Capítulo IX

A la caída de la tarde, después de pasar de nuevo por la Generalidad a recoger su nombramiento de comandante, Pablo se encontraba en un coche, que las autoridades militares habían puesto a su disposición, con las credenciales en un sobre, camino del puerto para tomar el mando del submarino. Sería aquella una extraña ceremonia de toma de posesión, sin nadie que le entregara el barco y vestido de paisano como iba, pues no había tratado siquiera de recuperar su equipaje. Hubiera sido demasiado peligroso.

Le habían dicho que a bordo estaban ya avisados de su llegada, así que le estarían esperando. Al acercarse al «C-10», sus emociones eran un tanto confusas: por fin era comandante de un submarino, lo que tantas veces había ambicionado a lo largo de su vida; pero ¡en qué circunstancias! Sonrió amargamente y pensó que este destino, que en cualquier otra ocasión le hubiese encantado, le dejaba ahora absolutamente frío. Por si no fuera suficientemente adversa la situación, en su interior sufría mucho —era superior a él y no podía evitarlo— por todo lo que estaba ocurriendo a su alrededor: se encontraba profundamente apenado por ver la necedad del ser humano, totalmente incapaz de arreglar sus diferencias por medio de la razón y de manera pacífica y civilizada. ¡En fin! esto parecía no tener solución de momento o al menos ésta no se hallaba al alcance de sus manos. Debía poner los pies en tierra y tratar de llevar a cabo, por lo menos, la misión que a sí mismo se había encomendado. Por si todo esto fuera poco, había que añadir a sus padecimientos la tremenda añoranza que sentía por María, por su familia, por sus amigos…

Como es lógico, con todo este pesar, Pablo no experimentó emoción alguna al pisar por primera vez la cubierta de su barco… ¡Su barco!… y en ese momento recordó lo que tenía que hacer con él. Sí, estaba allí para entregar el submarino a los nacionales, una empresa mil veces más arriesgada que un simple crucero de guerra en submarino y, como siempre, la sensación de riesgo alejó la indiferencia que sentía. Allí había algo que él tenía que hacer. Una meta clara por la que luchar. Algo más por lo que sentirse vivo. Pero algo muy peligroso, y había que empezar a hacerlo desde aquel preciso momento, sin demora. Cuanto antes, mejor.

En cubierta le esperaban su segundo —un suboficial submarinista— y el comisario político, con el que habría de compartir el mando en todo lo que no fuera estrictamente profesional.

Pablo conocía al suboficial, que había estado con él en la flotilla de submarinos, un tipo gris, poco brillante, sin personalidad, cumplidor de su deber, pero sin inteligencia ni iniciativa alguna. Seguramente estaba en aquel bando como hubiera podido estar en el de enfrente; sólo porque sí, no por convicción. Había caído allí, y resultaba más cómodo dejarse llevar por las circunstancias, sin tener que tomar decisiones sobre cosas cuyo alcance no comprendía. ¿Cuántas personas se hallarían en ésa misma situación, independientemente del bando donde se encontraran?

Pero todo esto sólo lo pensó Pablo de forma confusa, durante una fracción de segundo, pues inmediatamente toda su atención se concentró en el otro tipo que tenía delante y al que veía, a Dios gracias, por primera vez en su vida: el comisario político.

Al mirarlo se dijo que nunca se había encontrado ante un hombre tan repulsivo en toda su vida. Era alto, fuerte y grueso, llevaba los brazos remangados y la camisa desabrochada, mostrando sus antebrazos fuertes y velludos, y el ancho pecho, cubierto de un espeso vello negro. Hacía varios días que no se había afeitado y llevaba una gorra extraña, con una estrella roja de cinco puntas, muy echada hacía atrás sobre la revuelta pelambrera. Pero eran sus ojos, sin duda, lo que más atraían la atención. Juntos y hundidos, había en ellos una expresión tal de crueldad y desconfianza que, unidos al brillo inteligente de los mismos, hizo que Pablo sintiera un ligero cosquilleo en la nuca.

Con aquel tipo a bordo, evidentemente listo dado el cargo que ocupaba, le iba a ser muy difícil llevar a cabo su plan; también comprendió que resultaría inútil intentar atraérsele para adormecer sus sospechas. Si obraba así, sólo conseguiría despertarlas aún más… y desde aquel momento determinó la línea de conducta a seguir con él: le haría ver, siempre que pudiera, que el comandante allí era el teniente de navío Vázquez, y se lo demostraría de la forma más molesta y desagradable posible. Tal vez así el otro creyera que obraba de buena fe. En caso contrario, pensaría, no se atrevería a enfrentarse tan abiertamente con él.

Ignorando al comisario —como parte estratégica de su plan recién ideado—, Pablo se dirigió al suboficial, al que alargó la mano:

—¿Cómo está usted, don Manuel? Me alegro mucho de que volvamos a estar juntos.

El otro le sonrió y se esponjó visiblemente mientras estrechaba su mano.

—Pues ya lo ve, don Pablo, vamos tirando —de pronto pareció sentirse molesto, y echó una mirada de reojo al comisario, el cual parecía no permitir que nadie se olvidara de quien era y cual era su función allí—. Don Pablo, déjeme que le presente al comisario político de a bordo, el camarada Juan Álvarez.

—Encantado, camarada —dijo el aludido adelantando su mano, aunque sus ojos decían todo lo contrario.

Vázquez lo miró fríamente mientras le estrechaba la diestra, húmeda y resbaladiza de sudor, pero dura y fuerte.

—Comandante para usted, como para los demás —contestó y, antes de que el otro, furioso, pudiera encontrar una réplica adecuada, se dirigió de nuevo al suboficial, que parecía estar anonadado y sin comprender muy bien lo que allí pasaba.

—¿Cuántos días tardaremos en estar listos para salir, don Manuel? —le preguntó con deferencia—. El Gobierno quiere que sea lo antes posible. Tenemos órdenes concretas al respecto y parece ser que hacemos mucha falta allá abajo, en el Estrecho —aclaró Pablo.

—Verá, mi comandante, estuve hablando con el jefe de máquinas poco antes de llegar usted y me dijo que, por su parte, en cuanto se complete el relleno de combustible y agua. De víveres no andamos muy bien que digamos, y hace ya más de una semana que no se trae el fresco. Además, tenemos mucha gente en tierra. Desde que… bueno, ya sabe usted, resulta muy difícil mantener la disciplina, y hay muchos que no vienen siquiera a dormir a bordo con el pretexto de tener familia en la ciudad.

Esto último no hizo ninguna gracia a Pablo. Lo más conveniente para su plan, por todos los conceptos, era hacerse a la mar cuanto antes, y he aquí que ahora resultaba que el barco estaba medio vacío.

Continuó hablando con don Manuel acerca de los torpedos, municiones y demás detalles técnicos del buque; estado de entrenamiento de la dotación, y otras cuestiones en las que el comisario no podía intervenir, pues no entendía ni una palabra de ellas, hasta que, al cabo de un rato, Álvarez se marchó furioso, no sin echar antes una mirada malévola al nuevo comandante.

Casi al momento llegó el jefe de máquinas —otro suboficial, desconocido para Pablo— que estuvo hablando con él unos minutos sobre el estado de los motores y otras cuestiones de orden técnico, sin sacar ninguna impresión particular del individuo.

Entonces se dirigió de nuevo a don Manuel.

—Segundo —nuevo esponjamiento de éste—, voy a llegarme a la Generalidad a dar cuenta del estado en que he encontrado el barco y a pedir el relleno de combustible, agua y demás pertrechos. Trataré de conseguir que nos manden víveres frescos lo antes posible y solicitaré ayuda para traer de nuevo toda la gente a bordo. Nadie, absolutamente nadie —recalcó—, debe abandonar el barco hasta que yo vuelva, y si llega algún marinero habrá de permanecer a bordo también. Tengo intención de salir a la mar lo antes posible, de acuerdo con las instrucciones recibidas, y, como es obvio, no podremos hacerlo sin gente.

* * *

Larga a popa. Toda la caña a estribor. Avante despacio babor… Larga el largo de proa.

Dócilmente, como un caballo de pura sangre obedece a la presión experta de las riendas que ejerce su jinete, el «C-10» empezó a apartarse del muelle, siguiendo las órdenes de Pablo.

—Para… Larga el «spring»[2] de proa… Caña a la vía… Atrás despacio las dos… —y el barco se separó de tierra, moviéndose hacía atrás, para revirarse en el centro del puerto. Luego, navegando ya avante, fue desfilando ante las numerosas almadías[3] de los viveros de mejillones, característicos del puerto de Barcelona. Eran las once de la noche del siete de agosto.

Durante los últimos diez días, Pablo había trabajado como un negro, ocupándose de los mil detalles necesarios para que el barco pudiese salir, y al fin lo había conseguido. Faltaban algunos miembros de la dotación; pero eso no importaba demasiado. Lo esencial era que el submarino se hiciese a la mar, antes de que algún acontecimiento imprevisto echase a rodar todo el plan que tan afanosamente había fraguado.

Las luces roja y verde que marcaban la entrada del puerto se encendían y apagaban, como en un entrañable gesto de despedida. El firmamento se encontraba completamente tachonado de estrellas que parpadeaban en su solitaria y silenciosa lejanía. Ya en franquía, Vázquez ordenó dar avante toda, y a poco el barco recibió el primer embate de la mar, ligeramente rizada por una brisa de Levante, empezando a mecerse suavemente.

—Segundo. Mande tocar retirada de babor y estribor de guardia y primera guardia de mar.

Poco después ordenó Pablo meter algo más a estribor, quedando el rumbo doscientos, hacía el sudoeste, en dirección al Estrecho. La luna brillaba por la amura de estribor, iluminando la escena con su luz plateada, y Pablo escuchaba pensativo el ruido familiar producido por la mar en los orificios de la libre circulación del submarino. Era igual que en las maniobras, en tiempo de paz, con la diferencia de que ahora estaba en juego, no ya su reputación como oficial de Marina, como había ocurrido durante las maniobras, sino su honor, su propia vida y las de los demás miembros de la dotación del «C-10» que, aunque estuvieran en el otro bando, no dejaban de ser vidas dignas de toda consideración, y por ello haría todo lo humanamente posible para conservarlas.

A pesar de lo avanzado de la hora, Vázquez permaneció en la torreta. Estaba francamente cansado; pero sabía que con la excitación que sentía no le sería posible dormir. Además, necesitaba pensar, y el aire fresco de la madrugada le despejaría el cerebro. Sí… había que pensar… Había que andarse con mucho cuidado si quería tener éxito en su empresa. Aquel comisario político de talante permanentemente alerta… Pablo sabía que no sentiría la menor vacilación en arrojarlo por la borda a la menor sospecha. No sólo no tendría escrúpulos, sino que se alegraría de tener que hacerlo. No hacía falta ser un gran psicólogo para comprender eso y debido a cómo lo había tratado desde que se conocieron, seguro que le habría dado suficientes motivos para llevarlo a cabo. Bastaba con haberle mirado una vez a la cara… y, sí como dice el dicho, la cara es el espejo del alma, este alma debía estar repleta de oscuros sentimientos.

Pero, sin embargo, él estaba resuelto a que el «C-10» no regresara jamás a la zona republicana. Sí, su decisión estaba tomada; pero ¿cómo llevarla a cabo? No lo tenía claro aún… Sería ¿varando el submarino? ¿Haciéndose embestir, bajo el agua, por cualquier barco? ¿Llevando a cabo una falsa maniobra de inmersión, dejando que el barco llegase a gran profundidad para que la presión del agua los aplastara?

Con esto, sobre todo de las dos últimas formas, no le sería posible ni salvar su vida ni la de los demás y, en lo que concernía a él, deseaba continuar viviendo y hacer todo lo posible para que los otros también conservaran sus vidas. Por lo tanto, decidió no recurrir a ellas sino en último extremo.

¿Podría simular una avería importante en el gobierno de profundidad para sacar el barco a flote a la vista de alguna unidad nacional? Era muy difícil, sin contar con un cómplice entre los miembros de la dotación y según parecía —al menos por el momento—, no podría confiar en nadie. No, definitivamente, tendría que arreglárselas él solo.

Continuó pensando largo rato, sin que se le ocurriera ninguna solución satisfactoria. Por fin, decidió dejar que los acontecimientos siguieran su curso natural. Ya vería. Tal vez se le presentara una oportunidad imprevista, ¿quién sabe?; lo que hacía falta era estar listo para aprovecharla en cuanto surgiese. Dejó de exprimirse los sesos por el momento dándose cuenta entonces de que empezaba a amanecer.

—Mucho cuidado, muchachos —advirtió a los serviolas—. Abrid bien los ojos, no vayamos a tener a alguien por ahí cerca. Si es así, tenemos que verlo antes de que él nos vea a nosotros.

Media hora más tarde, como quiera que fuese día claro, ordenó llamar a don Manuel y, dejándole encargado que le avisara en cuanto se avistase la menor traza de buque o avión, se retiró a su camarote, cayendo casi instantáneamente en un sueño inquieto, poblado de pesadillas.

Soñó cosas extrañas. Primero que comandaba un destructor a la caza de un submarino, debatiéndose en medio de una impresionante tormenta, donde las olas comenzaban a coronarse de blancas crestas que rompían contra las amuras de su barco. La espuma empezó a bañar el castillo, más tarde algunos rociones llegaron ya al puente y, después, hasta las chimeneas, las cuales, calentadas como estaban casi al rojo por el elevado régimen de marcha, se fueron cubriendo paulatinamente de finos cristales de sal, blancos y relucientes que acabaron por formar una espesa capa que, con el peso, se partió y le cayó en la cabeza produciéndole heridas. Vio poco después submarinos que bajaban, bajaban a abismos insondables, y no subían ya más. Más tarde era la cámara de mando llena de agua, con una gran brecha en un costado, y los peces comiéndose los cadáveres descarnados del comandante y toda la dotación del sumergible. Luego fue el ruido de las hélices de un destructor que se le venía encima y, a la sacudida que produjo la embestida, se despertó bañado en un sudor frío.

Se maldijo a sí mismo por imbécil e impresionable y volvió a dormirse. Esta vez, se le apareció en sus sueños la imagen de María…