AMSTERDAM, CIUDAD LESBIANA

Hace algún tiempo, Sonia y yo nos fuimos de vacaciones a Amsterdam. Hicimos todo lo que hacen los turistas y también cosas que no hacen todos los turistas, sino sólo las turistas lesbianas, como entrar a todos los lugares de ambiente lésbico y de mujeres de la capital holandesa. Pero el recorrido resultó un poco decepcionante porque pudimos comprobar que, o Amsterdam ya no era lo que había sido y lo que nosotras todavía suponíamos que era, o Madrid no tenía ya nada que envidiar a ninguna ciudad europea en cuanto a lugares y placeres. Encontramos las jugueterías sexuales y las tiendas de artículos sexuales especialmente cutres, más de las que frecuentamos en nuestra propia ciudad; quizá no es que fueran más cutres, sino que no eran tan glamurosas como esperábamos, ni tan sorprendentes. Llegamos a la conclusión de que hoy hay lo mismo en todas partes y que la globalización iguala todo. Salimos por las noches a todos los bares lésbicos señalados por la guía LG que nos proporcionó la oficina de turismo y no encontramos nada sustancialmente diferente, aunque nos los pasamos bien.

Dos días antes de irnos decidimos entrar en un local de ropa de cuero y de objetos eróticos en el que habíamos visto algunas cosas no muy caras que queríamos llevar de regalo a algunas amigas. Allí estábamos, hurgando en las estanterías y comparando precios cuando oímos la campanilla de la puerta y una rubia con aspecto de norteamericana sobrealimentada se dirigió en inglés a la dependienta, una joven vestida de cuero negro de la cabeza a los pies, con una especie de corpiño que le subía las tetas casi hasta la garganta y que llevaba un collar de perro al cuello, del que colgaba una cadena que nadie sujetaba. La americana llevaba también, como nosotras, una guía en la mano, con varios lugares marcados en rojo. Saludó al entrar y escuchamos que decía:

—Anoche me dijeron que se está preparando una fiesta de cuero para mañana y me dijeron también que tú podrías informarme del lugar y de las condiciones.

Nosotras nos pusimos en guardia.

—Sí, es la que se organiza todos los primeros jueves de mes en… —y dio el nombre de un local y de una calle—. Es un local de chicos, pero los primeros jueves de mes se reserva para las chicas —explicó la dependienta, que quizá fuera la dueña del local—, y en cuanto a las condiciones —dijo—, aparte de pagar la entrada, sólo hay que llevar la ropa adecuada.

La americana, al parecer, estaba decidida a ir, porque le pidió a la chica de las tetas en la garganta que la ayudara a elegir la ropa adecuada.

—Claro —dijo ella y ambas recorrieron toda la tienda escogiendo ropa que la americana se llevó al probador.

Nosotras nos miramos y decidimos probar. Fuimos a la vendedora:

—Hola, hemos escuchado la conversación, ¿nos puedes ayudar a escoger la ropa adecuada para la fiesta de cuero para mujeres de mañana?

Sonrió y nos ayudó muy amablemente. Así que recorrió toda la tienda de nuevo mientras seleccionaba la ropa sin apenas mirarnos, diciéndonos lo mucho que le gustaba España y lo bueno que era tener sol todos los días. A Sonia, con mucha pluma y muy masculina, la vistió con pantalones de cuero, camisa y chaleco y, después de mucho pensar si le iba con el atuendo, le dio una fusta. A mí, más femenina, me endilgó una minifalda de cuero negro, un corpiño parecido al suyo y con tantos cordones que pensé que si conseguía ponerme aquello no habría luego quien me lo quitase y, para acabar, un collar de perro lleno de tachuelas. Nos probamos la ropa, dejando los «adminículos», vamos a llamarlos así, aparcados, diciendo que los habíamos traído de casa.

La tarde siguiente, al vestirnos en el hotel, nos reímos mucho y no queríamos confesar que estábamos nerviosas. Yo particularmente tenía un poco de miedo; algo me decía que, con aquella ropa, tenía algo más que temer que Sonia, pero por nada del mundo le hubiera confesado que no me apetecía mucho ir a aquel sitio. Nos vestimos con una ligera sensación de ridículo y nos pusimos los abrigos encima, lo que nos permitió pensar que, si al llegar, aquello tenía mala pinta, siempre podríamos salir sin que se viera cómo íbamos vestidas o, mejor dicho disfrazadas. Cogimos un taxi al que dimos una dirección cercana, porque no nos atrevimos a darle la verdadera. Fuimos caminando desde donde nos dejó. Al llegar al sitio nos encontramos con un local con aspecto de discoteca, ante el que se arremolinaban unas cuantas mujeres en la puerta. Nada parecía fuera de lo normal y las chicas que estaban allí iban todas vestidas de manera corriente, por lo que estuvimos a punto de volvernos porque nos pareció que íbamos muy exageradas. Pero nos pudo la curiosidad y pensamos que era mejor echar un vistazo y salir si nos sentíamos incómodas por la ropa.

Enseguida vimos que nos habíamos puesto la ropa adecuada. Al entrar, nos encontramos en una especie de guardarropa donde la gente dejaba sus abrigos y mostraba que iba vestida de manera parecida a nosotras y donde también algunas se cambiaban, poniéndose un atuendo completamente diferente al que llevaban y que sacaban de una bolsa. A nosotras nos bastó con quitarnos el abrigo y dejarlo allí. Y después, para entrar en el local propiamente dicho, había que pasar por una especie de «vigilanta» que se cercioraba de que ibas adecuadamente vestida. Nosotras lo pasamos sin problemas gracias a la vendedora, a la que ahora le agradecíamos su amabilidad. Por fin estábamos listas para entrar.

Sólo había que apartar una cortina y ya estabas dentro. El sitio estaba bastante oscuro y cuando nuestros ojos se adecuaron a la luz vimos que estábamos en una especie de discoteca con una barra y con una pista de baile. Las mujeres iban todas vestidas con estética s/m; muchas iban más exageradas que nosotras. La mayoría estaba en la barra y miraba alrededor, como escogiendo su presa. Nos dio la impresión de que había pocas parejas o gente que hubiera entrado en grupo y, si lo habían hecho, después de entrar cada una iba a lo suyo. Algunas vestían como yo, con corpiños de todo tipo que apretaban las tetas y estrujaban el abdomen de manera que todas teníamos un tipazo que ya nos gustaría que fuera de verdad. Había un cierto trasiego de chicas que se dirigían solas o en grupo hacia el fondo del local; vimos que por allí se pasaba a otro espacio y en el que desaparecían algunas parejas y chicas solas o en grupo. Algunas llevaban a su pareja atada con un collar de perro y una correa de la que tiraban; otras, en lugar de llevar a una chica atada, llevaban a dos con la misma correa. Era divertido y extravagante.

En la pista la mayoría de las chicas bailaban solas y casi todas eran del tipo femenino; nos dimos cuenta de que lo que hacían no era sino exhibirse para que una de las que estaba en la barra las escogiese, cosa que hacían sin muchos miramientos. Entraban en la pista y se la llevaban agarrada de cualquier sitio, o bien la tocaban y le decían con un gesto que fueran hacia el otro espacio. En todo el tiempo que estuve allí mirando no vi a ninguna que se negara a ir con aquella que la había escogido, y eso que, en mi opinión, alguna de ellas era francamente desagradable. Yo hubiera dicho que no a la mayoría.

Estuvimos un buen rato mirando excitadas. Sonia bebió mucho; yo un poco menos, porque no me sienta bien el alcohol. Al rato, Sonia me dijo:

—¿Entramos?

Y yo asentí. El alcohol nos había quitado el miedo y la timidez. Traspasamos la cortina y pasamos a un segundo espacio aún más oscuro. Aquí las mujeres ya no charlaban entre ellas. Aquí había sexo. Yo nunca había visto nada así. El lugar estaba amueblado con una especie de bancos corridos de un material blando que parecía plástico, relleno de goma espuma, que debía limpiarse con facilidad; supuse que aquello estaba allí por los hombres. Sobre los bancos se adivinaba todo tipo de parejas haciendo todo tipo de cosas, aunque no se veía bien. Pero sí se oía el sonido de los orgasmos, de los gemidos, de las voces que daban órdenes, de aquellas otras que suplicaban… que, multiplicado en tantas gargantas, era suficiente como para excitar a la más fría.

Al acercarnos a la pared me encontré con una mirada fija sobre mi cuerpo que me inquietó un poco. Una mujer joven me miraba apoyada en el muro en el que se recostaban otras tantas que sólo miraban lo que hacían las demás. Cuando, a su parecer, me hubo mirado lo suficiente, se vino hacia nosotras. De manera instintiva me acerqué a Sonia y me apoyé en su hombro, mientras la joven se puso frente a nosotras. Era atractiva, más joven de lo que parecía de lejos: no tendría más de veinticinco años (yo tenía treinta y siete entonces) y era del tipo pantalón y camiseta, aunque llevaba el pelo no muy corto y unos brillantes muy pequeños en las orejas. Se dirigió a Sonia y le dijo algo en holandés, a lo que Sonia contestó con un «No entiendo» en inglés. Entonces la chica cambió al inglés con naturalidad:

—Te preguntaba que si es tu chica —e hizo un gesto hacia mí con la barbilla.

Ambas nos quedamos tan pasmadas que pensamos que no habíamos entendido bien, pero sí habíamos entendido, y Sonia fue la primera en entender del todo. Me miró, sonrió y yo la sonreí también, porque la situación más bien me hacía gracia. Pero Sonia estaba más borracha de lo que yo había calculado, y más excitada también, así que contestó con un lacónico sí, pasando su brazo sobre mi hombro. Eso me tranquilizó, aunque de todas formas luego pensaba echarle la bronca. La holandesa no había dejado de mirarme, lo que me ponía un poco nerviosa. Cuando yo pensaba que ahí acababa todo, alargó una mano y, con el dorso de la misma, me acarició el escote.

—Es muy guapa, tiene un cuerpo muy bonito —dijo.

Yo no me moví, aunque el contacto de su mano me provocó un estremecimiento.

—¿La puedo usar? —le preguntó a Sonia.

Y Sonia, con los ojos brillantes por culpa del alcohol y de la excitación a partes iguales dijo que sí.

Podía haberme ido, claro, podía haberme vuelto hacia Sonia y haberle dado un tortazo, a ella o a la holandesa, pero la verdad es que no me moví porque yo estaba tan caliente como mi novia o más, porque la holandesa me acariciaba lentamente el escote y la cara con el dorso de su mano. Y porque antes de que me diera cuenta de en qué lío me estaba metiendo, la holandesa se había sacado del bolsillo un collar de perro, de los que parecían imprescindibles por allí, y me lo estaba poniendo con mucha suavidad; cuando me hubo puesto el collar se desabrochó una correa que llevaba a la cintura y la enganchó a la trabilla del collar. Después metió la mano bajo el corpiño y primero una, después la otra, me sacó las dos tetas, que quedaron al aire, apretadas y sujetas por aquella cosa que llevaba puesta. Me temblaban los muslos de miedo y de vergüenza. Miré alrededor: algunas miraban, entre ellas Sonia. La mayoría estaba a sus cosas. Sentí una tremenda humillación que, a la vez, me produjo una gran excitación; me gustaba mucho aquella holandesa y me estaba poniendo muy caliente con lo que me estaba haciendo, pero no estaba segura de que me fuera a gustar todo lo que vendría después, de ahí el miedo. Y veía a Sonia, que se había apoyado en un banco y nos miraba con los brazos cruzados sobre el pecho. Nos miramos un momento, me guiñó un ojo y yo le devolví la mirada, como diciendo que se acordaría de aquello y que estaba dispuesta a hacérselo pagar caro, aunque por ahora la excitación y la curiosidad ganaban al miedo. Entonces tiró de mí y me llevó a uno de los bancos. Sonia iba detrás pero se mantenía a cierta distancia; yo ya no podía ver la expresión de su cara: eso me intranquilizó mucho más de lo que me estaban haciendo. La holandesa se paró frente a mí y me ordenó que me pusiese de rodillas. Lo hice sin querer pensar. Me sentía como flotando en una especie de placer intuido, irreal, que se rompería si pensaba mucho. Me ordenó que le abriera la bragueta. Desde que se la toqué y noté un bulto duro supe que me iba a follar con aquello. Le abrí la bragueta y le saqué la polla, le bajé los pantalones como ella quiso y me tumbé en el banco como ella dijo. Me alegré de que fuera por delante y no por detrás, como me había temido en un principio. Me alegré de estar allí tumbada porque eso me eximía de hacer nada: sólo había que esperar. Yo estaba tumbada en el banco con la mitad de las piernas colgando, las tetas apuntando al cielo, y la holandesa de pie frente a mí. Entonces se echó un poco hacia atrás, me agarró por las pantorrillas, tiró de mí hacia fuera y me deslizó hacia delante, hasta dejarme con el culo justo al borde del banco.

Tenía las tripas retorcidas de deseo y estaba empapada. Me acarició las tetas, cogió los pezones con sus dedos y tiró de ellos hasta que me hizo daño y gemí, pero no me moví, ni la aparté. Me puso los pezones duros y tirantes. Como no podía evitar manotear, la holandesa tiró del collar hasta levantarme el cuello y con él todo el cuerpo. Me dijo que pusiera las manos debajo de mi culo y también lo hice; entonces aflojó la tensión, pero se enrolló el borde de la correa a su muñeca y mi cuello estaba todo el tiempo tirante: apenas podía moverme. Me gustaba. Era como tener todo el cuerpo dispuesto a follar, no sólo el coño o las tetas: todo el cuerpo, todo él en tensión, todo él ligado a esa correa que era como estar ligada a ella. Comenzó a subirme lentamente la falda hasta la cintura, con cuidado, acariciándome los muslos, que temblaban de excitación y que no podía mantener quietos. Su mano me acarició el vientre, el cuello y los hombros hasta bajar de nuevo a mis tetas, al interior de los muslos y las bragas, completamente empapadas a estas alturas. Dibujó con su dedo el borde de las bragas y lo metió un poco, llegando hasta la punta de mi clítoris, con el que jugó un poco. Yo emití un sonido gutural y me contraje de placer. Pero ella no me dio ese gusto. Rompió mis bragas y, sin tiempo para darme cuenta, me penetró con el dildo. Entró fácilmente porque yo estaba muy mojada, pero me pareció que me rompía por dentro; sentía un intenso dolor mientras que ella se echaba sobre mí, porque así se frotaba con el arnés que llevaba puesto. Su lengua llegó a mis pezones que se irguieron de nuevo ante su contacto húmedo. Con el dildo dentro y ella moviéndose para frotarse, con su lengua en mi cuello, en mi boca, en mis pezones, cerré los ojos para intentar conjurar el dolor y centrarme en el placer.

Sentí que una lengua separaba mis labios; abrí la boca para dejarle paso. Se movió enredada en mi lengua y entonces sentí otra lengua; al abrir los ojos vi a Sonia. Las dos lenguas hurgaban en mi boca mientras la holandesa se movía frenéticamente sobre mí hasta que exhaló un gruñido y calló. Aún estuvo un momento echada sobre mí, mientras Sonia seguía besándome y ahora acariciándome. Su mano era conocida y tranquilizadora. La holandesa salió al fin de mí y Sonia ocupó su lugar. Bajó su mano a mi clítoris y muy lentamente, porque tenía la zona dolorida, empezó a acariciarlo en círculos hasta que, enseguida, yo tuve mi orgasmo. Pero fue un orgasmo pequeño, porque para ese momento yo ya me encontraba incómoda. Así que, en cuanto acabé, me levanté, me sequé los muslos con los restos de la braga, bajé la falda todo lo que pude y me marché. Sonia no me siguió; no sé qué haría por allí, sólo sé que llegó muy tarde al hotel. No hablamos de ello al día siguiente, ni tampoco cuando llegamos a Madrid. Tardé varias semanas en poder aceptar lo que había pasado allí, en aceptar que me había gustado, en volver a hablar a Sonia. Pero acabé por hacerlo. La vida es más complicada de lo que creemos.