Capítulo IV

El tren que conducía a Pablo Vázquez llegó a Madrid sobre las once de la mañana del dieciséis de julio. Como esperaba salir para Barcelona al siguiente día, no se alojó en ninguno de los hoteles del centro, sino que tomó una habitación con baño y teléfono en el Hotel Mediodía, situado frente a la concurrida y bulliciosa estación de Atocha.

Se encontraba algo triste y abatido. La soledad no le molestaba, es más era una fiel y vieja compañera, pero no podía apartar de su mente el rostro de María, cubierto de lágrimas, tal y como la había visto dos noches antes cuando fueron a bailar.

La tarde siguiente, la de su partida, se habían despedido en casa de ella. A él nunca le gustaron los adioses en la estación, a la vista del público, y esta vez estaba absolutamente convencido de no poder soportar una despedida de este género. María le recibió con los ojos enrojecidos. Aunque en ese momento estaba serena y trataba de sonreír para hacer la partida más fácil, Pablo adivinó que se había pasado la mayor parte de la noche llorando.

Don Víctor se había presentado al poco rato.

—¿Qué hay, Vázquez? ¿Así que se nos marcha usted hoy mismo para Barcelona?

—Sí, señor, a la fuerza ahorcan —contestó Pablo.

—Bueno, después de todo Barcelona no está tan lejos y seguro que lo que va a estudiar le vendrá muy bien a su hoja de servicios… Además, precisamente tengo allí varios amigos a los que no he visto desde hace bastante tiempo, así que no me sorprendería nada que Mary y yo apareciéramos por allí, pongamos dentro de un par de meses. ¿Qué le parece?

Los ojos de María cobraron un nuevo brillo al oír estas palabras.

—¿De verás, papá? ¡Qué bueno eres! —dijo y corriendo hacía él, lo abrazó efusivamente.

—¡Caramba, caramba! —exclamó don Víctor sonriendo y haciéndose el sorprendido— ¿A qué viene tanto cariño de pronto? Ten cuidado que por poco me tiras —pero ella no le hizo caso y estampó dos sonoros besos en las mejillas de su padre, que sonrió feliz… y tal vez un poco celoso al mismo tiempo.

Transcurridos unos minutos el almirante se había marchado.

—Bueno, me voy que seguramente tendréis muchas cosas que deciros el uno al otro… Adiós, Vázquez, que le vaya muy bien en su nuevo destino y hasta la vista —estrechó sonriente la mano de Pablo y salió de la habitación, dejándolos solos para que pudiesen hablar con tranquilidad, sin interferencias de ningún tipo.

* * *

Hacía un calor sofocante en Madrid durante aquel mes de julio de 1936. Después de salir de un cine de la Gran Vía, Pablo se sentó a tomar un poco el fresco en uno de los quioscos del paseo de Recoletos y, ya pasadas las diez de la noche, se dirigió tranquilamente hacia el restaurante del Ministerio de Marina para cenar.

Al entrar halló el local casi desierto, tan sólo cuatro o cinco compañeros se hallaban sentados en las mesas. Todas las ventanas se encontraban abiertas de par en par y los ventiladores en marcha; pero a pesar de ello el calor era asfixiante. Se disponía a sentarse en una mesa solo, cuando alguien le dio una palmada en la espalda y, al volverse, se encontró con un compañero de promoción de la Escuela Naval, Carlos Hidalgo, teniente de navío, al cual no había visto desde hacía algo más de un año.

—¿Qué hay, Pablo, cómo estás? Caramba, chico, cuánto tiempo sin verte. ¿Qué haces por aquí?

—Estoy de paso hacía Barcelona. Me han nombrado para el curso de Aeronáutica Naval. ¿Y tú?

—Voy a Cádiz con permiso. ¿Esperas a alguien para comer?

—No; a decir verdad estoy solo.

—Pues entonces siéntate conmigo en aquella mesa del rincón, junto a la ventana. Estaremos más frescos y de paso podremos charlar tranquilamente de muchas cosas. Ha transcurrido tanto tiempo desde la última vez que nos vimos. ¿No te parece?

Tomaron asiento ambos y pasaron un rato la mar de agradable, rememorando los viejos tiempos de la Escuela y de la vuelta al Mundo en el buque «Juan Sebastián de Elcano». Las anécdotas se sucedían, en tono jocoso, recordando sus correrías durante sus recaladas en los diferentes puertos por los que habían pasado: Nueva York, Río, Buenos Aires…

Mientras tomaban el café, Hidalgo miró a su alrededor como para convencerse de que nadie podía oírles y, bajando la voz preguntó:

—Oye, ¿qué sabes tú de lo que se prepara?

Pablo quedó al pronto sin saber a qué se refería el otro, y su mirada debió reflejarlo así, pues Hidalgo continuó:

—Pero hombre, ¿en qué país vives? ¿Es qué no sabes nada de lo que el Ejército está preparando?

—Ah, sí. Algo me han contado; pero por lo que me dijeron, no creo que ocurra nada de momento.

Hidalgo miró de nuevo furtivamente a su alrededor, negó con la cabeza y, poniendo una mano sobre el brazo de Pablo, dijo en voz aún más baja:

—Te equivocas. El asesinato de Calvo Sotelo[1], que supongo sabrás ha sido perpetrado por el propio Gobierno, ha precipitado las cosas. El alzamiento puede producirse cualquier día. Más aun, en cualquier momento. ¿Cuándo piensas marcharte a Barcelona?

—Mañana por la noche sale mi tren.

—Bien. Mi consejo es que te largues de aquí cuanto antes. No estoy muy enterado de cómo van las cosas; pero si en el Ejército ocurre lo mismo que en la Marina, Madrid estará perdido en los primeros momentos. Apenas queda una persona decente en todo el Ministerio. Han trasladado, o dejado disponibles, a todos los que les han parecido de ideas algo conservadoras, y el Ministro anda, por ahí, rodeado de una camarilla de los más indeseable.

A Pablo, de carácter pacífico como era y nada confabulador, el derrotero que había tomado la conversación no le agradaba en absoluto porque ya de por sí, y sin necesidad de echar más leña, veía el ambiente muy caldeado y, aunque lo había negado porque no quería pensar en ello, se temía lo peor: las últimas elecciones, con la victoria por estrecho margen del Frente Popular sobre la coalición de derechas, no habían hecho sino reflejar mejor la división real de la sociedad, división que, sin lugar a dudas, no presagiaba nada bueno. Las posturas de unos y otros se hallaban muy encontradas.

Pablo, por otro lado, tampoco deseaba interrumpir a Carlos por no parecer descortés; al fin y al cabo habían mantenido una buena amistad en el pasado y tampoco se veían ya tan a menudo. Así que los dos amigos continuaron charlando todavía durante un buen rato, y después se separaron. Al decirse adiós, a ninguno de los dos se le pasó por la imaginación que ya no habían de volverse a ver en este mundo.

Al anochecer del día siguiente, Pablo se hallaba de nuevo en la estación de Atocha. La enorme estructura estaba atestada de público; pero las gentes que allí se hallaban tenían aspecto más bien de fugitivos que de veraneantes. Parecían querer huir, no ya del calor canicular, sino de algo pavoroso e impalpable que se presentía oscuramente en el ambiente. Muchas veces oyó Pablo repetir la frase «aquí va a pasar algo gordo». La tragedia —la guerra civil, la más espantosa, terrible y cruel de todas las tragedias— se mascaba ya en el aire, como suele decirse.

Sin embargo, la prensa de la noche no traía nada de particular y Pablo, que no era demasiado dado a fantasear se dijo que tal vez Hidalgo hubiera exagerado bastante el estado de las cosas y la inminencia del alzamiento militar. La gente sí estaba recelosa; pero eso era natural, dados los tiempos que corrían. La única precaución extraordinaria que él había adoptado, sugestionado por la arenga de Hidalgo, consistía en llevar la pistola, no en la maleta, como hacía normalmente, sino en el bolsillo trasero del traje de paisano que llevaba puesto.

Cenó en el primer turno del vagón restaurante y leyó un poco al volver a su compartimento; pero al cabo de un rato, como siempre le ocurría, el movimiento del tren acompañado del claqueteo constante de las ruedas al pasar sobre las juntas de dilatación de las vías, le produjo un sueño invencible por lo que, apartando a un lado la revista que estaba leyendo, sacó el asiento de su butaca para estar más cómodo y, dejando que los párpados fueran vencidos por el peso cada vez mayor que los oprimía, cerró los ojos, quedando profundamente dormido a los pocos minutos.