Volvió a encontrarla dos días más tarde, con ocasión de un baile de noche que se celebraba en el Club Náutico. Pablo, al que no le gustaban mucho los actos sociales y que había ido allí con el único objeto de verla —como no tuvo más remedio que confesarse a sí mismo—, llegó a primera hora con varios compañeros; pero en seguida, y con la excusa de saludar a alguien que había visto, se separó de ellos tomando posiciones en una mesa estratégicamente situada junto a la puerta de entrada para tener la certeza de verla llegar en el caso de que así lo hiciera.
¿Vendría? ¿No vendría? A medida que la gente iba llegando, su impaciencia subía de grado. ¿Y si, después de todo, no viniera? Pablo no hacía más que consultar el reloj y maldecirse por imbécil. ¿Por qué había de ocurrirle aquello con una chica a la cual sólo había visto una vez y de la que desconocía prácticamente todo?
Al cabo de un rato apareció María, acompañada por su padre y una tía solterona, a la cual Pablo conocía tan sólo de vista. María vestía un precioso traje de noche de tul blanco de mangas cortas, ligeramente escotado y con lentejuelas doradas. El corazón de Pablo volvió a jugarle la misma mala pasada que dos días antes. ¡Maldita sea! ¿Es que aquello iba a sucederle ya cada vez que la viese?
Al adelantarse hacia ellos, Pablo se dijo que María estaba aún más bonita, si cabe, que la otra vez que la había visto. Ella le vio venir en seguida, se sonrojó ligeramente y sus ojos se encendieron brillando de alegría.
—A sus órdenes, almirante. Buenas noches, María.
—Buenas noches, Vázquez. ¿No conoce usted a mi cuñada Margarita?
—Sí, señor, aunque no le había sido presentado aún —respondió Pablo alargando la mano y pronunciando las consabidas palabras de rigor en casos tales.
—¡Caramba, que lleno está esto! —exclamó don Víctor—, casi no queda una mesa libre.
—Si me permite, almirante —dijo Pablo—, tengo una muy buena y bien situada. ¿No quieren ustedes hacerme el honor de compartirla conmigo?
—Por mi parte encantado —contestó el interpelado—, pero ¿no le estropearemos a usted la noche? —añadió con una sonrisa un tanto maliciosa.
—No, señor, no se preocupe; no me estropearán ustedes nada —se apresuró a responder Pablo—. Precisamente estaba solo…
—Muy bien. ¿Qué os parece?
—Por mí encantada —dijo la tía Margarita. María bajó los ojos y no respondió nada. Su corazón estaba latiendo aún más apresuradamente que el de Pablo unos momentos antes. También ella se había pasado todo el día haciéndose preguntas sobre si tendría la fortuna de volver a verle aquella noche durante la fiesta.
Tras preguntarles Pablo lo que deseaban beber, se lo comunicó al camarero. A continuación se entabló una conversación formal en la que, entre otras cosas, se hizo referencia a cómo le iba al contralmirante su vida de retirado del servicio activo, y cómo, a pesar de llevar una existencia cómoda y tranquila, en la que no le faltaba de nada, reconoció echar bastante de menos los momentos vividos durante su carrera como profesional en activo.
En cuanto hubo transcurrido un tiempo prudencial para no parecer demasiado descortés, y aprovechando una pausa en la conversación, Pablo invitó a María a bailar. Quería estar a solas con ella; pero una vez estuvieron bailando se encontró con que no se le ocurría nada que decir. Sin embargo, al mirarla comprendió que no tenía necesidad de hablar. No era hombre de muchas palabras y muchas veces se había sentido violento en compañía de una persona a la que acababa de conocer, por no tener nada que decirle.
Sin saber por qué, no le sucedía igual con María. Era algo difícil de explicar, como si los dos se entendieran sin necesidad de expresarse mediante palabras.
Al cabo de un rato él sonrió, y ella le devolvió la sonrisa.
—Parece que nos hemos juntado dos que hablamos poco, ¿verdad? —dijo él.
Ella asintió con la cabeza sin dejar de sonreír.
—Desde luego —contestó.
Se produjo otra pequeña pausa.
—Tu padre te llama Mary, ¿no es así?
—Sí, siempre me lo ha llamado, desde que era pequeña.
—Mary… Me gusta más que María. Yo también te voy a llamar así desde ahora; es decir —añadió rápidamente—, si no te importa.
—No desde luego. ¿Por qué había de importarme?
Él le oprimió ligeramente la mano, enlazándola algo más estrechamente. La orquesta atacó un tango en aquel preciso instante y ambos se entregaron de lleno al placer de bailar juntos.
Al pasar por delante de la mesa donde se encontraban don Víctor y la tía Margarita, ésta comentó:
—Qué buena pareja hacen los dos.
El almirante asintió pensativo. Para él, que sólo deseaba la felicidad de su hija, el hecho de que Pablo y ella hiciesen más o menos buena pareja no le dejaba indiferente. Vázquez tenía con él la mayor de las recomendaciones: era un buen oficial de Marina. Además de esto, don Víctor era amigo de su familia pues, no en balde, había sido compañero de promoción en la Escuela Naval de uno de los tíos de Pablo. También conocía el carácter de éste y, por supuesto, el de María, y se dijo que si había algún hombre capaz de hacer feliz a su hija, éste era sin duda Pablo. Y esta impresión se confirmó cuando ambos volvieron a pasar bailando ante la mesa, hablando en voz baja como si todo cuanto había a su alrededor no existiese para ellos. Jamás había visto don Víctor una expresión semejante en el rostro de su hija, habitualmente tan frío e indiferente; en cambio ahora el alma parecía querer escapársele por los ojos.
Al poco rato volvieron ambos y se sentaron a la mesa, con los ojos brillantes y una expresión un tanto aturdida en el rostro. El almirante se dijo que ninguno de ellos se daba aún cuenta completa de lo que en realidad les ocurría.
Pablo sí se dio cuenta aquella misma noche, en su camarote, donde estuvo largo rato dando vueltas sobre la litera sin poder conciliar el sueño. Se había enamorado como un simple colegial. Sí, ésa era la realidad y de nada le serviría el tratar de negárselo a sí mismo… ¿Y ella? Parecía estar a gusto con él; pero eso no quería decir nada. Seguramente, si no hubiera estado tan enamorado o, lo que es igual, tan ciego, Pablo habría sabido darse cuenta de mil detalles que le habrían tranquilizado por completo acerca de los sentimientos de María; pero el caso es que no se durmió hasta que las estrellas empezaron a palidecer por la parte de levante anunciando la llegada del nuevo día. Antes de quedar dormido se hizo el firme propósito de no volver a pasar otra noche de incertidumbre como aquella. No, decididamente no podía pasar ni un día más con ese desasosiego que le estaba dinamitando el alma. Había convenido con María ir a buscarla la tarde siguiente, para dar un paseo. Pues bien, aquella misma tarde le diría que la quería.
* * *
A la caída de la tarde fue Pablo a buscar a María a su casa, como lo habían concertado la noche anterior durante el baile. El atardecer era cálido y transparente, con esa transparencia que tan sólo el Mediterráneo es capaz de proporcionar a las localidades que baña cuando cuenta con los hados a su favor. Después de un corto paseo, llegaron ambos al Náutico cuando empezaba a oscurecer. El Club no estaba demasiado concurrido, y Pablo la llevó a la terraza superior, desde donde se disfrutaba de una magnífica vista. La azotea se encontraba casi desierta a aquella hora y se hallaba envuelta en una amable y acogedora semioscuridad. Allí estuvieron un rato, hablando de cosas sin importancia y sintiéndose extrañamente felices con la mutua presencia.
Cuando hubo anochecido por completo, Pablo se levantó y, tomando a María de la mano, la llevó hasta la parte de la balaustrada de piedra que mira sobre el mar. Contra el cielo completamente tachonado de brillantes estrellas se adivinaba, más bien que se veía, la silueta de los montes que guardaban la entrada del puerto, con un antiguo fuerte en la cima. Reinaba completa calma y las aguas del puerto estaban tan tranquilas que se podía ver en ellas el reflejo de las estrellas. Pablo había conservado entre las suyas la mano de María, sin que ésta hiciera nada por retirarla, y ambos estuvieron un rato callados, apoyados en la barandilla hombro contra hombro, sin que ninguno de los dos osara romper aquel maravilloso silencio.
Por fin, Pablo tomó la otra mano de María, de forma que ambos quedaron frente a frente, cogidos de las manos. Ella mantenía los ojos bajos y su corazón latía con tal fuerza que parecía le iba a saltar del pecho.
—Mary —dijo él, y paró en seco y se aclaró la garganta, pues sentía en ella y en la boca una sensación de completa sequedad. El corazón le latía desbocado y el aire escaseaba en sus pulmones.
—¿Qué, Pablo? —preguntó ella levantando la vista de forma que sus ojos se encontraron. Aquella era la primera vez que ella le llamaba por su nombre y esto, unido a algo que leyó en su mirada, le animó a continuar.
—Mary, yo… —se detuvo de nuevo y ella le oprimió ligeramente las manos. Ante este gesto inesperado, las palabras fluyeron de sus labios como un torrente impetuoso, al que ya nada pudo detener una vez roto el dique que lo contenía—. Mary, mi vida, te quiero. Te quiero como no creí nunca llegar a querer a nadie. No puedo explicarte todo lo que representas para mí. Ya sé que sólo nos hemos visto tres días; pero a mí, tal vez porque desde que te vi por primera vez no he dejado de pensar en ti, me parece que te conozco de toda la vida. No sé como he sido hasta ahora capaz de vivir sin ti y no quiero pensar lo que sería mi vida en adelante si no te tuviera a mi lado. Mary —continuó poniendo las manos de ella, que aún conservaba entre las suyas, sobre su pecho—, ¿verdad que tú también me quieres un poco? Por favor, dime que no te soy indiferente.
Mientras hablaba, María había permanecido ante él temblorosa, sintiendo una dicha y emoción que la sobrecogían de pies a cabeza. Su corazón latía con tal violencia que se dijo a sí misma que forzosamente él había de oírlo. Tal era su emoción que no podía articular una sola palabra. Pablo le oprimió las manos, que continuaba manteniendo entre las suyas sobre su pecho y ella levantó entonces los ojos, que se encontraron con los ojos de él en la semioscuridad.
De nuevo, algo debió Pablo de leer en ellos que le impulsó a llevarse las manos de María a los labios y besarlas repetidas veces. Luego, soltándoselas, le cogió la cabeza y depositó un largo beso en su frente. Seguidamente le separó la cabeza y ambos quedaron uno frente a otro, mirándose a los ojos y sonriendo.
Pablo dejó caer sus manos hasta que éstas estuvieron apoyadas en los hombros de María.
—Mary, cariño, dime que tú también me quieres. Necesito oírtelo decir, no una, sino infinitas veces.
—Sí, Pablo, te quiero. Desde que te conocí no he podido dejar de pensar en ti. Eres… No sé como explicártelo, es difícil… También yo tengo una sensación agradable… No sé, pero tal vez sea como si te hubiera estado esperando toda mi vida.
Pablo la atrajo hacia sí y la beso ligeramente en los labios. Al soltarla de nuevo, ella rompió a llorar y él experimentó un deseo casi irresistible de estrecharla fuertemente entre sus brazos y secarle las lágrimas con sus besos; pero se contuvo, contentándose con cogerle de nuevo las manos.
—Mary, cariño, ¿qué te pasa? —preguntó un tanto trastornado.
Ella apartó su rostro.
—No lo sé, Pablo, no me hagas caso, soy una tonta; pero es que me siento tan feliz…
Él la cogió de nuevo por los hombros y la sacudió ligeramente.
—Escucha. No eres ninguna tonta y no me gusta que nadie, ni siquiera tú misma, lo diga. Eres la chica más maravillosa que jamás he conocido.
Habían permanecido ambos charlando vivamente en la terraza, muy juntos, hasta que el sonar del carillón del reloj de una iglesia cercana les devolvió a la realidad.
—¿Qué hora es, Pablo? —preguntó ella.
—Las once y media.
—¡Dios mío! ¿De verdad? No sé lo que va a decir papá cuando llegue a casa.
—No te inquietes, yo te acompañaré y se lo explicaré todo —dijo él.
—No, deja, ya se lo diré yo.
Bajaron apresuradamente la escalinata y se dirigieron a casa de María cogidos del brazo. Fue poco lo que hablaron durante el camino de regreso y, la mayoría de las veces, tan sólo les acompañaba el sonido de sus pasos a la luz tenue de las farolas por las calles semidesiertas. Ambos se sentían impresionados por la fuerza de sus propios sentimientos. Al llegar a la puerta, María se despidió rápidamente, llamó al timbre y subió muy deprisa las escaleras.
Pablo se sentía demasiado feliz para ir a bordo del buque, y tampoco deseaba hablar con nadie en aquellos momentos. Quería regodearse con lo que acababa de vivir. Encaminó sus pasos hacia el puerto, solitario a aquellas horas de la noche, y estuvo paseando largo rato, abstraído en hondas meditaciones. Se sentía profunda y completamente feliz; era una sensación nueva, que jamás había experimentado hasta entonces. Ciertamente disfrutó con sus sentimientos, que le embriagaban por doquier y llenaban hasta los más recónditos recovecos de su cuerpo.
Por fin se dirigió al «Gravina», donde se encontró con la cena, ya fría, dispuesta en su camarote. Comió distraídamente y de buena gana hubiera salido después a pensar un rato por cubierta; pero no lo hizo por temor a encontrarse con el oficial de guardia y tener que hacerle compañía. Puso el ventilador en marcha y, echado sobre la litera, continuó haciendo castillos en el aire hasta que al cabo le rindió el sueño.