Capítulo XV

La tarde siguiente al día en que se celebró el consejo de guerra, Pablo se personó en el despacho del jefe del Estado Mayor del Departamento Marítimo, capitán de navío don José Ruiz, al cual conocía por haber estado ambos embarcados en el mismo destructor, siendo el uno alférez de navío y el otro capitán de fragata, respectivamente.

Después de una antesala que se le antojó larguísima, fue invitado a pasar. Ruiz, que se hallaba sentado tras una gran mesa, cubierta de papeles y cartas marinas, se levantó y fue a su encuentro, tendiéndole la mano.

—¿Ha tenido que esperar mucho, Vázquez? Esta mañana no he tenido un momento de respiro.

—Para serle sincero, algo he estado esperando, sí señor.

—Bueno. ¿Cómo está usted? Permítame que le felicite por su actuación en el «C-10» y por el resultado del Consejo de Guerra. Ha llegado a mis oídos que su actuación fue digna de encomio. Ahora le enviaremos unas semanas a casa, con permiso, que merecidamente se lo ha ganado. Así se repondrá por completo de su herida y, de paso, podrá ver a su familia a la que hace tiempo que no ve.

—Muchas gracias, mi comandante, por la enhorabuena; pero… precisamente de eso le quería hablar —y al ver la expresión de extrañeza que se pintaba en el rostro de su interlocutor, prosiguió—. Verá usted, mi comandante; durante el tiempo que permanecí hospitalizado he podido darme cuenta de que había quienes dudaban de mí, quienes pensaban que había perdido mi barco por impericia, mala suerte o incluso azar de guerra, como quiera llamársele, y que luego trataba de sacar el mayor partido posible de una situación comprometida, inventando historias truculentas. Y hay que reconocer, en honor a la verdad, mi comandante, que, para alguien ajeno al caso que analizara fríamente los hechos y circunstancias que en el mismo concurrían, todo parecía haberse confabulado para acusarme desde una lógica razonable.

—Mire usted, Vázquez, todo eso son tonterías —dijo Ruiz—. Cualquiera que le conozca sabe…

—Eso es lo malo, mi comandante —le interrumpió—. ¿Y el que no me conozca? No quiero que nadie pueda dudar de mí y de los motivos que me impulsaron a obrar como lo hice.

—Sí, lo comprendo; pero ¿cómo…?

—Precisamente para eso he venido a verle, mi comandante. Sé que usted cree y confía en mí por entero, y que hará todo lo posible por ayudarme en lo que ahora me propongo.

—Si está en mi mano, desde luego, no lo dude.

—Pues verá usted. Quiero que se me confíe una misión difícil y arriesgada, algo de verdadero peligro —en tiempo de guerra no faltarán misiones de está índole— para demostrar, sin ningún género de duda, de qué parte estoy. Después de lo ocurrido, la sentencia del consejo de guerra no me basta. No puede bastarme.

Su interlocutor se había quedado mirándole fijamente, como si tratara de averiguar hasta qué punto estaba Pablo resuelto a continuar en su propósito, y luego trató de disuadirle.

—Mire usted, Vázquez, todo eso me parece superfluo. ¿No ha sido absuelto y felicitado por el consejo de guerra? ¿Qué más quiere usted?

—Que nadie pueda permitirse el lujo de dudar de mí, mi comandante. Quiero tener derecho a mirar a todo el mundo cara a cara, sin atisbar asomo de duda en quien tengo enfrente. ¿Acaso cree que es pedir demasiado?

—No, no se trata de eso. Es que le aprecio. ¿Ha meditado bien el alcance de lo que pide?

—Usted me conoce, mi comandante, ¿me ha tenido alguna vez por un hombre impulsivo? —y, al mover su interlocutor la cabeza en sentido negativo, continuó—. Lo he decidido ya hace días; lo he meditado mucho y le aseguro que no variaré de opinión.

Una expresión que Pablo no logró descifrar se dibujó en el rostro de Ruiz, que contestó:

—Bueno, Vázquez, lo que tiene que hacer ahora es reponerse. A su vuelta hablaremos con más tranquilidad de todo esto; hoy estoy muy ocupado —y al ver la expresión de decepción que se perfilaba en la cara de Pablo, añadió—. Sin embargo, le prometo no echar en saco roto cuanto me acaba de decir.

La entrevista había concluido. Ruiz ordenó que le extendieran un pasaporte para Sevilla con veinte días de permiso, y se despidió de él con una apretón de manos y las siguientes palabras:

—Bueno, y ahora no se preocupe de nada más que no sea reponerse cuanto antes. Disfrute de su permiso y cuídese. Aquí, en la Armada, necesitamos oficiales como usted.

Pablo se fue, sin saber a ciencia cierta si debía estar o no contento del resultado de la entrevista. A decir verdad, se sentía algo decepcionado; pero trató de animarse. Realmente, ¿qué era lo que había esperado? Como, en resumidas cuentas, no había esperado nada en concreto, trató de convencerse a sí mismo de que había tenido éxito en sus propósitos.

Recordó las palabras de su interlocutor: «Bueno, y ahora no se preocupe de nada…» Una amarga sonrisa se insinuó en sus labios.

Era muy fácil decir aquello, que todo el mundo parecía haberse puesto de acuerdo en recomendarle; pero ¿cómo no iba a preocuparse? Cierto que, personalmente, no tenía nada que temer, por el momento; pero ¿y María? Durante los últimos días, la preocupación del inminente consejo de guerra le había distraído un tanto la imaginación; pero ahora todo el antiguo dolor y la ansiedad por la suerte que ella hubiera podido correr, volvían de nuevo a pesar sobre su ánimo como una losa.

Desde la misma Capitanía General llamó por teléfono a un tío suyo que vivía en Sevilla, para que diera en su casa la noticia de su próxima llegada. Siempre le había gustado llegar «por sorpresa» como él decía; pero en aquella ocasión pensó que lo mejor era preparar a su familia, pues sus padres ni siquiera sabían si vivía aún, ya que no había querido comunicarse con ellos mientras esperaba ser juzgado.

Sólo dijo a su tío que esperaba llegar a Sevilla aquella noche, que había resultado herido en un hombro pero que ya estaba bien, y que no quería que le preguntaran cómo había llegado ni qué había sido de él, ya que nada podía decir.

En su casa siempre se habían quejado de que había que sacarle las cosas del cuerpo «con cucharón», dada su forma de ser, tan poco comunicativa. Pues bien, aquella vez ni con el famoso cucharón iban a poder sacarle nada.

* * *

Pablo se encontraba en casa, cómodamente sentado en una butaca de la sala. A su lado había una mesa con una botella de vino y una enorme cantidad de tapas. La hora del aperitivo, cuando él estaba en casa, era algo sagrado para su madre «porque es una cosa que les gusta mucho a los marinos y que hacen en todos los barcos».

Su madre sentía verdadera pasión por él, pues era el hijo mayor y el único varón. Durante los permisos se desvivía por complacerle, y sobre todo había extremado sus cuidados con él durante las dos últimas semanas, desde que llegó de Cádiz.

Aquel mediodía estaban a solas los dos, pues el padre no había vuelto aún de la fábrica y Blanca, la hermana más pequeña, que aún era soltera, estaba trabajando como enfermera en la Cruz Roja, donde se había presentado voluntaria desde el principio de la guerra.

Las dos semanas no habían sido muy felices de sobrellevar para Pablo. La herida había curado ya por completo, y los dos o tres últimos días había empezado a hacer gimnasia intensiva para fortalecer el brazo izquierdo; pero, sobre todo, como medio de escapar un poco a sus propios pensamientos.

Ahora, que se veía condenado a la inactividad forzosa, no podía apartar de su mente a María ni por un solo momento, y tales pensamientos eran, por fuerza, penosos.

¿Qué le habría ocurrido a ella y a su familia? ¿Dónde estaría? ¿Cómo podría tener noticias de ella? ¿Viviría, acaso, todavía? Al pensar esto le entraba verdadera desesperación.

Las pocas personas que habían logrado evadirse de zona republicana narraban toda clase de atropellos y desmanes cometidos por la multitud contra las personas de actitudes conservadoras, y las escenas que él había tenido la desgracia de presenciar en Barcelona, durante los primeros días del Alzamiento, no eran para contribuir a calmar sus inquietudes. ¡Maldita guerra!

Se dio cuenta de que su madre le miraba con preocupación, y trató de sonreírle. Ella le devolvió la sonrisa, a su vez, pero ninguno de los dos logró engañar al otro.

Estaba casi deseando que su permiso acabara ya, para salir de aquella inactividad en que se encontraba como prisionero, para tener algo que hacer, en que ocupar su mente y alejar de sí tantos pensamientos torturantes. A no ser por el disgusto que ello hubiera representado para sus padres, ya habría escrito a Ruiz hace días para que lo enviasen a cualquier parte. Si la misión especial que había pedido no se presentaba, podía al menos embarcar mientras tanto.

Pero total, ya no quedaban más que unos días para la expiración de su permiso, y no valía la pena intentar nada. Si aquellas dos semanas habían pasado de una forma u otra, poco importaba otra más, y por lo menos, su presencia en casa era un motivo de satisfacción para su madre… Pobrecilla, ¡cómo se había alegrado al verle llegar!

Por el balcón, vio venir a un marinero de la comandancia de Marina, que se acercaba en bicicleta. Pocos momentos después llamaron a la puerta y, casi inmediatamente, subió una de las muchachas.

—Abajo hay un marinero que trae un sobre para el señorito Pablo. Dice que tiene que entregárselo en propia mano.

—Está bien, Antonia. Dígale que suba.

¿Qué sería aquello? ¿Su petición habría sido escuchada en contra de lo que había presentido? ¿Le llamarían por fin? Era lo más probable.

—¿Qué crees que será, hijo? —le preguntó la madre al verle levantarse para salir al encuentro del marinero; pero lo preguntaba por mera y simple curiosidad. Evidentemente, no se le había ocurrido que, en tiempo de guerra, pueden existir multitud de razones que obliguen a acortar o suspender el permiso de un oficial.

—No lo sé, mamá. Ya veremos —le respondió, y se salió a la parte alta de la escalera.

—A sus órdenes, mi oficial. Traigo un sobre de la comandancia para usted. Tiene que firmar aquí.

—Está bien, muchacho, trae —le dijo extendiendo el brazo.

Firmó y rasgó el sobre, en cuyo interior había otro algo más pequeño, cerrado con cinco sellos de lacre rojo. Un tanto extrañado se dirigió a su cuarto y, sentado ante su mesa de trabajo, abrió cuidadosamente el segundo sobre. Dentro, se hallaba un papel con el timbre de la Jefatura de Estado Mayor del Departamento Marítimo de Cádiz, y el siguiente texto:

Teniente de Navío D. Pablo Vázquez Roca.

Sevilla

Venga a verme a mi casa, calle Canalejas nº 15, en cuanto le sea posible después de recibir esta carta. Llegue después de las diez y media de la noche.

Venga de paisano, sin equipaje. No vea a nadie en San Fernando y procure pasar lo más desapercibido posible.

Queme este papel inmediatamente después de haberlo leído.

San Fernando, 9 de octubre de 1936

El C. de N. Jefe del Estado Mayor

Firmado: José Ruiz