Capítulo III

Las seis semanas siguientes habían transcurrido con Pablo flotando en una nube, como en un sueño. Pablo y María experimentaban una dicha que jamás creyeron fuera posible alcanzar. Estaban juntos todo el tiempo que podían, esto es, siempre que sus deberes dejaban libre a Pablo y, cuando estaban separados, como en los días en que él tenía que montar sus guardias, pasaban el tiempo contemplando el lento caminar de las agujas del reloj y contando las horas que les faltaban para verse de nuevo.

De esta forma los días transcurrían rápidos y felices para la pareja. Don Víctor, desde el primer momento, dio su más cálida aprobación a la relación que la pareja había deseado comenzar. Apreciaba verdaderamente a Vázquez y creía firmemente que era capaz de hacer feliz a su hija, y esto para él era lo único y verdaderamente importante.

Este estado de cosas era demasiado perfecto para durar mucho tiempo, y el despertar a la dura realidad había llegado una mañana en forma totalmente inesperada, mientras leía Pablo el Diario Oficial del Ministerio de Marina. Al ojear la primera página su corazón dio un repentino vuelco dentro de su pecho al ver escrito lo siguiente: «Oficiales que pasan destinados a Barcelona, para efectuar el curso de Aeronáutica Naval. Página 923».

Era cierto que días antes de conocer a María había pedido plaza en aquel curso, y después lo había olvidado por completo. Al solicitarlo se encontraba momentáneamente harto del «Gravina» y había estado dudando entre el curso de Aeronáutica o volver de nuevo a los submarinos, que habían sido su anterior destino y, por los cuales, sentía especial predilección. Al fin se había decidido por la Aeronáutica, queriendo conocer otro aspecto nuevo y distinto del Servicio, así como la bella ciudad de Barcelona, en la cual sólo había estado, hasta entonces, de paso en un par de ocasiones. Al mismo tiempo, y matando dos pájaros de un tiro, saldría un poco del tedio en el cual, por aquel entonces, parecía haberse convertido su actual empleo.

Rápidamente buscó la página 923 del Diario Oficial y allí, tal y como se temía, se encontraba su nombre, el tercero de la lista: «Teniente de Navío D. Pablo Vázquez Roca…»

¿Por qué demonios se le habría ocurrido pedir aquel curso? ¿Por qué no habría solicitado los submarinos, que además tanto le agradaban, y con los cuales hubiera permanecido destinado en Cartagena? ¿Por qué precisamente ahora? Pablo se maldecía a sí mismo y a su mala suerte; pero ¿cómo habría podido saber, cuando pidió el curso de Aviación, que iba a conocer a María, que se iba a enamorar de ella, que su vida iba a cambiar de tal manera?

En fin; la cosa ya no tenía remedio. Después de todo, se dijo, sólo estaría separado de María unos meses, pues, cuando terminara el curso, fácilmente podría conseguir ser trasladado de nuevo a Cartagena. Ahora tenía que darle a ella la noticia. ¿Cómo la tomaría?

Como era de suponer, la tomó mal. Muy mal. Era una chica valiente; pero, en el transcurso de las seis últimas semanas, Pablo se había convertido para ella en el centro mismo de su existencia. Le parecía imposible la noticia que le daba ahora: que se marchaba y que habrían de transcurrir varios meses antes de que ambos volvieran a verse. Además, y para colmo, la palabra «aviación» le llenaba de oscuros temores. No quería siquiera pensar en lo que sería de ella si él llegaba a sufrir algún accidente con los aviones. Súbitamente sus ojos se llenaron de lágrimas, y miró a Pablo con expresión suplicante, como implorándole que le dijera que aquello no era posible, que no era verdad, que él no iba a irse dejándola allí sola.

* * *

Pablo suspiró y, echándose la gorra hacia atrás, se pasó una mano por la frente y el rostro, como si quisiera alejar de su mente estos tristes pensamientos. Luego, tras comprobar el rumbo del submarino, volvió a mirar al horizonte a través de sus prismáticos. Nada había a la vista. La visibilidad era excelente y la mar continuaba tranquila, como un inmenso espejo plateado. ¡Qué noche más hermosa! El «C-10» parecía deslizarse sobre la mansa superficie del Mediterráneo, rumbo al Estrecho, la leve vibración de los motores era el único movimiento que se notaba en la torreta. El viento suave generado por la velocidad del submarino, fresco y agradable, daba vida a su rostro. La luna hacía un rato que se había puesto; sólo las estrellas brillaban allá arriba, increíblemente lejanas y luminosas, ajenas a todo cuanto ocurría en este pequeño mundo con vida perdido en la inmensidad del océano interestelar… y, aún en contra de su voluntad, recordó Pablo una vez más la última noche que había pasado en la ciudad de Cartagena.

Había ido con María a un lugar de baile al aire libre. La noche era espléndida: una ligera brisa venía del mar, refrescando el ambiente después del calor del día, y ambos estuvieron sentados en un rincón largo rato, en silencio, cogidos de las manos y mirando al cielo, incendiado de estrellas. Habían hablado muy poco, pues la certeza de la próxima separación pesaba sobre el ánimo de ambos como una fría losa.

Pablo, al advertir que la tristeza que comenzaba a aflorar en el rostro de María le estaba sobrecogiendo el alma de tal manera que temía llegara a un punto en el que la congoja fuera más de lo que hubiera podido soportar, dijo:

—Mary, ¿bailamos?

—Será mejor —dijo ella.

Salieron a bailar y, a los pocos minutos, Pablo sintió que ella se apretaba más contra él. Sonriendo la había enlazado más estrechamente, hasta que la mejilla de ella quedó junto a la suya. Habían continuado así un poco, hasta que de pronto notó que tenía la cara mojada.

Se había separado un poco de María para mirarla y, al hacerlo, quedó anonadado por la expresión de tristeza y desesperación que se dibujaba en su rostro. La llevó rápidamente a su mesa, algo apartada, y allí ella dio rienda suelta a su llanto. Él había tratado de consolarla; pero en vano. A decir verdad, su ánimo no estaba como para consolar a nadie. A lo largo de su carrera de marino se había despedido de muchas mujeres, y algunas de ellas habían llorado al decirle adiós; pero esto era algo completamente nuevo, distinto para él, algo que dolía: sí, que lastimaba, con un dolor físico más que moral, y causaba una intolerable opresión en el pecho y un nudo en la garganta que le hizo tragar saliva. Era algo horrible, sobre todo, el verla llorar de aquella manera y no poder hacer nada por consolarla. Intentó quitarle importancia al asunto, asegurándole que, en realidad, iban a volver a verse muy pronto; pero ella sólo negó con la cabeza y sus sollozos se acentuaron aún más.

Trató de decir algo; pero, en esta ocasión, las palabras no acudieron a sus labios. Entonces la abrazó y la besó, manteniendo largo rato sus labios sobre los de ella, húmedos y salados a causa de las lágrimas.

Poco a poco sus sollozos se fueron calmando, hasta que empezó a llorar ya de una forma más tranquila, más pausada, como si hubiera vaciado hasta la última gota del pozo de dolor que contenía su alma. Él se apartó un poco y le cogió la barbilla, sacudiéndosela ligeramente, y ella trató de sonreírle entre sus lágrimas. Poco después le pidió el pañuelo, se secó las mejillas y se sonó la nariz con él; entonces levantó la cabeza y lo miró, sonriendo ligeramente al ver sus labios manchados de carmín. Se los limpió y trató de devolverle el pañuelo; pero Pablo, obedeciendo a un impulso momentáneo, le rogó que se quedara con él como recuerdo.

Ella volvió a sonreírle y se apretó un poco contra él, y así permanecieron los dos largo rato, sin pronunciar palabra, cogidos de las manos. No habían vuelto a bailar aquella noche ni, claro está, habían bailado ya más, pues él había tenido que marcharse la tarde siguiente.

Aunque no era hombre dado a creer en presagios, se había sentido profundamente impresionado, a pesar suyo, por la desesperación de María. No era una chica histérica, ni muchísimo menos, pero parecía estar íntimamente convencida de que la separación que se avecinaba no iba a ser tan corta ni tan casual, como todo hasta entonces parecía indicar.

Ahora, con el arbitrio del tiempo transcurrido, Pablo, desde la torreta del «C-10», se maravillaba sombríamente de la certeza de aquel presentimiento mientras su mente seguía recordando…