Diez días más tarde, Vázquez recibió una visita. Un capitán de navío, acompañado por un capitán jurídico y un escribiente segundo, entraron en su habitación.
El primero de ellos se dirigió a él y, sin más preámbulos, le preguntó:
—¿Es usted el teniente de navío Pablo Vázquez Roca?
—Sí, mi comandante.
—Soy el capitán de navío Miguel Blanco, y he sido nombrado juez instructor de una causa iniciada contra usted, por haber tomado el mando de una unidad enemiga, que se verá en consejo de guerra sumarísimo en cuanto se encuentre usted en disposición de comparecer —tras una breve pausa para dejar que las palabras pronunciadas hicieran impacto, continuó—. ¿Está usted dispuesto ahora a contestar a mis preguntas?
Pablo se encontraba aún bastante mal. No podía pensar con la claridad que hubiera deseado y, por más que se esforzaba, no lograba recordar muchas cosas. La enorme pérdida de sangre unida al largo remojón que había sufrido al irse a pique el «C-10», le habían llevado, verdaderamente, al borde de la tumba.
Su robusta constitución le había hecho sobrevivir; pero la tremenda impresión recibida en el preciso instante de recuperar el conocimiento, había retrasado su probable restablecimiento.
Sin embargo, no era hombre que se amilanara fácilmente. Su temperamento no era de aquellos que rehúyen dar la cara a los hechos, ni siquiera cuando todo parece absolutamente perdido. Cuanto antes terminara todo aquello, pasara lo que pasara, mejor. De esa manera, dejaría de estar pensando todo el día en cómo demostrar su buena voluntad al haber llegado hasta allí, arriesgando su propia vida por partida doble. Por eso, en el preciso momento en que el capitán de navío le preguntó si estaba dispuesto a contestar a sus preguntas, respondió sin vacilar:
—Sí, señor.
La verdad era muy distinta. Durante todos aquellos días, en los que había tratado de reconstruir los acontecimientos, estos se le habían presentado como envueltos en una densa niebla, que se espesaba a medida que trataba de recordar cosas más recientes.
Se acordaba perfectamente de María y de todo cuanto se relacionaba con ella —en realidad, había pasado casi todo el tiempo recordándola— pero, a partir de su salida a Madrid, todo se le aparecía con caracteres borrosos e imprecisos, y apenas si lograba recordar los hechos más fundamentales.
—Escriba usted, don José —dijo el juez instructor al escribiente, mientras tomaba asiento en una silla al lado de la cama. El aludido se sentó asimismo y, provisto de una libreta y un lápiz, empezó a tomar buena nota, en taquigrafía, del interrogatorio.
Después de contestar a las preguntas preliminares: nombre, edad, profesión, estado civil y demás formalidades preceptivas, Blanco le hizo la siguiente pregunta:
—¿Se encontraba usted al mando del submarino rojo «C-10», al ser echado a pique en combate con el patrullero «Ceuta» el catorce del pasado mes de agosto?
—Sí, mi comandante. No sabía cuál había sido el patrullero.
—Bueno, eso no viene al caso ahora. ¿Cómo es que aceptó usted el mando de una unidad de la flota roja?
—No lo acepté. Lo pedí yo mismo con intención de entregarla en nuestro bando. Desgraciadamente eso no me fue posible, y hube de contentarme con salir a la superficie ante las narices del «Ceuta», para que éste pudiera hundirme.
—Así, pues, ¿es ésa su versión de los acontecimientos? —preguntó Blanco un tanto incrédulo e incluso molesto al escuchar una historia que más bien parecía destinada a tratar de remediar un final a todas luces irreversible mediante la cobardía de la mentira.
—Es la verdad, mi comandante. ¿Por qué, si no, iba a salir a la superficie, por la amura del «Ceuta», en la posición más desventajosa posible para mí? ¿No hubiera podido torpedearlo tranquilamente cuando me hallaba en inmersión?
Estas palabras, indudablemente, hicieron cierta mella en el ánimo del juez instructor, que preguntó, no tan seguro de sí mismo:
—¿Tiene usted algún modo de demostrar lo que dice?
—No, señor. ¿Cómo iba a poder demostrarlo? —respondió amargamente.
Sin darle tiempo a seguir, Blanco continuó:
—¿Contaba usted con alguien de la dotación dispuesto a secundarlo, y a quien hubiera comunicado sus planes?
—No, señor. Por desgracia, en aquellas circunstancias, no podía fiarme de nadie y hube de obrar por mi cuenta, sin ayuda alguna.
—Así, pues, no existe más que su palabra frente a todas las pruebas que se acumulan en su contra. Ningún miembro de su dotación —y le aseguro que los hemos interrogado a todos— ha declarado nada que, remotamente, pueda servir para confirmar lo que usted nos ha dicho.
—Mi comandante, comprenderá usted que mi mayor cuidado durante el tiempo que estuve mandando el submarino fue precisamente evitar que ningún miembro de la dotación concibiese, ni por asomo, que yo era otra cosa de lo que aparentaba ser.
—Bueno, bueno. Pasemos a los hechos. ¿Qué día se hizo usted cargo del mando?
En este tono prosiguió el interrogatorio, que duró cerca de una hora, y durante el cual Pablo continuó con la desagradable sensación de no recordar los acontecimientos sino de forma confusa, sin poder precisar muchas cosas. Había esperado durante los días pasados que, el interrogatorio, al enfrentarle con los hechos, reavivaría su memoria; pero, lamentablemente, ahora veía que no sucedía así.
Tal vez todo aquello fuera efecto del choque causado por la enorme pérdida de sangre que había sufrido; pero lo cierto era que no lograba recordar bien, y eso no iba a contribuir precisamente a mejorar su delicada posición.
Por fin Blanco dio por terminada la toma de declaración, y Pablo quedó solo, completamente agotado y desanimado. ¡Bonita situación la suya! Se había pasado a los nacionales, causando el hundimiento de un submarino republicano al mismo tiempo, arriesgando el pellejo, y buena prueba de esto último eran los dos orificios que tenía en el hombro, para que ahora le fusilaran los mismos por quienes se había jugado la vida. Realmente esta vida era, a menudo, absolutamente injusta.
La llegada de la religiosa que le traía la cena, vino a interrumpir sus reflexiones. Era simpática, vivaracha, alegre y habladora. A juzgar por la cultura que poseía y por su forma de expresarse, debía provenir de una familia pudiente. Resulta difícil averiguar la edad de una monja; pero aquella debía frisar ya los cincuenta años.
Pablo y ella se habían hecho grandes amigos en los últimos días, a pesar de que el carácter de él no era de los que intiman fácilmente, y más aún dadas las tristes circunstancias en que se encontraba.
En cuanto le miró a la cara, se dio cuenta de que algo andaba mal, muy mal, y se figuró lo que era. En el hospital era un secreto a voces que el teniente de navío del submarino rojo iba a ser juzgado en breve en consejo de guerra sumarísimo, y la visita del capitán de navío Blanco tendría seguramente algo que ver con todo aquello.
—¿Qué hay? ¿Cómo van esos ánimos? —preguntó, tratando de dar a su voz una entonación alegre.
—¿Cómo quiere que vayan, hermana? Esto que me pasa es como para volverse loco.
—No se debe nunca perder la esperanza. ¿Quién puede decir lo que Dios nos tiene reservado?
—Lo que Dios me tiene reservado, no lo sé; pero lo que unos cuantos señores me han reservado es, por lo visto, un buen lugar frente a un pelotón de fusilamiento.
—Vamos, vamos. No hable así. Tenemos que confiar siempre en la Divina Providencia.
—¡La Divina Providencia, hermana!; hay veces que parece que Dios está profundamente dormido. ¿Cómo, si no, puede consentir tales injusticias?
—Calle, calle. ¡Si viera cuánto daño me hace oírle hablar así! ¿Cómo puede usted decir tales cosas? Debemos tener siempre confianza en Dios… no conocemos lo que nos puede tener preparado, ni mucho menos por qué… y, en último término, debemos acatar Su santa voluntad.
—Es muy fácil decir eso, hermana —contestó Pablo amargamente—. No creo tener más miedo a la muerte que otro hombre cualquiera; pero es que morir en el paredón, fusilado por traidor, deshonrado, es algo horroroso. No he querido siquiera mandar aviso a mis padres para que sepan que aún me encuentro con vida. Si he de morir así, prefiero que lo ignoren. Es mejor que crean que me mataron en Barcelona. Tal y como van las cosas a menudo pienso que ojalá hubiera sido así.
La hermana exhaló un profundo suspiro.
—Rezaré mucho por usted —dijo—. Lo necesita. Y usted rece también, y verá como Dios no le abandona… Bueno, y ahora, a comer, a ver si se repone pronto.
Pablo sintió ganas de contestar: ¿para qué? ¿Para qué me fusilen antes? Pero se contuvo. El que él estuviera desesperado no le daba derecho a herir de ese modo a la monja, que tan bien se había portado siempre con él y le profesaba un sincero afecto.
Haciendo un esfuerzo observó:
—Muy bien. ¿Qué es lo que me trae de comer hoy? —y trató de sonreír; pero sólo logró hacer que su rostro mostrara una extraña mueca.
Intentó seguir la conversación de la hermana, hablando de cosas intrascendentes, y durante la comida lo consiguió, hasta cierto punto; pero, al volver a quedar solo, sus pensamientos retornaron al asunto que le preocupaba…
¿Y María? ¿Y sus padres y hermanas? ¿Qué pensarían si, finalmente, llegaban a saber cómo había muerto? ¿Creerían en él, o pensarían de la misma forma que parecía hacerlo todo el mundo?… o por lo menos, la mayor parte de la gente. ¿Respetarían, en este caso, la que parecía haber sido su decisión de hacer la guerra en el otro bando?
Estas ideas no contribuyeron, como es lógico, a calmarle y, cuando por fin se durmió, rendido por el sueño, se vio asaltado por pesadillas que le hicieron despertar varias veces, bañado en un sudor frío y sin poder recordar exactamente lo que había estado soñando, igual que le era imposible acordarse con precisión de lo que había pasado en el submarino.
* * *
Dos días después recibió la visita de su defensor. Era un capitán de corbeta que se mostró frío y cortés con él. Se veía que no tenía demasiada fe en las afirmaciones de su defendido.
Ciertamente, pensó Pablo cuando el otro se hubo marchado, sus alegatos resultaban un tanto extraños. No podía presentar prueba alguna en apoyo de lo que decía, no acertaba a concretar nada, o casi nada, ni tan siquiera era capaz de responder a muchas de las preguntas que se le formulaban.
Los días que había pasado en Barcelona y a bordo del «C-10», se le aparecían como envueltos en una difusa niebla que no acababa de disiparse, aunque había momentos en los que le parecía que iba, por fin, a acordarse de todo; pero finalmente, aquel pequeño embrión de recuerdos confusamente agolpados, se desvanecía en su mente como un castillo de naipes al que, de súbito, hubiera alcanzado una ráfaga de viento. Verdaderamente, el panorama se presentaba de lo más sombrío, cuando ni siquiera su defensor creía en él.