Capítulo V

Pablo llegó a Barcelona, con más de diez horas de retraso, al caer la tarde del sábado dieciocho de julio. El recuerdo de las palabras que Hidalgo le dijera, los rumores que habían circulado en el tren y el ambiente que encontró en la ciudad, en el que había una especie de amenazadora excitación un tanto ominosa, le impulsaron a llamar por teléfono al departamento de Aeronáutica Naval desde la misma estación, pues quería ponerse cuanto antes en contacto con sus nuevos jefes.

Al otro lado del hilo telefónico le contestó un marinero, el cual respondió a sus preguntas diciendo que allí no quedaba nadie más que el suboficial de guardia y el propio cuerpo de guardia. Le dio el número de teléfono de la casa del jefe de la Dependencia; pero al llamarle más tarde Pablo, resultó que aquel no se encontraba tampoco en su domicilio.

Vázquez colgó el teléfono preocupado. Se encontraba, en circunstancias como mínimo inciertas, en una población enorme y casi desconocida para él: sólo había estado antes en ella en dos cortas estancias de no más de una semana en cada ocasión. No sabía cómo orientarse ni a quién dirigirse en busca de información fidedigna en medio de tantos rumores contradictorios como circulaban. Sin embargo, al poco tiempo de meditación, se dijo que tal vez estuviera desorbitando un tanto las cosas, dejándose guiar más por la intuición que por la razón. Después de todo, mañana sería otro día y, aunque domingo, ya procuraría ponerse en contacto con el jefe del curso de Aeronáutica.

Tomando un taxi, le dio las señas de un hotel de segunda categoría en la calle de Urgel, que le había sido recomendado por uno de sus compañeros como limpio, barato y en donde se comía bastante bien. Después de cenar dio una vuelta por las calles sin advertir nada que fuera demasiado anormal. Corrillos excitados hacían comentarios, mirando hacía todas partes; algunos grupos de obreros recorrían las calles, pero en actitud pacífica. Pablo se encontraba hondamente preocupado pensando que finalmente llegara a suceder lo que tanto se temía; no obstante se tranquilizaba diciéndose que aquella noche no ocurriría nada y, como se hallaba cansado del largo viaje, volvió al hotel, se metió en la cama y, tras leer un poco, se echó a dormir.

Le despertó el ruido de unos disparos. Asomándose a la ventana pudo ver que amanecía ya. Un grupo de siete u ocho hombres, al parecer obreros, armados con fusiles, acababa de pasar por delante del hotel, en dirección a la Diagonal. Se oyeron, en la lejanía, dos disparos más y, a continuación, reinó de nuevo el silencio.

¿Qué pasaría? Por lo pronto, había que echarse a la calle a averiguarlo. Cogió la pistola y, dejándola sobre la mesilla de noche empezó a vestirse apresuradamente de paisano. Una vez hecho esto, buscó en la maleta toda la munición que había traído. Poseía dos cargadores —además del que tenía en la pistola— y una caja de veinticinco cartuchos. Así, pues, disponía en total de cuarenta y seis disparos.

Antes de salir de la habitación echó otra mirada por la ventana, observando que el grupo que había pasado antes hacía la Diagonal volvía corriendo en dirección opuesta, apresuradamente, y se ocultaba en una de las bocacalles. ¿Qué ocurría? Asomándose de nuevo pudo ver que, de la Diagonal, entraba en la calle Urgel una columna del Ejército, la cual no tardaría en pasar por delante de su hotel.

Así pues, la suerte estaba echada. Los rumores del día anterior, por desgracia, eran ciertos y se veían confirmados: el Ejército se había sublevado contra la República. Pablo sintió que todo su ser se veía embargado de una profunda desolación. Un enorme sentimiento de tristeza se apoderó de su alma. Le pareció que, por momentos, la desesperación llamaba a su puerta y pretendía no sólo adueñarse de su mente sino que intentaba además apoderarse de su cuerpo. El corazón le latía con furia, la adrenalina se había disparado en su interior, fluyendo sin control por todo su sistema nervioso. Se dijo a sí mismo que no debía dejarse llevar por sus sentimientos, que debía sobreponerse, que tenía que mantener a toda costa la cabeza fría. En lo más profundo de su espíritu odiaba la guerra, a pesar de que su profesión pareciera indicar lo contrario. Él era un pacífico convencido y, dada su educación y condición social, no había encontrado otro camino más apropiado con el que dar rienda suelta a su verdadera vocación: su pasión por la mar. De este modo, envuelto en la atmósfera militar, siempre había intentado hacer bien su trabajo y había sido de los que mantenían y manifestaban sin tapujos que, precisamente, el fin primordial de los militares era salvaguardar la paz. Sabía que a mucha gente esto le podía parecer un contrasentido; pero los ejércitos de otros países existían. Eran una realidad firme y palpable, no una vana ilusión, y dadas las ansias expansionistas de algunos hombres que gobiernan las naciones y que, por tanto, ostentan el control sobre las fuerzas militares de éstas, qué mejor forma de evitar una guerra que mediante la disuasión, aunque ésta haya de venir de la mano de la demostración real de la fuerza. Evidentemente, y por si acaso esto no bastaba, ahí estaban ellos. ¡Qué remedio!

De vuelta sus pensamientos a lo que en aquellos momentos ocurría en la calle, reconocía que la situación general del país se había tornado últimamente bastante delicada. Pablo albergaba en su corazón la esperanzadora, pero inconsistente duda, de que se tratase de un disturbio local, no nacional. Por contra, su cabeza, más fría y por tanto objetiva, le dictaba lo contrario. No en vano, los antecedentes se presentaban, ahora, ante sus ojos de manera diáfana: recordaba que ya en el 34, el Gobierno autónomo Catalán, por labios de su presidente Companys, había lanzado una proclamación separatista. En aquella ocasión, la secesión fue cortada de raíz por el general Batet, el cual se apresuró a declarar el estado de guerra; los cenetistas, al no considerarse identificados con las fuerzas que habían protagonizado la intentona separatista, se abstuvieron de intervenir. Pero ¿qué ocurriría en la coyuntura actual? La situación era diferente: más revolucionaria. ¿Era necesario llegar a una maldita guerra para que las aguas volvieran a su cauce? ¿Acaso el autodenominado rey de la Creación era incapaz de dirimir sus diferencias de una forma civilizada? ¿Cómo habría comenzado la contienda? aunque, desde luego, a estas alturas de los acontecimientos, esta pregunta carecía absolutamente de importancia; pero lo que sí parecía indiscutible era que, finalmente, la temida y odiada guerra entre hermanos había estallado. Él era militar de profesión. Su familia, lamentablemente como todo el mundo, lo quisiese o no, tendría que tomar partido por uno u otro bando. Él tenía claro por cual se definirían. Con María y don Víctor ocurriría lo mismo.

Nunca, ni en sus más irreflexivos pensamientos, había imaginado encontrarse ante una decisión de esta índole: resolver, en el aterrador marco de una guerra civil, en cuál bando debería tomar parte. Aunque no le agradaba en absoluto, porque comprendía las terribles consecuencias que traía consigo una contienda, debía elegir de qué lado iba a estar, si no otros terminarían decidiendo por él. Sabía que la razón no era patrimonio, ni estaba totalmente del lado, de unos ni de otros, es más, sabía que se cometerían atrocidades en ambos bandos en nombre de la justicia, la ley y el orden. Precisamente era esto lo más terrible y repugnante de una guerra civil. En las otras, al menos, no hay tanto odio arraigado entre los contendientes, pero en éstas, donde se termina matando a vecinos e incluso a familiares, sale a relucir lo peor que llevamos dentro, nuestra reminiscencia animal, el odio a menudo engendrado sin saberlo durante la diaria convivencia.

Bien, puestas así las cosas, había que decidirse, y rápido. Él, aunque no estaba de acuerdo con la forma en que se estaban desarrollando los acontecimientos, se veía arrastrado al torbellino de la sinrazón, a la barbarie, no le quedaba más remedio, qué otra cosa podía hacer. Su familia, sus amigos, las personas más allegadas iban a estar en el bando sublevado. No cabía duda. A pesar de que su corazón le dictaba no ponerse de parte de nadie, su cabeza le obligaba a ser realista. Así pues, lamentándolo mucho y a pesar de lo irracional e irreal que le parecía todo, él se ponía del lado sublevado.

Rápidamente sacó de la maleta una guerrera de uniforme blanco y la gorra. El trance urgía; no había un minuto que perder si quería incorporarse a la columna. Para ahorrar tiempo se quitó tan sólo la chaqueta, se puso la guerrera sobre la camisa de paisano y así, con esta extraña indumentaria —gorra y guerrera de uniforme, pantalón gris y zapatos de color—, corrió escaleras abajo y salió a la calle, llegando a ella al estar la vanguardia de la columna del Ejército a unos cincuenta metros de la entrada principal del hotel.

Se dirigió hacía ella y preguntó a un sargento:

—¿Quién manda esta columna?

—El comandante López-Amor. Ahí lo tiene usted.

Un comandante de Infantería, seguido por un capitán del mismo cuerpo, avanzaba al frente de la tropa y Pablo se presentó saludándole.

—A sus órdenes, mi comandante. Soy el teniente de navío Pablo Vázquez. He llegado anoche mismo a Barcelona y me encuentro solo, sin noticias e incomunicado. ¿Puede usted decirme cuál es el objetivo de esta columna?

—Se ha declarado el estado de guerra. Marchamos a ocupar la Plaza de Cataluña, según nos ha sido encomendado por la superioridad.

—Si me lo permite, mi comandante, me uniré a ustedes.

López-Amor le miró de arriba abajo.

—Bien. ¿Tiene usted armas?

—Una pistola del nueve corto, mi comandante.

—Bueno. Póngase junto al capitán que manda la compañía que viene a continuación de ésta. Si empieza el jaleo, no conviene que vayamos aquí todos juntos.

La columna había terminado de desembocar de la Diagonal en la calle Urgel. Provenía, según se informó Pablo, del cuartel de Pedralbes y se componía de una compañía de Infantería, otra de ametralladoras, dos secciones de acompañamiento con sus correspondientes cañones de setenta y cinco milímetros, y una compañía mixta de soldados y falangistas.

La columna prosiguió su marcha sin ser molestada en lo más mínimo y sin observar nada anormal. Luego comenzaron a verse grupos de guardias de Asalto, que parecían limitarse a observar el paso de la fuerza. Pablo se acercó un momento a López-Amor para darle cuenta del grupo de paisanos armados a los que su presencia había puesto en fuga y, no bien acababa de hacerlo, cuando un sargento de Asalto se aproximó al comandante, advirtiéndole que estuviera prevenido ante posibles emboscadas.

En la calle y sus alrededores reinaba calma absoluta y la columna continuó avanzando, llegó a la esquina de la calle de las Cortes y, entrando en ella, marchó hacía la Plaza de la Universidad. Habrían recorrido unos trescientos metros por la citada calle cuando, desde las bocacalles de la derecha, fueron sorprendidos por nutridas descargas hechas por patrullas de guardias de Asalto y grupos de paisanos armados.

Inmediatamente los soldados se dividieron en dos filas, guareciéndose en las aceras del paseo, a uno y otro lado, para ofrecer un blanco menor. El comandante demostró una gran serenidad, dando órdenes y gritando a sus fuerzas:

—¡Adelante, muchachos!

La tropa, pasada la sorpresa del primer momento, reaccionó bien; las ametralladoras abrieron el fuego y, después de un breve pero intenso combate, el enemigo fue ahuyentado, pudiéndose continuar el avance por la calle de las Cortes.

Entre las miradas de nuevos pelotones de guardias, en actitud indecisa, como si no supieran qué partido tomar ante lo que acababan de presenciar, llegó la columna a la plaza de la Universidad, entrando en la misma junto a la verja lateral del edificio que le da nombre. Varios oficiales de Asalto, seguidos de sus patrullas, se incorporaron en aquel momento a las fuerzas del Ejército, a los gritos de «¡Viva el Ejército! ¡Viva España!».

Los guardias empezaron a abrazar a los soldados, y los vítores menudeaban; pero a Pablo no le convencía nada de todo aquello. ¿No eran estos guardias los mismos que, hacía sólo unos minutos, habían disparado contra la columna? Y, asimismo, pudo darse cuenta de que muchos paisanos armados avanzaban como protegiéndose en los guardias de Asalto, y se aproximaban a la tropa. La cosa iba tomando un cariz cada vez más sospechoso, a pesar de que estos nuevos elementos parecían también estar entusiasmados, y repetían también los vivas y aclamaciones al Ejército y a España.

Y así, formando una extraña mezcolanza de soldados, guardias y paisanos, llegó la columna de Pedralbes a las mismas puertas de la Universidad, ocupada por fuerzas del regimiento de Montesa que, tras sangrienta refriega, acababan de hacer huir de la plaza a los grupos revolucionarios que se encontraban en ella.

A todo esto el barullo iba en aumento y Pablo comenzaba a pensar que, después de las escaramuzas victoriosas que habían sostenido ambas, las fuerzas de Pedralbes y Montesa iban, en realidad, a verse irremediablemente envueltas en el torbellino de la revolución.

La columna de infantería se tomó unos momentos de respiro antes de partir para su objetivo final, la plaza de Cataluña, que se hallaba ya a menos de doscientos cincuenta metros de distancia.

Pero una vez emprendida la marcha hacia ella, los infantes hubieron de rechazar todavía otro ataque desencadenado, seguramente, por los mismos grupos armados de antes que, avanzando por las estrechas calles interiores de las Rondas, les iban saliendo al paso en cada nueva esquina. Las ametralladoras dispararon de nuevo, haciendo retroceder a la oleada roja y la fuerza consiguió por fin llegar a su objetivo.

La plaza de Cataluña viene a quedar en pleno corazón de Barcelona y su suelo está inclinado en fuerte pendiente. En su parte superior se hallan algunos grandes edificios modernos, como el Hotel Colón. En el lado opuesto algunos Bancos y, en el ángulo de oriente, el enorme edificio de la Telefónica, el más alto de la ciudad. En el centro de la plaza, para salvar el desnivel de la misma, existe un jardín alzado sobre un terraplén, rodeado de balaustradas y adornado con estatuas y bellas fuentes.

Al entrar la columna en la plaza no había conseguido sacudirse el extraño e indeseable acompañamiento que se le había agregado por el camino, sino que, al contrario, éste había ido engrosando por momentos y los soldados iban ya envueltos en un verdadero torbellino de guardias de Asalto y paisanos. Por si esto fuera poco, la plaza se hallaba llena de grupos cuya presencia resultaba inexplicable a esa hora —sobre todo, en tales circunstancias—, y de transeúntes sospechosos, especialmente por la parte baja, la que da acceso a las ramblas.

Las fuerzas del Ejército, sin despejar el campo y seguidas por sus indeseables acompañantes, se distribuyeron por las aceras de la parte baja y de poniente de la plaza. Las ametralladores fueron instaladas en las aceras y los cañones en el jardín central, en el cual las palomas, anacrónico símbolo de paz y tranquilidad en aquellos momentos, paseaban plácidamente, ajenas e indiferentes a cuanto sucedía a su alrededor.

La presencia de las tropas, lejos de calmar los ánimos de los paisanos que estaban en la plaza, sólo hacían aumentar la confusión y la inquietud. Aún se oían algunos vivas a España; pero en otras partes empezaban a sonar aclamaciones a la República. La afluencia de gente no cesaba, y por momentos amenazaba con aplastar con su masa a los soldados.

Pablo, que se encontraba con una sección de ametralladoras en el centro de la plaza, para proteger a los cañones, no acababa de explicarse por qué se estaba consintiendo todo aquello, y como es que no se ordenaba aún despejar la plaza, en la cual había ya muchísimos más paisanos que soldados, estando además todos aquellos provistos de armas largas y cortas. ¿A qué filiación pertenecía toda aquella gente que de modo tan sospechoso se comportaba y que así fraternizaba con los guardias de Asalto?

Por fin, López-Amor, preocupado por lo que veía, ordenó pedir la documentación a cuantos paisanos se encontraban en aquel momento en la plaza, resultando que muchos de éstos iban provistos de carnets de la FAI y la CNT. El comandante ordenó desarmar a algunos; pero la inmensa mayoría se replegó rápidamente hacía las bocacalles que conducen a la parte antigua de la ciudad. Los oficiales de Asalto, mientras tanto, cambiaban impresiones con los del Ejército, mostrándose muchos de los primeros claramente vacilantes y sin resolverse a tomar partido por uno u otro bando.

La situación de la columna iba empeorando por momentos. El aire estaba cargado de amenaza. Ni un solo vehículo atravesaba la plaza, que en tiempos normales era cruzada ya a aquellas horas por numeroso tráfico y, lo que era aún más significativo, los tranvías no habían hecho todavía su aparición. De las bocacalles llegaba el sordo rumor de la muchedumbre que, sin decidirse a atacar aún, rebullía y se agitaba en las vías que desembocaban en la plaza.

En vista de todo ello, López-Amor se decidió a afrontar el peligro y, seguido por un capitán y un grupo de soldados, atravesó la plaza y penetró en el edificio de la Telefónica, que se le había ordenado ocupar. Aquello fue como meterse en la boca del lobo. Las fuerzas de Asalto que lo custodiaban, al mando de un teniente de Seguridad, se negaron en absoluto a colaborar, y el comandante y sus soldados a duras penas lograron salir de nuevo del edificio, después de agotar, sin resultados, todos los recursos, habidos y por haber, para convencer al teniente.

Apenas habían salido los soldados, cuando los guardias cerraron las grandes puertas de bronce de la Telefónica, disponiéndose a resistir cualquier nuevo intento de penetración en el edificio.

El comandante, ante esto, se dirigió al centro de la plaza, donde se encontraba emplazada la artillería, y ordenó abrir fuego contra la parte alta de la Telefónica, tras cuyos ventanales se veían apostados fuertes contingentes de guardias.

Los artilleros apuntaron nerviosamente las piezas e hicieron fuego inundando la plaza y calles aledañas con el estruendo de los disparos. La cadencia y resultado de los primeros impactos resultaron lentos e imprecisos; pero en seguida fueron haciéndose más certeros a la vez que mucho más vivo su ritmo.

Pero, apenas disparado el primer cañonazo, haciendo retumbar la plaza con sus ecos, todas las azoteas de la misma, y en especial las vecinas al edificio de Telefónica, se poblaron repentinamente de una densa muchedumbre en la que andaban mezclados guardias de Asalto y proletarios armados, los cuales abrieron fuego contra la tropa que se mantenía a pecho descubierto en las aceras y el centro de la plaza. Al propio tiempo, la mayor parte de los de Asalto que estaban con ella se separaron rápidamente y corrieron hacía las calles de los lados sur y este de la plaza, donde fueron recibidos con aclamaciones de júbilo por la multitud de compañeros y paisanos.

De las bocacalles comenzaron a llegar disparos, tan numerosos que sonaban como un ruido continuo, parecido al retumbar de un trueno. Los soldados, pasado el primer momento de sorpresa, dispararon las ametralladoras y fusiles desde sus posiciones al descubierto, mientras los cañones continuaban el fuego, haciendo retemblar la plaza a cada nuevo disparo.

Pero, a los pocos minutos, resultó evidente que las tropas se batían en condiciones francamente desfavorables. Habían de aguantar sin protección alguna la lluvia de plomo que les venía de lo alto, así como las violentas ráfagas que barrían el suelo, mientras los revolucionarios se encontraban resguardados por los pretiles de las azoteas y los salientes de las esquinas, que les permitía hacer fuego sin presentar apenas blanco a los disparos que les propinaban los soldados.

Además de esto, el enorme edificio de la Telefónica, que dominaba toda la plaza, se hallaba convertido en una verdadera fortaleza, repleta de defensores que disponían de abundantes armas y municiones. Los cañonazos del siete y medio casi no hacían mella en la piedra de la magnífica construcción, de la que partían continuas descargas de fusilería.

Apenas iniciado el combate el comandante López-Amor, que se encontraba al lado de Pablo, recibió en una pierna dos balazos que le produjeron una abundante hemorragia y hubo de ser trasladado al Casino Militar, en cuya sala de esgrima se había instalado con precipitación y demasiado a vanguardia, el puesto de socorro de la columna.

Vázquez, impresionado por la herida que el comandante había recibido junto a él, miraba de vez en cuando en aquella dirección y al poco rato le pudo ver salir de nuevo, cojeando ostensiblemente, para volver a ponerse al frente de sus fuerzas. Y entonces se produjo un hecho insólito e imprevisto, que sólo puede explicarse teniendo en cuenta la confusión de la batalla en aquellos instantes, así como que, en las primeras fases de ésta, los dos bandos contendientes no estaban perfectamente delimitados y, probablemente, el desconcierto mental de gran parte de los combatientes al verse sorprendidos, de buenas a primeras, en una guerra.

Dos oficiales de Asalto, separándose de los revolucionarios, se aproximaron al comandante y, antes de que éste se diera cuenta de sus propósitos, le encañonaron con sus pistolas obligándole a subir a un automóvil, que inmediatamente arrancó dándose a la fuga hacía el llamado Portal del Ángel.

Tan rápido había sido todo que sólo muy pocos se dieron cuenta de lo que realmente ocurría. Pablo emprendió veloz carrera hacía el lugar del suceso con ánimo de detener al coche; pocos pasos por delante de él corría un capitán con igual propósito. De pronto, ambos se encontraron aislados en aquel sector de la plaza, convertido en tierra de nadie. Cuatro oficiales de Asalto se dirigieron hacía ellos, intimándoles a rendirse pistola en mano. El capitán intentó repeler la agresión; pero pronto cayó en tierra mortalmente herido. Pablo empezó a hacer fuego contra los de Asalto, derribando a dos de ellos y poniendo en fuga a los otros dos; pero aquella escaramuza había frustrado el propósito de los que corrían a socorrer al comandante. El auto que se lo llevaba había desaparecido ya en el interior de la ciudad antigua. Las fuerzas del Ejército acababan de quedarse sin jefe que los dirigiese.

Vázquez atravesó la plaza y, frente al Hotel Colón, se puso al habla con el capitán más antiguo a quién dio cuenta de lo ocurrido. Se celebró un breve intercambio de impresiones, sacándose en consecuencia que la posición de las fuerzas en el centro de la plaza y las aceras altas de la misma se estaba haciendo insostenible por momentos. Además, la noticia del secuestro del comandante, al ser conocida, había producido un lógico desconcierto e inquietud en la tropa. Se habían producido bastantes bajas entre los oficiales, si bien éstas habían sido cubiertas en parte por Pablo, un teniente de Asalto y dos comandantes retirados, que se habían incorporado espontáneamente a las fuerzas.

El fuego de los revolucionarios se hacía cada vez más violento y los soldados, que sólo podían guarecerse tras los árboles y en la entrada del «Metro», estaban sufriendo numerosas y continuadas bajas. En el centro de la plaza, al lado de los cañones, la mayor parte de las bestias de tiro yacían en medio de un gran charco de sangre.

Todo ello decidió a los oficiales a replegarse en algunos edificios de la parte alta de la plaza, para esperar en ellos la llegada de refuerzos, procedentes de otros cuarteles de la guarnición, que los socorrieran o ahuyentaran a los que sin tregua les atacaban certeramente desde múltiples lugares.

Una parte de la fuerza en la que se hallaban un capitán, Pablo y siete oficiales más, varios de ellos heridos, se retiró al Hotel Colón, cerrando seguidamente las puertas del edificio.