El espanto de los huéspedes del hotel, ya alarmados por el tiroteo y el cañoneo anterior, sobre todo el terror de las mujeres, no es para descrito alguno y, durante los primeros momentos, la confusión más espantosa, reinó dentro del local.
Los ascensores subían y bajaban sin descanso, repletos de soldados cargados de armas y municiones; los huéspedes, algunas de cuyas habitaciones habían sido invadidas sin contemplaciones por la tropa, ya que no había tiempo para andarse con ceremonias, corrían alocadamente por los pasillos. Muchas señoras gritaban sin más a pleno pulmón, presas del histerismo, y algunos hombres protestaban —pretendiendo hacer valer sus derechos, sin darse cuenta de la auténtica gravedad de los hechos que acontecían— al verse obligados a abandonar apresuradamente y de malas maneras sus propias habitaciones.
Los cristales de las ventanas y balcones saltaron en pedazos, destrozados por las descargas que llegaban desde fuera y el revestimiento de las paredes comenzó a mostrar en algunos sitios las huellas inequívocas de los terribles impactos. Todo esto, unido al ruido de los disparos, las voces de mando de los oficiales y suboficiales, y a las que se daban entre sí los soldados —que se hallaban algo nerviosos preparando el baluarte—, hizo que durante algún tiempo el Hotel Colón se viera convertido en una auténtica casa de locos.
Sin embargo, al poco rato, la defensa quedó organizada, procurándose sacar el mayor partido posible de los elementos con que se contaba. Pablo quedó encargado de defender la fachada del hotel que miraba sobre la plaza de Cataluña.
Desde su puesto, un balcón del segundo piso, donde se había instalado una ametralladora, pudo ver como densas masas del bando republicano invadían la plaza. Avanzaban poco a poco, entre feroces aullidos, protegiéndose en los contrafuertes de la explanada central, aprovechando el fuerte desnivel de la plaza. Aquella masa de gente, a veces se asemejaba más a una turba que parecía estar completamente embriagada por la sangre y la pólvora, y avanzaba haciendo caso omiso del nutrido fuego que se le hacía, con fusiles y ametralladoras, desde los edificios ocupados por el Ejército. Por cada uno que caía, había varios que acudían a rellenar su puesto, como las cabezas de la hidra legendaria, que se multiplicaban al ser cortadas.
Los dos cañones que habían quedado en medio de la plaza reanudaron sus disparos, dirigiéndolos ahora contra las turbas, que se les iban acercando cada vez más. Los revolucionarios avanzaban arrastrándose, dejando que los proyectiles de artillería pasaran zumbando por encima de sus cabezas. Apenas disparado el cañón aprovechaban el tiempo necesario para cargar de nuevo la pieza, y avanzaban gateando, volviendo a echarse al suelo cuando calculaban que la pieza estaba lista para ser disparada de nuevo.
Pablo dirigió contra ellos el fuego de todas sus armas, llegando a disparar él mismo una ametralladora, al caer a sus pies gravemente herido el cabo que la servía. Muchos revolucionarios cayeron abatidos por sus disparos. Sí, caían; pero otros nuevos llegaban incesantemente, y la horda se iba acercando, de manera imparable, cada vez más a las piezas de artillería, lenta pero inexorablemente.
Ya sólo les faltaban unos cuantos metros cuando, con un salvaje aullido salido de varios cientos de gargantas, se pusieron en pie y cargaron contra los cañones, apoderándose de ellos después de una feroz lucha cuerpo a cuerpo en la que se combatió sin cuartel con todas las armas posibles, siendo incluso éstas los nada ortodoxos culatazos, cuchilladas, puñetazos, mordiscos y arañazos.
Un enorme clamor se elevó de la multitud y Pablo, que no se tenía por hombre impresionable, sintió que se le encogía el corazón. Ahora, se dijo, los revolucionarios dirigirán el fuego de las piezas contra el hotel y, en esas condiciones ¿por cuánto tiempo se podría continuar la resistencia? Sin embargo, sus temores no se confirmaron. Ya fuera porque los soldados habían podido inutilizar los cañones antes de sucumbir, o porque los republicanos no supieran manejarlos, lo cierto es que la artillería no fue empleada, de momento, contra los edificios ocupados por el Ejército.
Se produjo entonces una especie de tregua en la lucha, durante la cual ambos bandos contendientes se dedicaron a consolidar sus posiciones. Pablo pudo ver desde su balcón como los revolucionarios se dedicaban a levantar barricadas, mientras que los soldados ponían en las ventanas y balcones del hotel colchones y muebles, para estar más protegidos del fuego enemigo. La batalla se había estabilizado convirtiéndose en una guerra de posiciones, como si de una macabra partida de ajedrez se tratara. El Ejército aguardaba la llegada de nuevas fuerzas que lo socorrieran, mientras que los rojos esperaban confiados la noticia de que los demás destacamentos, aislados unos de otros, fueran a su vez sucumbiendo ante la aplastante superioridad numérica de los revolucionarios.
El tiroteo se fue apagando hasta cesar por completo a ratos; pero bastaba un solo disparo para que la lucha se recrudeciera momentáneamente, para volver a cesar de nuevo pocos instantes después.
Así transcurrió aquella larga mañana. En medio de ésta tensa espera, Pablo se dio cuenta de que había matado sin haber siquiera sentido indecisión o repugnancia en el instante de hacerlo, inmiscuido como estaba en el fragor de la batalla. Era ahora cuando la terrible realidad se presentaba de manera brutal ante sus ojos y le aterraba. Un súbito latigazo le recorrió la espina dorsal haciéndole estremecerse. Era como un temblor motivado por una descarga eléctrica que, partiendo de lo más interno de su ser, llegaba hasta la columna vertebral para, a continuación, irradiarse desde allí a todos los rincones de su cuerpo, al igual que si de una emisora de radio se tratara, erizándole todo el vello de su cuerpo y haciéndole tiritar como si estuviera aterido de frío. Sus manos se cubrieron de un extraño sudor helado. Jamás se le había ocurrido pensar, cuando en ciertas ocasiones lo había hecho, que matar a un hombre pudiera convertirse en algo tan mecánico y carente de sentimientos, sólo por hallarse uno enfrascado en una situación de máxima tensión en la que, o matas o te matan. Luchó, con gran esfuerzo, por controlar el estremecimiento que recorría su cuerpo y por no dejarse arrastrar por sus sentimientos que le gritaban desde su interior que saliera de allí corriendo y se olvidara de todo. Pero adónde. Además, si huía de allí, aquello no iba a mejorar su situación personal ni mucho menos la de sus seres queridos. Luchó para volver, a pesar de todo, al lugar donde se encontraba. Cuando lo consiguió el temblor desapareció casi tan rápidamente como había venido y se encontró, si así podía decirse después de todo lo ocurrido, algo mejor.
Mientras tanto, en la azotea del hotel, algunos oficiales exploraban la ciudad, ayudados por sus prismáticos, en todas direcciones, tratando de descubrir algún indicio de la presencia de las restantes fuerzas del Ejército. ¿Dónde estarían? ¿Por qué no llegaban? ¿Qué habría sido de ellas? Amortiguados por la distancia se escuchaba el eco lejano de tiroteos y descargas cerradas, que parecían venir de todas las direcciones a la vez, señal evidente de que se combatía encarnizadamente en diversos puntos de la metrópoli de Barcelona.
Hubo un momento, pletórico de alegría y esperanza, en que el estruendo de la lucha se percibió muy cerca, en la calle de Claris, casi en la misma plaza de Cataluña. El ánimo de los defensores subió de nuevo, mientras se gritaban alborozadamente unos a otros:
—¡Ya vienen!
—¡Ya están ahí!
Pero la fuerza de los acontecimientos iba a dictar su cruda realidad haciendo que las tropas salvadoras no llegasen nunca.
Así, entre tiroteos esporádicos, transcurrió la mañana y parte de la tarde. De pronto, una nueva oleada de esperanza sacó a las fuerzas del Ejército de la apatía en que habían ido cayendo poco a poco, cansadas por las diez horas de lucha ininterrumpida que llevaban. ¡Llegaba la Guardia Civil! En efecto, al poco rato, una fuerte columna del citado cuerpo entró en la plaza, siendo recibida de manera jubilosa por oficiales y soldados. ¡Salvados! ¡Salvados cuando ya estaban a punto de sucumbir!
Pablo estaba preguntándose cómo habrían llegado los guardias hasta allí sin disparar un solo tiro y sin ser hostilizados por los revolucionarios, cuando de pronto se desencadenó en la plaza un furioso tiroteo: ¡la Guardia Civil no estaba de su lado! Y de esta forma tan insospechadamente brutal, quedó respondida su pregunta.
Aquello era el final. Con la moral por los suelos, lívido de ira y dolor, Vázquez se sentó de nuevo tras su ametralladora y, sin pensárselo dos veces, abrió el fuego contra la recién llegada columna. Se componía ésta de casi mil hombres, estando en proporción superior a cinco contra uno en comparación con las fuerzas del Ejército que defendían la plaza. Una fuerza completamente fresca, que llegaba ahora a aplastar a otra agotada por más de diez horas de continuo e incesante combate.
Se produjeron numerosas bajas por ambas partes; pero el resultado de la lucha estaba decidido de antemano. La Guardia Civil estaba ya dentro de la plaza, las puertas de los edificios en que resistía el Ejército se habían abierto, y a esto había que añadir el efecto, tremendo y paralizador, de la sorpresa que aquella inesperada toma de posición por parte de la Guardia Civil produjo en el ánimo de todos.
A los pocos minutos los guardias habían logrado penetrar en Hotel Colón. Muchos de los soldados se rindieron; pero otros, exasperados por el largo combate, se mantuvieron en sus puestos hasta el final, vendiendo caras sus vidas.
Cuatro guardias con los fusiles listos para disparar, entraron en el cuarto del hotel en que se hallaba Pablo con los sirvientes de la ametralladora, de los cuales sólo uno continuaba ileso.
—¡Manos arriba todo el mundo! —gritaron.
Rápidamente sacó Pablo su pistola y empezó a hacer fuego. En aquella lucha, casi cuerpo a cuerpo y en aquellas condiciones —en el interior de una habitación—, el arma corta poseía indudables ventajas sobre los fusiles que portaban sus sorprendentes adversarios.
Dos enemigos cayeron a tierra; los otros dos descargaron sus fusiles pero Pablo estaba saltando y moviéndose de un lado a otro sin parar mientras disparaba y esto, unido a la excitación de la lucha, hizo que fallaran el blanco. Antes de que pudieran cargar de nuevo, Pablo se disponía a matarlos allí mismo, como a perros; pero su pistola, en lugar de disparar, respondió con un «clic» seco, que le heló hasta la última gota de sangre del interior de sus venas. La pistola había fallado.
Vázquez la arrojó a la cara del guardia más cercano y se abalanzó sobre él, intentando arrebatarle el fusil. Su enemigo cayó al suelo; pero en aquel momento recibió Pablo un golpe por detrás en la cabeza, que lo derribó dejándole semiconsciente. Tendido en el suelo y con la visión borrosa, pudo ver como uno de los guardias se echaba el fusil a la cara, con lentitud exasperante. ¡Había llegado su final…!
En aquel preciso instante entró en la habitación un teniente de la Guardia Civil, que con una ojeada se dio cuenta de la situación y rápidamente desvió el arma asesina.
—¡Quietos! —ordenó—. ¿Qué vais a hacer? Estos hombres son prisioneros de guerra y como tales han de ser tratados.
Refunfuñando bajó el guardia el fusil y el teniente, no fiándose de él al parecer, le ordenó que lo siguiera, dejando sólo a otros dos guardias en la habitación. Éstos cogieron a Pablo sin miramientos de ninguna especie, le pusieron en pie zarandeándole, le sacaron al pasillo a empujones y se dirigieron con él hacía las escaleras.
Aquellas sacudidas tuvieron la virtud para él y la mala fortuna para los guardias de despejar completamente a Vázquez. Aún sentía un fuerte dolor en la parte posterior del cráneo; pero se encontraba en posesión de todas sus fuerzas y, dominado como estaba por la abominable situación, ardía de rabia y deseos de venganza. Pablo, como todos los caracteres habitualmente tranquilos, cuando están fuera de sí, estaba convertido en una verdadera fiera; pero no era una fiera irracional, sino fría y terriblemente calculadora, dispuesta a aprovechar el menor descuido de sus guardianes para saltar sobre ellos.
Se dejó conducir arrastrando los pies, con la cabeza caída, como si apenas pudiera andar a consecuencia del golpe recibido. Había perdido la gorra en la refriega, llevaba la guerrera medio abierta y desgarrada, y tenía los pantalones y los zapatos de paisano que llevaba puestos sucios de polvo y con manchas de sangre.
—Llévate tú a éste para abajo —dijo uno de los guardias al otro—. Yo voy a ocuparme de los soldados que estaban con él.
Pablo continuó dejándose conducir por el guardia, que lo llevaba cogido por un brazo, hasta que ambos doblaron una esquina del pasillo. No había nadie a la vista. Hizo como si hubiera tropezado y fuese a caer, quedando medio agachado. Al inclinarse el guardia ligeramente sobre él para levantarlo, le echó los brazos al cuello y, empleando una llave de lucha libre, le volteó por encima de sus hombros dejándolo caer al suelo de espaldas con un golpe seco y descomunal.
El otro soltó el fusil en su caída y Vázquez, apoderándose de él rápidamente, le descargó un tremendo culatazo en la cabeza. En aquel golpe iban concentrados, inconscientemente, todo el dolor, la indignación y la rabia que había generado en él el inicio de una guerra fratricida y que, de alguna manera, su subconsciente, personificaba, en el enemigo que tenía delante, el mal y la inutilidad de la misma.
Se produjo un ruido sordo y el guardia cayó en tierra con el cráneo completamente destrozado. Ni un solo estremecimiento recorrió su cuerpo. Pablo le cogió rápidamente por debajo de los hombros y lo metió en la habitación más próxima. Estaba desierta. Su respiración era rápida y profunda, jadeante como la de un atleta que acabara de cubrir los cuatrocientos metros de una prueba olímpica. El corazón quería saltarle del pecho. Cerrando con llave por dentro, procedió a quitarse la guerrera y a remangarse la camisa.
Luego sacó la cartera de uno de los bolsillos de la guerrera y la guardó en el pantalón. Quitó el correaje al guardia civil muerto y se lo ciñó. Su mente estaba perfectamente lúcida y trabajaba deprisa; pero sin atolondramiento. Cogió el fusil y, con un sábana, le limpió la culata que se hallaba manchada de sangre. Hecho esto se miró en el espejo de un armario de luna.
En realidad, se dijo, no había nada que lo distinguiera de cualquiera de las personas contra las que había luchado. Se hallaba sucio, sin afeitar, manchado de polvo y sangre, y en mangas de camisa con fusil y cartucheras… Sí, verdaderamente muchos individuos, como el que tenía ahora mismo delante del espejo, habían caído aquella mañana, abatidos por las ráfagas de su ametralladora desde su puesto en el balcón del hotel.
Abrió cautelosamente la puerta y se asomó al pasillo. No había nadie a la vista. Saliendo del cuarto se alejó de allí rápidamente, bajó al piso inferior y se mezcló en la barahúnda general.
Vio muertos a algunos de los oficiales que habían luchado a su lado aquella misma mañana. Otros eran conducidos fuera del edificio, junto con los soldados, y los guardias apenas podían contener al populacho, que quería lincharlos a todos allí mismo.
Cinco minutos más tarde estaba en la calle, sin que nadie le interpelara ni tan siquiera se fijara en él. Por el momento, se había convertido en un revolucionario más.
Mezclándose con la gente se alejó lo más rápidamente posible del hotel, para evitar ser reconocido todavía en el último momento. Quería estar solo para pensar… Sí, había que pensar en el modo de salir de la trampa mortal en que se había metido… ¿Qué habría ocurrido mientras tanto en el resto de España? ¿Habría triunfado el Alzamiento? porque, en verdad, lo que desgraciadamente acababa de vivir había sido demasiado grave como para que no hubiera tenido repercusiones en el resto del país. A renglón seguido su pensamiento voló a lugares de lógico interés para él: ¿qué habría sucedido en Cartagena y en Sevilla? ¿Cómo se encontraría su familia? ¿Qué habría sido de María?… Esta última pregunta le torturaba horriblemente. Se imaginó a María en medio de escenas como la que había presenciado aquella mañana, y al hacerlo experimentó una sensación de vacío en el estómago, dándose cuenta entonces de que sólo había comido un bocadillo desde el día anterior, y eran ya casi las cinco de la tarde.
A medida que se alejaba de la plaza de Cataluña el gentío iba haciéndose cada vez menos denso. Se dio cuenta de que algunas personas le miraban con extrañeza, pues iba en dirección opuesta a la de todo el mundo, adoptó un paso algo más lento y empezó a tambalearse como si estuviera borracho. Entró, a propósito, en el primer sitio que encontró abierto y, sentándose a una mesa, pidió de comer.