Tres días más tarde, al amanecer, el «C-10», después de pasar el estrecho de Gibraltar, se hallaba apostado al sudoeste de Cádiz para, según rezaba su orden de operaciones «Impedir el transporte de tropas desde África a la Península, atacar el tráfico mercante enemigo en esas aguas y, si la ocasión se presenta, torpedear y hundir a cualquier buque de guerra faccioso».
El viaje se había desarrollado sin incidentes, navegando el barco en inmersión durante el día, a partir de la segunda jornada de crucero, evitando así el poder ser delatados por la aviación de reconocimiento enemiga. Al caer la noche, amparados por la oscuridad, subían a la superficie con el fin de recargar sus baterías ayudados por sus motores diesel. El plan de operaciones confiaba mucho en la sorpresa para favorecer la actuación del submarino.
Pablo, por más que se había devanado los sesos, no había logrado dar con ninguna idea satisfactoria para el fin que se proponía, y seguía resuelto a aprovechar la menor oportunidad que se le presentase.
La mar estaba en calma y el calor en el interior del submarino, que se mantenía en inmersión con el periscopio fuera del agua, era sofocante. Pablo se turnaba con don Manuel y un cabo de primera en el periscopio; pero había dado orden de que se le avisara en cuanto se avistase cualquier barco o nube de humo. El primer día sólo vieron tres mercantes ingleses, dos franceses y otros dos italianos.
Al caer la noche, el «C-10» salió a la superficie para renovar el aire y poder cargar sus baterías de acumuladores, algo bajas de energía tras el esfuerzo realizado durante el día. El cielo empezó a encapotarse y, gradualmente, acabó quedando totalmente cubierto. La noche, con su opaco manto de nubes y sin estrellas, estaba oscura cual bolsa de petróleo.
Poco después de las once se avistó una luz en el horizonte, hacía el sudoeste, y Pablo ordenó maniobrar para acercársele, navegando, como era lógico, completamente apagado. Al estar suficientemente próximo, se comprobó que se trataba de un mercante italiano —a Dios gracias, pensó—, por lo cual lo dejó pasar sin que el otro hubiese advertido tan siquiera su presencia.
A las doce tuvo lugar el cambio de guardia; pero Pablo decidió continuar en la torreta, en vez de mandar aviso a don Manuel para que le relevara. El cielo continuaba cubierto y una brisa del sudoeste comenzaba a levantar algo de marejadilla. Todo continuaba en tinieblas y silencioso, pues los oídos del personal del «C-10», acostumbrados al continuo ruido de los motores y al rumor producido por la mar al golpear el casco, no percibían ya estos sonidos.
De pronto asomó la luna por un desgarrón entre las nubes, iluminando con su lívida luz la superficie del mar, y a Pablo le dio un vuelco el corazón. A unos tres mil metros del submarino navegaba un gran mercante negro, con todas las luces apagadas. Evidentemente se trataba de un barco nacional. ¿Qué pasaría si lo veían los serviolas? Miró hacía ellos de reojo; pero afortunadamente su atención estaba dirigida hacía la parte opuesta del horizonte.
Si alguien, además de él, veía ese barco, tendría que maniobrar para atacarlo y, decidido como estaba a no ocasionarle daño alguno, la cosa podría ponerse francamente fea.
Pero, casi inmediatamente, la luna se ocultó de nuevo y las tinieblas volvieron a adueñarse de la inquieta superficie del mar. Pablo respiró más tranquilo y ordenó cambiar el rumbo, dando la popa al mercante para alejarse de él lo antes posible.
Si esto continua durante mucho tiempo —pensó sonriendo interiormente— van a tener que llevarme a un sanatorio para enfermos nerviosos. Tendría gracia que me ocurriera eso precisamente a mí.
De allí a poco mandó despertar al segundo y, una vez éste le hubo relevado en la torreta, bajó a su camarote a descansar.
Poco antes del amanecer, el «C-10» se sumergió de nuevo, quedando otra vez en posición de acecho. Pasaron varios mercantes extranjeros y uno nacional; pero tan lejos este último que era imposible intentar una maniobra de ataque. A pesar de ello Pablo, para demostrar su buena voluntad, lo siguió durante algún tiempo, mientras pedía al cielo que el otro no fuera a tener la ocurrencia de cambiar de rumbo, pues en tal caso, posiblemente se vería obligado a atacarle.
Sobre las doce y cuarto se avistó un buque de guerra. Inmediatamente Pablo se situó en el periscopio y, media hora más tarde, reconocía sin lugar a dudas al crucero nacional «Almirante Cervera», que navegaba a unos quince nudos, casi proa a él.
—Es un crucero inglés tipo «E» —observó—. Hoy estamos de mala suerte —y como su mirada se cruzara en ese momento con la del comisario político, continuó—. ¿Desea usted echarle un vistazo?
Estaba seguro que el otro no sabría reconocer al barco, que no arbolaba bandera alguna, pues en los días que llevaban de navegación había podido comprobar que era un completo ignorante en cuestiones marineras.
El comisario le echó una mirada de desconfianza, un poco sorprendido por el ofrecimiento; pero lo aceptó encantado y estuvo mirando un rato. Al terminar comentó:
—Qué barco más estupendo. Si tuviéramos unos cuantos como ése podríamos ganar la guerra en unas cuantas semanas.
Vázquez se sonrió interiormente y, en seguida, tras de echar una última ojeada al «Cervera», ordenó calar el periscopio. No tenía ganas de que el crucero lo avistará y se le echase encima… al menos no por ahora.
Durante toda la tarde el «Cervera» se mantuvo a la vista con intermitencias, y Pablo hubo de estar sobre aviso para que ni don Manuel ni el cabo primero, que hacía las veces de oficial, pudieran ver al crucero a corta distancia.
Una vez se hubo retirado a su camarote, anotó en una agenda de bolsillo las horas y situaciones del «Cervera», así como el avistamiento del mercante de la noche anterior, con una idea vaga de que, tal vez, le fueran de utilidad más adelante. No cometió la imprudencia de efectuar las anotaciones en claro, ni tampoco en la fecha correspondiente, sino que las apuntó en páginas del final utilizando una clave sencilla, la fecha de su nacimiento. Estaba seguro de que nadie a bordo sería capaz de descifrarla.
Si, por alguna circunstancia imprevista, alguien de la dotación veía aquella libreta, podría dar cualquier explicación, más o menos verosímil, para lo de la clave; pero si la hallaban encima con las anotaciones en claro, todo habría acabado para él.
Al terminar su tarea, en la última página de la agenda aparecía escrito lo siguiente:
Seguían tres textos más, hasta llenar más de una página con aquellas letras y cifras cabalísticas, que nada significaban para quién no estuviera en el secreto de la clave criptográfica.
La noche transcurría sin incidente alguno, en superficie, cargando las baterías, y a la mañana siguiente el «C-10» volvió a hacer inmersión. De allí a poco pasaron algunos mercantes extranjeros y una flotilla de destructores ingleses, camino de Gibraltar; pero a las diez de la mañana se avistó el mercante nacional «Cabo Machichaco», que Pablo dejó pasar diciendo a sus subordinados que se trataba de un barco griego, aunque pudo reconocerlo perfectamente. Cuando estaba casi fuera de vista se fue a su camarote y anotó cuidadosamente en la agenda cifrada el nombre del barco, la situación, el rumbo, la velocidad y la hora: las once y media.
El tiempo era magnífico y la mar estaba como un plato. El submarino navegaba a pequeña velocidad, con don Manuel en el periscopio; sólo se oía el leve zumbido de los motores eléctricos y el ruido intermitente característico de los timones de profundidad, al ser accionados.
De pronto, una tremenda explosión conmovió a todo el barco. La luz vaciló unas cuantas veces, pareciendo que iba a faltar; pero volvió a lucir. Pablo, que continuaba en su camarote, se precipitó a la cámara de mando, ordenando:
—Todo a bajar. Avante toda. Todo el mundo a proa.
Evidentemente habían sido descubiertos y bombardeados por un avión nacional. Pablo miró a su alrededor, viendo la ansiedad reflejada en las caras de los demás. El rostro del comisario político tenía un tinte verdoso; pero ahora no era debido al mareo, como en los dos primeros días de navegación. No es que fuera el comisario un hombre carente de valor; pero aquella no era su forma de luchar. No estaba acostumbrado a ella y, evidentemente, la perspectiva de morir ahogado como una rata no le hacía gracia alguna.
La aguja del manómetro de profundidad empezó a subir: doce metros, catorce, diecisiete…
Al estar a veinte metros se produjo otra explosión, si bien algo más lejana. Instintivamente iba Pablo a hacer un chiste, a decir algo, cualquier cosa, para tranquilizar a la gente, cuyos ojos sentía fijos en él; pero se contuvo. No le vendría mal, para sus fines, que la dotación se asustase y desmoralizase. De un hombre asustado se pueden conseguir muchas cosas y, por ello, permaneció en silencio, mientras la aguja del manómetro continuaba subiendo: veinticinco metros, treinta…
A los cuarenta mandó contrarrestar la tendencia a bajar, quedando el barco parado a los cincuenta metros, cuya profundidad ordenó mantener.
En vez de tomar la cosa a la ligera, Pablo comentó a don Manuel:
—Vaya, ahora nos han descubierto y habremos de andarnos con muchísimo cuidado.
Se lo dijo en voz baja, como si las palabras estuvieran dirigidas sólo a él; pero, en realidad, estaba hablando para que le oyera el timonel de profundidad, que se hallaba cerca de ambos. Las palabras del comandante no tardarían en ser conocidas por la dotación completa, con toda clase de suposiciones y exageraciones. Bien. Eso les daría algo en que pensar.
No volvieron a escucharse nuevas explosiones. Evidentemente, el aparato que les había atacado, o no llevaba más que dos bombas, o les había perdido la pista después de desaparecer el remolino causado por el submarino al bajar.
El «C-10» no mantenía bien la profundidad, señal patente de que los encargados de los timones horizontales se hallaban bastante nerviosos y eran un tanto inexpertos. En una ocasión el barco descendió hasta sesenta y cinco metros y Pablo no desaprovechó la oportunidad para exclamar, en voz innecesariamente alta:
—A ver si tenemos cuidado, caramba. ¿Es que queréis que no salgamos ninguno con vida de aquí?
Como puede suponerse, estas palabras del comandante no contribuyeron, precisamente, a calmar los nervios de la dotación.
Después de permanecer a gran profundidad unas tres horas, Pablo ordenó volver a cota periscópica, para poder seguir observando la superficie del mar.
Al asomar furtivamente el periscopio, no vio trazas de barco ni avión alguno; pero al poco rato descubrió hacía el oeste una nube de humo que se fue acercando paulatinamente, hasta convertirse en un hermoso y rápido mercante que, cosa extraña en tiempo de guerra, arbolaba el pabellón rojo y gualda.
—Es un francés —dijo Pablo—. Tendremos que dejarlo pasar.
El comisario político estaba allí a su lado. Todavía no se había repuesto completamente del susto y, sin malicia alguna por su parte, probablemente sólo con el deseo de tranquilizar sus nervios, suplicó a Pablo:
—Comandante, déjeme echarle una ojeada.
El mercante, en ese momento, desfilaba a unos quinientos metros de distancia, con la bandera perfectamente visible y el nombre, «Monte Orbea», pintado en la amura en grandes letras blancas.
Con objeto de ganar tiempo, Pablo recurrió al engaño:
—Un momento —dijo—. Voy a calcular su rumbo relativo para asegurarme que no se nos viene encima. Anote, don Manuel —y empezó a dar datos al azar, para resolver un problema imaginario, mientras su cerebro trabajaba activamente, buscando el medio de salir del paso sin despertar las sospechas del comisario.
—No hay cuidado, la marcación varía —dijo al poco rato—. Voy a echar un último vistazo alrededor —y comenzó a girar el periscopio lentamente. De pronto quedó parado, como atónito, y miró atentamente por el ocular. No había nada absolutamente en su campo de visión que pudiera reclamar su atención, tan sólo cielo y mar.
—¡Avión a la vista! ¡Todo a bajar! ¡Avante toda! —exclamó al tiempo que calaba precipitadamente el periscopio.
Seguidamente, para aumentar aún más la confusión, ordenó:
—Todo el mundo a proa —y la gente que no cubría un puesto indispensable se precipitó corriendo hacía la cámara de torpedos de proa.
Al llegar el barco a los cincuenta metros mandó mantener la profundidad, y se enjugó el sudor que perlaba su frente. A su alrededor, el alivio empezaba a substituir a la ansiedad en los rostros de la gente.
—Esta vez, parece ser que no nos han visto —comentó Pablo a don Manuel—. De buena nos hemos librado.
En esto apareció el comisario político, en cuyo semblante se reflejaba aún el espanto contenido, y Vázquez añadió:
—Seguramente el cabrón que nos atacó antes ha dado el chivatazo, y han mandado a este otro para acá, a ver si acaban con nosotros.
—Pues sí que es una bonita perspectiva —comentó con decisión el comisario, al que sin duda no le sentaba nada bien aquello de estar encerrado en el interior de una lata de acero y sin poder hacer nada.
Por enésima ocasión Pablo pensó que Álvarez era el comisario político perfecto. Su tono de voz siempre sonaba enérgico —aun en casos como éste— y su estado de ánimo resultaba a menudo demasiado afectado. Verdaderamente, era un personaje temible.
Evidentemente, por el momento, el hombre se había tragado el cuento; pero ¿qué pasaría cuando se le pasara el susto y reflexionara sobre lo ocurrido?
Pablo estaba convencido de que la sombra de la sospecha no tardaría en aparecer. De modo que había que agarrarse a la primera oportunidad que se presentara, aunque ésta lo hiciera bajo el aspecto de clavo ardiendo, es decir, aun a costa de perder el barco. Así pues, había que andarse con más cuidado que nunca, a pesar de que el comisario, como los demás miembros de la dotación, se daba cuenta de lo mucho que dependían del comandante.
Sí, su ascendencia moral sobre la gente había subido mucho aquel día, cuando todos le vieron sereno, tomando decisiones rápidas, ante el peligro. Si se le iba a presentar una oportunidad para llevar a cabo su plan, cuanto antes fuera, mucho mejor.
Sin embargo, decidió no volver a asomarse a la superficie hasta que no se hubiera hecho de noche. Por hoy ya estaba bien la cosa y, de todas formas, eran ya las cinco de la tarde. Falto de lugar apropiado para posarse en el fondo, Pablo ordenó mantener treinta metros de profundidad y se retiró a su camarote. Pensaba dormir hasta las diez, para poder estar luego en la torreta hasta tarde, sin cansarse demasiado. Tenía que reservar sus fuerzas para el momento final.
Pero, antes de acostarse, el nombre de «Monte Orbea» fue a unirse a lista de los que ya había en las últimas páginas de su agenda, en aquel galimatías de letras y números, aparentemente indescifrable.