Pablo Vázquez se recostó contra el borde de la torreta del «C-10» y, cerrando los ojos, echó una mirada retrospectiva sobre los terribles y desgarradores acontecimientos de las dos últimas semanas. La noche era clara y estrellada, el mar estaba como un plato, cosa frecuente en el Mediterráneo durante el mes de agosto; sólo se oía el leve rumor de la roda al hender el agua, el susurro de ésta al deslizarse mansamente a lo largo del casco y, más apagado, el ruido de los motores diesel del submarino. Pero toda esta paz y tranquilidad contrastaban completamente con el torbellino que había en la mente de Pablo. Aunque éste no era hombre que dejara traslucir habitualmente sus emociones, tenía que esforzarse ahora para que sus subordinados no pudieran sospechar nada de cuanto rebullía en su interior.
No, pensó, todo aquello no podía ser realidad, no podía estar sucediéndole precisamente a él. Seguramente era víctima de alguna horrible pesadilla. Se mordió furiosamente el labio inferior, hasta que el dolor y el inconfundible sabor a sangre le convencieron de que, desgraciadamente, no soñaba.
Sufría mucho. En los últimos tiempos, casi se había convertido en un ser atormentado. Su aflicción estaba causada por ver a su gente, a su amada tierra sumida en una guerra cruenta y absurda, incomprensible, como todas las guerras, sin saber qué bando tenía razón, tal vez ninguno, tal vez los dos, pero auténticamente fratricida. A ratos no llegaba a saber ni siquiera qué pintaba él en ella. A este terrible pesar se unía, y por tanto aumentaba considerablemente su dolor, el mayor de los desconocimientos acerca de cómo se encontrarían su familia, sus amigos, los seres queridos… Su pensamiento voló de nuevo hacia María. ¿Qué habría sido de ella durante ese tiempo? Esta idea era, tal vez, la que más le había torturado últimamente; la peor de las incertidumbres en un mundo lleno de incertidumbres.
¡Qué distinto había parecido todo un mes antes! ¿Un mes? Pablo se encontró meditando de nuevo. ¿Podían haber sucedido, de verdad, tantas cosas en tan corto espacio? ¡Qué forma más arbitraria tenemos de medir el tiempo! A veces, en lugar de días o semanas, nos parece que han transcurrido años enteros entre dos acontecimientos y, en otras ocasiones, nos parece que tan sólo fue ayer cuando ocurrieron.
Porque tan sólo un mes antes todo parecía sonreírle en la vida. Sabía —o, mejor dicho, creía saber— lo que iba a hacer mañana, pasado, la semana que viene y hasta dentro de un año. En cambio ahora… ¿Qué le deparaban los próximos días? ¿Qué quedaba de todo aquello que hacía que la vida mereciese la pena vivirse? De una manera casi inmediata e instintiva, se respondió a sí mismo: María.
Sí, mas ¿qué habría sido de ella entre tantos peligros, en la tremenda marejada de la revolución y sin que él pudiera hacer nada para protegerla? Tal vez aquella sensación de impotencia fuera la más horrible de todas. Pero no, no se dejaría derrotar; debía, es más, tenía que haber algún medio de protegerla y él lo hallaría. Sí, lo encontraría aunque fuera necesario perecer para ello en la empresa. Y la idea de la muerte se presentó de nuevo ante él, esa idea que se había introducido en sus pensamientos hacía tan sólo tres semanas, pero con la que, por supuesto y dadas las circunstancias, había que contar seriamente.
Sí, era muy posible que, de una u otra forma, él muriera muy pronto. Casi con asombro comprobó que esta idea no le asustaba ni poco ni mucho. Era simplemente una probabilidad más que debía incluir en sus pensamientos para calcular sus probabilidades de éxito. Pero no; no podía morir ahora. ¿Qué sería entonces de María? ¿Quién la defendería de tantos peligros como indudablemente la acechaban? La cosa era como para volverse loco. Así que mejor no pensar en ello hasta que, al menos, tuviese verdaderas posibilidades de ayudarla. Mas siendo imposible el no discurrir en ello, quizás, lo mejor fuese recapacitar y tratar de ver cómo se habían desarrollado los últimos acontecimientos.
Con un esfuerzo supremo de voluntad procuró poner en orden sus atribulados pensamientos. ¿Cómo había empezado todo?… Y, para él, sin duda, el comienzo se hallaba tres meses atrás, cuando conoció a María. Le era imposible separarla de los acontecimientos subsiguientes; en su mente ambas cosas estaban íntimamente ligadas, pues tanto la una como los otros habían venido a trastornar completamente su vida.
* * *
Tres meses antes, en mayo de 1936, él, Pablo Vázquez, era un teniente de navío que sentía enorme entusiasmo por su carrera y a quien todo parecía ir a la medida de sus deseos. Sevillano de nacimiento, Pablo era el mayor de una familia compuesta por él y dos hermanas, de veintisiete y veinticuatro años de edad. Su padre tenía en Sevilla una fábrica de fundición, que dirigía junto con uno de sus hermanos.
Desde muy niño, Pablo había sentido siempre una fuerte vocación de marino. Todo lo referente al mar y a los barcos le atraía con fuerza irresistible y de manera apasionada y, en cuanto su edad se lo permitió, ingresó en la Escuela Naval. Aunque aún era joven —veintinueve años— y casi recién ascendido a teniente de navío, empezaba ya a ganarse una buena reputación dentro del Cuerpo. De carácter serio, poco comunicativo, contaba sin embargo con grandes simpatías entre sus compañeros, era muy estimado por sus jefes y querido por sus subordinados aunque, dado su carácter un tanto reservado, jamás les trató con demasiada familiaridad.
Era Pablo de regular estatura, más bien alto que bajo, de anchas espaldas, porte arrogante y distinguido, y recia musculatura. Practicaba la natación, a la cual era enormemente aficionado, siempre que sus obligaciones se lo permitían; durante todo el año había sido campeón de boxeo de su categoría en la Escuela Naval. De facciones finas, tenía el cutis y el cabello, castaño éste, tostados por el sol y los vientos marinos. Tal vez fueran sus ojos la característica más saliente de su fisonomía; aunque pequeños y oscuros y algo hundidos bajo espesas cejas, parecían irradiar un misterioso magnetismo que atraían enormemente a cuantos los contemplaban.
Sin ser lo que se dice un mujeriego, Pablo había tenido siempre bastante éxito con las mujeres; pero jamás las había tomado demasiado en serio. Tal vez fuera su misma actitud, cortés y amable; pero en el fondo indiferente, la causa de que muchas de ellas se sintieran aun más atraídas por su persona. De ahí que Pablo, sin proponérselo muchas veces, hubiera tenido numerosas aventuras superficiales en los puertos que visitó. Pero, aunque hasta entonces ninguna mujer había logrado interesarle de verdad, siempre había sido sincero —a veces brutalmente sincero— con cuantas conoció. Ninguna podía decir, en honor a la verdad, que había sido engañada, ni tan siquiera que había recibido de él promesas que luego no fueron cumplidas. La mentira y la ambigüedad eran palabras que no formaban parte del vocabulario de Pablo. Su ética era de todo punto irreprochable.
Llevaba cuatro meses en Cartagena, embarcado en el destructor «Gravina», cuando conoció a María de la Torre. Era ella hija única de un contralmirante que había estado destinado en Madrid, pero que, por motivos políticos, pidió el retiro y, pudiendo vivir holgadamente de sus rentas, había preferido a la vida agitada de la Corte, la más tranquila del Departamento Marítimo, donde podía seguir sin perder el contacto con la Marina la cual, aparte de su mujer, muerta al dar a luz a María, había sido la única gran pasión de toda su vida.
Era María alta, espigada, rubia, de ojos azules y cutis blanco, con un tipo de belleza más bien nórdica, proveniente probablemente de una de sus abuelas, que había sido inglesa. Muerta su madre al nacer ella, su padre sintió hacía la pequeña, durante su niñez, una especie de aversión, y la había tenido desde muy corta edad interna en un colegio de monjas. Sin embargo, al crecer la niña, este injusto sentimiento se fue desvaneciendo poco a poco y, en los últimos años, su hija había llegado a convertirse para él casi en la principal razón de su existencia.
La falta de madre, unida a la ausencia inicial de cariño por parte de su padre, habían hecho que el carácter de María fuera serio y reservado. Desde que salió del colegio y se encontró en plena vida de sociedad, sintió un cierto desprecio hacia cuantos hombres se le habían aproximado, cuyo único objeto en la vida parecía ser divertirse todo lo posible, sin preocuparse de más, y a los cuales siempre podía manejar a su antojo, ya con una sonrisa, ya frunciendo el ceño. Esta forma de ser le había valido para adquirir cierta reputación de chica orgullosa y fría, sin serlo en realidad.
Don Víctor de la Torre había sido unos años antes comandante del acorazado «Jaime Primero», y allí se conocieron él y Pablo, recién salido este último de la Escuela Naval. Don Víctor era compañero de promoción de un tío de Pablo y esto, unido a que cada uno de ellos había visto en el otro a un verdadero entusiasta de la Marina y el mar, hizo nacer entre ambos hombres una sincera amistad, a pesar de la diferencia de edad y de grado. Por ello, a los pocos días de instalarse en Cartagena, don Víctor recibió una tarde la visita de su antiguo subordinado, y Pablo experimentó ese día la mayor emoción de su vida, al conocer a María.
Llevaba unos diez minutos de charla con don Víctor, cuando ella se presentó. Pablo sabía, naturalmente, que de la Torre tenía una hija; pero nunca la había visto hasta entonces y ahora casi no podía dar crédito a lo que sus ojos veían. Jamás había conocido nada semejante. La expresión de dulzura y tristeza de su rostro hacían parecer a María mayor de lo que era en realidad; pero por otra parte había en ella una expresión de candidez e inocencia, casi de niña que le turbaba.
Pablo, cuya impavidez y tranquilidad habían llegado a ser proverbiales entre sus compañeros, y que se había portado con tremenda sangre fría con motivo de un incendio producido en una torre de artillería gruesa del «Jaime Primero» durante unos ejercicios de tiro, sintió que su corazón dejaba de funcionar un momento y luego, como si tratara de compensarlo, comenzaba a latir con ritmo inusualmente acelerado. Su rostro enrojeció o, mejor dicho, notó la sensación de que se sonrojaba pues su cutis, bronceado y curtido como estaba por la conjunción del sol con el aire marino, no cambió de color. Hubo de hacer un gran esfuerzo para que su voz resultase real al ser presentado.
Durante el resto de la entrevista apenas pudo apartar sus ojos del rostro de ella. Le fascinaba. Si es verdad, se decía, que la cara es el espejo del alma, aquí hay un alma que vale, y mucho, la pena conocer. Hubo de realizar verdaderos esfuerzos para seguir contestando a las preguntas de su interlocutor con algo más que vagas respuestas e incluso incoherencias.
María, mujer al fin y al cabo y por tanto poseedora de ese instinto femenino, se dio cuenta de la admiración que había despertado en Pablo y, cosa extraña, experimentó una sensación de excitación y placer que hasta entonces no había sentido jamás al ser observada de esa manera por un hombre. Aquella persona que tenía enfrente parecía ser muy distinta de cuantos hombres había conocido hasta ese día. La deferencia con que lo trataba su padre, casi como si estuviera hablando de igual a igual, tan distinta al trato que acostumbraba a dar a los «mequetrefes» —como él los llamaba— que se habían acercado a ella hasta la fecha, la confirmaban en su creencia. Además, se dijo mirándolo, había algo en él que la atraía, algo misterioso que no podía precisar exactamente… En aquel momento sus ojos se encontraron con los de él, y ella bajó la vista ruborizándose al mismo tiempo.
Más tarde, cuando Pablo se hubo marchado, preguntó María a su padre:
—¿Quién es ese oficial, papá? Pareces apreciarle mucho.
Él sonrió.
—¿Te acuerdas que hace unos años te conté que un alférez de navío había salvado a mi barco de volar por los aires debido a la explosión de un pañol de municiones durante unos ejercicios de tiro?, pues éste es aquel joven. Uno de los oficiales de Marina más completos que jamás he tenido bajo mi mando. Creo que le has causado muy buena impresión… es más, yo diría que verdaderamente le has gustado, o mucho me equivoco. Desde que has entrado casi no ha dejado de mirarte —y al verla enrojecer continuó—. Vaya, vaya ¿conque esas tenemos? —y la pellizcó, cariñosamente, una mejilla.
—Qué tonterías dices, papá —replicó ella secamente—. Si no ha estado aquí ni siquiera una hora —pero el mismo tono de su voz, nervioso y afectado, la traicionaba.
—Bueno, bueno —contestó don Víctor mirándola con una sonrisa extraña—, no te pongas así, si al fin y al cabo yo no he dicho nada…
* * *
Aquella noche Pablo, inmediatamente después de cenar, se metió en su camarote a bordo del «Gravina». Puso el ventilador en marcha, se desnudó, se echó sobre la litera y, apagando la luz, trató inútilmente de evocar el rostro de María. Cuando éste comenzaba a perfilarse vagamente en su mente, repentinamente se desvanecía. Siempre le había ocurrido lo mismo; jamás había logrado recordar un rostro de mujer cuando se lo había propuesto. ¿Por qué sería aquello? Permaneció despierto hasta bastante tarde, tratando de analizar a fondo sus sentimientos, pero sin conseguirlo del todo. Cuando por fin se durmió, sólo estaba seguro de una cosa: quería volver a ver a María cuanto antes. Y, curiosamente, lo ansiaba más de lo que había deseado nunca cosa alguna.