Capítulo XI

Al amanecer del día siguiente, el «C-10» se sumergió, después de haber permanecido a flote durante toda la noche, recargando sus baterías de acumuladores.

La dotación había recobrado, en parte, la tranquilidad; pero se notaba en todos los semblantes más seriedad que durante los dos días anteriores. La gente se había convencido de que la guerra en el mar no es cosa de broma, y, menos aún, a bordo de un sumergible. Se daban perfecta cuenta de que la muerte estaba en acecho constantemente con su guadaña bien afilada y podía presentarse de improviso, cuando menos la esperaran.

Aquella mañana, se avistó un submarino inglés, navegando en superficie con rumbo oeste. Probablemente venía de Gibraltar y se dirigía hacia su base en el Reino Unido.

Aún estaba a la vista el submarino cuando se divisó hacía el norte una nube de humo, Pablo ordenó poner rumbo hacía ella y, aproximadamente una hora más tarde, pudo comprobar que se trataba de un patrullero nacional, armado con un cañón a proa, dos ametralladoras antiaéreas en el puente alto y otra a popa. También llevaría, seguramente, cargas de profundidad.

Mientras lo estaba contemplando, un plan audaz se forjó en su mente. ¡Aquella era la ocasión que había esperado! ¡Ahora, o nunca! y exclamó en voz alta:

—Es un patrullero fascista. ¡Vamos a atacarlo, muchachos!

Al decir esto se observó en las caras de la tripulación una excitación contenida. Eran ya varios los días que llevaban agazapados al acecho sin haber obtenido recompensa alguna por ello. Aquí estaba la ansiada oportunidad.

Había un poco de marejadilla, que ocultaba el periscopio y el blanco seguía acercándose, muy ajeno de que, a corta distancia, lo acechaba el ojo de un submarino rojo. Pablo empleaba discretamente el periscopio, pues no le convenía que les descubrieran, al menos por el momento.

En sus cortas ojeadas, pudo darse cuenta de que se trataba de un bacaladero armado a proa con un cañón de 10'5, al parecer, dos ametralladoras de trece milímetros en el puente y una de veinte a popa.

—Es una vieja cafetera por la que no merece la pena que gastemos en ella ni un solo torpedo —dijo—. Saldremos a flote de pronto y la echaremos a pique a cañonazos.

Continuó maniobrando el «C-10» de forma que éste quedara siempre por la amura del otro, en la posición más desfavorable para el submarino en un combate de superficie, y esperó…

Ahora sacaba el periscopio a intervalos más cortos y lo dejaba más tiempo fuera; pero, por lo visto, la marejada lo ocultaba a los serviolas del patrullero, pues éste seguía su camino como si nada ocurriese.

Al estar el adversario a menos de mil metros, Pablo aprovechó una subida momentánea del submarino para izar el periscopio a tope. Debió salir unos dos metros fuera del agua. Si aquellos imbéciles no lo veían ahora…

Pero no. Casi inmediatamente pudo observar como una espesa columna de humo salía de la chimenea del patrullero, señal evidente de que estaba intentando forzar la velocidad, también vio a la dotación correr por la cubierta, a ocupar sus puestos en evidente maniobra de zafarrancho de combate.

—Soplad todos los tanques. Listos para el combate de superficie —y, así el «C-10», súbitamente deslastrado, salió repentinamente del agua, como un corcho.

Pablo trepó rápidamente por la escalerilla, abrió la escotilla y saltó a la torreta, mientras la dotación del cañón lo seguía apresuradamente, dando tropezones y resbalando sobre la cubierta, muy mojada todavía y oscilante como una mecedora. A bordo del patrullero, el cañón se orientaba ya hacía ellos.

—Rápido, muchachos, tenemos que disparar nosotros primero —dijo.

Mientras pronunciaba estas palabras, una espesa nube de humo pardusco ocultó momentáneamente el puente del adversario y, casi de inmediato, se oyó el silbido característico de un proyectil que estalló en el agua unos cien metros más allá del submarino, levantando una enorme columna de agua. Debió haber pasado justamente por encima del cañón, pues la dotación de éste se agachó instintivamente al oírlo.

—Distancia mil doscientos metros. Apuntad al puente —gritó Pablo, que esperaba que con estos datos falsos, distancia mayor que la verdadera y puntería al puente, en lugar de a la flotación, los disparos del submarino pasarían por encima del patrullero.

El cañón de 7'6 del «C-10», destrincado por fin, empezaba a orientarse hacía su adversario cuando una gran columna de agua se levantó entre ambos contendientes, a unos quince metros del submarino, y en la torreta y la superestructura de este resonaron varios «clac, clac» metálicos, producidos por los impactos de los cascotes de metralla.

Con un ruido ensordecedor, la pieza del «C-10» disparó; pero el proyectil pasó muy alto, yendo a caer a unos quinientos metros por detrás del patrullero.

—Distancia mil metros. Continuad apuntando al puente —ordenó el comandante.

En ese momento, un proyectil hizo explosión en el agua, junto al cañón del submarino, levantando una montaña de espuma y rocío e hiriendo a varios de los sirvientes. La gente del servicio de municionamiento acudió a cubrir los puestos de los caídos y Pablo, al volverse hacía la escotilla para ordenar subir más gente a cubierta, se dio cuenta de que el comisario político se hallaba en la torreta, justo detrás de él.

Evidentemente el hombre se sentía más a sus anchas en campo abierto que en el interior del submarino. No parecía estar asustado lo más mínimo y miraba con expresión de asombro y rabia, ya al patrullero, ya a los sirvientes del cañón caídos en cubierta. ¿Se daría cuenta de lo que estaba ocurriendo, de que todo aquello era premeditado?

El «C-10» efectuó otro disparo, que también resultó largo y, casi inmediatamente, un proyectil hizo impacto en la base de la torreta. Pablo oyó a su lado una blasfemia y, al volverse, vio como el comisario, muy pálido, se llevaba ambas manos al vientre mientras se doblaba sobre sí mismo, con un gesto de dolor. Al poco, de entre las manos, comenzó a brotar gran cantidad de sangre.

Con el familiar sonido del disparo a ráfagas, las ametralladoras del patrullero entraron en acción, levantando columnas de espuma junto al costado del submarino y, casi a la vez, el apuntador vertical del cañón cayó de bruces, seguido por uno de los encargados del municionamiento. La sangre, espesa y caliente, corría por la cubierta del «C-10», haciendo resbalar a los sirvientes del cañón.

Una nueva granada hizo blanco en el casco del submarino, a popa de la torreta y a los pocos momentos, el telefonista manifestó:

—Mi comandante, comunican de máquinas que tienen una vía importante de agua y que el motor de estribor está averiado.

El proyectil siguiente del patrullero hizo explosión junto al cañón, perforando de nuevo el resistente casco, matando a tres de los artilleros e hiriendo a los demás.

Pablo ordenó al telefonista:

—Todo el mundo a cubierta, hay que abandonar el barco.

—Maldito traidor —oyó decir a sus espaldas—. No te saldrás con la tuya, hijo de puta.

Mirando hacía atrás vio al comisario como, tendido en el suelo y cubierto de sangre, empuñaba laboriosamente su pistola, con un gesto de dolor en su rostro y con la diestra completamente enrojecida. Pablo le asestó rápidamente una patada en la muñeca, y la pistola describiendo un pequeño arco fue a parar al mar.

En ese momento se produjo una nueva explosión, y Vázquez sintió en el hombro izquierdo un golpe sordo, que casi le hizo caer. Se miró y vio que tenía la camisa desgarrada y manchada de sangre, que se extendía rápidamente.

La gente empezó a salir por la escotilla, quedándose parada en la torreta, contemplando el espectáculo con cara de asombro.

—¡A cubierta! ¡A cubierta! —había que decirles a todos, para que no estorbaran el paso a los que aún quedaban abajo. Los marineros empezaron a sacar pañuelos y camisetas de un blanco más o menos dudoso y a ondearlas en señal de rendición, y el patrullero cesó el fuego… pero Pablo tuvo la sensación de que ya era demasiado tarde para salvar el submarino.

El «C-10» comenzaba a escorar a estribor y a hundirse de popa. Al acabar de salir la gente por la escotilla, medio atontada y sin darse perfecta cuenta de lo que ocurría, Vázquez quiso bajar al interior para ver si aún era posible intentar salvar la nave; pero hubo de desistir pues no podía hacer uso de su brazo izquierdo.

—¿Queda alguien abajo todavía? —preguntó al segundo.

—No, mi comandante —fue la respuesta.

—¿Cómo estaba la cosa por ahí abajo, jefe? —preguntó al de máquinas.

—Mal, mi comandante. Había más de un metro de agua en la sala de motores cuando salimos —contestó jadeante—. Nos vamos al fondo sin remedio, como una piedra.

Efectivamente, la escora iba en aumento paulatinamente, y la popa se hundía cada vez más. De allí a poco, empezaron a salir por la escotilla gases blanquecinos, que irritaban fuertemente la garganta y hacían toser. El agua de mar había llegado a la batería de acumuladores, dando lugar a desprendimientos venenosos de ácido clorhídrico y cloro. Vázquez dio orden de cerrar rápidamente la escotilla.

Mientras tanto, el patrullero se había ido acercando, sin dejar de apuntar al submarino con todas sus piezas y ahora, a corta distancia, se disponía a arriar un bote para recoger, previsiblemente, a los supervivientes.

—Todo el mundo al agua —ordenó Pablo, pues las olas lamían ya la parte de popa de la torreta.

La gente, con los chalecos salvavidas puestos, se arrojó al mar y empezó a nadar en dirección al bote. Algunos marineros llevaban a remolque a los heridos más graves, con la camaradería peculiar de la gente de mar.

Al quedar solo en la torreta, Vázquez se volvió hacía el comisario político, comprobando que estaba muerto. Su cara, cubierta por una espesa barba negra, se hallaba petrificada en una mueca mezcla de odio, dolor y rabia verdaderamente espantosa, que Pablo había de tardar algún tiempo en olvidar.

Se puso con trabajo un chaleco salvavidas y arrojó al agua otros dos más, que estaban en la torreta, por si alguien podía servirse de ellos. Ya no quedaba nadie más que él a bordo, e intentó bajar a cubierta para echarse al mar; pero no pudo a causa de su brazo malherido. El «C-10» sufrió un estremecimiento y la proa comenzó a levantarse fuera del agua, mientras la popa se hundía a gran velocidad.

Sin pensarlo más, Pablo se arrojó al mar desde la torreta. Al chocar con el agua, el hombro le dio una tremendo planchazo haciendo que su rostro mostrara un súbito gesto de dolor que se calmó rápidamente, más preocupado como estaba en poner agua de por medio entre él y el que hasta ahora había sido su barco.

—Debo tenerlo bastante mal —murmuró entre dientes confusamente, e intentó alejarse del submarino nadando solamente con el brazo derecho y las piernas. Al enfriársele la herida del hombro, al contacto con el agua de mar, le comenzó a doler horriblemente.

Las olas le hicieron tragar dos o tres buches de agua salada, por lo cual se volvió de espaldas a la dirección en que iba nadando y, al hacerlo, vio de nuevo al submarino cuyo comandante había sido hasta algunos momentos antes.

El sumergible tenía tan sólo unos veinte metros de la proa fuera del agua, formando un ángulo de más de cuarenta y cinco grados con la superficie del mar. Fue hundiéndose poco a poco, al tiempo que iba tomando la posición vertical. Cuando únicamente quedaban a flote unos cinco metros, se fue a pique rápidamente, entre enormes burbujas de aire, quedando sólo una gran mancha de combustible y aceite para señalar el lugar del hundimiento.

Pablo miró a su alrededor. El bote del patrullero estaba recogiendo a los náufragos y se hallaba a muy poca distancia de él. El barco se había acercado aún más, y también se encontraba pescando a gente del agua.

Vázquez sintió como sus fuerzas le iban abandonando rápidamente, notándose impotente por hacer algo. No se encontraba con ánimos para llegar a nado hasta el bote. Intentó gritar, para atraer la atención de los que iban en él, y sólo consiguió emitir un débil gemido, que apenas llegó a sus propios oídos. Evidentemente se encontraba al borde del desfallecimiento sin energías para nada.

Pero, afortunadamente, le habían visto desde el bote, que se acercaba ya a él. ¡Se había salvado! ¡Sí, salvado! Pero tan agotado y dolorido estaba que la idea le dejaba casi indiferente.

Pronto estuvo el bote a su lado. Vagamente trató de decir a los que lo tripulaban que tuvieran cuidado con su hombro herido; pero sólo consiguió proferir un balbuceo ininteligible. Unos fuertes brazos le agarraron firmemente por las axilas, causándole un dolor intolerable que le hizo perder el conocimiento.