La taberna en que se había metido estaba desierta. El propietario miró con cara asustada al entrar aquel miliciano, cubierto de polvo y de sangre. Se veía que había estado en lo más duro de la pelea… pero tenía cara de ser hombre de pocos amigos; más valía no preguntarle nada por si acaso. Con tal de que no se marchara sin pagar… aunque sería lo más probable. La mayoría de cuantos milicianos habían pasado por su establecimiento aquel día —menos mal que todavía no habían sido muchos— tomando en él lo que se les había antojado, se habían despedido luego con un «salud», todo lo más.
Pablo, mientras tanto, comía con ganas; pero distraídamente. Su cerebro estaba funcionando a todo gas, poniendo en marcha toda su maquinaria y dando siempre vueltas a la misma idea: ¿cómo diablos voy a salir de aquí? Su propósito en aquellos momentos, era pasarse a territorio ocupado por los nacionales; pero, por más que cavilaba sobre el asunto, no lograba encontrarle una solución factible de ser puesta en práctica.
¿Por la frontera de Francia? Seguramente las carreteras estarían muy vigiladas. Por lo pronto, tendría que quedarse a la expectativa uno o dos días, en espera de que las noticias sobre el Alzamiento en el resto de España se concretasen y se hiciesen más dignas de crédito. De esta manera, una vez conocida cuáles zonas ocupaban uno y otro bando, sabría a ciencia cierta hacia donde debería dirigir sus pasos. Después ya se encargaría de trazar el plan más adecuado para lograrlo.
De fuera llegaba de vez en cuando el ruido de algunos disparos, bastante lejanos; pero el tiroteo no era continuo sino esporádico. Evidentemente los combates habían terminado. La resistencia del Ejército quedaba rota en todas partes, aplastada materialmente por la enorme superioridad numérica de los revolucionarios.
De pronto sonaron voces roncas y discordantes en la calle, seguidas de una risotada y una espantosa blasfemia. La puerta se abrió, dejando paso a tres milicianos borrachos, armados con fusiles y pistolas, y ostentando sendos brazaletes de la FAI, los cuales entraron en el establecimiento, pidiendo vino a grandes voces.
El dueño se lo sirvió y ellos continuaron su bacanal, entre risotadas y bravatas, jactándose cada cual de las hazañas realizadas aquella mañana y de las que pensaban llevar a cabo en adelante. A Pablo le pareció, a juzgar por el estado en que se encontraban, que los tres no habían hecho otra cosa que beber durante todo el día.
Al poco rato uno de ellos reparó en Pablo, que no se había movido de su rincón y seguía comiendo, tranquilo en apariencia, pero sin dejar de mirarles disimuladamente y pendiente de su menor movimiento. Acercándose con paso inseguro, el otro quedó plantado ante él y, con voz un tanto confusa le preguntó:
—¿Qué haces aquí, camarada? No son éstas horas de estar comiendo, sino de combatir al fascismo. Allá donde se esté luchando, deberías encontrarte ayudando a tus compañeros.
Los otros dos milicianos se habían enzarzado en una discusión entre sí; pero el propietario había notado lo que ocurría, y contemplaba la escena con cara de terror. El pobre hombre veía inevitable ya una disputa a tiros dentro de su establecimiento con el consiguiente perjuicio para su maltrecha economía.
Pablo no se dignó contestar y siguió comiendo tranquilamente sin levantar la vista hacia su interlocutor; pero en realidad estaba atento a cualquier movimiento, violento o no, que éste pudiera iniciar.
El miliciano se acercó más aún y, poniéndole una mano en el hombro prosiguió:
—Qué, camarada, ¿es que no me has oído?
Pablo entonces dejó de comer, y se levantó lentamente. Estaba inerme pues había dejado el fusil sobre una silla cercana, mientras que el otro llevaba un enorme pistolón al cinto. Contempló de hito en hito al miliciano, que no pudo sostenerle la mirada, y luego habló, deliberadamente de forma lenta y marcando con parsimonia las pausas:
—Mira mis ropas, camarada. ¿Crees que estarían así de haber pasado la mañana de taberna en taberna, como muchos que presumen de valientes? ¿Sabes en donde he estado? —y como el otro permanecía atónito por lo inesperado de la respuesta, añadió— No, ¿eh?… Pues en el duro combate de la plaza de Cataluña.
Y cogiendo al otro por los hombros, con dedos que parecían garfios, continuó alzando la voz:
—Y ahora, largo de aquí, antes de que pierda la paciencia. Quiero comer en paz.
Los otros dos milicianos, dándose cuenta de que algo extraño ocurría, se acercaron, y uno de ellos que parecía estar algo más sereno dijo:
—¿Qué haces, Paco? ¿Es qué no puedes estar un momento tranquilo, sin armar camorra? —y dirigiéndose a Pablo, añadió—. No le hagas caso, camarada, y ven a beber un poco con nosotros.
El llamado Paco estaba lívido de ira y de miedo. La expresión que había visto en los ojos de Vázquez le había helado la sangre en las venas y, aunque no se atrevía a enfrentarse con él, no dejaba de mirarlo torvamente. Al cabo se dejó aplacar por sus compañeros; si bien de vez en cuando continuaba dirigiendo miradas malévolas al desconocido.
Éste decidió ser diplomático y, acercándose al mostrador con los milicianos, bebió unas cuantas rondas con ellos. Al cabo de un rato, uno de los faistas le preguntó, sin malicia, por el partido o sindicato al cual pertenecía, contestando Pablo que a la CNT. Ésta, en aquellos días trágicos se repartía con la FAI el dominio de Barcelona. Los dos sindicatos, olvidando viejas rencillas, se habían unido con el fin de «dar la batalla definitiva al fascismo».
Se brindó por ambas organizaciones y por fin los milicianos se fueron, siguiéndoles Pablo al poco rato. Pero aquel encuentro le hizo meditar. ¿Qué pasaría si a alguien se le ocurría pedirle la documentación? Siempre podría argumentar que la acababa de perder; pero, aun así, probablemente, el asunto le terminaría acarreando serios problemas.
Tenía que hacerse, sea como fuere, con un carné de alguno de los partidos obreros. Era el complemento indispensable a su atuendo de miliciano. Con esta idea en la mente volvió a la zona que aquella mañana había sido escenario de la lucha.
Al llegar al cruce de la calle Claris con la de la Diputación, se ofreció a su vista un espectáculo espantoso. Atravesados en la calle, formando una especie de barricada, se encontraban varios caballos muertos, y por doquier se veían cadáveres de soldados y milicianos en las más variadas y grotescas actitudes. Allí había sido aniquilada aquella mañana un columna de Artillería, no sin haber opuesto una encarnizada y feroz resistencia a las tropas republicanas, de la cual eran mudos testigos las decenas y decenas de cuerpos sin vida que se veían diseminados por el suelo.
Los buitres humanos —los primeros en aparecer en cualquier sitio donde campe la desgracia— habían realizado ya su obra. Por todos los lados se veían, junto a los cadáveres, las carteras arrojadas al suelo después de haber sido saqueadas. Pero afortunadamente, Pablo buscaba otra clase de botín. En menos de diez minutos, se había hecho con veinte carnés de la CNT, la FAI, y del partido separatista catalán. Con ellos se retiró rápidamente, pues algunos transeúntes empezaban a mirarle con desconfianza. Si alguien le preguntaba, pensaba decir que estaba recogiendo aquellos carnés para que no se pudiera hacer uso indebido de ellos; pero afortunadamente nadie se atrevió a interpelarlo.
Después, no teniendo donde meterse, se dedicó a vagar al azar por las calles. ¿Cuánto tiempo estuvo andando así, sin rumbo fijo? No sabría decirlo metido como estaba en oscuros pensamientos; pero al cabo se dio cuenta que había anochecido.
La ciudad estaba por completo en manos de las turbas. Pablo, apenado, observaba como por doquier se veía el resplandor de los templos incendiados y se oían los disparos de los fusilamientos realizados a capricho por los milicianos. Lo más terrible de las guerras, pensó, es el poco valor que tiene, por regla general, la vida del adversario en cualquiera de los bandos. Estaba convencido de que, por desgracia, en otras poblaciones de la geografía española, inclusive en la zona nacional, estaría ocurriendo lo mismo pero al contrario. Desde que el hombre era hombre, así había sido.
Pero de toda aquella depravación humana, tal vez lo que más impresionaba el ánimo de Pablo eran las mujeres. Ya por la mañana, había visto a algunas tomar parte en los combates contra el Ejército; pero aquellas eran otra cosa: al fin y al cabo eran mujeres luchando por unos ideales. Sin embargo, las que veía ahora, salidas de todos los bajos fondos de la ciudad, apenas merecían el nombre de tales. Eran verdaderas arpías, con los ojos inyectados en sangre, que pululaban por doquier, borrachas y vociferantes, incitando a los hombres a cometer los mayores desmanes y atrocidades.
No, decididamente no era prudente continuar vagando así por las calles y Vázquez, que además se encontraba exhausto después de la lucha y las emociones del día, decidió buscarse un sitio tranquilo donde pasar la noche. Se dio cuenta entonces de que se hallaba en la calle Lauria, situada en uno de los barrios más acomodados de la ciudad.
No queriendo meterse en un hotel, donde estaría expuesto a tener encuentros comprometedores ya que probablemente serían registrados de arriba abajo por los revolucionarios en busca de fugitivos, Pablo resolvió continuar en su papel de miliciano, que tan buen resultado le estaba dando, y requisar alojamiento en cualquier parte.
Eligiendo una casa al azar, preguntó a la portera por las familias que la habitaban. Ésta las fue enumerando hasta llegar a uno de los pisos en que, según dijo, vivía una señora ya mayor con dos nietos pequeños.
—Bien —interrumpió Pablo—. No necesito saber más. ¿Qué piso dijo usted que es?
—Pero si la pobre señora no ha hecho mal a nadie —protestó la portera—. Le aseguro, por lo que más ame, que se trata de una buena mujer. ¿Para qué la quiere usted?
—¡Tres personas nada más en un piso tan amplio! ¡Se han acabado ya los egoísmos y monopolios de los burgueses! Tendrán que alojar a algunos combatientes del pueblo, y yo voy a ser uno de ellos.
Con estas palabras echó escaleras arriba y llamó a la puerta, golpeando con la culata del fusil. Sentía tener que asustar e incomodar a aquella pobre señora… pero no había otro remedio. No podía arriesgarse a tener disputas que condujeran a cualquier investigación, y por ello eligió una casa en la cual no había hombres.
Nadie salió a abrirle y Pablo volvió a llamar con mayor violencia. Al poco rato se abrió una mirilla de la puerta y una voz femenina, temblorosa, preguntó qué deseaba.
—Abra la puerta. Tengo que hacerle unas cuantas preguntas.
La mirilla se cerró y casi inmediatamente se abrió la puerta cosa de un palmo, como a regañadientes, apareciendo en la abertura la cabeza de una mujer, muy asustada.
—¿Qué es lo que desea usted saber? —preguntó con la voz un tanto entrecortada.
Pablo empujó la puerta, se introdujo en la casa y volvió a cerrar a sus espaldas. Respiró aliviado pues, verdaderamente, no hubiera sabido qué hacer si su interlocutora se hubiese negado en redondo a abrirle.
La persona que tenía ante él era una mujer más bien pequeña, ligeramente encorvada, que representaba unos sesenta y pocos años de edad. Vestía de negro de pies a cabeza; tenía el pelo completamente blanco y el rostro, bondadoso, surcado de arrugas que se entrecruzaban en todas direcciones.
—¿Cuántas personas viven en este piso? —procedió a preguntar Vázquez casi de inmediato.
—Sólo yo y mis dos nietos: un niño y una niña.
—Pues es un piso muy grande. Demasiado grande para tan sólo tres personas. Seguramente les sobra a ustedes sitio… —y, antes de que ella pudiera replicar nada, añadió— Tendrá usted que alojar aquí algunos camaradas de las milicias del pueblo, que en estas horas se encuentran combatiendo el fascismo, y yo voy a ser el primero de ellos. A ver, enséñeme una habitación vacía y luego prepáreme algo de comer.
La pobre mujer, comprendiendo que de nada le serviría protestar ni discutir, echó a andar pasillo adelante y Pablo la siguió. El papel que estaba desempeñando le repugnaba indeciblemente… pero se dijo a sí mismo que no había otro remedio. No podía continuar vagando por las calles ni exponerse a tomar habitación en un hotel o pensión. Tenía que pasar desapercibido, por lo menos durante unos días, y probablemente ésa era la mejor forma de lograrlo, o por lo menos a él no se le ocurría otra.
Se encontraba rendido y soñoliento. Ahora que estaba en lugar seguro —es decir, todo lo seguro que un oficial nacional podía estar en Barcelona durante aquellas funestas fechas— le sobrevino la laxitud total, reacción lógica y normal del cuerpo después de aquel día tan largo y agitado.
—Aquí tiene usted la habitación de mi hijo. Normalmente no está en casa, y por eso está vacía. Ahora voy a ver si le preparo la cena. La muchacha y la cocinera se marcharon a medio día y ninguna de las dos ha vuelto aún y, con tanto jaleo, no sé tan siquiera si lo harán.
Mientras su anfitriona involuntaria le hacía la comida, Pablo se dirigió al cuarto de baño. Allí se dio una ducha fría que, además de hacerle tanta falta, le despejó un tanto la cabeza. Luego procedió a examinar el contenido de sus bolsillos. De todo aquello que podía comprometerle, sólo conservó su cartera militar, con una vaga noción de que, tal vez, pudiera serle útil más adelante. Entre los carnés que había recogido aquel día eligió el que le pareció más apropiado, a nombre de un tal Francisco Pons, dirigente de la CNT de Tarragona, que tenía, es decir y para hablar con propiedad, había tenido aproximadamente su misma edad. La fotografía del titular no se le parecía demasiado; pero Pablo pensaba dejar de afeitarse la barba, y esto haría que el parecido no fuese muy necesario.
Quemó todos los demás papeles y carnés que tenía encima, conservando tan sólo el dinero, y arrojó, a continuación, las cenizas por el retrete, intentando de esta forma, no dejar nada al azar que pudiera inculparle.
Durante la cena se estuvo jactando ante la señora de la casa, de las hazañas realizadas aquella mañana, de todos los fascistas que había matado y de los que aún pensaba «liquidar». La pobre mujer le oía horrorizada, y varias veces pareció a punto de desmayarse; pero Pablo continuó su perorata. Había que pasar a toda costa por un revolucionario auténtico.
Terminada la comida se echó en la cama mortalmente cansado, sin quitarse más que los zapatos, y al poco rato dormía profundamente.