿Por qué especificaba que había de ir de paisano, sin equipaje? Aquí estaba, desde luego, la misión especial que había solicitado; pero ¿en qué pararía todo aquello? La cosa tenía un aspecto de lo más extraño.
Dirigiéndose al cuarto de baño, quemó los sobres y la carta, arrojando las cenizas por el inodoro. Después, se encaminó de nuevo a la sala.
—¿Qué, hijo, qué es lo que te traía el marinero?
—Temo que no sean muy buenas noticias, mamá. Me quitan tiempo de permiso.
—Pero ¿por qué, hijo? ¿Cuándo tienes que marcharte?
—No sé todavía el motivo, mamá; pero seguramente tendré que irme ésta misma tarde —era muy característico de él este «seguramente», que parecía querer atenuar un poco la rudeza del golpe.
El más vivo disgusto se pintó en el rostro de su madre; pero valientemente trató de disimularlo. Él, para animarla, le dijo:
—No me llevo equipaje, ya que, a lo mejor, estaré de vuelta muy pronto.
Así, al mismo tiempo que trataba de tranquilizarla, le explicaba el hecho, para él incomprensible, de que se le hubiese ordenado, taxativamente, no llevar equipaje alguno.
Aquella misma tarde cogió el tren de las tres, «con la comida todavía en la boca» como se quejó su madre, y a las nueve llegó a San Fernando. Iba vestido con un viejo traje gris y un sombrero de ala ancha y baja, que le ocultaba en parte la cara.
No deseando llamar la atención, entró en una taberna cercana a la estación donde, eligiendo un rincón oscuro, pidió media botella de vino y una ración de calamares fritos, para pasar el tiempo hasta las diez y media de la noche.
Pasada esa hora se levantó, pagó y salió a la calle, agradeciendo el aire fresco después de la atmósfera cargada de la taberna. La calle Canalejas, estrecha y mal alumbrada, desembocaba en la calle Real, la principal del pueblo, que tantos y tan buenos recuerdos le traían de los tiempos en que era alumno de la Escuela Naval.
Pablo llamó al número quince, saliendo a abrirle una muchacha.
—Buenas noches, ¿está don José? —preguntó.
—¿Quién pregunta por él? —dijo ella.
—Me ha citado a esta hora —le contestó no queriendo dar su nombre.
—Un momento. Veré si está —cerró la puerta, volviendo al poco rato.
—El señor le espera en su despacho.
Pablo, siguiendo a la chica, atravesó el patio y entró por una puerta situada en el lado opuesto de aquél. Ruiz se levantó al verlo entrar y, seguidamente, le tendió la mano.
—Bien, bien, Vázquez, me alegra que haya podido venir tan pronto. No esperaba menos de usted. ¿Cómo va esa herida?
—Ya está completamente curada, mi comandante.
—Muy bien, eso es estupendo.
Hubo una pausa momentánea mientras ambos se sentaban, y a continuación Ruiz lanzó a Pablo una directa y penetrante mirada.
—¿Se acuerda usted de la última conversación que sostuvimos y de la petición que me realizó durante la misma, Vázquez?
—Naturalmente, mi comandante —su corazón empezó a latir más apresuradamente; pero exteriormente nada denotó la emoción que experimentó al oír hablar del asunto.
—Perfecto, y… ¿continua ofreciéndose voluntario para una misión de gran peligro?
—Desde luego, mi comandante.
—Pues bien. La ocasión se ha presentado antes de lo que creíamos. Resulta que se necesita una persona para llevar a cabo un cometido extraordinariamente peligroso; pero, dada la naturaleza del mismo, que probablemente será muy distinta de lo que usted había pensado cuando habló conmigo, quiero advertirle, antes de decirle nada, que es usted completamente libre, cuando se entere de lo que se trata, de aceptar o rehusar. En este último caso volverá a casa hasta que expire su permiso y se presentará entonces en la Capitanía General. Ni usted ni yo volveremos a recordar para nada esta conversación.
Pablo estaba cada vez más intrigado. ¿A qué venía tanto misterio? Pero, en fin, ahora le diría de una vez en qué consistía la cosa… y armándose de paciencia, esperó a que su interlocutor continuase.
—Se trata de lo siguiente: necesitamos información sobre los movimientos, planes, fuerza e intenciones de la flota roja que, como usted sabrá, se encuentra concentrada en el puerto de Cartagena. Tenemos allí varios agentes de toda confianza; pero necesitamos que alguien con criterio profesional se ponga en contacto con ellos, recoja y expurgue sus informes, y sea capaz de formarse una idea clara y real de la verdadera situación.
»¿Por qué la Flota roja, teniendo tanta superioridad numérica sobre la nuestra no nos presenta batalla? ¿Es qué no puede hacerlo, por falta de mandos, o es sólo un ardid para que nos confiemos y caer después sobre nosotros? ¿Qué influencia puede ejercer dicha flota sobre las operaciones futuras? Pero, en fin, de todo esto ya se enterará usted con todo detalle a su debido tiempo. Ahora, la cuestión es: ¿está usted dispuesto a encargarse de esta arriesgada e importante misión?
Pablo estaba como quien ve visiones. En realidad, desde que recibió aquella extraña orden de presentación, había estado esperando subconscientemente algo parecido: espionaje; pero lo que verdaderamente le dejo sin habla y una sensación de vértigo fue la palabra Cartagena. ¡Allí estaba María y, tal vez, podría verla muy pronto! Casi no escuchó el final de lo que hablaba su interlocutor, perdido en sus propios pensamientos… Cartagena… María… María… Cartagena… no podía separar un nombre del otro.
La voz de Ruiz, que volvía a hablar de nuevo, le sacó de su abstracción:
—Tómese todo el tiempo que necesite para reflexionar.
—No, mi comandante, si no es eso. Estoy decidido a aceptar. Pensaba tan sólo… en lo que tendré que hacer en Cartagena.
—Bueno; de eso ya se enterará más adelante. Ahora vamos a otra cosa. Esta noche marchará usted a Cádiz. Allí, como hay más gente, llamará menos la atención y le será más fácil pasar desapercibido, además de ser menos probable su encuentro casual con algún conocido. Se hospedará en un hotel de segunda categoría, bajo el nombre de Pedro Villalba. Ahora mismo le daré documentos de identidad a ese nombre. Mañana tomará usted el tren y se dirigirá a Sevilla. No vaya a su casa, sino embarque directamente en el vapor italiano «Franca Fassio», un correo que sale del muelle de La Corta para Palma de Mallorca sobre las siete de la tarde. Procure por todos los medios, no encontrarse con ningún conocido en Cádiz ni en Sevilla.
»Aquí tiene los documentos de identidad de Pedro Villalba, industrial textil sevillano que marcha a Palma para tratar de montar allí una fábrica de tejidos, y también el pasaje a su nombre.
»Para que no llame la atención por falta de equipaje, se llevará de aquí una pequeña maleta. En ella van claves para la Marina en las Baleares y un libro sobre tejidos que deberá leerse, cuando nadie le vea, para enterarse de algo sobre su supuesta profesión.
»Al llegar a Palma, se dirigirá al número cuarenta de la calle Montera —está muy cerca del puerto—, allí habrá de entregar las claves a quien se las pida y recibirá nuevas instrucciones… ¿Cuánto dinero lleva usted encima?
—Trescientas y pico pesetas, mi comandante.
—Aquí tiene mil más. Le habrán de bastar hasta Palma… ¿Lleva usted algún arma?
Pablo se echó la mano al bolsillo trasero del pantalón y sacó un pistola del nueve corto.
—Bueno. Estupendo —dijo Ruiz.
Luego se agachó y sacó de debajo de la mesa una pequeña maleta que abrió. Contenía dos paquetes lacrados y un libro titulado «La Industria Textil Moderna». Las tres cosas iban fijas a las esquinas de la maleta, para que no fueran sueltas haciendo ruido dentro de ella.
Ruiz la cerró y entregó las llaves de la maleta a Pablo.
—Ahora déme usted sus documentos y todo cuanto lleve encima que pueda indentificarle. Habrá observado que hemos elegido su nuevo nombre de modo que coinciden las iniciales. Hágame el favor de firmar estos recibos, de las claves y de las mil pesetas… ¿Se le ocurre alguna cosa que se nos haya quedado en el tintero?
—Se me ocurre una cosa, mi comandante. Usted no ignora que he estado destinado en Cartagena hace tan sólo unos meses y que, por lo tanto, soy muy conocido allí como oficial de Marina. Creo que, si no se adoptan ciertas precauciones, seré inmediatamente reconocido y detenido.
Ruiz sonrió de una manera un tanto extraña.
—No se preocupe por eso —contestó—, ya hemos pensado en ello… ¿Alguna cosa más?
Pablo hubiera deseado hacer, no una, sino muchas preguntas más; pero se limitó a contestar:
—No, mi comandante.
—Sí —dijo éste—, creo que no se me olvida nada… ¡Ah! Puede escribir a casa una sola vez, diciendo cualquier cosa que no tenga nada que ver con la verdad, ¿me comprende?… Bueno. Me parece que sólo me resta desearle buena suerte —y le tendió la mano, que Pablo estrechó con fuerza.
—No, no me dé las gracias. Quien sabe si antes de terminar todo este asunto me maldecirá usted por habérselo propuesto… Lo siento. No quise decir eso. Buena suerte, Vázquez, y hasta la vista.
—A sus órdenes, mi comandante —y, cogiendo la maleta, volvió de nuevo sobre sus pasos para salir a la calle, tomando inmediatamente el tranvía para Cádiz con un espíritu completamente renovado.
Aquella noche, ya tranquilo en su cuarto del hotel, escribió a su casa la siguiente carta:
Queridos padres:
Me han designado para ir en una misión especial al extranjero. No os extrañéis ni os asustéis si pasa algún tiempo sin que recibáis noticias mías, pues no sé cuánto estaré fuera ni tan siquiera si me será posible escribiros.
Siento haberme tenido que marchar, imprevistamente, antes de que terminara mi permiso.
Muchos recuerdos a las niñas, y recibid un fuerte abrazo de vuestro hijo que os quiere mucho,
Pablo
La misiva resultaba, tal vez, algo lacónica; pero la mayor parte de sus cartas a casa eran así, un poco estilo telegrama. Además, cuanto menos dijera, mejor. La echó al correo a la mañana siguiente, antes de tomar el tren con destino a Sevilla.