Capítulo VIII

Una semana más tarde Pablo estaba aún en casa de la señora Rius. El Movimiento había fracasado en toda Cataluña y Vázquez, por más que se devanaba los sesos, no lograba hallar el medio de pasarse a la zona nacional. Su primera idea había sido hacerse con un coche y escapar con él por la frontera de Francia; pero hubo de desecharla en seguida pues las carreteras estaban siendo estrechamente vigiladas y resultaba evidente que no hubiera podido llegar muy lejos.

Por otra parte, no había tenido en Barcelona ningún encuentro desagradable, si bien se había visto obligado a asistir impotente al saqueo e incendios de los templos, así como a presenciar los mayores desmanes y atropellos cometidos por las turbas en su afán de revanchismo mal entendido. Lo más crudo de la naturaleza humana se imponía a la razón sin remedio.

Su patrona aún no le había perdido por completo el miedo, aunque ya no temblaba como una azogada cada vez que él le dirigía la palabra, como lo hacía al principio. Procuraba a toda costa que sus nietos, una niña y un niño de unos nueve y siete años, respectivamente, no tuvieran, a ser posible, contacto alguno con él.

Aquella mañana sonaron recios golpes en la puerta y, cuando la señora fue a abrir, vio con espanto por la mirilla que se trataba de tres milicianos de aspecto patibulario, armados con fusiles y pistolas y con pañuelos rojos al cuello.

—Abran la puerta. Venimos a realizar un registro.

Momentos después los tres hombres habían entrado en la casa y comenzaban a escudriñarlo todo, sin el menor miramiento. En verdad era gente mala, de la peor clase; gente de la que se puede uno encontrar en los barrios más bajos de cualquier ciudad del mundo, claro exponente no ya del bando contrario, sino de unos vulgares rateros venidos a más sacando partido en medio de la confusión generada en unos momentos tristes y difíciles.

La señora Rius, apoyada en la pared, asistía más muerta que viva al destrozo de su mobiliario, sin osar hacer observación alguna, cuando uno de los milicianos le dirigió la palabra:

—¿Cuántas personas viven aquí?

Antes de que la pobre mujer pudiera responder, se oyó una voz sonora que preguntaba a su vez:

—¿Qué es esto, camaradas? ¿Qué venís a buscar aquí?

Algo había en el tono de aquella voz que hizo a los tres intrusos cesar en su registro y volverse a mirar al que hablaba. Pablo había entrado en la habitación con la camisa arremangada, desabotonada hasta medio pecho y la pistola al cinto. Con su barba de ocho días, su aspecto no tenía nada que envidiar al de los otros tres hombres. Antes de que estos se repusieran de su sorpresa, el recién llegado continuó:

—Soy el camarada Francisco Pons, de la CNT de Tarragona.

—Perdona, camarada, no sabíamos que hubiera nadie del partido aquí. Vinimos a efectuar un registro… ya sabes.

—Llevo ya unos días alojado en esta casa, y os aseguro que no hay nada que buscar aquí, camaradas.

Pablo hablaba sin alzar la voz; pero en un tono que no admitía réplica. El de una persona acostumbrada a mandar y a que sus órdenes sean cumplidas sin vacilaciones ni preguntas.

—Bien, si tú lo dices…

—Así es, camarada. No te quepa la menor duda.

Sin darse perfecta cuenta de lo que ocurría, los tres milicianos se encontraron de pronto en la puerta, mientras Pablo les despedía afablemente con el puño en alto y una sonrisa un tanto irónica en los labios.

—Salud, camaradas.

Le contestaron con un «salud» algo malhumorado y se fueron por donde habían venido. Después de todo, pensaron, en Barcelona no faltaban otras casas en las entrar para saquear.

—No sabe usted cuanto le agradezco el que hiciera que se fueran esos hombres, quiero decir, esos camaradas —dijo la señora Rius en cuanto se hubieron marchado—. Estaban destrozándolo todo y dicen que luego se llevan…

Pablo la interrumpió algo secamente:

—No haga usted demasiado caso de todo lo que se dice —y, echándose el fusil al hombro salió de la casa dando un portazo, considerando este mutis como el más apropiado a su papel de miliciano.

* * *

Aquella misma tarde oyó hablar por primera vez de la presencia de unos barcos de guerra extranjeros en el puerto. Habían venido, alarmados por los rumores que corrían por casi todos los rincones del mundo acerca de los trágicos sucesos de Barcelona, para tratar de proteger a los súbditos de sus respectivos países que se vieron atrapados allí al comienzo de la contienda.

Unos cuantos afiliados a la FAI comentaban la visita en son de protesta. Pablo se quedó escuchando para ver si pescaba algo de verdadero interés:

—¿Qué han venido a buscar ésos aquí?, que se vayan de una vez por todas a su tierra, a inmiscuirse en sus propios asuntos, y nos dejen a nosotros en paz mientras solventamos nuestras diferencias.

—Sí, además nadie les ha llamado.

—Sólo faltaba que quisieran intervenir…

Pero para Pablo, aquella conversación fue un rayo de luz y de esperanza. ¡Barcos de guerra extranjeros! ¡Si pudiera subir a bordo de uno de ellos! Entonces se encontraría completamente a salvo, pues la camaradería existente entre los marinos de todos los países del mundo haría que no le desampararan. Buscaría la protección de un pabellón extranjero y así podría volver a la zona nacional.

Una hora más tarde llegaba al puerto de Barcelona, pudiendo comprobar la veracidad de lo que acababa de oír. Junto a uno de los muelles se divisaba la maciza silueta del crucero pesado inglés «London» y algo más allá la grácil figura de su congénere italiano «Fiume». También se hallaban en el puerto el crucero francés «Duquesne» y el acorazado de bolsillo alemán «Admiral Scheer». Parecía que oportunidades no le iban a faltar.

Pero al poco rato de vagar por allí, pudo darse cuenta de que su propósito de evadirse en uno de aquellos barcos no iba a resultarle nada fácil. Los anarquistas, deseosos de impedir a toda costa que sus víctimas se les escaparan de las manos, habían montado una estrecha vigilancia en torno a las unidades navales extranjeras, haciendo poco menos que imposible la entrada y salida en ellas, de cualquier persona ajena a la dotación de las mismas. Tal vez de noche, aprovechando la oscuridad, fuera posible llegar a nado hasta uno de los buques; pero sería una locura intentar nada en aquel momento.

Ya iba a retirarse del puerto, cabizbajo y desilusionado, cuando, atracado en uno de los muelles, descubrió la presencia de un submarino español: el «C-10». No había reparado en él anteriormente, debido a que su mente estaba obsesionada con los barcos extranjeros, y al pequeño tamaño del submarino en comparación con éstos; pero ahora, al verlo, una nueva idea cruzó como un rayo por su cabeza.

¿Y si pudiera tomar el mando de aquel submarino y de paso hacer que cayera en manos de los nacionales? La empresa, indudablemente, era arriesgada; pero su espíritu aventurero y su sentido del deber se la hacían aparecer extraordinariamente atractiva. En todo caso, se dijo, había que estudiar a fondo las posibilidades que esta nueva idea presentaba.

Estaba seguro de que, con el atuendo que llevaba y con su barba de ocho días, ningún miembro de la dotación del submarino sería capaz de reconocerlo, aunque hubiese embarcado anteriormente con él y, animado con esta confianza, se acercó al «C-10».

El buque, al menos a juzgar desde el exterior, parecía encontrarse en perfecto estado. Sólo un marino experto como Pablo hubiera podido descubrir en él pequeños, pero inequívocos, detalles de suciedad y abandono, señal cierta de que no había oficiales a bordo.

Confundiéndose con los curiosos que paseaban por el muelle, continuó largo rato escudriñando cuidadosamente el submarino de proa a popa, sin descubrir nada nuevo. Varios marineros saltaron a tierra y Pablo les fue siguiendo de lejos. Cuando tres de ellos se sentaron en la puerta de un cafetín cercano al puerto, él se instaló en una mesa a su lado y, sin llamar la atención, se puso a escuchar la conversación.

Por ella se enteró que el «C-10», tal y como había supuesto, se hallaba, efectivamente, sin mandos. La dotación se había amotinado en alta mar contra el comandante y los tres oficiales. Cogiéndolos por sorpresa, los habían encerrado en un camarote, regresando con ellos a puerto donde los habían entregado a las autoridades del Gobierno catalán. Dos de los oficiales habían resultado heridos en la breve refriega que tuvo lugar a bordo del submarino tras el motín.

A juzgar por las palabras de los marineros, posteriormente habían tratado que el «C-10» volviera a hacerse a la mar; pero la falta de oficiales capacitados para tomar el mando lo había impedido hasta entonces.

Así, pues, el Gobierno catalán, con toda seguridad, estaría deseoso de encontrar a alguien capaz de mandar el «C-10». La presentación de un teniente de navío submarinista les parecería como llovida del cielo. Seguramente le recibirían con los brazos abiertos… o tal vez no. Tal vez tuvieran ya información sobre su presencia en Barcelona y, alarmados por la falta de noticias, estuvieran tratando de averiguar su paradero para echarle el guante y meterlo en la cárcel o fusilarlo.

Pablo pensó que, al fin y al cabo, la vida está llena de riesgos y valía la pena intentarlo. Probablemente no encontraría otra ocasión como ésta en mucho tiempo para tratar de volver con su gente. Así pues, al día siguiente por la mañana, se presentaría a las autoridades, dando a conocer su verdadera personalidad y su calidad de oficial submarinista. Aquella noche tendría que pensar en una buena excusa para no haberse presentado antes.

El plan era aventurado, no cabía duda. A la menor sospecha de sus verdaderas intenciones se le fusilaría o le arrojarían por la borda sin más contemplaciones… pero más valía eso que recibir un tiro tratando de alcanzar a nado uno de los barcos de guerra extranjeros que había en el puerto… y con el botín que podría obtener, también merecía la pena arriesgarse. ¡Hacer que el submarino cayera en poder de los nacionales! ¡Si pudiera conseguirlo su regreso sería todo un éxito!

Aquella noche Pablo no se durmió hasta muy tarde y, cuando lo hizo, tenía ya completa la historia que pensaba contar al día siguiente. No tenía intención de presentarse a las autoridades de Marina, pues se había enterado que las funciones de comandante de Marina estaban siendo desempeñadas por un auxiliar del cuerpo de oficinas y que un capitán había tomado el mando de la Aeronáutica Naval. Efectuaría su presentación en la propia Generalidad. En aquellos tiempos agitados, probablemente este procedimiento, a todas luces antirreglamentario, no extrañaría demasiado… o, al menos, eso era lo que esperaba él.

Pensaba decir que su tren había sido detenido a mitad de camino al estallar el Alzamiento y que se había visto obligado a continuar viaje por sus propios medios, no habiendo podido llegar a Barcelona hasta casi una semana después de lo previsto. Además, había perdido el equipaje por el camino.

A la mañana siguiente, en lugar de su atuendo normal: pantalón, camisa, fusil y cartucheras, se puso una chaqueta y se ciñó la pistola al cinto. Llegó a la plaza de San Jaime, donde se encuentran el Ayuntamiento y la Generalidad y, después de echar una postrer mirada al cielo, sereno, de un azul intenso y sin una sola nube, tras llenar de aire sus pulmones para templar sus nervios que le cosquilleaban en el estómago como si tuviera un hormiguero dentro, se encaminó resueltamente hacía el palacio de la Generalidad. En aquel instante pensó que, a todas luces, lo que estaba haciendo equivalía a meterse en la boca del lobo.

* * *

Sólo cuando se vio otra vez en la calle, se atrevió Pablo a respirar de nuevo a sus anchas. Sin embargo, se dijo, era preciso reconocer que todo había sido mucho más fácil de lo que había temido en un primer momento. Al parecer, los señores de la Generalidad, se hallaban tan ansiosos de hacer la guerra, que el submarino se había convertido para ellos en una especie de obsesión. Por ello, al decir que era especialista en submarinos, todo habían sido facilidades e inmediatamente le ofrecieron el mando. Por lo visto, en aquellos momentos de euforia de separatismo e independencia, no se le había ocurrido a nadie pedir informes suyos a Madrid.

Pero resultaba evidente que no confiaban en él por completo, como lo probaba el hecho de que le hubieran nombrado un comisario político para a bordo. Se le explicó claramente que él sólo sería el comandante del «C-10» en lo referente a cuestiones de índole puramente militar o marinera. En todo lo demás, el comisario político debería y tendría que compartir el mando con él.

Pablo se vio obligado a aceptar esta condición, que tanto le repugnaba. Sin embargo, se dijo, en un crucero de guerra pocos serían los asuntos en los que el comisario pudiera intervenir.