Pablo abrió los ojos. Se encontraba muy débil, tenía frío y la cabeza le daba vueltas. Estaba acostado boca arriba y sólo veía el techo blanco de la habitación en que se hallaba. Haciendo un esfuerzo giró la cabeza, pudiendo darse cuenta de que se encontraba en una estancia más bien pequeña, de techo alto y paredes blancas, con zócalo de azulejos del mismo color, de casi dos metros de altura. Por encima de este zócalo había una gran ventana enrejada, a través de la cual tan sólo se veía el cielo, de color plomizo en aquel momento. Al lado de la cama, de hierro blanco, se hallaba una mesilla de noche no muy grande, blanca también.
Vagamente comprendió Pablo que estaba en un hospital. Cerró de nuevo los ojos y trató de recordar cómo había llegado hasta allí; pero no lo consiguió. Un dolor sordo en el hombro izquierdo le hizo acordarse de algo… Estaba en el agua, nadando con todas sus fuerzas hacia algo o alguien… ¿O era que huía de algo?… pero no podía nadar bien, pues su hombro se lo impedía. Sí, se encontraba cansado, mortalmente cansado, estaba agotado y tenía frío; pero había que seguir nadando sin cesar, nadando…
Poco a poco fue recordando nuevas cosas; pero no era más que en forma de episodios sueltos, y sólo se acordaba de ellos de manera bastante confusa. Se había producido un combate. También recordaba perfectamente el estampido de los cañonazos, el zumbar de las granadas al llegar y el silbido de la metralla… Entonces… si él había tenido que nadar, era que su barco había resultado hundido… El recuerdo de las explosiones del encuentro naval trajo a su memoria, por asociación de ideas, otros estampidos, los de los cañonazos en la Plaza de Cataluña… ¿Qué había pasado allí? No lograba recordar nada con precisión, ni conseguía coordinar unos episodios con otros… ¿Qué le ocurriría? Malhumorado, trató de dar una vuelta en la cama; pero se lo impidió un dolor lancinante en el hombro.
Sin embargo, aquel dolor tuvo la virtud de despejarle un tanto la memoria. Se acordaba de haber tomado el mando de un submarino para intentar entregarlo a los nacionales. Sí, recordaba esto sin lugar a dudas. Luego se había producido un combate durante el cual, su submarino, había resultado hundido… Entonces, había logrado en parte su propósito. Se había pasado a los nacionales, eliminando al propio tiempo un sumergible de la flota roja.
Una sensación de tranquilidad mezclada con cierta melancolía descendió sobre él y, agotado por el esfuerzo imaginativo realizado, cedió al sopor que le invadía de nuevo, quedando profundamente dormido.
* * *
Alguien estaba hablando junto a él en voz baja. Pablo se hallaba semidespierto; la voz debía haber ahuyentado el sueño; pero no quería abrir los ojos… ¡Se encontraba tan bien así, tendido en la cama con los ojos cerrados y sin pensar en nada!… Y él… ¡estaba tan cansado!… Otra voz vino a unirse a la primera. Vázquez no podía distinguir lo que hablaban, ni deseaba enterarse tampoco, sino que tan sólo un leve murmullo llegaba a sus oídos. Estaba cansado y débil, y no quería saber nada de nada…
Pero una de las voces alzó el tono, adquiriendo una entonación extraña, y pudo oír con toda claridad la frase siguiente:
—¡Y pensar que llevamos más de una semana afanándonos para arrebatarlo a la muerte, para que luego lo fusilen, como probablemente ocurrirá!
Estas palabras impresionaron a Pablo. Verdaderamente, los hombres hacían a veces cosas extrañas. ¿No sería mucho más lógico y caritativo rematar simplemente a quién fuera, en lugar de curarlo primero para matarlo después?
Pero antes de contestarse a esta pregunta abrió los ojos sobresaltado, al darse cuenta repentinamente de que las palabras que acababa de escuchar se referían a él mismo. Trató de incorporarse en el lecho; pero sólo pudo levantar la cabeza, volviendo a dejarla caer con un quejido, arrancado por un fuerte dolor en el hombro izquierdo.
Los dos hombres vestidos de blanco que estaban al lado de la cama, interrumpieron su conversación inclinándose sobre él, y el mayor de ellos observó:
—Vaya. Parece que por fin ha vuelto en sí.
A Pablo le resultaba vagamente familiar aquella cara bondadosa, surcada de arrugas, coronada por una cabellera totalmente blanca y adornada con unas enormes gafas de concha… ¡Claro! Aquél era el coronel médico de la Armada, don Francisco Guerrero, a quién él conocía bastante bien. Verdaderamente, debía estar muy mal cuando no le había reconocido en seguida.
Guerrero se inclinó sobre él y le tomó el pulso en la muñeca. Luego sonrió y le dijo:
—Tiene usted el pellejo muy duro, amigo. Lleva nueve días sin conocimiento desde que le sacaron del agua, y durante ese tiempo ha estado usted mucho más cerca del otro mundo que de éste, a pesar de las transfusiones de sangre que le hemos hecho. Ya está fuera de peligro, aunque tardará aún algún tiempo en levantarse. Muchos ni siquiera lo hubieran contado, de haber llegado aquí en el mismo estado en que le trajeron.
Pero Pablo apenas le oía. Las palabras «para que luego le fusilen» parecían haberse incrustado en su mente, y le martilleaban continuamente el cerebro, alejando de él cualquier otro pensamiento. ¡Fusilarle a él! Pero ¿por qué? Aquello era una barbaridad grotesca y monstruosa… «Ya está fuera de peligro…» Tenía gracia; fuera de peligro. De qué peligro, se preguntaba, si acababa de enterarse de que, probablemente, le iban a fusilar.
Éstas y otras ideas cruzaron rápidamente por su mente y, haciendo un gran esfuerzo, pudo balbucear:
—Dígame, don Francisco, ¿por qué me van a fusilar?
El aludido dirigió una mirada de reproche a su acompañante, que bajó los ojos, confuso.
—Tonterías —contestó—. Hay gente que no sabe decir más que estupideces. Como es lógico, tendrá que comparecer ante un consejo de guerra cuando este repuesto; pero yo, y como yo cuantos le conocen a usted, estamos totalmente convencidos de que es inocente, aunque las circunstancias parezcan haberse confabulado para condenarle. Seguramente, la verdad acabará por abrirse paso… Pero ahora no piense en eso. Lo que tiene que hacer es alimentarse, para restablecerse cuanto antes —y, con estas palabras, ambos médicos salieron de la habitación.
Pablo sonrió amargamente. Si aquel hombre, que le conocía tan bien desde hacía tantos años, admitía que las circunstancias le condenaban, ¿qué pensarían los demás?
Y, con la facilidad que siempre había tenido para mirar las cosas desde el punto de vista ajeno, se dio cuenta de que, en efecto, el asunto se presentaba muy feo.
Él era el comandante de un submarino republicano, hundido en combate por las fuerzas navales nacionales. Mientras no demostrase lo contrario se le consideraría como un traidor a su patria, a su uniforme, a su bandera y a sus compañeros… y, como es bien sabido por todos, en tiempo de guerra, a los traidores se les fusila.
¡Demonios! ¿Cómo se las iba a arreglar para demostrar a todos que él había entregado el submarino, presentándolo en bandeja al patrullero para que lo echara a pique? ¡En buen lío se había metido! Desde luego, esta situación era absolutamente inesperada. No había contado con aquello al trazar sus planes para pasarse al bando nacional. Y recordó las palabras del médico: «Pero ahora no piense en eso» ¡Caramba! Ese sí que era un consejo fácil de dar, como casi todos los consejos; pero muy difícil de seguir para cualquiera que se encontrara en circunstancias similares a las suyas.
¡Si al menos lograra recordar con precisión los acontecimientos! Pero, por más que lo intentó, sólo consiguió que se le levantara un tremendo dolor de cabeza. Le dolía la nuca como si alguien, dentro del cráneo, le estuviera atenazando el cerebro en lento martirio inquisidor.
¿Y María? ¿Qué habría sido de ella? Esta incertidumbre era, tal vez, la peor de todas. Le importaba mucho más lo que pudiera haberle pasado a ella que lo que fuera a ocurrirle a él. Recordó algunas de las escenas que se había visto obligado a presenciar durante su estancia en Barcelona y el pensamiento le arrancó un quejido.
No, debía esforzarse en no pensar en tales cosas, o acabaría por volverse loco, si es que no se estaba volviendo ya.
Abrió los ojos, fijándolos en el techo y, durante unos minutos, se distrajo contemplando el revoloteo de dos moscas, que parecían perseguirse mutuamente. Luego miró por la ventana. El cielo continuaba encapotado, cosa extraña en aquella época del año.
Anochecía, y, al mirar por la ventana, se le ocurrió que ni siquiera sabía donde estaba. La habitación parecía la de un hospital; pero ¿cuál? Probablemente este era el Hospital de Marina de San Carlos, en San Fernando, muy cerca de Cádiz. ¡Claro! Don Francisco Guerrero, el coronel que había hablando con él, estaba destinado allí.
El espesor del muro en que se abría la ventana, y la patina de moho que recubría la piedra por la parte de fuera, disiparon sus últimas dudas. Sí, le habían llevado a San Carlos.
La llegada de una monja del hospital con la cena interrumpió momentáneamente sus pensamientos; pero casi inmediatamente volvió a retomarlos.
Se encontraba bastante deprimido meditando sobre el estado en que pudiera encontrarse María así como la situación a la que él debería, presumiblemente, enfrentarse: un consejo de guerra con una muy difícil justificación. A todo ello había que unir su estado físico, nada bueno en aquel momento; por eso mismo contaba con unas defensas, tanto físicas como psíquicas, bastante mermadas lo que le hacían ver las cosas aún más grises que lo que la propia realidad le pudiera finalmente deparar. Y como siniestro marco a la extrema situación en la que se encontraba, el tormento interior que sentía a causa de la terrible situación en la que se hallaba sumida la hermosa tierra que le vio nacer. ¡Una guerra civil! ¡Dios mío! Jamás en su vida había pensado que algún día habría de pasar por este amargo trance.
Sumergido en tristes y nada tranquilizadoras meditaciones tomó el plato de puré de patatas que la religiosa, con infinita paciencia, le fue dando a cucharaditas, después de alzarle la cabeza con un par de almohadas.
Dos o tres veces la sorprendió en una mirada de lástima, que en vano trató de disimular. ¿Por qué le miraría así? Ya debía estar acostumbrada a ver heridos, a ver gente sufriendo… Y, con sobresalto, se dio cuenta de que, lo que inspiraba la compasión de la monja era, no su estado actual, sino la muerte que le esperaba cuando se repusiera de sus heridas.
—Dígame, hermana —rompió el silencio Pablo—, ¿cómo van las cosas por ahí afuera?
—Bueno, no sé… La verdad es que, como bien puede suponer, no entiendo mucho de guerras; pero si juzgamos por lo que se escucha por los pasillos, es posible que se acabe pronto; sin ir más lejos, ayer oí que la ofensiva que se inició por la parte de Extremadura ha sido todo un éxito y que es muy probable que hayan logrado unir las zonas norte y sur y de paso cerrar la frontera con Portugal. Incluso dicen los médicos que si eso fuera así, podría ser de vital importancia para el cese de la guerra porque, según parece, de este modo tendrían el camino libre hasta Madrid. Pero bueno, dejémonos de tonterías porque —continuó cambiando a un tono más enérgico— ahora no debe preocuparse de eso, sino de ponerse sano. Así que coma lo que le he traído que le vendrá estupendamente para reponer fuerzas.
—¡Ojalá tenga usted razón, hermana, y se termine pronto esta maldita guerra!
La monja le continuó dando el puré. Al acabar, le dio un gran vaso de leche muy caliente y, al poco tiempo, el hipnótico que éste contenía hizo su efecto, cayendo Pablo de nuevo en un profundo sueño.