EPÍLOGO
LA PROFECÍA DE LAS CASAS
Al final de su vida, Las Casas escribe en su testamento: «E creo que por estas impías y celerosas e ignominiosas obras tan injusta, tiránica y barbáricamente hechos en ellas y contra ellas, Dios ha de derramar sobre España su furor e ira, porque toda ella ha comunicado y participado poco que mucho en las sangrientas riquezas robadas y tan usurpadas y mal habidas, y con tantos estragos e acabamientos de aquellas gentes».
Estas palabras, a medias entre la profecía y la maldición, establecen la responsabilidad colectiva de los españoles, y no sólo de los conquistadores; para los tiempos futuros, no sólo para el presente. Y anuncian que el crimen será castigado, que el pecado será expiado.
Estamos en buena situación hoy en día para juzgar si la visión de Las Casas fue acertada o no. Se puede introducir una ligera corrección a la extensión de su profecía, y sustituir «España» por «Europa occidental»: incluso si España tiene el papel principal en el movimiento de colonización y destrucción de los otros, no está sola: portugueses, franceses, ingleses, holandeses, la siguen muy de cerca, y serán alcanzados más tarde por los belgas, italianos y alemanes. Y si bien los españoles hacen más que otras naciones europeas en materia de destrucción, no es porque éstas no hayan tratado de igualarlos o de superarlos. Leamos pues «Dios ha de derramar sobre Europa su furor e ira», si eso puede hacernos sentir más directamente involucrados.
¿Se cumplió la profecía? Cada cual contestará esta pregunta según su juicio. En lo que a mí concierne, consciente de la parte de arbitrariedad que hay en toda apreciación del presente, cuando la memoria colectiva todavía no ha hecho su selección, y consciente también de la elección ideológica que eso implica, prefiero asumir abiertamente mi visión de las cosas sin disfrazar la descripción de las cosas mismas. Al hacer esto escojo en el presente los elementos que me parecen más característicos, que por consiguiente contienen en germen el futuro —o deberían contenerlo. Como debe ser, estas observaciones serán totalmente elípticas.
Claro que numerosos acontecimientos de la historia reciente parecen dar razón a Las Casas. La esclavitud fue abolida hace unos cien años, y el colonialismo a la antigua (a la española) hace unos veinte. Se han ejercido, y siguen ejerciéndose, numerosas venganzas contra ciudadanos de las antiguas potencias coloniales, cuyo único crimen personal es a menudo su pertenencia a la nación en cuestión; los ingleses, los norteamericanos, los franceses son considerados colectivamente responsables por sus antiguos colonizados. No sé si haya que ver en eso el efecto del furor y la ira de Dios, pero pienso que dos reacciones se imponen a aquel que ha tomado conocimiento de la historia ejemplar de la conquista de América: primero, que actos como ésos nunca lograrán equilibrar la balanza de los crímenes perpetrados por los europeos (y que en ese sentido son excusables); luego, que esos actos sólo llegan a reproducir lo más condenable de lo que hicieron los europeos, y nada es más triste que ver repetirse la historia —justamente cuando se trata de la historia de una destrucción. El que Europa fuera colonizada a su vez por los pueblos de África, Asia o América Latina (ya sé que estamos lejos de eso) quizás fuera una «hermosa revancha», pero no podría constituir mi ideal.
Una mujer maya murió devorada por los perros. Su historia, reducida a unas cuantas líneas, concentra una de las versiones extremas de la relación con el otro. Ya su marido, de quien es el «Otro interior», no le deja ninguna posibilidad de afirmarse en cuanto sujeto libre: el marido, que teme morir en la guerra, quiere conjurar el peligro privando a la mujer de su voluntad; la guerra no será sólo una historia de hombres: aun muerto él, su mujer debe seguir perteneciéndole. Cuando llega el conquistador español, esa mujer ya no es más que el lugar donde se enfrentan los deseos y las voluntades de dos hombres. Matar a los hombres, violar a las mujeres: éstas son al mismo tiempo pruebas de que un hombre detenta el poder, y sus recompensas. La mujer elige obedecer a su marido y a las reglas de su propia sociedad: pone todo lo que le queda de voluntad personal en inhibir la violencia de la que ha sido objeto. Pero, justamente, la exterioridad cultural determina el desenlace de este pequeño drama: no es violada, como hubiera podido serlo una española en tiempos de guerra, sino que la echan a los perros, porque es al mismo tiempo india y mujer que niega su consentimiento. Jamás ha sido más trágico el destino del otro.
Escribo este libro para tratar de lograr que no se olvide este relato, ni mil otros semejantes. Creo en la necesidad de «buscar la verdad» y en la obligación de hacerla conocer; sé que la función de información existe, y que el efecto de la información puede ser poderoso. Lo que deseo no es que las mujeres mayas hagan devorar por los perros a los europeos con que se encuentran (suposición absurda, naturalmente), sino que se recuerde qué es lo que podría producirse si no se logra descubrir al otro.
Porque el otro está por descubrir. El asunto es digno de asombro, pues el hombre nunca está solo, y no sería lo que es sin su dimensión social. Y sin embargo así es: para el niño que acaba de nacer, su mundo es el mundo, y el crecimiento es un aprendizaje de la exterioridad y de la socialidad: se podría decir un poco a la ligera que la vida humana está encerrada entre esos dos extremos, aquel en que el yo invade al mundo, y aquel en que el mundo acaba por absorber al yo, en forma de cadáver o de cenizas. Y como el descubrimiento del otro tiene varios grados, desde el otro como objeto, confundido con el mundo que lo rodea, hasta el otro como sujeto, igual al yo, pero diferente de él, con un infinito número de matices intermedios, bien podemos pasarnos la vida sin terminar nunca el descubrimiento pleno del otro (suponiendo que se pueda dar). Cada uno de nosotros debe volverlo a iniciar a su vez, las experiencias anteriores no nos dispensan de ello, pero pueden enseñarnos cuáles son los efectos del desconocimiento.
Sin embargo, aun si el descubrimiento del otro debe ser asumido por cada individuo, y vuelve a empezar eternamente, también tiene una historia, formas social y culturalmente determinadas. La historia de la conquista de América me hace creer que se produjo (o más bien se reveló) un gran cambio en los albores del siglo XV, digamos entre Colón y Cortés; se puede observar una diferencia semejante (claro que no en los detalles) entre Moctezuma y Cortés; opera entonces tanto en el tiempo como en el espacio, y si me he detenido más en el contraste espacial que en el contraste temporal, es porque este último se confunde en infinitas transiciones, mientras que aquél, con la ayuda de los océanos, tiene toda la nitidez que se pudiera desear. Desde aquella época, y durante casi trescientos cincuenta años, Europa occidental se ha esforzado por asimilar al otro, por hacer desaparecer su alteridad exterior, y en gran medida lo ha logrado. Su modo de vida y sus valores se han extendido al mundo entero; como quería Colón, los colonizados adoptaron nuestras costumbres y se vistieron.
Este éxito extraordinario se debe, entre otros, a un rasgo específico de la civilización occidental, que durante mucho tiempo se había tomado como un rasgo humano general, lo cual hacía que su florecimiento entre los occidentales se volviera entonces la prueba de su superioridad natural: es, paradójicamente, la capacidad de los europeos para entender a los otros. Cortés nos da un buen ejemplo de ello, y estaba consciente de que el arte de la adaptación y de la improvisación regía su conducta. Podríamos decir esquemáticamente que ésta se organiza en dos etapas. La primera es la del interés por el otro, incluso al precio de cierta empatía, o identificación provisional. Cortés se mete en su piel, pero en forma metafórica y ya no literal: la diferencia es considerable. Se asegura así de la comprensión de la lengua, del conocimiento de la política (de ahí su interés por las disensiones internas de los aztecas), y hasta domina la emisión de los mensajes en un código apropiado: vemos cómo se hace pasar por Quetzalcóatl, que ha regresado a la tierra. Pero, al hacer esto, nunca abandona su sentimiento de superioridad; hasta ocurre lo contrario, su capacidad de comprender al otro la confirma. Viene entonces la segunda etapa, durante la cual no se conforma con reafirmar su propia identidad (que nunca ha dejado verdaderamente), sino que procede a asimilar a los indios a su propio mundo. Recordamos que los frailes franciscanos adoptan en la misma forma las costumbres de los indios (ropa, comida) para convertirlos mejor a la religión cristiana. Los europeos dan prueba de notables cualidades de flexibilidad e improvisación que les permiten imponer mejor en todas partes su propio modo de vida. Claro que esta capacidad de adaptación y de absorción al mismo tiempo no es en modo alguno un valor universal, y trae consigo su otra cara, que se aprecia mucho menos. El igualitarismo, una de cuyas versiones es característica de la religión cristiana (occidental) y también de la ideología de los estados capitalistas modernos, sirve igualmente a la expansión colonial: ésta es otra lección, un poco sorprendente, de nuestra historia ejemplar.
Al mismo tiempo que obliteraba la extrañeza del otro exterior, la civilización occidental encontraba que tenía un otro interior. Desde la época clásica hasta el final del romanticismo (es decir hasta nuestros días), los escritores y los moralistas no han dejado de descubrir que la persona no es una, o incluso que no es nada, que yo es otro, o una simple cámara de ecos. Ya no creemos en los hombres-bestias del bosque, pero hemos descubierto a la bestia en el hombre, «ese misterioso elemento del alma que no parece reconocer ninguna jurisdicción humana pero que, a pesar de la inocencia del individuo al que habita, sueña sueños horribles y murmura los pensamientos más prohibidos» (Melville, Pierre o de las ambigüedades, IV, 2). La instauración del inconsciente se puede considerar como el punto culminante de este descubrimiento del otro en uno mismo.
Creo que a su vez este período de la historia europea está llegando a su fin. Los representantes de la civilización occidental ya no creen tan ingenuamente en su superioridad, y por aquí el movimiento de asimilación se está quedando sin aliento, aun si los países, nuevos o antiguos, del Tercer Mundo todavía quieren vivir como los europeos. Por lo menos en el plano ideológico, tratamos de combinar lo que nos parece mejor en los dos términos de la alternativa; queremos igualdad sin que implique necesariamente identidad, pero también diferencia, sin que ésta degenere en superioridad/inferioridad; esperamos cosechar las ganancias del modelo igualitarista y del modelo jerárquico; aspiramos a volver a encontrar el sentido de lo social sin perder la cualidad de lo individual. El socialista ruso Alexander Herzen escribe, a mediados del siglo XIX: «Comprender toda la amplitud, la realidad y la sacralidad de los derechos de la persona sin destruir a la sociedad, sin fraccionarla en átomos: ése es el objetivo social más difícil». Hoy en día seguimos diciéndonos lo mismo.
Vivir la diferencia en la igualdad: se dice más fácilmente de lo que se hace. Sin embargo, varios personajes de mi historia ejemplar se acercan a esa meta, de diferentes maneras. En el plano axiológico, Las Casas logra, en la vejez, amar y estimar a los indios no en función de su propio ideal, sino del de ellos: es un amor no unificador, podríamos decir que «neutro», para emplear el término de Blanchot y de Barthes. En el plano de la acción, de la asimilación del otro o de la identificación con él, Cabeza de Vaca también alcanza un punto neutro, no porque fuera indiferente a las dos culturas, sino porque las había vivido ambas desde el interior; de repente, a su alrededor ya no había más que «ellos»; sin volverse indio, Cabeza de Vaca ya no era totalmente español. Su experiencia simboliza y anuncia la del exiliado moderno, el cual personifica a su vez una tendencia propia de nuestra sociedad: ese ser que ha perdido su patria sin adquirir otra, que vive en la doble exterioridad. El exiliado es el que mejor encarna hoy en día, desviándolo de su sentido original, el ideal de Hugo de San Víctor, que éste formulaba de la manera siguiente en el siglo XII: «El hombre que encuentra que su patria es dulce no es más que un tierno principiante: aquel para quien cada suelo es como el suyo propio ya es fuerte, pero sólo es perfecto aquel para quien el mundo entero es como un país extranjero» (yo, que soy un búlgaro que vive en Francia, tomo esta cita de Édouard Saïd, palestino que vive en los Estados Unidos, el cual a su vez la había encontrado en Erich Auerbach, alemán exiliado en Turquía).
Por último, en el plano del conocimiento, un Durán y un Sahagún anuncian, sin realizarlo plenamente, el diálogo de culturas que caracteriza a nuestro tiempo, y que encarna a nuestros ojos la etnología, a la vez hija del colonialismo y prueba de su agonía: un diálogo en que nadie tiene la última palabra, en que ninguna de las voces reduce a la otra al estado de simple objeto, y en que uno saca ventajas de su exterioridad respecto al otro; Durán y Sahagún, símbolos ambiguos, por ser espíritus medievales; quizás esa misma exterioridad respecto a la cultura de su tiempo sea la responsable de su modernidad. A través de estos diferentes ejemplos se afirma una misma propiedad: una nueva exotopía (para hablar como Bajtin), una afirmación de la exterioridad del otro que corre parejas con su reconocimiento en tanto sujeto. Quizás haya en eso no sólo una nueva manera de vivir la alteridad, sino también un rasgo característico de nuestro tiempo, como lo eran el individualismo o el autotelismo para la época cuyo fin empezamos a vislumbrar. Así pensaría un optimista como Levinas: «Nuestra época no se define por el triunfo de la técnica por la técnica, como no se define por el arte por el arte, como no se define por el nihilismo. Es acción para un mundo que viene, superación de su época —superación de sí que requiere la epifanía del Otro».
¿Ilustra este libro esa nueva actitud frente al otro, por medio de mi relación con los autores y los personajes del siglo XVI? Sólo puedo dar testimonio de mis intenciones, no del efecto que producen. He querido evitar dos extremos. El primero es la tentación de hacer oír la voz de esos personajes tal como es en sí; de tratar de desaparecer yo para servir mejor al otro. El segundo es someter a los otros a uno mismo, convertirlos en marionetas cuyos hilos están enteramente bajo nuestro control. No busqué entre los dos un terreno de compromiso, sino la vía del diálogo. Interpelo esos textos, los traspongo, los interpreto, pero también los dejo hablar (de ahí la cantidad de citas), y defenderse. Esos personajes, de Colón a Sahagún, no hablaban mi lenguaje, pero dejar al otro intacto no es hacerlo vivir, como tampoco lo es el obliterar enteramente su voz. Cercanos y lejanos al mismo tiempo he querido verlos como uno de los interlocutores de nuestro diálogo.
Pero nuestra época también se define por una experiencia en cierta forma caricaturesca de esos mismos rasgos; sin duda es inevitable. Esta experiencia a menudo oculta el rasgo nuevo por su abundancia, y a veces hasta lo antecede, pues la parodia vive muy bien sin su modelo. El amor «neutro», la justicia «distributiva» de Las Casas son parodiados, vaciados de sentido, en un relativismo generalizado, donde todo vale lo mismo, con tal de elegir el punto de vista apropiado; el perspectivismo lleva a la indiferencia y a la renuncia a todo valor. El descubrimiento por parte del «yo» de los «ellos» que lo habitan va acompañado por la afirmación mucho más aterradora de la desaparición del «yo» en el «nosotros», característica de los regímenes totalitarios. El exilio es fecundo si uno pertenece a dos culturas a la vez, sin identificarse con ninguna; pero si la sociedad entera está hecha de exiliados, el diálogo de las culturas cesa: se ve sustituido por el eclecticismo y el comparatismo, por la capacidad de gustar un poco de todo, de simpatizar blandamente con todas las opciones sin adoptar nunca ninguna. La heterología, que hace oír la diferencia de las voces, es necesaria; la polilogía es desabrida. La posición del etnólogo, por último, es fecunda; lo es mucho menos la del turista al que la curiosidad de conocer las costumbres extranjeras lleva hasta la isla de Bali o los suburbios de Bahía, pero que encierra la experiencia de lo heterogéneo dentro del espacio de sus vacaciones pagadas. Cierto que, a diferencia del etnólogo, paga sus vacaciones con su propio dinero
La historia ejemplar de la conquista de América nos enseña que la civilización occidental ha vencido, entre otras cosas, gracias a su superioridad en la comunicación humana, pero también que esa superioridad se ha afirmado a expensas de la comunicación con el mundo. Habiendo salido del período colonial, sentimos confusamente la necesidad de revalorar esta comunicación con el mundo; pero aquí también parece que la parodia antecede a la versión en serio. Los hippies norteamericanos de los años sesenta, al negarse a adoptar el ideal de su país que bombardeaba a Vietnam, trataron de volver a encontrar la vida del buen salvaje. Algo así como los indios de las descripciones de Sepúlveda, querían prescindir del dinero, olvidar los libros y la escritura, mostrar su indiferencia por el vestido, y renunciar al uso de las máquinas, para hacerlo todo ellos solos. Pero esas comunidades estaban evidentemente destinadas al fracaso, puesto que plantaban esos rasgos primitivos sobre una mentalidad individualista perfectamente moderna. El «Club Méditerranée», por su parte, le permite a uno vivir esta zambullida en el mundo primitivo (ausencia de dinero, de libros y a veces de ropa) sin poner en duda la continuidad de su vida de «civilizado»; el éxito comercial de esta idea es bien conocido. Los retornos a las religiones antiguas y nuevas son incontables; dan prueba de la fuerza que tiene esa tendencia, pero creo yo que no pueden encarnarla: el regreso al pasado es imposible. Sabemos que ya no queremos la moral (la amoral) del «todo vale», pues ya hemos experimentado sus consecuencias; pero hay que encontrar nuevas interdicciones, o una nueva motivación para las antiguas, a fin de poder percibir su sentido. La capacidad de improvisación y de identificación instantánea busca equilibrarse con una valoración del ritual y de la identidad, pero podemos dudar de que el regreso al terruño sea suficiente.
Al relatar y analizar la historia de la conquista de América, me he visto llevado a dos conclusiones aparentemente contradictorias. Para hablar de las formas y de las especies de comunicación, me coloqué primero en una perspectiva tipológica: los indios favorecen el intercambio con el mundo, los europeos, el intercambio con los seres humanos: ninguno de los dos es intrínsecamente superior al otro, y siempre necesitamos los dos a la vez; si ganamos en un plano, perdemos necesariamente en el otro. Pero al mismo tiempo, fui llevado a comprobar una evolución en la «tecnología» del simbolismo; para simplificar, esta evolución se puede reducir a la aparición de la escritura. Ahora bien, la presencia de la escritura favorece la improvisación a expensas del ritual como también ocurre con la concepción lineal del tiempo o, de otra manera, con la percepción del otro. ¿Habrá también una evolución entre la comunicación con el mundo y la comunicación entre los hombres? En términos más generales, si es que hay evolución, ¿no vuelve a encontrar el concepto de barbarie un sentido no relativo?
Para mí, la solución de esta aporía no consiste en abandonar una de las dos afirmaciones, sino más bien en reconocer, para cada evento, múltiples determinaciones, que condenan al fracaso toda tentativa de sistematizar la historia. Esto es lo que explica que el progreso tecnológico, cosa que sabemos demasiado bien hoy en día, no implique superioridad en el plano de los valores morales y sociales (ni tampoco una inferioridad). Las sociedades con escritura son más avanzadas que las sociedades sin escritura; pero se puede dudar si hay que escoger entre sociedades con sacrificio y sociedades con matanza.
En otro plano, la experiencia reciente es desalentadora: el deseo de superar el individualismo de la sociedad igualitaria y de llegar a la socialidad propia de las sociedades jerárquicas se encuentra, entre otros, en los estados totalitarios. Éstos se parecen al niño monstruoso al que temía Bernard Shaw, presentido, según parece, por Isadora Duncan: tan feo como aquél y tan tonto como ésta. Esos estados, ciertamente modernos en tanto que no se les puede asimilar ni a las sociedades con sacrificio ni a las sociedades con matanza, reúnen sin embargo ciertos rasgos de las dos, y merecerían la creación de una «palabra-valija»: son sociedades con sacrifitanza. Como en las primeras, se profesa una religión de estado: como en las segundas, el comportamiento está fundado en el principio karamazoviano del «todo vale». Como en el sacrificio, se mata primero en casa; como en el caso de las matanzas, se disimula y se niega la existencia de esas muertes. Como en aquél, se elige individualmente a las víctimas; como en éstas, se las extermina sin ninguna idea de ritual. El tercer término existe, pero es peor que los dos anteriores; ¿qué hacer?
La forma de discurso que se impuso a mí para este libro, la historia ejemplar, resulta también del deseo de trascender los límites de la escritura sistemática sin «regresar» por ello al mito puro. Al comparar a Colón con Cortés, a Cortés con Moctezuma, tomo conciencia de que las formas de la comunicación, tanto producción como interpretación, aun si son universales y eternas, no se ofrecen a la libre elección del escritor, sino que están correlacionadas con las ideologías en vigor, y por eso mismo pueden volverse su signo. Pero ¿cuál es el discurso apropiado para la mentalidad heterológica? En la civilización europea, el logos ha vencido al mythos; o más bien, en lugar del discurso polimorfo, se impusieron dos géneros homogéneos: la ciencia y todo lo que está emparentado con ella está en relación con el discurso sistemático; la literatura y sus avatares practican el discurso narrativo. Pero este último campo se va estrechando día con día: hasta los mitos se reducen a cuadros con entrada doble, la historia misma es sustituida por el análisis sistemático, y las novelas luchan a brazo partido contra el desarrollo temporal, en pro de la forma espacial, y tienden a la matriz inmóvil. Yo no podía separarme de la visión de los «vencedores» sin renunciar al mismo tiempo a la forma discursiva de la que éstos se habían apropiado. Siento la necesidad (y no veo en ello nada de individual, por eso lo escribo) de quedarme con el relato que más bien propone que impone; de volver a encontrar, en el interior de un solo texto, la complementariedad del discurso narrativo y del discurso sistemático: de tal manera que mi «historia» quizás se parezca más, en cuanto al género, y haciendo abstracción de toda consideración de valor, a la de Heródoto que al ideal de muchos historiadores contemporáneos. Algunos de los hechos que relato llevan a afirmaciones generales: otros (u otros aspectos de los mismos hechos) no. Al lado de los relatos que someto a análisis quedan otros, insumisos. Y si, en este mismo momento, «saco la moraleja» de mi historia, de ninguna manera es porque piense revelar y fijar su sentido; un relato no es reductible a una máxima pero eso es porque me parece más franco formular algunas de las impresiones que deja en mí, puesto que yo también soy uno de sus lectores.
La historia ejemplar ha existido en el pasado, pero el término ya no tiene el mismo sentido ahora que entonces. Desde Cicerón se repite el dicho que reza Historia magistra vitae; su sentido es que el destino del hombre no se puede cambiar, y que uno puede modelar su conducta presente siguiendo a los héroes del pasado. Esta concepción de la historia y del destino pereció con la aparición de la ideología individualista moderna, puesto que con ella se prefiere creer que la vida de un hombre le pertenece, y que no tiene nada que ver con la de otro. No pienso que el relato de la conquista de América sea ejemplar en el sentido de que podría representar una imagen fiel de nuestra relación con el otro; no sólo Cortés no es igual a Colón, sino que nosotros ya no somos iguales a Cortés. Dice el dicho que si se ignora la historia se corre el riesgo de repetirla; pero no por conocerla se sabe qué es lo que se debe hacer. Nos parecemos a los conquistadores y somos diferentes de ellos: su ejemplo es instructivo, pero nunca estaremos seguros de que, al no comportarnos como ellos, no estamos precisamente imitándolos, puesto que nos adaptamos a las nuevas circunstancias. Pero su historia puede ser ejemplar para nosotros porque nos permite reflexionar sobre nosotros mismos, descubrir tanto las semejanzas como las diferencias: una vez más, el conocimiento de uno mismo pasa por el conocimiento del otro.
Para Cortés, la conquista del saber lleva a la del poder. Conservo de él la conquista del saber, aun si es para resistir al poder. Hay cierta ligereza en conformarse con condenar a los conquistadores malos y añorar a los indios buenos, como si bastara con identificar al mal para combatirlo. Reconocer la superioridad de los conquistadores en tal o cual punto no significa que se les elogie; es necesario analizar las armas de la conquista si queremos poder detenerla algún día. Porque las conquistas no pertenecen sólo al pasado.
No creo que la historia obedezca a un sistema, ni que sus supuestas «leyes» permitan deducir las formas sociales futuras, o siquiera presentes. Creo más bien que el hacerse consciente de la relatividad, y por lo tanto de lo arbitrario, de un rasgo de nuestra cultura ya es desplazarlo un poco, y que la historia (no la ciencia, sino su objeto) no es más que una serie de esos desplazamientos imperceptibles.